La habitación no era pequeña, algo menos de veinte metros, pero todos sintieron una desagradable sensación de claustrofobia, de encierro. Carecía de ventanas, y todas las paredes estaban ocupadas por pantallas y aparatos electrónicos, apilados unos sobre otros. Había cuatro ordenadores conectados, varios teléfonos fijos y tres impresoras de distintos tamaños.
Una persona se sentaba en la única silla de la habitación. El agente se levantó al ver a tanta gente (a Kalif, Lola y Jaime se había sumado Iturri) y miró expectante a su superior.
—Agente Gómez, le presento a la juez MacHor, al doctor Garache y al agente Iturri, de la Interpol.
Kalif no dejó tiempo para las presentaciones.
—¿Puede explicarnos para qué sirve todo esto, por favor? Pónganos en antecedentes.
—Por supuesto, señor. —El joven agente carraspeó hasta conseguir que su voz sonara nítida—. Éste es un sistema sofisticado, de alta calidad… Salvo que alguno tenga interés, omitiré los detalles técnicos.
Miró entorno. Nadie los requirió. Continuó.
—De acuerdo, entonces. Sólo les diré que estos puertos graban automáticamente todas las llamadas emitidas por un agente seleccionado, me refiero al número de emisión y de recepción, y al propio contenido. Es capaz de almacenar cerca de doce mil horas de grabación. Además, la reproducción es casi instantánea, ya que el sistema digitaliza la información en unidades de disco de alta capacidad, en formato ADPCM, PCM o GSM, lo que permite el almacenamiento on line. ¿Me siguen?
—Le seguimos —contestó Jaime.
—Vale, ahora viene lo importante: si busco una conversación concreta de un número emisor (primarios, accesos básicos, líneas analógicas, extensiones, etcétera), obtengo inmediatamente información sobre la fecha y la hora en que tuvo lugar, la duración de la conversación, el número receptor, el login de teleoperador, la extensión física, algunos datos extra y, por supuesto, el contenido de la charla, que puedo reproducir sobre cualquier teléfono, incluso si es un móvil, aunque normalmente uso mi PC, porque es más eficiente —concluyó dando unos golpecitos a una de las máquinas.
—Entendido; tienen ustedes montado un bonito sistema de escuchas —interrumpió MacHor—. No esperaba nada menos del FBI. ¡Enhorabuena! Me abstendré de preguntar si disponen de las autorizaciones pertinentes. Lo que sí quiero saber es a quién han grabado con él.
Gómez miró a Kalif, que accedió con un gesto casi imperceptible.
—El número emisor es el (34)91-3608000-323 —dijo de memoria.
—¡Ah, eso sí que es interesante! Un número precioso… ¿Y sabe esa máquina suya a quién corresponde?
La juez empleó un tono lleno de ironía, pero el joven agente no lo captó; estaba ocupado tecleando alguna orden.
—Sí, por supuesto —respondió—. Corresponde a la habitación 323 del hotel Westin Palace de Madrid. Dirección: plaza de las Cortes, 7, en la capital.
—¡Han grabado las conversaciones de Jimena Wittman!
—Así es, señoría —declaró Kalif—, todas las conversaciones mantenidas desde su teléfono fijo y las de la habitación propiamente dicha.
—¿Desde cuándo?
—Desde que usted mencionó su nombre. Creo recordar que fue en su casa, antes de ayer.
—¡No se andan ustedes con chiquitas! —exclamó Jaime, admirado.
MacHor miraba al suelo, mientras se frotaba las manos.
—Muy bien, de acuerdo —susurró, finalmente—. Podríamos justificar estas escuchas por un estado de necesidad, que…
—Lolilla, no es momento de calibrar esos detalles, ¿no crees?
—Tienes toda la razón, Jaime. Adelante, escuchemos qué es lo que dicen.
El agente tecleaba a toda velocidad.
—Muy bien, ya está. Ésta es la grabación de las conversaciones mantenidas en esa habitación el día de hoy a partir de las dieciocho horas y cincuenta y siete minutos.
—¿A qué hora ha dicho?
