Día 2, 9:00 PM.
Central Lake,
San Francisco, California.
El día había sido inusualmente caluroso y todavía se podía ver a gente paseando alrededor del lago. David llevaba más de media hora sentado en un banco, con su iPad conectado. Apenas había prestado atención a la gente que paseaba a sus perros o corría por la orilla. El sol comenzaba a ponerse, pero él era inmune a todo lo que estuviera fuera de su iPad.
Notó como el corazón se le aceleraba. Tocó de nuevo la pantalla, volvió a abrir su archivo, pero la página en blanco le golpeó de nuevo la vista. No podía creer que las primeras 100 páginas de su libro y la mayor parte de sus artículos se hubieran esfumado. El trabajo de los últimos tres años había desaparecido por completo. Intentó volcar la poca información que le quedaba en su blog, pero aquello tampoco era una solución. Ahora miles, por no decir millones de personas podían acceder a sus pensamientos. Sabía que aquella era la maldita política de GoodLife, toda la información libre y toda la información gratuita. Editoriales y gobiernos de todo el mundo habían luchado contra la compañía revindicando los derechos de autor, pero el único copyright que le interesaba a GoodLife era el de sus propios programas informáticos.
David sabía que el éxito del mejor motor de búsqueda de todo el mundo era ofrecerlo todo gratis, pero que detrás había una compañía voraz de información, que tenía un registro de cada usuario, con sus gustos, preferencias e incluso sus secretos, para lanzar sobre él todo tipo de publicidad.
Susan Brul se acercó por el sendero. Su pelo rubio y liso brilló con los últimos rayos del sol cuando se inclinó al lado del escritor. Antes de hablar lo contempló ligeramente. No le parecía el tipo de persona que lo arriesga todo por nada. Parecía un joven ambicioso a la espera de una oportunidad.
—Hola David —dijo la mujer en un tono suave. Se habían visto en una ocasión. Carmen había quedado con la pareja para que visitaran una exposición en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. Al parecer Carmen y ella se conocían de Stanford.
David se puso en pie torpemente y abrazó a Susan.
—Lo lamento —dijo mientras se sentaban de nuevo en el banco. —La familia de Mathieu se llevará el cuerpo a Reno. Quieren que la ceremonia sea en un par de días. —¿Irás a Reno? —preguntó David. —No estoy segura, si no asisto tendré la sensación de que Mathieu sigue con vida, pero tal vez es mejor que me haga a la idea de que ha muerto —dijo Susan con un nudo en la garganta. David contempló sus grandes ojos azules. Su belleza era típicamente californiana, parecía sacada de los anuncios para turistas que echaban en las televisiones meses antes de la vacaciones de verano, pero Susan era sobre todo una de las ingenieras informáticas más importantes de GoodLife. Una mujer brillante e inteligente.
—¿Fue rápido? —preguntó la mujer. El consuelo de que su novio al menos no hubiera sufrido, parecía amortiguar el dolor que sentía.
—Sí, casi fulminante. No creo que fuera consciente de que se estaba muriendo —dijo David. —Por lo menos no sufrió mucho —comentó Susan. Uno de sus temores más profundos era el dolor. Había visto como su madre se apagaba en una triste habitación de hospital, comida por un cáncer que la había convertido en poco más que una sombra. Le daba miedo morir, pero la simple idea del dolor la horrorizaba. —Apenas se enteró. Lo que más me sorprendió es que estaba asustado, creía que alguien lo seguía. ¿Te había comentado algo? —preguntó David. —No —dijo Susan—, preferíamos no hablar del trabajo en casa. Estábamos todo el día en la compañía, por lo menos queríamos desconectar un poco cuando estábamos solos. —Me entregó algo —dijo David sacando el minúsculo pendrive— pero está vacío. —Es uno de los que utilizamos en la compañía. Tiene varios sistemas de seguridad. Además tiene un compartimiento secreto —dijo Susan mirando el minúsculo aparato. —¿Un compartimiento secreto? —preguntó David sorprendido. Nunca hubiera imaginado, que se pudiera ocultar algo en un pendrive. —Sí. Cuando alguien intenta ver el contenido la memoria aparece como vacía, pero no lo está. —¿Podrías enseñarme lo que contiene? —dijo David conectando el pendrive a su iPad. —No —dijo Susan quitando el aparato—, no sabes que hay un virus destruyéndolo todo. Hay que hacerlo en un entorno seguro. Podríamos verlo en GoodLife House —dijo Susan.
—¿La sede central de la compañía? —preguntó David. —Sí —contestó Alicia—, es el lugar más seguro contra virus del mundo. —Pero imagino que allí podrán controlar lo que vemos. Susan sonrió. Le sorprendía la ingenuidad de los neófitos. Su compañía sabía todo lo que se movía en la red y casi en cada ordenador del mundo.
—Podemos poner una serie de programas que opaquen la información, pero es largo de explicar. —Me parece perfecto, tengo para mañana la cita que me conseguiste con Richard Child, el director general. —Pues de paso nos vemos, te invito a comer en alguno de los restaurantes, te enseño las instalaciones y echamos una ojeada a lo que tienes aquí —dijo levantando el mini pendrive. —Perfecto. Estaré a eso de las once en la sede central —dijo David. Se sentía como si hubiera concertado una cita con una chica. Carmen era guapa, inteligente y con carácter, pero tras meses de noviazgo su historia comenzaba a enfriarse. Él nunca lo hubiera reconocido, pero todavía no había conocido a la mujer de su vida. —Pues mañana nos vemos. Guarda esto —dijo Susan devolviéndole el pendrive—. Tengo algo para ti. Susan miró dentro de su inmenso bolso y sacó una viejísima agenda electrónica. Se la entregó a David con una sonrisa.
—Este viejo cacharro es chatarra, pero no tiene conexión a Internet, sus programas son tan antiguos que nadie se molestará nunca en crear un virus para destruirlo. David miró la vieja agenda. Le recordó a una que usaba su padre a mediados de los noventa. Su pantalla era opaca, las letras cuadradas y había que escribir con una especie de palito electrónico, nada de dedos, pero era el único soporte escrito que podía usar en el mundo.
—Gracias —dijo emocionado. Por lo menos podría volcar sus ideas y pensamientos sobre algo más que la cabeza. Susan le sonrió, se puso en pie y comenzó a caminar por el lago a la luz de la luna. David se quedó callado, viendo cómo se alejaba. Aquel día no había examinado el correo y apenas había entrado en la Red, pero en cambio se sentía liberado, como si por primera vez en años viera el mundo directamente, sin la necesidad de observarlo a través de una pantalla de ordenador.