—Todo ocurrió como estaba previsto, Juan. Me raptaron al final de la cena y, en una sala contigua, una especie de almacén, me pusieron contra las cuerdas. Ya están advertidos: ahora debemos esperar y observar sus reacciones.
Desayunaban cuando llamó Iturri. Desayuno de domingo. Periódicos, tostadas con mermelada y tiempo que perder. Lola, entre abucheos del resto de la familia, se encerró en el despacho. No quería hablar delante de los chicos.
—¿Qué te ha dicho el juez instructor? —preguntó Iturri.
—Nada nuevo. Me llamó y hablamos. Creo que está intentando entender qué es lo que tiene delante, que no es poco. Lo que más le ha llamado la atención ha sido la rotundidad del informe del inspector de Hacienda… En fin, habrá que esperar. Mañana debo comparecer en su juzgado a las siete de la tarde. Voy a entregarle el documento original, la carta manuscrita de Herrera-Smith y las fotografías. ¡Estoy deseando soltarlo!
—Lo positivo de todo esto es que, en cuanto lo hagas, la pelota jugará en su campo y podrás descansar. Has hecho todo lo que has podido.
Su voz cayó súbitamente de tono, e Iturri no alcanzaba a oírla.
—¿Qué dices, Lola?
—Digo que lo intento, intento estar tranquila, pero no lo consigo.
—¿Qué te inquieta ahora?
—No es nada concreto. Es que ha sido demasiado sencillo. Igual, después de todo, ellos no están involucrados. Sigo pensando en los muertos. Sus asesinos no van a rendirse tan fácilmente.
—Simplemente, no han tenido tiempo de reaccionar. ¡Olvídalo ya! Ahora la responsabilidad es de ese juez, no tuya.
—Pero yo fui la que interpuse esa demanda. Me consta que ayer García-Foncillas habló con la familia de Herrera-Smith. Sus hijos se niegan a personarse. Les asusta la mala publicidad que darían esas fotos tanto a la memoria de su padre como al prestigio de su despacho. Tampoco el Banco Mundial ha dado señales de vida; el sucesor de Woolite tiene muchas cosas en la cabeza. Y Venezuela… ¿Qué puedo decirte de Venezuela? Los únicos interesados parecemos tú, yo y el FBI.
—Nosotros y la ley, Lola, que está de nuestra parte. Eso es lo importante.
—Esperemos que García-Foncillas tenga tu sensibilidad.
Colgó con esa sensación áspera en la boca de que alguna cosa podía torcerse. Que Iturri intentara tranquilizarla era balsámico, pero no suficiente. Decidió concentrarse en alguna tarea doméstica que la agotara lo suficiente. Jaime se iba con los hijos mayores a jugar al golf. Los despidió efusivamente aunque agradeció para sus adentros que Javier, el pequeño, se quedase con ella. Por una vez no le hubiera importado tener que llevarlo a uno de los inacabables partidos de fútbol de la liguilla escolar. Subió a su cuarto a vestirse con ropa vieja —unos pantalones de pana y una camisa de rayas que había sido de su marido— y se puso un sobrero de paja que llevaba meses colgado en el perchero de la entrada: el sol manchaba su tez, de por sí pecosa. Luego enfiló hacia el cobertizo que había junto al garaje. Sobre la mesa de madera descansaba una caja de cartón con dos docenas de pequeñas macetas, pensamientos rojos y blancos. La llevó hasta el parterre, recién removido. No sabía si quedaría mejor poner las flores rojas en el exterior y las blancas en el centro, o mezclarlas. Lo pensó mientras se ponía los guantes y optó por plantarlas de manera desordenada. Con la pala empezó a abrir pequeños huecos en la tierra. No llevaba más de tres cuando escuchó la voz del pequeño, que la reclamaba desde el interior de la casa.
—¡Mami, te llaman!
