MacHor observó atentamente a sus anfitriones desde su mesa, situada en el fondo de la sala. La cena tenía lugar en uno de los pomposos salones del hotel Palace. Les habían servido viandas típicas de Kenya. Aunque eso era mucho decir. En realidad, habían comido, con cubierto de plata y vajilla de porcelana, una extraña mixtura de fécula y alubias y una correosa carne de cabra que flotaba sobre una salsa clara. De bebida, cerveza amarga.
Lola no había probado bocado. Se trataba de concienciar al auditorio, y con ella lo habían conseguido. Sin embargo, Jaime, que no había comido nada en todo el día, se lo acabó todo, y aún repitió.
Mientras él pensaba en los dulces que seguramente servirían con el café, Lola tenía los ojos clavados en el hombre que, en aquel momento, abandonaba su puesto en la mesa de honor y se dirigía al improvisado estrado, seguido de su esposa. Ramón Cerdá tenía un aspecto tosco, quizás a causa de su apepinada nariz, nada majestuosa. Su cuerpo, pequeño pero fornido, se peleaba con un carísimo traje que no terminaba de sentarle bien. La americana, abotonada sobre su prominente tórax, se desplazaba hacia la espalda dejando ver una camisa blanca arrugada, que no arreglaban las iniciales. Su corbata de inequívoco estampado Loewe parecía falsa. Según el expediente, tenía sesenta años. Sin embargo, su cabello, rizado y escaso, no mostraba ni una sola cana. «Probablemente se tiña», especuló Lola. Se entretuvo contemplándoles.
Pese a los saludos de los aduladores y a las características del evento, Cerdá se mantenía serio, almidonado. Cogió el micrófono y, en dos breves frases, presentó a su esposa y la invitó a subir al estrado. El público aplaudió con engolamiento. A diferencia de su marido, Jimena Wittman era una mujer de cierta altura y bastante delgada. Acababa de cumplir los cuarenta y dos. Al situarse junto a su esposo, el aspecto pueblerino de éste se agudizó. Vestía un vestido de gasa beige y unas sandalias de tacón alto del mismo color, atadas a los tobillos por una cinta de seda. El color del atuendo afirmaba aún más la blancura de su piel y el azul de sus ojos. Su cabello, negro estaba recogido en un elaborado moño alto. A Lola le vinieron a la cabeza las figuras de Lladró: una mirada ingenua y una expresión tan de porcelana que parecía no haber tenido jamás una idea propia.
Sin embargo, cuando empezó a hablar quedó claro que no era una de esas diosas de plástico que enamoran de modo fulminante a los hombres, que luego han de buscarse una amante de anchas caderas y genio vivo con quien poder discutir al menos algún asunto. Tenía una voz suave, pero inteligente y decidida. Lola se sorprendió al oírla. Hablaba con la autoridad de quien está acostumbrado a tomar decisiones.
Según había leído en Hola, Jimena Wittman había colaborado asiduamente con obras benéficas hasta decidirse a volar en solitario. Aprovechando su posición y su poder de convicción, había creado una fundación para combatir el sida en África y había involucrado a algunas damas de alcurnia, que, a su vez, habían convencido a sus maridos para que aflojaran sus prietísimas carteras. En menos de dos años se había convertido en la mujer de moda, lo mismo que su fundación. Lo probaba aquella invitación, a la que habían respondido más de setecientas personas.
—Ya nadie se preocupa por el sida —dijo mirando al público. Hablaba sin ayudarse de notas—. La razón es simple: Occidente puede permitirse un tratamiento que extiende la vida del paciente hasta casi igualar la supervivencia de la población sana. Pero África no puede pagar esos medicamentos; ni siquiera puede acceder a simples vacunas, o a agua potable. Y los enfermos, niños y mujeres en su mayor parte, agonizan mientras las buenas gentes miramos a otro sitio. La pobreza, la enfermedad, la indigencia son leyendas en esta nuestra parte del mundo, poblada de miopes del alma, que sólo pueden ver bajo el resplandor del oro. Nosotros, los occidentales, tememos al fracaso y al ridículo; ellos, a la peste del sida, a la guerra y a la hambruna. No podemos ignorar ni tolerar esa diferencia. Nuestro mundo de gente encantadora, de conspicuas sonrisas y apellidos famosos, dechados de habilidades sociales donde se cultivan los más insignes sentimientos materialistas e individualistas, debe saber que esa comedia de perfección sólo existe en una ínfima parte del globo. En el resto impera la miseria, el dolor y la muerte de quien ni siquiera ha vivido.
