A las once menos cuarto la sala ya estaba repleta. Se parecía a otras salas de conferencias que había pisado en muchos de sus viajes: moqueta azul con dibujo indefinido, paredes cubiertas por paneles de madera clara, altavoces por doquier, llamativas lámparas de cristal en el techo. Aun así, la ordenación del anfiteatro, levemente circular, y el tapizado de los asientos, de un granate discreto, le daba cierta calidez.
En un estrado construido para la ocasión, los organizadores habían situado en forma semicircular tres sillones de diseño vanguardista, tapizados en un azul similar al de la moqueta. Sobre cada uno de ellos, unos sofisticados auriculares y un micrófono minúsculo que pendía de un alambre tan firme como invisible. En medio, una mesita baja de cristal con los consabidos botellines de agua y unas copas preciosas. Lola pensó en un plató de televisión. Ella hubiera preferido el estilo europeo. Hablar erguida desde un estrado, donde únicamente se aprecian (y se juzgan) la cara y la voz, ofrece muchas ventajas; para empezar, que la gente se centre en el mensaje. Evitar tontas distracciones, como la posibilidad de examinar la ropa, los zapatos, los kilos de más o la expresión de las manos del conferenciante, resulta siempre de agradecer. No obstante, la preparación del programa de sesiones corría a cargo de los norteamericanos, muy dados a la estética televisiva. Obviamente, no habían pedido opinión al respecto.
El sillón de MacHor estaba situado a la derecha del moderador y frente al del otro ponente. MacHor lo probó, para ver cómo encaraba, desde su ubicación, al auditorio. Quedaba algo hundida, aunque la butaca era muy confortable. Apoyó los codos en los brazos y pasó la pierna izquierda por encima la derecha; incómoda, deshizo el lazo. Se estiró la falda y lo intentó de nuevo. Finalmente encontró una posición conveniente y se relajó.
Faltaban cinco minutos para las once y Herrera-Smith no había dado señales de vida. El responsable de la sesión, Mehmet Send, vicepresidente del Instituto del Banco Mundial, un académico de origen indio afincado en Stanford, que dedicaba su tiempo al estudio de la burocracia de los países en desarrollo, comenzó a ponerse nervioso. Hizo varias llamadas, trajo de cabeza a la pareja de azafatas que gestionaba el acto y, finalmente, decidió asumir el papel de moderador.
—El señor Herrera-Smith ha tenido una contratiempo —informó a los ponentes—, pero debemos atenernos al horario establecido; de lo contrario, estas reuniones serían un completo caos.
Aquel imprevisto atenazó a la juez. No era más que un pequeño cambio. Sin embargo, la sacudió una oleada de ansiedad.
—Un contratiempo —repitió en voz baja—, pero se encuentra bien, ¿verdad?
—No se preocupe, señoría. Aparecerá en breve. Pero nosotros debemos empezar… ¿Han visto el aforo? —comentó pletórico—. ¡Un éxito completo, casi trescientas personas!
—Quizás debiéramos esperar a que finalice la sesión para evaluar el resultado —señaló MacHor con sencillez.
Su contrincante asintió enérgicamente, coincidiendo con ella. Kevin Miller era un periodista y abogado neoyorquino de marcada ideología liberal, especializado en lobbying y galardonado en varias ocasiones por otros tantos organismos más o menos prestigiosos. Había dejado atrás los sesenta años; su pelo había perdido el tono pajizo hacía lustros, lo mismo que su piel, sembrada de profundas arrugas, pero su voz y su forma de moverse transmitían una agilidad casi felina. Intentaba en todo momento irradiar una cordialidad perfectamente dosificada. Por su traje de alpaca gris perla, camisa blanca, corbata azul pálido, discretos gemelos y alfiler a juego hubiera podido pasar por un ponente europeo, pero sus calcetines, con la cara de Homer J. Simpson como motivo central, y su enorme sombrero blanco, que no se quitó hasta estar sentado, proclamaban que se trataba de un WASP[5] de pura cepa. El académico mantuvo el optimismo.
—Es la sesión más concurrida de todo el programa. Vaticino un debate magnífico, e incluso algunas intervenciones destacables desde las gradas, si ustedes consienten. Naturalmente —añadió de inmediato—, lamento que el director Herrera-Smith no esté aquí.
Lola experimentó un irresistible deseo de salir corriendo. La muerte de María Bravo, su traslado a la Audiencia, con protestas familiares incluidas, la diferencia horaria y, sobre todo, las amenazas de Ariel habían hecho mella en su ánimo. No estaba en su mejor momento y le preocupó que su capacidad de réplica estuviera mermada.
