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Día 3, 12:55 PM.

Biblioteca Nacional,

Paris, Francia.

El suntuoso edificio del siglo XVIII llevaba varios días cerrado al público. Charles Mansart, el director, decidió pasearse por las diferentes salas. Las altísimas estanterías se encontraban vacías, las largas mesas con sus lámparas verdes, desiertas y el corazón de la Biblioteca, muerto. En apenas unos días habían perdido el 80% de su fondo y el 60% de los libros escaneados. En un par de días, el resto desaparecería para siempre. GoodLife les había prometido ayuda, pero Charles sabía que no acudirían a auxiliarles. Los franceses habían sido los más firmes defensores de los derechos de autor y se habían opuesto radicalmente a las intenciones de GoodLife. La biblioteca tenía su propio sistema de escaneado, pero la mayor parte de los archivos se habían evaporado.

La situación no era mucho mejor en el resto del país. La maldición había caído sobre la nación y en una semana su pasado se habría borrado para siempre.

Los modernos edificios de la Biblioteca en Tolbiac, tampoco habían soportado el doble ataque contra los libros. No se podía encontrar en todo París un papel, como si se los hubiera tragado la tierra. Los millones de turistas habían desaparecido hasta que pasara el temporal y la vida diaria se había vuelto insoportable. Largas colas en los supermercados, reparto de algunos alimentos básicos por camiones del ejército. Aquello era el fin.

Charles Mansart tomó uno de los pocos libros que habían sobrevivido y lo ojeó por unos segundos. El tacto de los dedos sobre las páginas, su olor y la imagen de aquellas letras, le hicieron sentir de nuevo la alegría de vivir. Aquel no era el último ejemplar de Balzac, Sastre o Zola, se trataba de un volumen de El Código Da Vinci de Dan Brown. Era irónico que el destino hubiera salvado aquel libro entre los millones que poseía la biblioteca, pensó mientras volvía dejarlo en la estantería.

Después subió a su despacho, se sentó en el escritorio e intentó recordar las últimas palabras de Los sótanos del Vaticano de Gide:

«Pronto será hora de que Genoveva se vaya, pero aún espera; escucha, inclinado sobre ella a través de leve respiración, el confuso rumor de la ciudad, que ya sale de su letargo… ¿Y qué? ¿Va a renunciar a vivir?».

Charles Mansart abrió el cajón del escritorio y sacó una pistola. Se la puso sobre la sien y respiró hondo antes de apretar el gatillo.