MacHor buscó infructuosamente al juez Moran por la planta cuarta de la Audiencia. Tras consultarlo con la almohada, había cambiado de opinión. Empezaría por Moran; si él aceptaba instruir el caso, ella le traspasaría el expediente y se retiraría con la máxima discreción. Si se negaba a ayudarla, llamaría a Iturri. Acudió a su despacho. Encontró la puerta abierta; su abrigo y su paraguas, colgados en el extravagante perchero de acero inoxidable.
Moran tenía una mesa enorme, prácticamente oculta por expedientes de diez centímetros de grosor. El ordenador, de pantalla ultra-plana, estaba encendido y había dejado el móvil junto al teclado. Pero de él no había ni rastro. Fue en busca de su secretario judicial; luego del oficial. Ninguno de los dos supo darle razón. Su señoría había llegado temprano, cerca de las siete de la mañana, pese a no tener ningún asunto urgente ni ninguna reunión a la vista.
Lola decidió regresar a su tarea y volver pasada una hora. Calculó que era tiempo suficiente. Si había salido para tomarse un café fuera del edificio o para consultar algo con algún colega, debería haber vuelto ya.
Su segunda visita también fue infructuosa. Ni el secretario ni el oficial habían tenido noticias suyas. Le llamó al móvil, que sonó delante de ella. Había olvidado que estaba sobre su mesa. Cuando recibió su voz grabada le dejó un mensaje. Después lo pensó mejor y trató de escribir una nota, pero su pluma no tenía apenas tinta y las palabras resultaban difíciles de leer. Se dio por vencida y decidió dejar la entrevista para el día siguiente.
A paso ligero, volvió a su despacho. Ella sí tenía asuntos pendientes y varias reuniones programadas. Mientras recorría el largo pasillo, flanqueado a ambos costados por insulsos archivadores grises, llenos por dentro y por fuera, se dio de frente con la puerta del «almacén». Decidió entrar a por un bolígrafo. El cariñosamente llamado almacén no era más que un espacio poco mayor que un armario. Ni dirección postal ni ventilación. Por no tener, no tenía ni siquiera una chapa identificativa colgada en la puerta. La gran Audiencia Nacional, fruto de exiguos presupuestos y del empeño de las autoridades en decorar las salas por donde desfilaban banqueros y empresarios, con su recua de estirados abogados del barrio de Salamanca, estaba completamente obsoleta.
El almacén estaba relativamente ordenado en unas estanterías metálicas tipo mecano. Contenía el material de oficina que compraba al por mayor alguna mente experta. Allí resultaba fácil encontrar sobres de todos los tamaños, pero no cuartillas; se había hecho acopio de lápices como si fueran una especie en extinción, pero escaseaban los bolígrafos rojos, y conseguir un recambio para la grapadora constituía una hazaña. Además, el agujero guardaba algunos de los trastos viejos de aquella planta: sillas destartaladas, ordenadores obsoletos y percheros pasados de moda.
Al abrir la puerta notó un olor extraño, distinto al rancio habitual. No le dio importancia. Entró sin encender la luz. Para llegar al interruptor, hubiera tenido que apartar un par de cajas y sabía exactamente dónde estaba lo que buscaba: detrás de la puerta, a la izquierda. Estiró el brazo para acceder a la caja y cogió un bolígrafo azul. Se disponía a salir cuando escuchó murmurar su nombre.
—¡MacHor, bienvenida a la fiesta! Llegas tarde, aunque estoy seguro de que podremos buscar alguna diversión para ti.
Del susto, soltó el bolígrafo. Permaneció petrificada, a la espera de otra frase. Como no ocurrió nada, se acercó con cautela a la pared, retiró una de las cajas y palpó el muro hasta alcanzar el interruptor. Al oprimirlo, una bombilla desnuda, colgada del techo por un cable pelado, iluminó la pequeña habitación. Galo Moran estaba sentado en el suelo, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en un viejo armario. Sostenía una botella en una mano y un vaso de plástico en la otra. La botella estaba vacía; en el vaso quedaban restos de un líquido de color avellana.
—Llegas tarde, señoría —repitió en tono indolente—. El festín ha terminado, pero no te preocupes: he bebido tanto que, con que me huelas, te colocas. Soy todo alcohol.