—A partir de las siete de la tarde, el momento en que el mensajero llevó el sobre, supuestamente con las pruebas —confirmó Kalif.
—¿Señor? —preguntó el agente Gómez, con el dedo índice extendido.
—Adelante…
Durante unos minutos, aquellos aparatos escupieron una conversación que empezó con ánimo festivo y brindis con champán, y que acabó con voces y maldiciones y copas rompiéndose contra el suelo.
Del éxito absoluto (la posesión del original del expediente Canaima ponía término al conflicto) a la mayor de las decepciones: no tenían nada. Seguían como al principio, con la salvedad de que habían mostrado sus cartas y dejado a MacHor tiempo para reaccionar, hecho peligroso.
En el piso de la calle O’Donnell, en pie rodeando la silla del agente Gómez, los dos policías y el matrimonio Garache casi podían sentir la respiración de Jimena Wittman y la rabia de su interlocutor, que no tardó en ser identificado. La forma en que trataba a la mujer no dejaba margen para equívocos.
—¡Lorenzo Moss, claro; mi intuición no falló! —exclamó la juez al oírle.
—¿De qué hablas, Lola? —preguntó su marido.
—Cuando salí de la habitación de Jimena Wittman, llamé a Moss. Pensé que, siendo amigos, él le haría entrar en razón. Al marcar me pareció que La cabalgata de las valquirias sonaba junto a mí, procedente del otro lado de la pared. Sé que a Moss le encanta Wagner, y sobre todo esa pieza, que tiene como timbre en el móvil, pero en ese momento no até cabos. Inmediatamente saltó su buzón de voz, y pensé que había sido mi imaginación. Ahora me doy cuenta de que mi sexto sentido funciona mejor de lo que yo suponía… ¡Moss, qué bastardo! Viajó a Singapur y apareció en mi habitación del hotel después del FBI, con el embajador… Sí, ahora lo veo claro: está en esto desde el principio. ¡Dios santo, estoy rodeada de traidores!
A Iturri se le colorearon las mejillas, pero no protestó.
—De modo que Jimena Wittman y Lorenzo Moss mantienen relaciones comerciales, además de sexuales —concluyó Jaime—; desconocía que los tíos bajitos y cursis fueran tan resultones…
MacHor le cortó.
—Bueno, Kalif, ahí tiene lo que quería. Sin autorización judicial, estas escuchas carecen de valor, pero estoy segura de que tendrá alguna carta bajo la manga para arreglar ese pequeño detalle legal… Por lo que a mí respecta, mañana iré al juzgado con el informe… Supongo que lo tendrá a buen recaudo, y que será tan amable de devolvérmelo ahora. Además, pediré a la policía española que nos vigile mientras se dictan las órdenes de arresto pertinentes… Aunque no nos importará que ustedes sigan merodeando por nuestra casa, ¿verdad, Jaime?
—Verdad —aceptó Garache.
—En fin, agente, se acabó: Lorenzo Moss, Jimena Wittman y su marido pagarán por esto. Supongo que teniendo pasaporte norteamericano, su gobierno pedirá la extradición de la señora Wittman… Apoyaré esa petición, en lo que pueda.
Iturri intervino antes de que Über contestara:
—Lola…
MacHor se volvió hacia él. Su mirada mantenía la dureza, aunque el reproche inicial parecía haberse templado.
—Siento señalarlo, porque el detalle dificulta las cosas, pero no sería justo que me lo callara…
—Señalar ¿qué? Está todo dicho.
La juez habló en tono despótico, de superior a inferior, la relación normal entre un juez y un agente de la policía científica. A Iturri le dolió. Era lógico que le reprobara su acción; que le odiara, incluso. Pero no tenía derecho a despreciarle. Aun así, continuó:
—Si os habéis fijado, en ningún momento de la grabación se ha mencionado el nombre del marido, me refiero a Ramón Cerdá. Estoy seguro de que no se le puede meter en el mismo saco.
—¿Por qué? No ha sido más que una conversación… —continuó Lola.
