Día 2, 12:05 PM.
Sede Vaticana,
Roma, Italia.
El bibliotecario principal Luigi Cervini se acercó con pasos sigilosos hasta las cámaras de la biblioteca. Sus libros estaban protegidos de la humedad, los cambios de temperatura y las polillas, pero ahora esa maldita cosa les amenazaba. Se acercó a una de las salas de cristal, apretó el botón, espero a que la puerta se abriera y después comprobó los daños. La sala 1, 5, 7 estaban contaminadas y el 40 por ciento de los libros había desaparecido, afortunadamente casi todos estaban escaneados, pero el temor del bibliotecario era ahora el ataque informático. El legado de siglos podía desaparecer en cuestión de minutos.
Sus 75 000 códices eran el fruto de más de quinientos años de cuidados y adquisiciones. El papa Nicolás V había formado la biblioteca como una garantía de que el conocimiento de la humanidad nunca más sería destruido, pero de nuevo una amenaza se cernía sobre la Biblioteca. El archivo secreto tampoco se salvaba de esta apocalíptica plaga.
Luigi Cervini ojeó el códice y después lo dejó de nuevo en el estante, después miró el reloj. En media hora tenía que ver al Papa, el asunto era de prioridad máxima y sólo había una solución.
El bibliotecario subió hasta el hermoso salón de la Biblioteca Sextina. Allí la extraña enfermedad de los libros había vaciado las estanterías. Después se dirigió al despacho del Sumo Pontífice y esperó junto al archivero. Apenas cruzaron palabra, como si estuvieran demasiado preocupados para comentar el tiempo de la ciudad o las últimas técnicas de conservación de manuscritos.
Luigi Cervini amaba profundamente a los libros, creía en ellos más que en Dios. Eran la única forma fiable de transmitir conocimiento, pero ¿Qué pasaría si desaparecían? Toda su vida perdería sentido de repente.
Cuando Luigi estuvo delante del Santo Padre se echó a sus pies y con un tono de voz desesperado le dijo:
—Salve la biblioteca, Santo Padre. Sin ella la Iglesia está perdida.