Día 2, 1:15 PM.
Sede de GoodLife Mountain View,
Santa Clara, California.
Alicia colgó el teléfono emocionada. Había hablado con el bibliotecario del Papa. No era católica, sus padres eran unos judíos de Detroit que habían llegado a San Francisco con la idea de montar un negocio de antigüedades, aunque finalmente habían instalado una de las primeras tiendas de informática de la ciudad. Liberales, inteligentes y muy atractivos, habían encajado a la perfección entre las clases altas de California. Eran los suministradores oficiales de ordenadores de varias universidades, entre ellas la Universidad de Stanford, donde ella había estudiado y se había sacado el doctorado en ingeniería informática. A sus treinta años era una de las mujeres más importantes en el mundillo informático, junto a su amiga y socia Irina.
Alicia era una amante de los libros, una loba solitaria que prefería sentarse en su mullido sillón de su apartamento con vistas al mar y leer hasta quedarse dormida. Los hombres eran algo secundario en su vida, una necesidad que cubrir de vez en cuando, el único ser que había en su apacible vida era su gato Max.
—He hablado con el padre Luigi Cervini, el bibliotecario del Papa. Quiere que escaneemos y guardemos los libros y archivos vaticanos —dijo Alicia exultante. —Eso supondrá un dineral. Creo que te has vuelto loca, no podemos asumir ese nivel de costes. El dinero no es infinito —dijo Irina irritada. —Hoy ha vuelto a abrir la bolsa y ¿sabes cuál es la empresa que más sube mientras el resto se hunden? Exacto, la nuestra. Enviaremos un equipo especial hoy mismo. No importa el coste actual, dentro de un mes nos tendrán que dar más de 100 billones de dólares para cubrir los gastos generales. Seremos la empresa informática más poderosa de la tierra —dijo Alicia. —Eso si no nos jode ese virus que anda por ahí —dijo Irina. —Nuestro sistema es el más seguro del planeta. Hasta ahora ninguno de nuestros ordenadores ha sufrido daños. Un zumbido casi imperceptible se escuchaba en la sala de al lado. Allí se encontraba una de las bibliotecas más grandes del mundo, pero apenas ocupaba uno mil metros cuadrados. En los últimos años habían escaneado millones de ejemplares de la mayoría de las universidades del mundo, pero hasta ahora muchos gobiernos y bibliotecas nacionales se habían resistido a dejar sus libros, papeles y manuscritos en las manos de GoodLife. Aunque en las últimas veinticuatro horas las cosas habían cambiado radicalmente.
—Tu idea de crear una nueva Biblioteca de Alejandría me parece estupenda, pero estamos descuidando el programa Babel Fish de inteligencia artificial. Ese es el futuro, un gran educador virtual, que permita el acceso de toda la gente a la educación de una manera gratuita, barata y rápida —dijo Irina. —Imagina el potencial de los dos programas juntos. Todo el conocimiento en manos de todos y de manera libre —dijo Alicia emocionada. Irina sonrió. Su socia estaba completamente loca, pero eso era lo que más le gustaba de ella. Cuando la vio entrar a su clase en Stanford pensó que era una modelo escapada de una revista de moda, nada que ver con los frikis de la facultad. Irina, en cambio, llevaba unas gruesas gafas, ropa de segunda mano y no se había pintado los labios en la vida. Sus padres, de origen ucraniano, eran la austeridad personificada. Una pareja extremadamente religiosa, que habían sufrido persecución durante la era comunista y que en los años noventa habían viajado a Estados Unidos, con la esperanza de un futuro mejor. Después de dar algunos tumbos por medio país se habían instalado en San Francisco, a la que consideraban la nueva Gomorra, pero un buen sitio para prosperar. Lo que sucediera alrededor no les afectaba, ellos vivían en su pequeña tienda de alimentación y no tenían más vida social que la de la Iglesia Ortodoxa del barrio. Irina no compartía su fe, pero había heredado su austeridad, poca preocupación por lo material y su obsesión por mejorar el mundo.
—Enviaremos un equipo al Vaticano, pero que el Papa pague el doble —bromeó Irina—, tiene demasiado dinero como para que se lo hagamos gratis. Las dos mujeres se rieron. Llevaban diez años en la cima del mundo informático, pero aquella tarde estaban a punto de traspasar la estratosfera.