La juez se agachó hasta situarse a su lado. Sólo llevaban unos meses trabajando juntos y casi no le conocía; sin embargo, le tenía cierto respeto. La prensa y los portavoces gubernamentales lo idolatraban. Pero ella no vio al juez de moda, sino a un cincuentón algo entrado en carnes, con un impecable traje gris, lleno de polvo y con manchas oscuras. Por el olor, dio por sentado que eran de vómito. Le miró con un ramalazo de simpatía. En la vida hay un momento en que esa angustia que viste de luto hasta a las amapolas se apodera de tu alma, sin que puedas hacer nada para evitarlo. Normalmente vivimos de esperanza, pero, seas quien seas, sea cual sea tu carácter, tu bolsillo, tu cuna, en un instante determinado el virus del fracaso te invade, hasta que moqueas amargura. El suelo, que se mueve al pisar; la saliva, que no pasa. Los agujeros negros. Lola había experimentado esa sensación en más de una ocasión, y juzgó que, en aquel momento, Galo Moran estaba padeciendo uno de sus embates.
—¿Se puede saber qué celebramos? —Su voz era inocente.
—La maldición —respondió, y soltó un exagerado eructo.
MacHor supuso que aclararía enseguida ese extremo. Esperó.
—La maldición… —repitió él.
Lola se fijó con más detalle en su aspecto: llevaba el pelo enredado y sin peinar, y una sombra de barba le rodeaba la redonda cara y la papada.
—Sí, hemos sido tocados por un siniestro destino, ¿no lo sabías? Estamos bajo el imperio de la más absurda de las maldiciones —explicó con sonidos vagamente discernibles.
—¿Ah, sí? ¿Se puede saber de qué absurda maldición hablas?
—¿No lo adivinas? Creía que eras más lista. Hablo, claro está, de la vida misma. Se nos vende a precio de oro cuando no es más que pura mierda, como para pegarse un tiro.
Había oído suficiente. Moran necesitaba dormir la mona y, si podía ser, que nadie le viera en aquel estado. Pensaba en un plan para sacarle de allí cuando él se echó a llorar, desconsolado.
«¡Vaya por Dios, encima le da llorera!», pensó. Se incorporó, le sujetó el brazo con ambas manos y tiró de él, procurando levantarle del suelo. No consiguió siquiera moverle.
—Anda, vamos, Galo. Lo verás todo distinto cuando hayas dormido. ¡Levántate, por favor!
—No quiero dormir —sollozó—. ¿Sabes lo que de verdad quiero?
—No, dímelo tú.
—Quiero acabar de una vez con esta vida de mierda.
—¡Me parece muy bien! Levántate y yo te ayudo a acabar con lo que quieras.
Como no conseguía moverle tirando del brazo, intentó empujarle desde atrás.
—¡Vale! Si me quieres ayudar, ve a buscar más ron. Se ha terminado, y quiero beber hasta perder el conocimiento. No hay nada mejor, para un caso como el mío, que un buen coma etílico.
—De acuerdo, te acompaño; pásamelo —replicó la juez dándose por vencida. Los riñones le dolían del esfuerzo y no había logrado moverle ni un milímetro. Se sentó junto a él. Moran desoyó su petición y apuró la bebida hasta ordeñar el vaso.
—Lo siento, Lola, se ha acabado.
—No importa; me basta tu compañía.
Él rompió a llorar otra vez. Lola se limitó a permanecer a su lado, dándole ocasionales golpecitos en la espalda. Por fin él se secó lágrimas y mocos con la manga de la chaqueta y dijo:
—Tú sabes que soy bueno en lo que hago…
—Es cierto…
—Lo es, sí. ¡Soy un juez instructor cojonudo! Los periodistas me adoran, salgo en televisión, escribo libros que son éxitos de ventas en El Corte Inglés; hasta se rumoreaba que me iban a nombrar ministro.
—Algo de eso he oído, sí —acató la juez.
Lo había leído aquella misma mañana, en un periódico digital. De hecho, en los últimos días el rumor había corrido por los pasillos del juzgado, sin que nadie le otorgara excesiva credibilidad. Moran exhibía una moderna progresía, pero en el pasado había coqueteado demasiado con la derecha para que ahora la izquierda en el poder le tomara en serio.
—¡Gozo de prestigio ante un pueblo que me importa una mierda!
—No digas eso, sabes que no es verdad.
—Lo es, Lola, lo es. Al principio de mi carrera sólo buscaba la justicia. ¡Yo creía en la justicia, en serio! ¿Me crees?
—Por supuesto, todos creemos en la justicia. Si no, ¿qué otra cosa haríamos aquí? El sueldo no compensa. Te vas a un despacho mercantilista y punto.
