—Lo entiendo, por supuesto, de todos modos no existe margen para el error. Te reitero que la instrucción de una causa por delito de falsedad sólo es competencia de los juzgados centrales de instrucción en los supuestos que te he indicado. A primera vista, en la documentación que remites no aparece indicio de ninguno de ellos —aclaró pacientemente MacHor.
Su interlocutor no se dio por vencido. MacHor escuchó de nuevo sus dos primeras alegaciones, ambas infundadas. Al fin, harta, optó por cortar la conversación.
—Puedo escucharte durante horas, pero eso no cambiará la esencia de las cosas. La Ley Orgánica del Poder Judicial dice lo que dice; aunque sé que no te gusta, es lo que hay. —El tono de su voz sugería que aquélla era su última palabra, sin embargo, como el abogado seguía insistiendo, agregó—: Lo siento, tengo que dejarte. Colgó el teléfono y se arrellanó en la butaca. Cerró los ojos y trató de relajarse. Al instante, tras unos golpecitos que pretendían ser cordiales, la puerta de su despacho se abrió y el fiscal Ortega asomó la cabeza.
—¿Tienes un minuto?
—La verdad es que no, Pío, pero a ti eso no te afecta. Pasa.
—Gracias.
El fiscal se sentó en una de las sillas enfrente del escritorio de la juez. Era un hombre fornido, de cara redonda, ojos azules muy grandes y una mata de pelo increíblemente blanca. Su corpachón de campesino y sus formas afables solían allanar las conversaciones difíciles. Sin embargo, sabía que en aquella ocasión le haría falta algo más que la campechanía para llegar a buen puerto.
—Supongo que vienes a felicitarme la Navidad… —indagó la juez con ironía.
—Señoría, ya no se felicita la Navidad: eso es muy poco progresista. Ahora lo que se lleva es desear un ecológico año nuevo —rió. Su tono era ronco de tanto fumar, pero a ella le pareció que ese día sonaba todavía más áspero.
—Y como ya nadie cree en los Reyes Magos, tú vienes a pedirme a mí tu regalo, ¿no es así?
—Vengo a comunicarte que, finalmente, la Fiscalía cambiará su petición…
No hizo falta añadir nada más. Ambos sabían a qué caso se refería. La prensa llevaba semanas cebándose en aquel asunto y en los pasillos de la Audiencia no se hablaba de otra cosa. Incluso los secretarios habían abierto una porra con bastante éxito. Las apuestas abarcaban un amplio abanico entre veintiséis y cuarenta y ocho años; treinta era el envite más frecuente.
—Me lo imaginaba, Pío, dime la cifra de vuestra nueva petición.
Lola sonrió mientras formulaba la pregunta, procurando desdramatizar la situación. Pío Ortega era un fiscal con notable experiencia y muy respetado, tanto en su departamento como en el resto de la Audiencia. Debía de sentirse incómodo por hacer lo que estaba haciendo.
—Entre cuatro y diecinueve años…
—¿Entre cuatro y diecinueve? —espetó enojada—. Pero ¿qué petición es ésa? ¡La petición inicial fue de cincuenta y un años!
—Considerando las circunstancias del caso, creemos que es lo justo.
MacHor clavó la vista en el fiscal.
—¿Circunstancias? ¿Qué circunstancias han cambiado para que dividas la petición por tres?
Ortega se encogió levemente de hombros, sin gracia. A diferencia de los jueces, que según proclama la Constitución, sólo están sujetos al imperio de la ley y pueden mantener su independencia, el estamento fiscal está ordenado de forma jerárquica. Ortega tenía que hacer lo que le habían ordenado, aunque no estuviera conforme. Había barajado la posibilidad de desobedecer, abiertamente o de manera discreta, por ejemplo, poniéndose enfermo. Pero esas actitudes también implicaban sortear la ley, lo cual desagradaba a los jefes, y podían suponer la incoación de un expediente sancionador que, en aquellos tiempos revueltos y pese al respeto que todos parecían profesarle, alguien podía pretender modélico. Viudo y con tres hijos universitarios a su cargo, no estaba para permitirse ese lujo.
—No estamos en condiciones de probar los delitos contra la Seguridad Social ni contra la Hacienda Pública; tampoco la falsedad documental. Imputándoles integración, falseamiento de la contabilidad e insolvencia punible salen los años que te he dicho…
Lola arrugó el ceño con rabia. Sin embargo, no se ensañó con el fiscal. Sabía que aquella decisión se apoyaba en un dictamen político.
—¿Y tú estás de acuerdo? —preguntó con aparente candidez.
—¿Y eso qué importa, Lola? Es lo que hay.
—Sabes que, con esa petición, no dejas mucho margen…
—Lo sé —replicó Ortega, quizás retándola a hacer algún comentario. Ella no entró al trapo.
—De acuerdo, me doy por informada. Ya conoces cuáles son los cauces reglamentarios —concluyó con aspereza.
Ortega se levantó y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se volvió y añadió con una amplia sonrisa:
—Feliz Navidad, Lola, espero que descanses.
—Lo mismo te deseo, Pío. Falta nos hace a ambos.
»¡Diecinueve años! —musitó, ya sola en el despacho—. ¡Diecinueve frente a la petición inicial de cincuenta y uno! ¿Quién es el que se ha vuelto loco en este país?
El móvil emitió dos pitidos y se detuvo, provocándola. Un nuevo mensaje.
