Anita descubrió que estaba embarazada dos meses antes de que la relación de su amiga con Julio se disolviera del todo. El padre —el responsable, se decía entonces— era un estudiante de último año de derecho de la Universidad Católica, cuestión que ella enfatizaba, probablemente porque hacía más decoroso su descuido. Aunque se conocían desde hacía poco, Anita y el futuro abogado decidieron casarse, y Emilia fue la testigo de la ceremonia. Durante la fiesta, un amigo del novio quiso besar a Emilia mientras bailaban cumbia, pero ella esquivó el rostro argumentando que no le gustaba ese tipo de música.
A los veintiséis Anita ya era madre de dos niñas y su marido se debatía entre la posibilidad de comprar una camioneta y la vaga tentación de tener un tercer hijo (para cerrar la fábrica, decía, con un énfasis que pretendía ser gracioso, y que quizás lo era, ya que la gente solía reírse con el comentario). Así de bien les iba.
El marido de Anita se llamaba Andrés, o Leonardo. Quedemos en que su nombre era Andrés y no Leonardo. Quedemos en que Anita estaba despierta y Andrés semidormido y las dos niñas durmiendo la noche en que imprevistamente llegó Emilia a visitarlos.
Eran casi las once de la noche. Anita hizo lo posible por distribuir con justicia el poco whisky que quedaba y Andrés tuvo que ir corriendo a comprar a un almacén cercano. Regresó con tres paquetes chicos de papas fritas.
¿Por qué no trajiste un paquete grande?
Porque no quedaban paquetes grandes.
¿Y no se te ocurrió, por ejemplo, traer cinco paquetes chicos?
No quedaban cinco paquetes chicos. Quedaban tres.
Emilia pensó que quizás no había sido una buena idea llegar de improviso a ver a su amiga. Mientras duró la escaramuza, tuvo que concentrarse en un enorme sombrero mexicano que gobernaba la sala. Estuvo a punto de retirarse, pero el motivo era urgente: en el colegio había dicho que era casada. Para conseguir trabajo como profesora de castellano había dicho que era casada. El problema era que a la noche siguiente tenía una fiesta con sus compañeros de trabajo y era ineludible que su esposo la acompañara. Después de tantas poleras y discos y libros y hasta sostenes con relleno, no sería tan grave que me prestaras a tu marido, dijo Emilia.
Todos los colegas querían conocer a Miguel. Y Andrés perfectamente podía pasar por Miguel. Había dicho que Miguel era gordo, moreno y simpático, y Andrés era, al menos, muy moreno y muy gordo. Simpático no era, eso lo pensó desde la primera vez que lo vio, hacía ya varios años. Anita también era gorda y bellísima, o al menos tan bella como puede llegar a ser una mujer tan gorda, pensaba Emilia, algo envidiosa. Emilia era más bien tosca y muy flaca, Anita era gorda y linda. Anita dijo que no tenía inconveniente en prestar a su marido por un rato.
Siempre que me lo devuelvas.
Eso tenlo por seguro.
Rieron de buena gana, mientras Andrés intentaba capturar los últimos pedazos de papas fritas de su paquete. Durante la adolescencia habían sido muy cuidadosas respecto a los hombres. Antes de involucrarse en cualquier cosa Emilia llamaba a Anita, y viceversa, para formular las preguntas de rigor. ¿Estás segura de que no te gusta? Segura, no seas enrollada, huevona.
Al principio Andrés se mostró reticente, pero terminó cediendo, al fin y al cabo podía llegar a ser divertido.