—Sí, eso es cierto. Teníamos una vocación. Pero a mí vino a buscarme la gloria, y me jodió por completo… —MacHor se mantuvo en silencio, mirándole a los ojos—. Sí, la posibilidad de obtener la inmortalidad a través de mis obras me fascinó. ¡El gran Galo Moran! El defensor del oprimido, el látigo del poderoso; el Zorro de la justicia…
La juez sonrió al oír su metáfora. Era bonita: Zorro de la justicia.
—Pero ¿sabes qué? —continuó él.
—No…
—Pues que me importa un bledo este jodido planeta y su justicia. Cuando me haya muerto, ¿qué me importará a mí el mundo?
—Es verdad, una vez muerto…
El hombre no dejó que terminara la frase.
—Reciclo, cierro el grifo cuando me lavo los dientes, proceso dictadores, busco nazis escondidos… ¿Y qué? Pondrán mi nombre a una calle de adosados y de estúpidos tipos vestidos con chándal. El taxista dirá: «¿Dónde vamos, caballero?», y el turista contestará: «Voy a la calle Moran, esquina con la tercera». «Sí, la conozco», dirá el taxista, «ese tal Moran era un pintor». ¿Te imaginas? ¡Confundirme a mí, el juez de España, el Zorro de la justicia, con un pintor!
Lola seguía en silencio, escuchando.
—¡Vamos, di algo! ¿Qué opinas?
—¿Qué quieres que te diga? Creo que estás cansado. Actuar bajo presión provoca estos problemas, y tú estás sometido a una buena dosis. —Él la enfiló con una mirada despreciativa—. Lo siento. Galo, ¿qué quieres oír?
—¡Por Dios, Lola, podías esforzarte y mentir un poco mejor! Al fin y al cabo, soy un compañero de fatigas. ¡Qué pena haber apurado esta botella solo! Esto te habría desatado la lengua. ¡Anda, Lola, sé buena! Cuéntame qué opinas de mí.
—No te conozco apenas, pero sé que eres un buen juez…
—¡Un juez cojonudo! Hablo sobre cualquier tema, ironizo, pontifico, sentencio. Yo ya no necesito escuchar, ¿sabes?, empleo el tiempo para preparar la réplica. Estoy sobrado… Sobrado, pero vacío. Soy el maestro de una lección que ni siquiera entiendo.
—Bueno, si lo quieres expresar así…
—¡Pero qué mierda, MacHor! —dijo, hecho un basilisco—. Tengo derecho a que me digas la verdad. ¡Escúpelo de una vez! Cuando se me pase la mona, no me acordaré de nada de lo que hayas dicho.
—¿Es por esa recusación, Galo? Si es así, no debes preocuparte…
Moran rompió de nuevo a llorar. Frustrada, MacHor volvió a intentar levantarle del suelo, pero él la sujetó con suavidad mientras hablaba.
—Ayer por la tarde llamé a una putita. En realidad, no pertenece a esa profesión: es una periodista, joven y hambrienta, en busca de una exclusiva que contar. Llevaba tiempo persiguiéndome, insinuándose…
—No hace falta que me lo cuentes, Galo, me hago cargo —aseguró MacHor, incómoda.
—¡Nada de eso, tienes que escucharlo! Es verdaderamente interesante…
—Si tú lo dices —replicó la juez poco convencida.
—La invité a cenar. Siempre me rodeo de aduladores; ésta parecía más despierta… Complaciente, pero no servil. No me hizo falta seducirla; se quitó las bragas en cuanto cerré la puerta…
—Galo, por favor, tu vida privada es cosa tuya. No quiero oírlo…
—Pues no te va a quedar más remedio, porque ya he comenzado —protestó—. No funcionó; eso fue lo que ocurrió. Había bebido mucho, ¿sabes? Bueno, puede que no fuera por eso; ahora a veces me ocurre. Quizás sólo estoy cansado o alelado, vaya usted a saber. El caso es que no funcionó: algo tan absurdamente simple…
—Galo…
Él le tapó la boca con la mano.
—¿Sabes qué me dijo ella?
Lola se zafó enseguida, pero, a aquellas alturas de la película, ya no protestaba.
—No.
—Que había sido estupendo, ¡sensacional!
—Es cuestión de gustos. Quizás disfrutó de tu compañía, de la cena, de la conversación…
—¡Deja que acabe, abogado de pobres!
—¡Vale, no te enfades!