»Esta noche hemos probado los manjares que ellos sirven en los días de fiesta y bonanza. Los platos que veo desde aquí hablan por sí mismos: creo que todos ustedes han notado la diferencia.
»Desde este estrado, mi fundación hace un llamamiento público a los ricos, a los enfermos de sida que han perdido el miedo a la enfermedad, a las autoridades públicas; apelo a las gentes de bien, a vosotros, amigos… Entre todos podremos conseguir que la sociedad no se olvide de esta enfermedad; lograr que se investigue y se alcance una cura para la humanidad y no sólo para unos pocos.
»Ahora, unas amables señoritas pasarán unas bonitas y profundas cestas por vuestras mesas. Sé que venís preparados. Os agradezco de antemano vuestras aportaciones.
Ramón Cerdá se acercó a su esposa, la besó en la mejilla y se apropió del micrófono.
—Aprovecho para anunciar que el grupo Buccara donará a la fundación Wittman un millón de euros. Y utilizo también el micrófono para recordar a mis colegas empresarios que las donaciones desgravan.
La sala se llenó de aplausos, y de alguna risotada.
Jaime no aplaudía. Miraba con fijeza los ojos de su esposa, que estaba fascinada con aquella mujer y no le prestaba atención. Se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Lolilla, no pretenderás que donemos la paga extraordinaria, ¿verdad?
—¡Claro que no! Esto no va con nosotros; no somos ricos, ni guapos.
—¿Y qué hago cuando llegue la señorita de la cesta?
—Sonríele. Tienes unos dientes preciosos —contestó la juez sin mirarle. Por lo que MacHor pudo observar, la cosecha estaba siendo abundante. Jaime sólo vio el café y los dulces. Los tomó, colorado como un tomate. Le habían acercado la famosa cesta y se había visto obligado a sonreír.
No se sirvieron licores, de modo que la gente comenzó a abandonar sus asientos. Había llegado el momento. Se levantó y se anudó al brazo de su marido. No conocían a casi nadie, pero sonrieron a diestro y siniestro mientras avanzaban. De pronto, Lorenzo Moss les salió al encuentro.
—Veo, Lola, que por fin te decidiste a venir. Hola, Jaime.
Él respondió con un gesto casi imperceptible.
—Me alegra haberte hecho caso, Lorenzo. Jimena Wittman me ha causado una magnífica impresión. Ha sido un placer escucharla. Dale la enhorabuena de mi parte: creo que ha sido un éxito de taquilla.
—Se lo diré, desde luego —respondió distraído—. En fin, señoría, creo que tenemos que hablar.
—¿Hablar? Bueno, si quieres… ¿Nos llamamos mañana?
—No, mañana es tarde. ¿Puedo robártela un momento, Jaime?
Moss agarró del brazo a MacHor y, sin hacer caso de sus quejas, la llevó apresuradamente hasta una pequeña sala contigua.
—¡Por Dios, Lorenzo, vaya unas prisas!
—Espera, por favor.
Salió y cerró la puerta. Sólo había una mesa destartalada y varias sillas apiladas. Se quedó quieta, segura de que tendría que agradecer a la fiscal Aranda su incontinencia verbal. A los pocos segundos la puerta se abrió y entró Ramón Cerdá, Le seguían dos hombres de unos cuarenta años, que Lola pensó, tras un primer vistazo, que eran guardaespaldas y, tras el segundo, abogados. También estaba Lorenzo Moss, que se encargó de las presentaciones. Cerdá mantuvo el semblante hosco y entró inmediatamente en materia.