Con el dedo índice se echó hacia atrás el sombrero de paja que le protegía del sol y le oscurecía parte del rostro. Era un modelo corriente de los que se venden en los mercadillos por unos pocos euros. Ella le había añadido una cinta de rayas, cosida con un pespunte rojo brillante, que le daba cierto aspecto señorial.
—Te llaman por teléfono, mamá, dicen que es urgente —repitió Javier, esta vez a su lado.
—¿Has preguntado quién es?
—Se me olvidó —dijo el chico bajando la vista.
—No importa, enseguida nos enteraremos…
Se levantó y se dirigió hacia la casa mientras se quitaba los guantes.
—¡Espera a que vuelva, Javier! —dijo mirando hacia atrás por encima del hombro. El pequeño ya había puesto manos a la obra—. Mueve la tierra, pero no me toques las flores, ¿vale?
Se desprendió del sombrero y lo dejó sobre la mesa del recibidor.
—¿Quién es? —preguntó.
Repitió la pregunta. Como tampoco contestaron, colgó. Recuperó el sombrero y volvió al jardín.
La mañana avanzaba, pero el calor persistía y se estaba bien sólo con una prenda ligera. La temperatura era inusual para la estación. Todos los periódicos recogían en primera plana la anormalidad: Nochebuena en mangas de camisa; pensamientos en vez de pascueros, helado de vainilla sobre el turrón.
Javier aguardaba inclinado sobre los tiestos.
—¿Me vas a ayudar a plantarlas?
Al chaval se le iluminaron los ojos.
—¿Puedo hacerlo yo?
—¿Qué te parece si yo planto las blancas y tú las rojas?
—¡Estupendo!
Entonces volvió a sonar el teléfono. Con un rictus de frustración, protestó:
—Teníamos que haber descolgado, mamá. Hoy es domingo, ¿no lo saben en tu trabajo?
—No te muevas, será un segundo…
—¿Y si no contestamos?
—¡Tienes razón, lo dejaremos sonar!
Continuaron con las plantas, pero el teléfono era tenaz.
—Voy a cogerlo. Seguro que es papá. Habrá olvidado decirnos algo. ¡No toques nada, espera a que vuelva!
—Ha de educar mejor a su hijo, jueza MacHor…
—¿Cómo dice? —Odiaba que le llamaran jueza. A su oído sonaba despectivo, machista.
—Le ha dicho que no tocara las plantas, pero no le ha hecho caso. Eso no está bien…
MacHor salió con el teléfono en la mano. Javier removía la tierra.
—¿Quién es usted? —repitió.
—Eso, como tantas otras cosas, carece de importancia. ¿Qué son las propiedades, o el trabajo, o la fama? ¡Nada de nada! Van y vienen, e importan poco. Lo único que de verdad vale la pena es la familia, ¿no cree, jueza?
MacHor se quedó quieta, con los ojos bajos, junto a la puerta del jardín. Tenía anudada la garganta.
—Veo que está de acuerdo conmigo. En realidad, ya lo sabía. Juego con ventaja, ¿sabe? La he visto divertirse con sus hijos, en especial con ese pequeño. Se llama Javier, ¿no?
Al oír su nombre, Lola se volvió despacio buscando quién podía estar observándola. Sólo vio su pequeño rectángulo de césped, cuidadosamente custodiado por aquellas coníferas, que ella tenía, de forma equivocada, por pretorianos de su intimidad.
—¿Qué quiere? —espetó. La rabia le salía a borbotones.
—Cooperación, jueza; sólo cooperación.
—Y eso, ¿qué significa? —preguntó en tono cortante, casi desafiante. Mantenía los ojos cerrados y los labios apretados, como si anular aquellos sentidos le permitiera liberar memoria para poder concentrarla en lo que aquel hombre iba a pedir,
—¿No se lo imagina?
Lo sabía, aun así, contestó:
—No tengo ni idea.
