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Día 2, 07:00 AM.

330 Drumm St,

San Francisco, California.

David Portier desayunó viendo las noticias. No había nuevas informaciones, la confusión parecía reinar en todo el mundo. Miró su iPad de alquiler e intentó centrarse en lo que tenía que hacer a lo largo del día. Primero recuperar sus pertenencias en la comisaría y después salir corriendo al San Francisco Chronicle. Era domingo pero su jefe había convocado a todos los redactores para cubrir la nueva noticia. El periódico, por primera vez en su historia, no saldría en formato papel, lo haría únicamente en digital y ahora todos los viejos tiburones nadaban juntos en el mismo charco. David temía que alguna de las estrellas del periódico ocupara su puesto en la versión digital, pero sabía que si recuperaba el pendrive tendría suficiente material, para convencer a su jefe de que él era el hombre indicado, por su conocimiento en el tema.

Se peinó el pelo fino, rubio y ondulado. Se lavó la cara y observó sus mejillas rosadas, todavía podían verse las cicatrices que le había dejado el acné. No era guapo, su cuerpo desgarbado, su piel lechosa y sus ojos pequeños y hundidos, más bien le afeaban, pero tenía cara de niño y eso atraía mucho a las mujeres.

Tomó el autobús, se negaba a comprar un coche, era la última rebeldía estudiantil que le quedaba, y se dirigió a la sede del periódico. En veinte minutos estaba en la octava planta del edificio, sentado entre todos los veteranos del rotativo.

John Vise, el redactor jefe, estaba sentado en la mesa junto a Paul Malseed, el director general. David nunca había visto a Malseed, el viejo zorro del periodismo se pasaba el día de un lado para el otro intentando aumentar el poder del periódico en la ciudad. Había periodistas que escribían la historia al filo de un canapé o una copa de champagne.

—Hoy es un día triste para el Chronicle, no saldrá nuestra edición en papel —dijo John Vise. Su rostro reflejaba verdadera pena. El redactor jefe era uno de los dinosaurios que se había resistido a creer que el final de los medios en papel ya estaba escrito. Un murmullo recorrió la sala repleta de redactores. Los más mayores parecían realmente preocupados.

—Sabíamos que era el futuro, pero nunca creímos que llegara tan pronto —dijo John Vise. David miró la sala de reuniones y el resto de la redacción. No había ni un solo papel en todo el edificio. Las ciudades eran las más afectadas por la desaparición de documentos y libros. Los Ángeles, Boston, Dallas, Chicago, Nueva York y Washington prácticamente habían visto como desaparecía el 80% del papel. Algunos archivos habían conseguido mantener los documentos más importantes a salvo, pero no sabían por cuánto tiempo.

—Nos centraremos en esta noticia, Paul y Justine se dedicarán a investigar la desaparición del papel, ya sabéis: hablar con expertos y todo eso. Tom y Sara se encargarán del grupo que ha revindicado el atentado y Peter de los libros digitales. David se levantó de la silla enfurecido, pero intentó calmarse ante de hablar.

—John, llevó dos meses investigando sobre los libros digitales, tengo información privilegiada y ahora me quitas del asunto. —Según tengo entendido esa información es para tu libro, simplemente hablamos de que hicieras un artículo cuando tuvieras terminado el libro, pero era para promocionarlo —dijo John muy serio. —Ayer vi como mi confidente moría, he pasado varias horas en comisaría y aquí —dijo levantando el minúsculo pendrive—, puede estar la clave. Paul Malseed miró con interés a David, después habló al oído a John.

—Se suspende la reunión por ahora —dijo John. Todos se dirigieron a la puerta acristalada, pero cuando pasó David, Paul Malseed puso la mano sobre su hombro.

—Tu no, hijo. Cerraron la puerta y se sentaron. Permanecieron unos segundos en silencio hasta que en el rostro arrugado de Paul Malseed se mostró una sonrisa.

—Algo me ha contado John de tu incidente en Palo Alto, pero no sabía que al final recuperaras nada. —Bueno, este no es el pendrive, pero después de la reunión voy a ir a por él a la comisaría. Imagino que ya lo habrán examinado. —Mal asunto, hijo. Si hay algo en ese dichoso aparato la policía no te lo devolverá. —¿Usted cree? —Puedes apostar tu cuello —dijo Paul Malseed.

—Espero que no sea así, toda mi historia se centra en eso —dijo David desanimado. —¿Por qué viste a ese ingeniero informático? —preguntó John. —Fue todo una casualidad, su novia y la mía son amigas, cuando se enteraron que estaba investigando sobre la digitalización, los derechos de autor y la creación de una biblioteca universal nos pusieron en contacto. Nos íbamos a ver ayer, pero el tipo parecía un poco paranoico, me comentó que prefería vernos lejos de Mountain View, donde está la sede de su empresa. —¿De qué crees que se trata? —preguntó Paul Malseed. —Puede que sea una tontería, pero opino que quería hablarme de una serie de contratos fraudulentos entre sus empresa y agencias del gobierno para la digitalización de documentos —dijo David. —No parece muy jugoso —dijo John escéptico. —El problema es que esos contratos han creado una dependencia excesiva del estado en una sola empresa —dijo David. —¿Qué empresa? —preguntó Paul Malseed impaciente. —GoodLife, la misma que ahora va a digitalizar los papeles, libros y documentos de Estados Unidos.