—Es una pena que tengamos que hablar en un marco tan poco apropiado. Pero las circunstancias así parecen imponerlo y por tanto iré al grano, señoría. Me refiero, como imagino que sabe, al expediente relacionado con el concurso que mi empresa ganó en Canaima. Sé de su vinculación directa y, dado que todo el asunto deriva de un lamentable error, he querido que nos viéramos para pedirle que lo subsane de inmediato. No necesito presentaciones. Soy una persona respetable. De mi empresa depende la economía de muchas familias: hombres, mujeres y niños. Y estos trámites no son gratuitos. El dinero huye del riesgo y usted me puede hacer parecer poco fiable en un momento en que otros contrincantes, con procedimientos mucho menos ortodoxos, desean disputarnos nuestro protagonismo en Latinoamérica. Todas mis empresas son religiosamente auditadas. Las cuentas del grupo Buccara son transparentes. No me he de extender sobre ello, pero no se me ha reconocido como empresario del año sin motivos. Creo en lo que hago y puedo también asegurarle que hace muchos años que, más allá incluso de mis convicciones, me considero un hombre justo. Gané lo suficiente para poder rechazar cualquier proposición deshonrosa. Dicho esto, espero que rectifique como merezco, y lo antes posible. MacHor se mantuvo en silencio. No quería ponerle en su sitio desde la primera frase, aunque, estaba dispuesta a hacerlo con la segunda.
—Que yo sepa, señor Cerdá, usted no es cliente de mi juzgado —alegó en tono dulce.
Él miró hacia atrás. Uno de los abogados inclinó levemente la cabeza.
—Pues no son ésas mis noticias.
—Señor Cerdá, estoy segura de que sus acompañantes podrán informarle mejor que yo, pero no tengo ningún empacho en ponerle en antecedentes. En España, la ley estipula que la investigación de un supuesto delito la realice un juez de instrucción. Le corresponde elaborar un sumario y realizar cuantas actuaciones estime oportunas para el esclarecimiento de los hechos y la responsabilidad de sus actores. Si, una vez practicadas las diligencias previas, el juez llega al convencimiento de que existen suficientes indicios de delito y responsabilidad, dicta un auto de procesamiento y remite el expediente a la Audiencia, que pasa el testigo a otro juez, quien se encarga de enjuiciar esos hechos delictivos. En caso contrario, se sobresee el caso. —Hizo una pausa, de una teatralidad notable, fruto de muchos años en sala.— Recalco que, antes de todo eso, el juez instructor hace una investigación preliminar, y decide si la denuncia presentada tiene fundamento o no. En el primer caso, la admitirá a trámite; en el segundo, la denegará y se archivará. Ése es el momento procedimental del caso que menciona. De modo que ni es mi juzgado, ni está usted imputado, todavía.
—Soy inocente —dijo estirando mucho la palabra—. Mis abogados lo probarán con la máxima celeridad, pero el mal ya estará hecho.
—Sus abogados no tienen por misión probar su inocencia; si es el caso, corresponde al ministerio fiscal probar su culpabilidad.
Cerdá perdió la paciencia.
—¡No me venga con formulismos de letrado barato! Dígame, ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Qué tiene en mi contra? ¿Por qué un proceso de acoso y derribo cuando estoy a punto de hacer la fusión de la historia? Cualquiera diría que mi competidor la ha convencido para desprestigiarme y así evitar…
El abogado de más edad los interrumpió, con voz untuosa.
