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Día 3, 08:00 AM.

330 Drumm St,

San Francisco, California.

Las noticias aquella mañana no eran muy alentadoras. La FOX comentaba que la destrucción de papel continuaba su avance imparable. Rusia anunciaba la destrucción del 70% de su patrimonio cultural. Japón no salía mejor parada, un 60% de sus libros habían desaparecido. Por tercer día consecutivo las bolsas cerraban sus puertas y el caos económico se extendía por todo el planeta. La ONU se reunía en sesión extraordinaria ese mismo día y GoodLife se convertía en la única esperanza para salvar el conocimiento humano.

Martin llamó a la puerta y David dudó un instante antes de abrir. Tenía mucha prisa y sabía que su vecino podía ser muy pesado. Le encantaba hablar, especialmente de política, pero aquella mañana no tenía tiempo.

—Perdona que te moleste —dijo Martin—. No es molestia —contestó David intentando apurar su café—. Todo lo que está sucediendo me tiene asustado, ¿sabes que me han desaparecido todas las fotografías y las cartas que escribí a mi mujer desde el frente? La cara del anciano expresaba una mezclar de desesperación y temor. De un plumazo su pasado se había esfumado, como si nunca hubiera existido. David pensó que de todas formas, cuando su vecino muriera, sin hijos ni herederos, los servicios sociales se desharían de todos sus recuerdos y loe echarían a la basura.

—Lo siento, Martin —dijo David. Al final algo había logrado atravesar su endurecido caparazón. Por fin era consciente de que alguien sufría a parte de él—. Son cosas de viejo —dijo Martin. Después se dio media vuelta y salió del apartamento. David no supo cómo reaccionar. Llevaba demasiado tiempo anestesiado con sus juguetes electrónicos, sus ambiciones y los sueños de un futuro prometedor. Hasta la relación con su novia no había pasado de ser una especie de ajuste emocional y un remedio contra la soledad.

Se acercó al espejo y se contempló. Todavía llevaba el pantalón del pijama, la camiseta vieja de beisbol y sus chanclas. En ese momento la alarma de su móvil sonó y miró el reloj de iPad. Era tarde, muy tarde. Esa misma mañana tenía cita con Richard Child en la sede central de GoodLife. Se vistió con un pantalón de algodón, una chaqueta clara y una camisa, guardó su vieja agenda en un bolsillo y cogió la bicicleta hasta la estación de autobuses. Allí tomó uno que se dirigía a Montain View, una de las nuevas zonas en desarrollo de la ciudad. La sede llevaba cinco años en Bill Graham Rd.

Se quedó dormido en el autobús y cuando despertó se encontraba frente a la sede de GoodLife.

El complejo de la empresa era inmenso. Decenas de edificios que formaban una pequeña ciudad idílica con apenas algunos coches eléctricos, bicicletas y un servicio de transportes gratuitos de la empresa. Un gran cartel con el colorido logotipo de GoodLife señalizaba los dominios de la empresa informática más poderosa de la tierra, pero curiosamente no había vallas ni policías, aunque unas discretas cámaras lo grababan todo.

David caminó por los jardines con la sensación de que estaba de nuevo en la universidad, pero no la estatal en la que había estudiado, sino en un lugar mitad campus y mitad parque de atracciones.

La mayor parte de los miembros de aquella privilegiada y exclusiva sociedad eran jóvenes de diferentes razas y países. Cada año la compañía recibía más de un millón de solicitudes de trabajo de los estudiantes más inteligentes del planeta. Allí trabajaba la élite de la élite del mundo. Mientras se dirigía al edificio central en el que le esperaba el director general, cruzó varias terrazas y restaurantes, un gimnasio y una inmensa guardería. Los trabajadores podían vivir allí sin preocuparse de nada, la compañía ya lo hacía por ellos.

El edificio principal era aún más curioso. Tras atravesar un control de seguridad poco exhaustivo entró en un inmenso hall que representaba el interior de la nave principal de Star Trek, una azafata vestida con vaqueros le guio por pasillos increíbles repletos de iglús de diferentes colores, toboganes que comunicaban las plantas superiores con la cafetería, increíbles áreas de descanso al estilo oriental, zona de billares y recreativos, salas de juegos con inmensas pantallas y todo tipo de entretenimientos.

Al final entraron en algo más parecido a un área de trabajo, con mesas amplias y cómodas en las que siempre había dos inmensos monitores.

La azafata le dejó en lo que ellos denominaban la Sala del Agua. Unos inmensos sillones de piel que daban masajes y unas inmensas peceras iluminadas eran el único mobiliario de la sala. Richard Child le esperaba tumbado en uno de los sillones, tenía los ojos cerrados y llevaba la corbata medio desanudada.

