Prólogo

Día 1, 10:30 AM.

National Archive, 700 Pensylvania Avenue,

NW Washington DC.

Robert Walker había vivido toda su vida sobre una silla de ruedas. Una extraña enfermedad de los huesos le impedía caminar y su padre Michael intentaba pasar con él todo el tiempo posible. Aquella mañana, los dos habían recorrido cientos de kilómetros para visitar el Archivo Nacional y contemplar con sus propios ojos la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos.

El joven soñaba con convertirse en abogado y fiscal del distrito, tal vez algún día llegaría a ser congresista o senador. Por eso, aquella mañana de sábado estaba disfrutando al tener ante sus ojos la Declaración de Independencia. Llevaba semanas organizando ese día con su padre. Una visita a Washington desde Lancaster, Philadelphia, para ver la Carta de Independencia en la «Rotonda de las Cartas de la Libertad». Ahora estaba allí mismo, con la nariz casi pegada a la declaración y leyendo el texto en voz baja.

Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro, y tomar entre las naciones de la Tierra el puesto separado e igual al que las leyes de la naturaleza y del Dios de esa naturaleza le dan derecho…

—Robert, sepárate del vidrio —dijo su padre, tomándole del brazo. Una de las guardas del Archivo Nacional se aproximó hasta ellos y con una sonrisa perfecta les dijo que llevaba cinco años de servicio en aquella sala y había observado a decenas de jovencitos que se apasionaban al ver los escritos originales.

—No se preocupen, los documentos están bien protegidos. Dentro de la vitrina, hecha de titanio y aluminio, hay un gas llamado argón para que nada pueda afectar a nuestras cartas de la libertad. —¿Argón? —preguntó Robert. —Es un gas —dijo su padre, mientras tiraba de su brazo. Apenas el hombre había terminado la frase, cuando los ojos de Robert comenzaron a moverse rápidamente.

—Papá, está desapareciendo —dijo el joven sorprendido. —¿Qué? —Preguntó el padre acercándose al documento—, yo no veo nada. —Mira, por los bordes. La guarda dio un paso hacia delante y se asomó por encima del muchacho. Afortunadamente el documento seguía ahí, pero parecía más difuso que antes. Comenzó a sudar y su piel negra brilló bajo la luz de los focos. Sentía mucho calor, como si alguien hubiera encendido una estufa dentro de sus pantalones grises. Buscó el intercomunicador y se le cayó dos veces antes de poder conectarlo.

La sala comenzó a llenarse de murmullos y en unos segundos todos se alejaron de las vitrinas. Los guardas llamaron a la central de mandos y comenzaron a desalojar la sala.

—Aquí Rotonda de la Libertad, emergencia. Habla Susan Morgan. Se escuchó el zumbido del interfono y a la guarda se le hizo interminable los dos segundos que tardaron en responderla.

—¿Qué sucede? —preguntó una voz apática desde el control. —Están desapareciendo —dijo Susan incrédula. —¿El qué está desapareciendo, Susan? —Los papeles se hacen humo —contestó Susan transpirando por todas partes, mientras sus ojos observaban las vitrinas vacías. Michael y su hijo Robert se apartaron de la vitrina y comenzaron a correr hacia la salida. La idea de que pudiera tratarse de un atentado ensombreció la mirada de Michael, aquello no podía estar pasándole a ellos. No era justo que su hijo muriera después de todo lo que había luchado para sobrevivir.