—Mañana la esperan en el juzgado número dos a las siete de la tarde. Irá. Repito: irá. Pero asegurará a quien corresponda que el original del expediente Canaima se ha extraviado. De hecho, no dirá usted otra cosa que la verdad, porque antes de ir al juzgado (a las dieciocho cuarenta y cinco en punto) lo dejará en la papelera que se encuentra justo en la puerta del Starbucks Coffee, enfrente de la Audiencia. Sólo hay una papelera, y hace días que alguien hizo un grafiti enorme. No tiene pérdida. ¿Me ha comprendido?
La juez recordó aquella fotografía de Herrera-Smith donde aparecía tumbado en el banco de masaje, con los ojos en blanco. Recordó también sus palabras, entreveradas con tristeza. Ahora, la víctima era ella.
—Eso es imposible…
—¿Imposible? ¿Cómo que imposible?
—No puedo hacerlo.
—¡Pues no sabe cómo lo siento! Créame, lo siento por usted, y especialmente por Javier. ¿Sabe qué? ¡Parece tan buena madre, y el niño es tan pequeño, tan inocente! Escúcheme bien, jueza. Nadie le desea ningún mal, ni a usted ni a su familia, pero no podemos tolerar estupideces que no benefician a nadie. Usted decide: ¿prefiere el bienestar de los suyos o proteger a un tipo desconocido que está muerto y a nadie importa?
—¡Como toque un pelo a mi hijo…!
—Cállese y coopere, o lo lamentará —atajó—. ¡Ah!, y vuélvase a poner el sombrero o se le quemará la piel. Espero el documento en la papelera a las dieciocho cuarenta y cinco en punto. No habrá dos oportunidades. ¿Me oye? Javier o el informe, y lo quiero completo.
La comunicación se cortó. MacHor se quedó de pie unos instantes, petrificada. Luego echó a correr hasta donde estaba su hijo, lo cogió en brazos y entró en la casa. Cerró las persianas del salón y se sentó con él en el sofá.
—Javichu, se me ha ocurrido un juego nuevo.
—¿Y cómo se juega?
—Es fácil, tienes que buscar un escondite donde nadie pueda encontrarte.
—¿De verdad me dejas esconderme donde quiera?
—Sí, anda, ve. Pero sólo dentro de la casa, ¿vale? Eso es lo más importante. No vale salir al jardín.
El niño escapó, corriendo. MacHor intentó acompasar su respiración. ¿Cómo era posible que la estuvieran observando? Sonó el teléfono. Antes de contestar miró quién llamaba. «Iturri», señalaba la pantalla.
—¡Juan, qué consuelo oírte! ¡No sabes cómo me alegra que me llames!
—¡Mujer, cualquiera diría que, por fin, te has enamorado de mí! Hemos hablado hace dos horas.
—¡Ha ocurrido algo horrible, Juan, horrible! Acabo de recibir una llamada de amenaza: el tipo sabía incluso cómo voy vestida.
Se echó a llorar.
—Quieren el informe, el maldito informe. Saben que, sin el original, no hay caso. Si no lo entrego, irán a por Javier; hasta sabían su nombre. Ya te decía que estaba resultando demasiado fácil. Si se cargaron a un capitoste del Banco Mundial, nosotros somos pan comido. ¿Crees que son esos tipos que investigaste, los del avión? Aquéllos que supuestamente mataron a Jorge Parada y a Lucio Lescaino.
—No lo sé. Pero puedo intentar localizar esa llamada. ¿Estás asustada?
—Mucho. Cuando estaba en Pamplona me preocupaban tipos como Ariel. Pero, al menos, a él le veía. Conocía su cara, su voz. Era tangible. Ahora, aunque no los veo, sé que son más peligrosos que aquel violador.
—Pediré que envíen un coche. Mientras tanto, quédate dentro de la casa.
—No hacía falta que me lo advirtieras. Estoy cerrada a cal y canto.
—Vale, pues sigue así. Voy para allá.
Acababa de colgar cuando escuchó un ruido en el piso superior. Días después, al pensarlo con mayor serenidad, hubo de reconocer que había sido una estupidez. Pero a toro pasado los juicios son fáciles.
