Día 3, 12:15 PM.
Sede Vaticana,
Roma, Italia.
Los técnicos instalaron cuatro máquinas en la ciudad. Dos se encargarían de escanear los documentos del Archivo Secreto y las otras dos harían lo mismo con los libros y manuscritos.
Luigi Cervini observó cómo los libros eran introducidos en las máquinas y como estas con un movimiento suave, pero rápido, comenzaban su trabajo. En el último día la escabechina de libros destruidos había ido en aumento. Un 29% se había perdido para siempre. Lo mismo sucedía en diócesis de todo el mundo, aunque el caso más preocupante era el de España y Polonia, donde apenas una máquina se tenía que hacer cargo de todos los libros religiosos del país.
El archivero se acercó a Luigi y con los brazos cruzados comenzó a increparle.
—Está vendiendo nuestro patrimonio a una empresa americana dirigida por dos mujeres impías. —Desconozco la fe de las fundadoras de GoodLife, pero nos han facilitado los equipos apenas a coste cero —dijo Luigi sin alterarse. —Los archivos vaticanos únicamente los pueden leer personas autorizadas y ahora estarán en la red. —La empresa guarda y protege los contenidos, ni ellos mismo pueden acceder a ellos —le explicó Luigi.
—¿Y se cree esas patrañas? Hay documentos que es mejor que desaparezcan antes de que salgan a la luz, hemos protegido a la Iglesia durante siglos, no podemos exponerlos a la opinión pública o vivir bajo la amenaza de una compañía secular —dijo el archivero. —Le repito que los libros están protegidos y no serán accesibles a nadie. —Particularmente no daré ciertos documentos, prefiero que se evaporen —dijo el archivero. —Pero el Papa ordenó que se protegieran todos los documentos. —Lo siento, pero no voy a perjudicar a la Iglesia aunque lo ordene el propio San Pedro —dijo el archivero mientras se marchaba.