—Tiene razón, Lolilla. Además, si no estuviera implicado, sería un buen testigo para la acusación. Su esposa y su amante… Todo un folletín.
—Creo, señoría, que su marido está en lo cierto.
—De acuerdo, averigüemos si Cerdá está también en el ajo. —Se detuvo unos segundos para reflexionar y, finalmente, respondió—: Quizás pudiera llamar al…
Kalif la interrumpió.
—Señoría, usted ya lo ha intentado casi todo, pero sus métodos no han funcionado. Permítame que ahora juegue yo.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Garache.
—Acabar mi trabajo —respondió el norteamericano desafiante.
—Por mí, adelante —afirmó Jaime, que no pensaba preguntar más—. Sólo pido que no mate a nadie. No podría tener sangre en mi conciencia.
—Eso no será necesario. En la mayoría de los casos, con enseñar la pistola es más que suficiente.
Kalif se volvió y miró fijamente a la juez. No obtuvo respuesta.
—Todos de acuerdo, entonces.
Kalif Über dio ciertas órdenes en inglés a Gómez, y éste comenzó a pulsar teclas. Jaime, Lola y Juan Iturri comprendieron el mensaje; conocían el idioma. Kalif aprovechó el ínterin para meterse un chicle en la boca. En poco menos de un minuto, el joven agente le dijo:
—Todo arreglado, señor, adelante.
Kalif carraspeó.
—¿Quién es?
—¿Hablo con Ramón Cerdá Acuña, presidente del grupo Buccara?
—El mismo, ¿y usted quién es?
—Buenos días, señor Cerdá. Permítame que me presente: mi nombre es Kalif Über…
No le dejó seguir.
—¿Qué ha dicho? ¿Über? No le conozco. ¿Se puede saber por qué llama a mi línea privada?
—Como le decía, señor Cerdá, mi nombre es Kalif Über y soy agente especial del FBI. Se trata de un caso urgente, por eso le llamo.
Hablaba muy despacio, marcando cada una de las palabras. Cerdá lo hacía deprisa, a trompicones.
—¿El FBI? Supongo que se trata de una broma.
—En absoluto. Le enseñaría mis credenciales si pudiera. No, no es ninguna broma.
—¡Déjeme en paz, payaso! —chilló el empresario.
Colgó. Sin embargo, su teléfono volvió a sonar inmediatamente.
—El número de su VISA oro es 4506250764131774. Puedo recitarle también los códigos correspondientes a sus cuentas bancadas suizas en Hottinger et Cié, y en La Roche… En fin, señor Cerdá, le aseguro que le conviene escuchar lo que voy a decirle. Su vida está, en estos momentos, en mis manos.
Al entrar en aquel escenario desconocido, Cerdá comenzó a ponerse nervioso.
—¿En sus manos? Pero ¿está usted loco? Me está amenazando; mis abogados le van a meter un puro… Y esas cuentas son inviolables…
Kalif perdió la paciencia.
—¡Cállese y escuche!
El agente no levantó la voz, aunque habló con tal carga de autoridad que Cerdá guardó silencio de inmediato.
—Muy bien. Eso está mejor. Verá, señor Cerdá, quiero que usted y yo charlemos sobre esa obra que su empresa realizó en Venezuela; me refiero a la carretera que atraviesa el territorio de Canaima.
—¿Canaima? ¿Por qué todo el mundo se empeña en hablar de eso? ¡Ah, ya sé, pertenece usted a Greenpeace! Pues debe saber que los indígenas dieron su aprobación. Ellos son los primeros interesados en que…
Kalif le cortó.
—No pertenezco a esa organización, si es que se la puede llamar así. Ya le he dicho que soy agente del FBI. Y no me salga con tonterías, ¿vale? Lo sabemos todo: los centímetros, los sobornos, las extorsiones… Esa obra ha costado ya tres vidas. Las cosas no pueden quedar así.
A la defensiva, Cerdá replicó.
—Lo que dice no es cierto.
—Lo es, y usted lo sabe.
—¿Qué quiere? —preguntó Cerdá, expectante. Empezaba a creer que iba en serio.
—Sólo pretendo ayudarle, señor Cerdá.
