MacHor se acomodó en su asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. Llevaba la cartera sobre su regazo. Una amable azafata se había ofrecido a guardarla en el estante superior, pero declinó la oferta, alegando que debía repasar unos informes. Inmediatamente se reprochó haber dado explicaciones. Hubiera bastado con un «No, gracias».
Dos horas después seguía en la misma posición. Cansada de pensar, encendió la pantalla y sintonizó la cadena de reportajes. El comentarista narraba con pasión las maravillas de Alaska. Ver aquellas inmensas praderas de hielo purísimo, pobladas de silencio y huérfanas de intrigas y conspiraciones, la ayudó a tranquilizarse. Miró con disimulo a su alrededor. Enseguida recordó que iba en primera, debidamente aislada. Además, pasaba media hora de la una de la madrugada y lo más seguro era que el resto de los pasajeros estuvieran dormidos, o, al menos, aletargados. Había llegado el momento.
Extrajo el paquete de la cartera con sumo cuidado. Era un sobre marrón de tamaño folio, corriente, de papel reciclado, sin marcas ni logotipos. En el control lo habían abierto, aunque sin desgarrarlo. Tampoco llevaba escrito el nombre del destinatario. Lo primero que sacó fue el pequeño estuche con el juego de gemelos y alfiler de Herrera-Smith. Se demoró en observar el diamante, excesivo. Pensó en cómo devolvérselo a sus hijos, pero no encontró ninguna solución fácil. Aunque siempre quedaba la posibilidad de un envío anónimo. En todo caso, eso debería esperar. Estaba segura de que aquella piedra no había sido la causa del suicidio. Introdujo la mano de nuevo y extrajo unos documentos. Al hacerlo, dos fotografías en color cayeron en su regazo. Las contempló perpleja. Las imágenes eran inequívocas. Apartó inmediatamente la vista, sentía como si estuviera hurgando en la vida privada de David Herrera-Smith. Ni quería ni debía hacerlo. Sin embargo, no pudo remediar pensar que el norteamericano no parecía el tipo de hombre que compra los servicios de una prostituta. No, no se esperaba aquello de él. Sin saber por qué, volvió a examinar las fotografías, esta vez de forma objetiva. Estaba claro que aquella estancia no era una habitación del hotel; más bien parecía un banco de masajes. La chica apenas llevaba ropa y era muy joven. Su cara no mostraba expresión alguna: podría haber estado vendiendo fruta o remendando calcetines.
Un hombre rendido, prácticamente desnudo, unas manos hábiles, tres años de viudez… Sí, estaba claro que le habían pillado en un renuncio. Le había preguntado mil detalles sobre los casos de extorsión en los que había intervenido. ¡Estaba pidiéndole ayuda y no había sabido escucharle!
Volvió a meter la mano en el sobre esperando hallar más fotografías. Encontró una más, similar a las primeras, y también un tarjetón escrito de su puño y letra, repleto de tachones y anotaciones en los márgenes. La caligrafía era enrevesada y temblorosa, pero legible, como la de un médico que escribe una receta sabiendo que le espera una larga fila de pacientes. Mientras lo leía, se agarró al reposabrazos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Sintió como la rabia la invadía. Contuvo la respiración, intentando que las lágrimas no afloraran. No lo consiguió.
Querida Lola:
Tenía usted razón: no se puede negociar con un chantajista. Su precio siempre es excesivo. Quiero que lo comprenda: no me ha quedado otra opción. No puedo permitir que mis hijos sufran esta vergüenza. Si el hecho se hiciera público, el despacho se hundiría, y ése es su medio de vida. Como bien sabe, la reputación lo es todo en un negocio como el nuestro. Desconozco qué quieren, no me lo han dicho, pero estoy seguro de que su ataque tiene que ver con mi nuevo cargo y con unos expedientes que debía haber revisado hace semanas. Me los he traído a Singapur para hacerlo, pero no he conseguido reunir tiempo. Se trata de proyectos puestos en tela de juicio por causas de corrupción. He llamado a mi ayudante, que ya se ha trasladado a Madrid (no hay cuidado, lleva años a mis órdenes y es de toda confianza) y le he pedido que busque las copias de esos expedientes en el archivo general y los estudie (por un descuido yo me he traído los originales). Ha podido hacerlo con todos menos con uno, el de una acción desarrollada en Venezuela, en la región de Canaima: el documento ha desaparecido. Es probable que lo que usted tiene en estos momentos en sus manos sea la única copia del mismo. Si desaparece o se archiva, el caso en sí, y también la extorsión, morirán con él. El expediente ha de contener información suficientemente importante para justificar lo que me está ocurriendo. Admito que no he sido capaz de comprenderlo, pero eso no significa nada. Pensándolo mejor, la cuestión fundamental es para quién resulta comprometedor. He reflexionado mucho sobre ello y he llegado a la conclusión de que ha de hacer referencia a gentes de mucha talla, porque el procedimiento que han seguido para llegar hasta mí ha sido casi perfecto… Casi: no contaban con usted.