—Después de alabar mi oído, me pidió poder contarlo. ¡Como oyes, sólo quería contarlo! «¡Cuando narre este episodio, mis colegas se van a cagar de envidia!», susurró. ¡Un episodio, eso fue exactamente lo que dijo!… ¿Lo entiendes, Lola? ¡Sólo soy un pellejo con fama, un episodio! ¡Estoy asediado por tantas cosas que simulan la verdad! La fama que me deslumbró ha acabado por cegarme. Y aquí me tienes, ¡un episodio!; casi preferiría ser un accesorio de sex-shop.
Lola intentó animarle. Mencionó algunos casos que había ganado.
—Un timo, Lola, como todo lo que hacemos, un timo.
—No digas eso, eres un gran juez, un hombre de éxito —apostilló, creyendo que eso le aliviaría. Pero él no escuchaba.
—Polvo de prostituta, Lola; vacío. Ni siquiera me envanece… Duermo mal, las noches se me hacen eternas. En la oscuridad, pienso en la gente. Primero te encumbra, luego te destroza, y siempre te olvida. Cuando pase tu momento, te asfixiará con la misma medalla con la que te laurearon. ¡Esa chusma taimada y mortal!
Cuando todo se hunde, queda la familia. Recordaba que Moran estaba casado y con dos hijas adolescentes. De modo que añadió:
—Piensa en tu esposa y tus hijas. Ellas no son así. Tienes una familia estupenda.
—Tenía, Lola. Lo correcto es emplear el pasado…
—¡Vaya, lo siento! —dijo sinceramente.
—El amor es otro truco de la naturaleza para que nos creamos alguien, pero sólo da cuerpo a un sueño imposible. Forma parte de la maldición. No existe nada parecido al amor. Es una mezcla de química y cuenta corriente… ¿Conoces a mi esposa?
—No tengo el gusto, lo siento.
—Es guapa, desde luego. Tiene una sonrisa que engancha y un cuerpo estupendo, pero le falla la nariz. La tiene grande y ganchuda. Por eso se casó conmigo. De haber tenido una nariz corriente, nunca lo hubiera hecho. Le costaba encontrar pareja y se le pasó la edad. Así que yo fui el elegido.
—¡Pero qué tonterías estás diciendo!
—¡Es cierto, Lola! Soy un episodio casado con una nariz… Mi psiquiatra dice que son delirios, pero yo no sufro de eso. Además, no bebo para olvidar, sólo bebo…
—Galo, ya he oído bastante. Te aseguro que lo que necesitas es dormir la mona.
—¿Dormir? ¡Es la primera vez que estoy verdaderamente despierto en toda mi vida y me quieres hacer dormir!
—¿Se ha ido, verdad? —tentó Lola, refiriéndose a su esposa. Eso explicaría su estado.
—Sí, se ha ido —estalló entre otra hemorragia de lágrimas.
—Seguro que es temporal. Podrás arreglarlo, ya lo verás.
—La periodista metió sus bragas en el bolsillo de mi americana. Supongo que me las dejó como recuerdo, el epílogo del episodio. Asomaban y todo. Ella las encontró; despertó a las niñas y se largó. No debe de hacer ni seis horas.
—La recuperarás, pero no en este estado. Venga, levántate. Te llevaremos a casa, te das una ducha, duermes un rato y llamas a tu mujer: seguro que logras que te perdone.
—¿Sabes, Lola? Mañana lo anuncian: me nombran secretario de Estado.
—¡De modo que los rumores eran ciertos! ¡Enhorabuena!
—No, los rumores me colocaban en la cabeza del Ministerio de Justicia, pero no ha podido ser. Tendré de conformarme. ¿Crees que ella volverá conmigo por eso?
—No —contestó Lola, tajante—. Al menos, yo no lo haría. Volverá si te sigue queriendo, aunque, por lo que veo, no se lo pones fácil.
—Es cierto, debo pedirle perdón. ¡Ayúdame a levantarme!
Sacarlo discretamente del edificio fue complicado, pese a que Moran, haciendo un último esfuerzo, intentó mantenerse erguido y no trastabillar. Su oficial constituyó una ayuda impagable. También el chofer colaboró.
—No se preocupe, señoría —susurró el conductor—. Es que trabaja demasiado, y una o dos veces al año necesita relajarse.
Lola se maravilló de cómo, incluso en horas bajas, Galo Moran seguía contando con la admiración de los suyos. Para que luego digan que un caballero nunca lo es para su mayordomo. Realmente, en la Audiencia estaba aprendiendo mucho. Cuando MacHor vio que el coche de su compañero se alejaba en dirección a su casa, recordó por qué le buscaba.
—¡Vía muerta, querido Herrera-Smith! Sólo nos queda la Interpol —murmuró para sí.