Cogió uno de los candelabros de la mesa del salón, una pieza de acero y bronce firmada por David Marshall, y subió procurando no hacer ruido. Se detuvo en el descansillo y aguzó el oído. El rumor llegaba del interior de su dormitorio. Entró muy despacio, con el candelabro en alto. Nada más cruzar el umbral alguien le rozó la espalda. De inmediato, se volvió. El candelabro impactó en el blanco.
—¡Mamá, dijiste que podía esconderme donde quisiera!
Se acercó al interruptor y encendió la luz.
Javier sangraba por una ceja.
—¡Por todos los santos, Javichu! ¡Cariño, perdóname, pensé que eras… un ladrón! Deja que te vea.
La herida sangraba abundantemente. El corte parecía profundo.
—Tienen que darte unos puntos. No te preocupes, no te dolerá.
—¿Y los hombres de los que nos escondíamos? —El niño intuía que aquello superaba el mero juego.
—No te preocupes por eso ahora; llamaré a la policía.
—¿A la policía? ¿Pondrán la sirena? ¿Crees que me escayolarán?
Lola sacó un pañuelo del armario.
—No, a las dos cosas. Aprieta fuerte. Bajaré a por el teléfono.
Marcó el número de su guardaespaldas.
—Tengo que salir urgentemente. He de ir al hospital. ¿Podrían venir, por favor?
—Diez minutos, señora. Espérenos.
—No puedo esperar tanto, conduciré yo.
Colgó. Marcó el número de Iturri, cada vez más nerviosa.
—Juan, mi hijo Javier se ha hecho un corte en la frente. En realidad, yo he tenido la culpa. Tengo que llevarle al hospital. Necesita puntos. ¿Estás cerca?
—Estoy de camino, tardaré unos diez minutos.
—¡Demasiado! En Madrid diez minutos son, al menos, tres cuartos de hora. Cogeré mi coche.
Estaba buscando las llaves del coche cuando sonó el móvil. Pese a las dudas, lo cogió. Era Kalif.
—Jueza, mis hombres están fuera. Ellos la llevarán. La esperan en la puerta. MacHor dudó.
—Señoría, una vez más: somos de fiar. Si quisiéramos hacerle daño, habríamos acabado hace tiempo. Me cree, ¿verdad?
—Sí.
—Pues coja a su hijo y salga. Les esperan.
—De acuerdo, pero antes avisaré a mi marido. ¡Espero que lleve el móvil conectado!
Fueron necesarios cinco puntos y muchas explicaciones. Al ver la herida y escuchar la versión del niño, el médico de guardia dedujo que estaba ante un caso de malos tratos. Debía dar parte a la policía. MacHor juró y perjuró que había sido un accidente, no obstante, el médico insistió en seguir el protocolo. La juez hizo valer su condición. El médico estaba casi convencido cuando Javier intervino para explicar que él y su mamá se estaban escondiendo de unos malos. Entonces reculó.
—¿Podría llamar a su marido, señora? Serán sólo unos momentos.
—Ya le he avisado. Está viniendo hacia aquí. Sin embargo, me gustaría que comprendiera que esto no es lo que parece. —No estaba dispuesta a resignarse.
—Eso es lo que dicen todos, ¿sabe? Que ha sido un accidente. En su calidad de juez lo sabe acaso mejor que yo, y también que es mi deber comprobarlo.
—Tiene razón. Todos los imputados son inocentes.
—Eso es, gracias. Espere en la sala. Vendrán enseguida. Lo mío es la medicina. Entiéndase usted con la policía.
Gracias a Dios, Iturri llegó al hospital antes que ellos. Enseguida se sumaron Jaime y los guardaespaldas. Finalmente les permitieron regresar a casa, sin dar parte al juzgado.
Volvían cariacontecidos, serios, procurando guardar las apariencias delante del pequeño, que, por supuesto, estaba pletórico. ¡En plena frente, nada menos que cinco puntos! Una buena herida de guerra que exhibir en el patio.