—Señor Portier, disculpe que no me levante —dijo abriendo los ojos sonriente—. No importa —dijo David algo incómodo—. Por favor, túmbese. ¿Prefiere que vayamos a otra sala? —No, aquí será perfecto— dijo David subiendo a uno de los sillones. En cuanto se tumbó el sillón se puso en marcha masajeándole la espalda. Aquello era increíble, notaba como su sufrida espalda comenzaba a relajarse de repente. —Usted dirá. Si le soy sincero he estado a punto de suspender la entrevista. Como sabe estamos ante una crisis global sin precedentes, pero he pensado que sería bueno transmitir desde la compañía un mensaje de optimismo y tranquilidad a los ciudadanos. Richard Child era la antítesis de GoodLife. A pesar de verle relajado, a David no se le escapaba su aspecto formal de hombre de negocios a la antigua. No estaba delgado, una importante barriga flotaba debajo de su camisa azul, vestía con traje, estaba completamente calvo y llevaba unas gafas redondas de montura de oro. Richard Child era un tiburón de las finanzas, un experto en hacer dinero y promover inversiones en todo el mundo.

—Estoy escribiendo un libro sobre la digitalización de los libros. —Ya recuerdo —dijo Richard—, aunque es irónico que lo intente precisamente ahora que es materialmente imposible escribir. —Eso no me preocupa. No creo que esta crisis sea eterna. Darán con el remedio y espero que también con los culpables —dijo David frunciendo el ceño.

—Eso espero, esto es un ataque directo contra la civilización —dijo Richard. —Bueno, son tres preguntas, no quiero robarle todo su tiempo. La primera es sobre el problema surgido entre la digitalización de libros y los derechos de autor —dijo David. —Ese es un problema solucionado, ahora mismo las editoriales no son tan reticentes a que digitalicemos sus libros, en las últimas veinticuatro horas hemos recibido miles de solicitudes, calculamos que el 80% de las editoriales del mundo trabajan con nosotros. —¿Y el otro 20%? —preguntó David. —Me temo que el otro 20% desaparecerá. —¿No es eso ilegal? Otras compañías han sido multadas por no permitir la libre competencia, si ustedes van a tener casi el cien por cien del mercado, las editoriales no tendrán alternativa —comentó David. —Cuando Europa estaba siendo asolada por los nazis, Gran Bretaña acudió a nosotros, éramos la única alternativa y salvamos la situación. Cuando la situación se normalice, imaginamos que el mercado también lo hará. David se incorporó un poco en el sillón y miró a Richard. Ya no estaba recostado y le miraba con sus ojos negros y redondos.

—La segunda pregunta es: ¿Por qué todos los programas del mundo han sufrido el ataque de un virus que ha destruido bibliotecas digitales enteras y el suyo no? —No soy un técnico, pero le aseguro que invertimos un 10% de nuestros ingresos en seguridad. Eso nos ha permitido crear el sistema más invulnerable del mundo. Pero gracias a eso hay 16 millones de libros seguros y salvaremos otros 15 millones antes de que todo esto pase. —Por último, ¿no es peligroso que una compañía guarde todo el conocimiento de la humanidad y los documentos secretos de cientos de países? ¿No podría utilizarse esa información privilegiada de una manera ilegal? Richard Child se sentó en el sillón y este paró de repente.

—Nosotros somos los guardianes de la biblioteca y los documentos, pero no sus dueños. Los papeles y documentos de los gobiernos se registran de manera especial y con claves de acceso que únicamente tienen los propios gobiernos y los libros serán de libre acceso y gratuitos. Las editoriales cobrarán los beneficios de la publicidad que generen, que es mucho más que las ventas antiguas de copias. Como ve todos salimos beneficiados —dijo Richard. —Pero, los más beneficiados son ustedes —dijo David. —Hijo, esto es un negocio, aunque GoodLife invierte un 20% de sus ingresos en causas humanitarias y culturales, pero estamos aquí para ganar dinero. —Ganar dinero en un momento de crisis en el que la humanidad está al borde del caos, ¿no es algo inmoral? —Ya conoce nuestro lema: «se pueden hacer negocios de una manera honrada» —dijo Richard con una sonrisa forzada. —Me temo que el término honradez es demasiado flexible en algunos casos. Richard frunció el ceño y se puso en pie. Su cara apenas se reflejaba la luz azulada y tenue de las peceras, pero a David no le costó imaginar su enfado.

—No tengo más tiempo. Espero que haya disfrutado en GoodLife. —Muchas gracias señor Child. —Gracias a usted. ¿Sabe salir? —preguntó el hombre indicándole la puerta. —No se preocupe, creo que encontraré el camino. David cruzó la sala y se fue a la salida, recorrió el edificio y se paró a la plaza central. Susan debía estar esperándole. Al pensar en ella no pudo evitar sentir una especie de cosquilleo en la tripa. Se puso las gafas de sol y disfrutó sentado en la terraza la estupenda mañana. Susan no estaba, pero no le importó lo más mínimo. Por unos instantes se olvidó de todo lo que estaba sucediendo. A una prudente distancia un hombre vestido con bermudas y camiseta hawaiana le observaba atentamente. Mucha gente estaba muy interesada en que la verdad no saliera a la luz y estaba dispuesta a cualquier cosa para conseguirlo. David no se percató de la presencia del extraño. Simplemente disfrutaba del momento.