El primer pololo de Emilia era torpe, pero había autenticidad en su torpeza. Cometió muchos errores y casi siempre supo reconocerlos y enmendarlos, pero hay errores imposibles de enmendar, y el torpe, el primero, cometió uno o dos de esos errores imperdonables. Ni siquiera vale la pena mencionarlos.

Ambos tenían quince años cuando comenzaron a salir, pero para cuando Emilia cumplió dieciséis y diecisiete el torpe siguió teniendo quince. Y así: Emilia cumplió dieciocho y diecinueve y veinticuatro, y él quince; veintisiete, veintiocho, y él quince, todavía, hasta los treinta de ella, pues Emilia no siguió cumpliendo años después de los treinta, y no porque a partir de entonces decidiera empezar a restarse la edad, sino debido a que pocos días después de cumplir treinta años Emilia murió, y entonces ya no volvió a cumplir años porque comenzó a estar muerta.

El segundo pololo de Emilia era demasiado blanco. Con él descubrió el andinismo, los paseos en bicicleta, el jogging y el yogur. Fue, en especial, un tiempo de mucho yogur, y esto, para Emilia, resultó importante, porque venía de un periodo de mucho pisco, de largas y enrevesadas noches de pisco con cocacola y de pisco con limón, e incluso de pisco solo, seco, sin hielo. Se manosearon mucho pero no llegaron al coito, porque él era muy blanco y eso a Emilia le producía desconfianza, a pesar de que ella misma era muy blanca, casi completamente blanca, de pelo corto y negrísimo, eso sí.

El tercero era, en realidad, un enfermo. Desde un principio ella supo que la relación estaba condenada al fracaso, pero aun así duraron un año y medio, y fue su primer compañero sexual, su primer hombre, a los dieciocho de ella, a los veintidós de él.

Entre el tercero y el cuarto hubo varios amores de una noche más bien estimulados por el aburrimiento.

El cuarto fue Julio.