—Lo siento, señoría. Mi cliente está algo nervioso. Estábamos ultimando, tras años de negociaciones, una fusión que nos convertía en un referente mundial. Y aparece su juzgado… Todo este asunto lo está sacando de quicio. Ha sido del todo inesperado…
Cerdá lo apartó con rudeza. Se le habían hinchado las venas del cuello y, como hubiera hecho notar Jaime de inmediato, probablemente le había subido la tensión:
—¡En este país la justicia sirve a intereses partidistas y sé cuáles son los suyos! No se sale de un juzgado de provincias así como así, pero tengo muchos amigos; muchos y poderosos. Ándese con ojo…
Ahora fue Moss quien se movió, apretando con suavidad el brazo de Lola; tenía una expresión extremadamente seria. Despacio, separando algunas sílabas, MacHor contestó:
—Si no quiere pasar la noche en un calabozo de dos metros por uno setenta, sin más mobiliario que un banco de cemento, un lavamanos, un váter y un rollo de papel higiénico, en compañía de pederastas y traficantes de drogas, le recomiendo que se calle. No voy a tolerar una amenaza más.
—Perdone, señoría; no volverá a ocurrir —dijo una voz femenina.
Jimena Wittman acababa de entrar. Su marido cambió inmediatamente de registro e insinuó un primer gesto conciliador.
—Muy bien, pediré disculpas: lo siento, señoría. Me he dejado llevar. Me temo que hay muchos intereses en juego, muchos más de los que se imagina, y que están intentando ponerla en mi contra.
—Sepa que no tengo nada contra usted ni contra su familia. Esto no tiene nada que ver con lo que yo piense o quiera.
—¡Pero tú has presentado esa denuncia, Lola! —intervino el secretario de Estado.
—No en mi nombre, Lorenzo. Te ruego que te informes bien si es que, por motivos que desconozco, tienes algo que ver con este asunto.
—Soy amigo de la familia, eso es todo —respondió el político, visiblemente molesto.
—Son simples negocios, ¿sabe? Sólo negocios. Ustedes, los jueces, viven fuera de este mundo. Creen que la sociedad se arregla añadiendo leyes, pero se equivocan. Yo cumplo la ley, me ampara en mis negocios; no obstante, hay que pagar algunos peajes, inclinarse, callarse, tragarse el orgullo, sobre todo en algunos países donde la prosperidad va ligada a una manera de hacer que aquí nos resulta ajena. Pero no es más que dinero. Y no hacemos daño a nadie.
—Señor Cerdá, como le digo, yo no instruyo este caso y, por tanto, no tengo nada que decir. Sin embargo, permítame añadir que lo que usted llama peajes terminan habitualmente manchados de sangre.
—¿De sangre? Pero ¿qué dice? ¿Sangre de quién? No irá a hablar de los pobrecitos niños de África, ¿verdad? Acabo de donar un millón de euros para ellos. Y no es la primera vez. Si, en alguna ocasión, mis empresas han cometido algún pecadillo, esos montos los lavan con creces.
—No hablo de pecadillos, señor Cerdá, sino de sangre. En este caso, de tres cadáveres, para ser exactos.
—Es una metáfora, ¿no?
Por un momento, la cara desencajada del empresario la sorprendió gratamente. Sintió como su instinto titubeaba, pero despejó las dudas con celeridad: ¿qué podía esperar que no fuera una furibunda declaración de inocencia? Había tratado con demasiados delincuentes, y muchos de camisa almidonada, para no conocer las estrategias.
—Nada de metáforas, y ahora, si me disculpan, mi marido me espera.
—¿Me permite que la acompañe? —se ofreció Jimena Wittman.
—Naturalmente, y aprovecho para felicitarla por la velada. Ha sido magnífica.
Ambas caminaban erguidas. No dijeron nada hasta llegar al vestíbulo principal.
Ya en la puerta, ella le tendió la mano.
—Señoría, gracias por venir. ¿Me permitirá invitarla, uno de estos días, a tomar un té? Podríamos reunimos aquí mismo. Tengo una suite en el hotel. Charlaríamos.
—Será un placer, Jimena.
—Hoy es sábado. ¿Le parece bien el lunes, a eso de las cinco? Le enviaré un coche.
—Gracias, vendré por mis propios medios. Reitero mi enhorabuena.
Jaime, que observaba a ambas mujeres desde la distancia, se acercó al ver que concluían la conversación.
—Será una bonita batalla —dijo ya en la calle.