XXV

Las rutinas, ganadas con los años, no se pierden con facilidad. Poco a poco, lentamente, tan despacio que no llegas a percibirlo hasta que es demasiado tarde, trepan por las paredes de tu alma y tapizan hasta los más mínimos resquicios. Cuando quieres darte cuenta se han apoderado de tu voluntad.

Fueron las rutinas las que levantaron temprano a Jaime Garache. Pese a la tensión vivida los días anteriores, y a tener sueño atrasado en espera de mejores tiempos, se despertó a la hora acostumbrada y, maldiciendo, salió a las ocho de la mañana en busca del pan y los periódicos. Era domingo; podría completar todos los sudokus y hasta leer los anuncios por palabras.

Un viento áspero, desagradable, corría por las calles vacías. El cielo estaba sucio. Caminó a buen paso hasta la panadería. Hizo las compras previstas y, rápido, desanduvo el camino; habían empezado a caer las primeras gotas de agua sobre las calles nevadas.

En el interior de la casa reinaba un silencio espeso, de sueño profundo. Caminando sobre las puntas de los pies, se dirigió a la cocina. Dejó los periódicos sobre la mesa, se preparó un café y partió metódicamente sus tres rebanadas de pan, que colocó en fila en un plato. Sacó del armario el aceite de oliva y la sal y se sentó a desayunar.

Mientras derramaba un hilo de aceite sobre la primera de las tostadas, ojeó los titulares del primero de los diarios. No llegó a poner sal. La noticia le dejó helado. Se plantó con rapidez en la habitación de su esposa.

Las persianas estaban bajadas y las cortinas, corridas, pero unos hilos de luz se colaban por las pequeñas rendijas de la persiana. Suficiente para deslizarse hasta la cama sin tropezar con sus zapatillas o los libros que dejaba a los pies. Sacudió levemente su hombro, y con voz afectuosa le susurró:

—¡Lolilla, despierta!

La mujer no se movió.

Decidió no insistir. Ya nada podía hacerse; en esos casos, ¿qué importancia tenía media hora?

Se sentó en el borde de la cama y la contempló fascinado. En realidad, con aquella luz sólo acertaba a ver el bulto, pero la imaginación suplía lo que faltaba. Dormía recostada sobre el lado izquierdo, con el cuerpo retorcido, una pierna aquí, un brazo allá; tenía el cabello alborotado y emitía rítmicamente pequeños ronquidos. La percibió como algo muy cercano, pero ininteligible. Permaneció allí, observándola, igual que mira un artista una obra fascinante. Ella ignoraba cómo le gustaba hablarle cuando dormía. Así no le interrumpía, ni se enfadaba, ni lloraba. Sobre todo, no lloraba. Odiaba ver llorar a las mujeres; más a su esposa. Jaime era un hombre preciso, metódico, pacífico, que detestaba enojarse o discutir. Las riñas hacían en él las veces de un arañazo. Durante tiempo le dejaban un rastro de dolor. Lola, por el contrario, era una luchadora nata. Vociferaba, gesticulaba, chillaba, lloraba e inmediatamente se olvidaba de lo dicho. Por eso se acercaba a su cama cuando dormía. Entonces podía contarle lo que quisiera, sin que ella rechistara. Incluso lo que nunca se hubiera atrevido a pronunciar si ella estuviera despierta.

—El otro día, Lola, mientras pasaba la cortacésped por el jardín, me fijé en un rosa roja. Estaba abierta. Había perdido la belleza del primer día, pero desprendía un olor maravilloso. Le arranqué un pétalo, me lo metí en el bolsillo y seguí con el césped (esa cosa verde que tú crees que nace y se siega por sus propios medios). Cuando acabé, me acordé de él. Lo saqué del bolsillo y me lo llevé a la nariz. No tenía ningún olor. Extrañado, me dirigí de nuevo al rosal, y arranqué otro pétalo a la rosa. Curiosamente, tampoco olía a nada. Probé por tercera vez, y lo mismo. Al final comprendí por qué sus pétalos no olían, cuando la rosa antes parecía haberse bañado en ese perfume que te pones cuando salimos. Los pétalos, de uno en uno, no valían nada, pero juntos… Ahora que estás sin estar, quiero decirte que eso mismo me pasa contigo.