—No necesito ayuda. Tengo una ingente colección de abogados, y buenos amigos norteamericanos. Los mejores.
—Me temo que todos esos hombres trajeados le van a servir de poco.
—Dígame por qué.
Kalif se arremangó. Parecía estar disfrutando. Juan y Jaime contenían el aliento. Lola desaprobaba aquella estrategia, pero pensaba con cierto regocijo que aquello olía a telefilm y que tenía que ver cómo contárselo después a sus hijos.
—¿Sabía usted que el amante de su esposa está directamente relacionado con lo que acabo de decir?
—¿El amante de Jimena? Pero ¿qué dice? ¡Jimena no tiene ningún amante!
—Piense un poco. Usted ya lo sospechaba, ¿verdad? Hotel Palace, suite executive número 323, los martes y los jueves…
Cerdá se echó a reír. Era, sin embargo, una risa nerviosa, inquieta.
—¡Usted habla de Lorenzo Moss, claro! Se reúnen dos días por semana, le ayuda con la fundación, pero Lorenzo no es más que un amigo de la familia… —Se detuvo unos instantes, y luego estalló—: ¡Hijo de puta, le voy a cortar los…! No, no es posible. Vuelve usted a bromear.
—Siento ser portador de malas noticias. Puedo enviarle pruebas documentales, aunque, dadas las circunstancias, es mejor que lo dejemos: tiene usted cosas más serias de que preocuparse. Su futuro está en juego. Vamos a procesarle por dos homicidios consumados y otro en grado de tentativa, amén de por extorsión, soborno y estafa. Un buen expediente delictivo. Permítame que destaque el chantaje a un dignatario americano que para defender su honor tuvo que sacrificar su vida. Como comprenderá, mi gobierno pedirá de inmediato su extradición… Y ha de saber que en los Estados Unidos de América tener dinero no es una eximente, sino una agravante.
—¡Yo no tengo nada que ver con esas muertes, soy incapaz de algo así! ¡Puedo jurárselo! Admito lo del soborno. Lorenzo Moss me pidió dinero para su partido a cambio de conseguir el contrato. Naturalmente, accedí. Estas cosas funcionan así desde tiempo inmemorial. ¡No voy a cambiar el mundo a estas alturas! Pero no he matado a nadie.
—¿Dice que Lorenzo Moss le pidió dinero para su partido político?
—Sí, dijo que él podría mediar con el Banco Mundial y los funcionarios de Venezuela. Que tenía dos contactos infalibles. No me pareció mal. La carretera sólo perdía cuatro centímetros de cada lado…
—En realidad, no fueron cuatro, sino dieciocho…
—¿Dieciocho? ¡Qué canalla! ¡Se quedó con el resto, el muy hijo de puta!
—Eso no importa ahora. Dígame, señor Cerdá, ¿quién ordenó los asesinatos?
—¡No lo sé, se lo juro! Ni siquiera conozco a esas personas. No he sabido nada de esas muertes hasta el día en que esa maldita juez interpuso esa demanda.
—¡Ni se le ocurra mencionar a la juez MacHor! Ella está bajo nuestra protección, ¿queda claro? Deje de amenazarla o aténgase a las consecuencias.
—¿Amenazarla? ¡Se lo juro, inspector, o agente, o lo que demonios sea usted, yo no la he amenazado!… El día de la cena levanté la voz, lo admito. ¡Pero sólo fue un calentón, nada más, sólo palabras!
—¿Quién amenaza a su familia?
—No tengo ni idea. Aunque ahora mismo hago unas gestiones. Llamaré a Lorenzo Moss. Si usted tiene razón, él sabrá de qué va todo esto.
—De acuerdo. Hable con él. Adviértale que se olvide de la juez MacHor. Si a ella o a algún miembro de su familia les ocurre algo, usted dormirá mañana en una cárcel de la dulce California.
—Ahora mismo le llamo.
—¡Ah, otra cosa, señor Cerdá!
—Dígame…
—Haga que confiese, ¿de acuerdo?
Todos oyeron como Cerdá colgaba.