Siguieron, desde entonces, follando, en casas prestadas y en moteles de sábanas que olían a pisco sour. Follaron durante un año y ese año les pareció breve, aunque fue larguísimo, fue un año especialmente largo, después del cual Emilia se fue a vivir con Anita, su amiga de la infancia.

Anita no simpatizaba con Julio, pues lo consideraba engreído y depresivo, pero igualmente tuvo que admitirlo a la hora del desayuno y hasta, una vez, quizás para demostrarse a sí misma y a su amiga que en el fondo Julio no le desagradaba, le preparó huevos a la copa, que era el desayuno favorito de Julio, el huésped permanente del estrecho y más bien inhóspito departamento que compartían Emilia y Anita. Lo que a Anita le molestaba de Julio era que le había cambiado a su amiga:

Me cambiaste a mi amiga. Ella no era así.

¿Y tú siempre has sido así?

¿Así cómo?

Así, como eres.

Emilia intervino, conciliadora y comprensiva. ¿Qué sentido tiene estar con alguien si no te cambia la vida? Eso dijo, y Julio estaba presente cuando lo dijo: que la vida sólo tenía sentido si encontrabas a alguien que te la cambiara, que destruyera tu vida. A Anita le pareció una teoría dudosa, pero no la discutió. Sabía que cuando Emilia hablaba en ese tono era absurdo contradecirla.