La mujer se giró y volvió a retorcerse, pero dejó de roncar.

—Me preguntaste si era feliz. La rosa me dio la respuesta. Sé que nunca te digo que te quiero, sé que trabajo demasiado, sé que gruño por no hablar, sé que puedo ser demasiado cínico, e incluso excesivamente británico (y sé que a ti eso te parece un defecto), pero sin ti soy un pétalo perdido y sin olor. Una nulidad. Tú eres lo que a mí me falta. Sin ti no olería, sin ti no terminaría de ser yo. Pero lo más importante es que, si no estamos juntos, ni tú ni yo somos nada. —Se detuvo un instante, sujetando uno de los mechones rojizos entre sus dedos—. Sé que tienes dudas, ¡lo entiendo!, de todos modos, no debes buscar fuera lo que tienes al lado… Hace tiempo que vengo notando cómo le miras. Es lógico, Iturri te idolatra; para él, tú eres perfecta. Sin embargo, él no es yo, y yo soy el trozo que a ti te falta, el único que te completa… No importa dónde esté: en el laboratorio, de viaje, en casa o corriendo por el parque. Tú llenas mi vida, no me hace falta más, no quiero que haya más, quiero perder el tiempo contigo, todo mi tiempo… Yo puedo ser tu amante, tu amigo, hasta tu sabueso, lo que tú quieras. Pero, sobre todo, soy tu otra mitad, y tú eres la mía. No lo estropees, por favor. Iturri ha llegado a mitad de partido y se ha perdido tus mejores saques…

Soltó el mechón, junto con un suspiro. Se le estaba haciendo un nudo en la garganta.

—En fin, cariño, aunque ha sido un placer hablar contigo, tengo que contarte otra cosa. Viene en el periódico…

»Lolilla, despierta —dijo besándola en la frente y encendiendo la luz de la mesilla.

La mujer entornó los ojos.

—¿Qué ocurre? —atinó a decir.

—Nada grave, pero creo que debes leer el periódico.

Sorprendida por el tono de su marido, preguntó:

—¿Ahora? ¡Ni siquiera estoy despierta! Hazlo tú, por favor.

Por una ver, Jaime obedeció sin rechistar.

—«El secretario de Estado del Ministerio de Economía, Lorenzo Moss, ha resultado muerto esta madrugada en una céntrica avenida de la capital, muy próxima a su domicilio. Recibió dos impactos de bala, uno en la sien y otro en el tórax, cuando trataba de defenderse de los dos hombres que intentaban robarle. Había salido sin protección. Los servicios médicos del SAMUR le atendieron en el lugar del suceso. Estaba aún con vida cuando llegaron. Lograron estabilizarle y le condujeron al hospital Puerta de Hierro. Desgraciadamente, falleció a los pocos minutos de ingresar.

»Según señalan los testigos, los dos asaltantes se llevaron su móvil y su cartera, y huyeron en una motocicleta de gran cilindrada. La policía carece de pistas y de alguna descripción de los asaltantes, ya que ambos llevaban casco en el momento del atraco. Fuentes policiales han anunciado que sólo disponen de la huella de un zapato de la marca Clarks, de la talla 43. El presidente del gobierno; el ministro de Economía, su inmediato superior; el líder de la oposición, diputados, senadores y otros muchos cargos públicos han declarado a este diario su consternación. La mayoría de ellos se acercarán a lo largo de la jornada a la capilla ardiente instalada en la sede del Ministerio para dar el pésame a su viuda. El ministro del Interior informó de que se había puesto en marcha un cordón de seguridad alrededor de la capital, y aseguró que los autores serían pronto atrapados. Lorenzo Moss deja dos hijos de corta edad. Descanse en paz».

Lola se despejó inmediatamente, con una sensación de vértigo.

—¡Muerto! ¡No me lo puedo creer! Se lo han cargado, no hay duda. Jaime asintió con la cabeza.

—Parece que se cumple el refrán: quien a hierro mata, a hierro muere. Ahora le toca el turno a Jimena Wittman.

—Dios es justo…

—Lo es. En fin, voy a hacer más café, te espero en la cocina.

—Gracias, Jaime, ahora voy.

El hombre salió del dormitorio arrastrando los pies.

—Yo también te quiero —susurró su mujer dejando fluir las lágrimas que a duras penas había contenido.