Lo echaba de menos. Todo. Pamplona y la vida que allí llevaba, su familia, su almohada, su taza de café y hasta la murga del teléfono, sonando a todas horas. Los pocos días que había estado fuera, disfrazada de ejecutiva apátrida, sin hijos, sin expedientes, sin móvil ni reloj, rodeada de personas igualmente provistas de máscara, habían constituido una interesante experiencia, pero cuando el comandante del vuelo informó de que en Pamplona el tiempo era desabrido, lluvias intermitentes y molestas rachas de viento, sonrió embelesada. Estaba volviendo a casa. Recogió su equipaje de la cinta, lo colocó en uno de los carritos del aeropuerto y lo arrastró en dirección a la salida. Los bultos mantenían un equilibrio inestable, pero estaba segura de que podría llegar al coche.
No se extrañó de ver a su marido y a dos de sus hijos al salir del recinto; sabía que acudirían a recogerla. Pero, al divisar el cepillo de pelo pajizo que Galbis tenía en la cabeza, se le disparó el corazón. A él no le esperaba. Su sola presencia confirmaba que algo había ocurrido; su gesto, que no era nada bueno.
—¡Lolilla, qué alegría verte! Te hemos echado de menos. ¿Cómo ha ido el vuelo? —preguntó Jaime, mientras la estrujaba.
—El avión se ha movido mucho, pero estoy aquí, sana y salva, que es lo que cuenta. ¡Dadme un beso, chicos!
Javier, el pequeño, se aferró a su cuello y se empeñó en que lo llevara en brazos. Ya no recordaba lo mucho que pesaba.
—Subinspector… —Le tendió la mano.
—Señoría…
—¿Me lo vas a decir? —le preguntó, aún con el niño en brazos.
Nunca había tenido paciencia.
Jaime optó por abandonar la escena. Tras veinte años conviviendo con Lola, sabía que cuando a su mujer se le metía algo entre ceja y ceja, era mejor dejarle cancha. Además, era preferible que se enterase cuanto antes.
—Dame ese carro, Lolilla; los chicos y yo iremos metiendo el equipaje en el maletero. ¡Santo Dios! ¿Has dejado algo para los siguientes visitantes? —protestó al comprobar el peso de los bultos.
—¡Mira, bombones de dragón! ¿Son para nosotros, mamá?
—Esa caja es para el subinspector Galbis; vosotros tenéis otras cosas.
Con una pizca de envidia, Pablo entregó el paquete al policía y siguió a su padre hacia el aparcamiento.
—Gracias, señoría —musitó Galbis.
—Son unos dulces típicos de Singapur, o al menos así se lo hacen creer a los turistas. Y ahora dejemos la palabrería, Gabriel; cuéntame qué ha pasado.
—En fin…
—Sin ambages, que nos conocemos.
—De acuerdo: Ariel se ha fugado.
—Pero estaba en la cárcel, ¿no? ¿Cómo puede haberse fugado?
—Escapó cuando le trasladaban en un furgón policial hasta el juzgado para tomarle declaración.
—¡Eso es imposible!
—Teóricamente sí, pero le aseguro que no llegó a su destino.
Lola necesitó sólo unos momentos para calibrar la situación y escupir:
—¿Estamos en peligro? ¿Debo preocuparme?
Galbis contestó con aplomo. Trataba de mostrar seguridad.
—Sinceramente, señoría, no lo creo. Ingresó en prisión por tráfico de drogas, no por su investigación. Además, estoy convencido de que ha huido de España. Su físico es muy característico; no duraría mucho en la calle. De modo que la respuesta es no; no creo que estén en peligro. De todas formas, hasta que se traslade a Madrid reforzaremos su seguridad. ¡Y no admitiremos un no por respuesta!
—De acuerdo —murmuró Lola.
Sin poder evitarlo, pensó en Kalif. «Debo grabar su número», recordó.
—¡Muy bien, jefa! Creí que me lo iba a poner más difícil.
—Ya ves que no. En Asia he aprendido el valor de la docilidad.
—¿Docilidad, usted? ¿Es que ha tenido problemas allí?
—¿Problemas? ¿Me creerías si te dijera que me he enfrentado al mismísimo FBI?
—¿Al FBI? ¿Por qué?
—Es una larga historia, Gabriel. Te la contaré en otro momento; ahora estoy bastante cansada. Los cambios de horario me matan. Y quiero ver a mi familia; me acabo de portar fatal con ellos.
—Hablamos cuando quiera. Y por el otro asunto, no se preocupe.
Al oír mencionar el otro asunto, MacHor se acordó del encargo.
—Galbis, ¿cómo sigue Telmo?
—Mejor, las secuelas son tanto físicas como psicológicas, pero parece que se repondrá. Los médicos querían darle el alta, pero, después de la fuga de Ariel, hemos preferido que se quede un poco más. Así está más vigilado.
—Me alegro. —Habían llegado al coche—. Gracias por venir…
—¡A usted por los bombones! A mi mujer le gustarán. Tiene antojo de chocolate.
—¿Antojo?
—Está otra vez preñada, señoría.
—¡Enhorabuena, es una gran noticia! Esta vez toca niña, ¿no?
—Sería una gran noticia si la policía pagara otros sueldos. Con 31.506 euros y el complemento de peligrosidad, es muy difícil mantener a una familia numerosa.
—¡No se preocupe, hombre, éste traerá un pan debajo del brazo!
—Eso me dijo con el anterior, y aún estoy esperando ver una miga —rezongó mientras se alejaba.