Día 3, 9:20 PM.
Universidad de Berkeley,
San Francisco, California.
Lo único que separaba a Jonathan Huxley de la muerte era su astucia. Pensó que todavía tenía unos treinta segundos para escapar. Encima de la mesa tenía una solución bastante inflamable, si lograba explosionarla, tal vez tendría una posibilidad de huir.
Los dos hombres se aproximaron hasta la mesa. Jonathan retrocedió, pero antes lanzó varios de los productos químicos sobre la madera. Una llama azul se extendió por la mesa y los dos hombres retrocedieron. Jonathan aprovechó para acercarse a la ventana y abrirla. Se lanzó al jardín, que estaba a poco más de dos metros del primer piso y cayó sobre el césped húmedo de la madrugada.
Los hombres gritaron algo desde la ventana y dispararon sus pistolas. Jonathan escuchó el leve zumbido cerca de los oídos. Se puso en pie y comenzó a correr. Instintivamente metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que no se había roto el tubo de ensayo e intentó pensar a dónde podía dirigirse. Su habitación en el campus estaba descartada y la casa de sus amigos también; sin duda sería el primer lugar donde le buscarían.
Corrió hacia la casa de su antiguo profesor de química en el instituto, nadie le buscaría allí. Después ya tendría tiempo de pensar como haría llegar su descubrimiento a la universidad y desde allí al gobierno.
Se quitó la bata blanca y se aproximó a la casa. Todo estaba a oscuras. Llamó a la puerta y casi cinco minutos más tarde apareció su profesor en batín.
—Pero quién diablos llama a estas horas. Cuando el viejo profesor observó la cara sudorosa y asustada de su antiguo alumno, le hizo pasar y cerró rápidamente la puerta. Algo debía ir muy mal para que se presentara a esas horas sin avisar, pensó el anciano mientras miraba a ambos lados del jardín y cerraba la puerta de la casa.