—Más tarde —dijo en voz alta. Sin embargo, no pudo resistirse y comprobó la identidad. Era un número codificado. Lo abrió inmediatamente.
«Feliz Navidad, señoría. Agente Kalif Über», leyó.
¡Kalif! No había transcurrido un solo día desde su vuelta de Singapur sin que pensara en Herrera-Smith. El expediente seguía a buen recaudo, en la caja fuerte del banco madrileño al que había trasladado sus cuentas. No se lo había mostrado a nadie.
Las primeras semanas en Madrid habían sido caóticas: casa nueva, trabajo nuevo, colegios nuevos a enormes distancias, una ciudad nueva, que prácticamente no recordaba, presiones por todas partes… Y Jaime todo el día fuera. Por ello, al principio, aparcar el asunto fue casi una obligación. Pero ya no lo era. Sabía que debía enfrentarse a él, aunque no sabía cómo. Había barajado diferentes opciones y ninguna le convencía, lo que contribuía a su inacción. No obstante, aquello le quemaba cada día más.
Al leer el SMS, volvió a sentir la desazón de la obligación incumplida. Tuvo de nuevo la tentación de telefonear a Kalif Über y explicarle, escena tras escena, aquella extraña historia. Sin embargo, recordó una vez más las advertencias del dignatario norteamericano y cerró el móvil.
Se acercó a la ventana. Era constante el tráfago de personas de un lado a otro. Quedaba una semana escasa para la Navidad y la fiebre del consumo había contagiado a toda la población. Recordó que aún no había hecho la mitad de sus compras, pero se tranquilizó diciéndose a sí misma que todavía estaba a tiempo. Debía ocuparse de Herrera-Smith cuanto antes.
Se fijó en un coche negro, aparcado en la esquina. Tenía la sensación de haberlo visto antes. Sí, era el del guardabarros abollado y los cristales tintados. «Será el de algún colega», se dijo volviendo al problema inicial.
Sabía que lo primero que debía hacer era buscar asesoramiento, y sólo tenía un nombre en la lista. Se decidió en treinta segundos. Buscó en la agenda el móvil de Gabriel Uranga y lo marcó. Uranga era magistrado del Tribunal Supremo desde hacía cinco años, estaba muy al tanto del mundo judicial madrileño y su consejo sería certero. No obstante, su elección no tenía que ver con la información, sino con la confianza. Se conocían desde la carrera; Uranga había sido su mentor en los juzgados de Pamplona, eran amigos y contaba con él. Estaba segura de su discreción.
—Gabriel, buenos días, soy Lola MacHor. ¿Estás ocupado, tienes un momento para mí?
—¡Lola, qué alegría oírte! ¡Claro que tengo un momento, si no lo tuviera, lo pintaría! ¿Cómo estáis, cómo está Jaime? Beatriz me persigue diciéndome que os debemos una cena, pero resulta difícil hacer planes… ¡Tenemos tantos compromisos!
—Lo sé, Gabriel, no te preocupes, nosotros estamos todavía organizando la vida en Madrid. Haremos algo después de estas navidades, ¿te parece?
—¡Por supuesto! Dejo que Beatriz y tú os pongáis de acuerdo. Pero no me has llamado por eso, ¿verdad?
—No. Quiero preguntarte algo. Más bien, quiero pedirte un consejo. ¿Podemos comer juntos antes de que lleguen las fiestas?
—Déjame que vea la agenda; estos días son terribles. Nunca he entendido por qué todo el mundo decide organizar una cena o comida oficial en estas fechas. ¡Nos vemos diariamente once meses el año, sería preferible distribuirlas! A ver… ¡Vaya! Lo cierto es que la cosa pinta mal. ¿Te corre mucha prisa?
—Relativa, Gabriel —musitó la juez, apesadumbrada.
—Noto en tu voz que tienes cierta urgencia… Oye, Lola, ¿y si fuera hoy? Había pensado saltarme el almuerzo, tomarme un pincho y seguir trabajando un rato por la tarde.
—Perfecto, pero déjame que te cambie el pincho por una comida en un sitio decente. Invito yo; soy incapaz de pensar de pie ante una barra de bar. Por cierto, ¿qué hace un gourmet como tú tomando pinchos grasientos a mediodía? —preguntó. Gabriel Uranga era una guía Michelín andante.
—Desde que Beatriz empezó a trabajar en la galería de arte las cosas han cambiado mucho, Lola. —Su voz sonó tan lastimosa que se vio obligado a añadir—: No es que me queje, me estoy adaptando… ¡Hasta me he comprado un libro para cocinar en el microondas!
—¡No! —exclamó MacHor divertida.
—Es la pura verdad. En fin, dejemos eso; sé que luego se lo chivarás a ella y me pondréis verde. ¿Dónde quedamos?
—¿Qué te parece si reservo mesa en Nicolás? Nos coge cerca a los dos…
—¿Nicolás? ¿Te refieres al restaurante de la calle Villalar?
—El mismo.
Uranga tardó escasos segundos en contestar. Luego respondió pausadamente, como si estuviera paladeando los platos:
—Garbanzos con calamares, bacalao a la gallega y tarta de manzana. Me parece muy bien; estaré allí a las tres y cuarto; pide que nos pongan al fondo en la esquina izquierda, es un lugar recogido y podremos hablar con calma.
—¡No me puedo creer que tengas el menú en la memoria y te acuerdes de la estructura de la sala!
—¡Si tú supieras, Lola, qué mal amante es el microondas no te extrañaría que saboreara el recuerdo de los buenos tiempos!