Las veces que han contactado conmigo, estaba en el meeting, entre gobernadores y delegados de los gobiernos miembros. Eso significa que tenían pases. Además, se movían con mucha soltura… En fin, lo que quiero decir es que sospecho que el acoso viene de dentro. Por eso le advierto que vigile con quién habla. La gente de apariencia respetable que ocupa cargos de responsabilidad, los presidentes de empresas que ganan miles de millones y donan una ínfima parte de ellos, no siempre son de fiar.
Si usted tuviera necesidad de hablar con alguien, vaya directamente a la cúspide. El presidente del Banco, Paul Woolite, es amigo mío. Me propuso para este puesto, de modo que no creo que esté al tanto del asunto. Sin embargo, desgraciadamente, él no puede poner a los culpables entre rejas. Usted sí. Me temo que acabo de involucrarla: un nuevo caso para su colección de extorsiones. Lo siento de veras, pero no se me ocurre ninguna otra forma de hacerlo. Compréndame: no quiero que se salgan con la suya, ni que el caso se cierre en falso; me ha costado la vida.
Por favor, encuéntrelos y procéselos. Espero que comprenda que lo mío no ha sido un suicidio, sino un asesinato implícito.
Gracias. Su más sincero servidor
David Herrera-Smith
En uno de los márgenes, había una posdata: «Dicen que para matarse hace falta mucho coraje. No es cierto. A mí no me da el coraje para seguir viviendo. Espero que Dios me perdone y mis hijos me comprendan. Rose Mary ya está al tanto de todo. Ella sabe que siempre he sido un poco cobarde».
—Lo siento, David —musitó la juez—, no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. Debí haberlo sospechado.
Sacó de inmediato el expediente. Enseguida vio el nombre de la región encerrado en un círculo rojo. Contenía muchos documentos. Versaban sobre condiciones y especificaciones del contrato de construcción de una carretera convencional en la región venezolana de Canaima; el financiador, el Banco Mundial. Lo leyó de cabo a rabo. No comprendió nada. No se le daban especialmente bien las cuentas y los balances. Guardó todo de nuevo en la cartera y permaneció largo rato absorta, con la mirada extraviada en los paisajes nevados que mostraba la pantalla de plasma. Sobre su falda tenía las pruebas de un supuesto delito, pero no sabía qué debía hacer con ellas. No estaba preparada para un caso así. Además, quedaba fuera de su jurisdicción. Ni siquiera en su nuevo puesto en la Sala Penal de la Audiencia Nacional podría resolverlo. Parecía una trama internacional. Salvo que estuviera implicado un español, la Audiencia Nacional no podría hincarle el diente. Extrajo de nuevo los folios y releyó los detalles de las personas afectadas. Reparó en el nombre que figuraba en primera página: Jorge Parada, de nacionalidad española, funcionario del Banco Mundial con sede en Washington, asesinado en Caracas cuando iba a reunirse con una fuente anónima, dispuesta a ofrecer información sobre un caso de soborno. Al parecer, la muerte había sido consecuencia de un robo. No se había demostrado que el asesinato estuviera relacionado con el caso que investigaba la víctima.
Buscó los detalles en el expediente. Encontró un atestado de medio folio. Explicaba que a Parada le habían disparado dos veces, con una nueve milímetros. La primera bala le había entrado por la espalda y salido por el pecho. La segunda penetró en el cuello. El asesino se habría acercado por detrás, quizás caminando despacio, disimuladamente. Había sido rápido. Parada cardiorrespiratoria, ningún testigo. Sin rastro, salvo las huellas de un zapato de la talla cuarenta y tres, según la medición española. Causa probable: robo.
Leyó otra vez el nombre del difunto, Jorge Parada, el lugar y la fecha de su nacimiento: Getafe, tres de enero de mil novecientos setenta. Cerró los ojos. Imaginó las vallas rodeando la zona, unidas por cintas amarillas. Quizás en Venezuela fueran de otro color. La ambulancia se habría llevado el cuerpo; la policía, los efectos personales. Suponía que no habrían peinado la escena; serían pocos y con mucho trabajo. Sólo unos minutos para localizar las balas. Y una sesión fotográfica. Luego un operario trataría de limpiar la mancha del suelo, marrón tirando a negro, a golpe de manguera. Pero la sangre se introduce con rapidez en el material poroso. Y no saldría fácilmente. El flash de una reportera rezagada y los curiosos se merendarían la última ración de morbo.
Dejó el informe y continuó leyendo. Los siguientes documentos estaban sembrados de números. Igual que al principio, no entendía nada. Pero alcanzó a ver, escrito en letra capital, el nombre de la empresa constructora: Buccara, sociedad anónima.
—¡No es posible, va a ser cierto que me rodea la mala suerte! ¿Quién me habrá echado un mal de ojo?
Su nerviosismo tenía un trasfondo de racionalidad. Buccara era el nombre de un gran holding español, con domicilio fiscal en Madrid. Lo presidía Ramón Cerdá, conocido miembro de la beautiful people madrileña, vicepresidente de la Confederación de Empresarios, fundador y patrono de cientos de organizaciones benéficas, y mil cosas más.
Sintió un escalofrío. Oprimió el botón y la luz de encima de su asiento se apagó.
—Cuando llegue a casa lo pensaré —musitó antes de dormirse.