Como si hubiera captado su desazón, con cierta galantería, el periodista se acercó a ella y le dijo al oído:
—Teniendo en cuenta mi profesión, debería avergonzarme. Pero confieso que este tipo de espectáculo me horripila…
—Pues si a usted, acostumbrado a la escena, le ocurre eso, ¡imagínese a mí! —le respondió ella, sonriendo.
—Me temo, sin embargo, que para eso nos han llamado.
—A mí no, querido amigo. Yo sólo soy una profesional del derecho. Sólo he venido a hablar de corrupción.
—Como siempre, me pliego ante la sabiduría femenina. Creo que usted y yo vamos a estar de acuerdo en casi todo. ¿Le parece que les ofrezcamos algo de carnaza? Prometo llamar a los jueces anticuados si usted me asegura que atacará nuestra ansia por crear noticias…
El moderador les invitó a sentarse de nuevo y presentó la jornada.
—Señoras y señores, delegados y amigos, para aquéllos que de entre ustedes no le conozcan personalmente, sepan que yo no soy David Herrera-Smith. Al director de la Oficina de Integridad le ha retenido un asunto urgente. Se incorporará al debate más tarde. Mientras, yo moderaré la sesión.
En su calidad de arbitro, Send prometió hablar sólo unos segundos. Pero, incapaz de desaprovechar la ocasión, disertó durante más de quince minutos sobre su instituto, la burocracia y cómo contribuir de forma eficiente al mejor desarrollo global.
Mientras tanto, MacHor se fijó en el público. Dominaban los hombres, con trajes oscuros. Algunos se habían quitado las americanas, pese a que el aire acondicionado estaba muy fuerte. Las pocas mujeres asistentes, unas tres docenas, ofrecían un toque de color al ambiente. Había algunas de rasgos orientales, lo cual resultaba natural dado el lugar de celebración, pero la mayoría eran occidentales, aunque detectó varias mujeres africanas, con sus elegantes y coloridos trajes étnicos, y cinco o seis islámicas, si se atendía a los velos que cubrían férreamente sus cabezas. Por lo general, en aquel tipo de foros las indumentarias y las culturas se mezclan armónicamente. No obstante, Lola observó que, en una de las primeras filas, se habían sentado tres mujeres vestidas por completo de negro, tocadas con el shador[6]. Estaban separadas del resto de la gente por voluntad propia. Sus bolsos y libros ocupaban ambos flancos y, pese a la escasez de plazas, los organizadores no les pidieron que los quitasen. Las tres lucían muy tiesas, pero sólo una de ellas parecía altiva; las otras dos, por el contrario, se veían cohibidas. Parecían querer defender su derecho a mostrar públicamente su fe sabiendo, al mismo tiempo, que en aquel lugar y de aquel modo la manifestación resultaba gratuita.
El moderador afirmó, por tercera vez, que estaba terminando. MacHor calculó que aún emplearía unos minutos y decidió repasar mentalmente sus argumentos. Su oponente se había mostrado muy amable, pero estaba segura de que entraría a matar: era periodista y liberal, no lo podía remediar. Había leído sus publicaciones antes de acudir a Singapur, y podía prever algunos aspectos de su intervención. Hablaría de la eficiencia; sostendría que en algunos casos, la sociedad es la principal beneficiaria de la corrupción. Contaba en su haber con una retórica y una capacidad escénica que desconocía, mientras que ella sólo disponía de la verdad. Jugó discretamente con uno de sus mechones pelirrojos. Estaba segura de que él había escrito su discurso con el fin de contentar a los oyentes, al menos a determinados oyentes, mientras que ella se había ceñido a la ley. Él emplearía un lenguaje efectista, con frases a medias, pequeñas anécdotas sacadas de contexto… A ella le correspondía ser objetiva, porque le constaba que el menor desliz podía aparecer en la prensa del día siguiente. Volvió a sentir la necesidad de regresar a su ambiente, entre los suyos. Retomar a sus rutinas y a la vida dulcemente gobernada por ellas… La memoria, como siempre selectiva, le devolvió el rostro de su marido, con sus dulces focos verde oliva. Sonrió pensando en el avión de vuelta, sin embargo, la sonrisa se esfumó de inmediato. El funcionario había concluido y cedía la palabra a su oponente.
—Querido señor Miller, su turno.
Kevin Miller sonrió unos instantes y, mirando al público de frente, afirmó:
—Señoras, señores, amigos… Estoy seguro de que la juez MacHor, aquí presente, les dirá que la corrupción es mala para todos. Estoy convencido de que les hablará de los nefastos efectos que, para la sociedad y para cada ciudadano, tiene la actitud de los burócratas corruptos, de los políticos corruptos, de las empresas corruptas, de los jueces corruptos. —En aquel momento desvió ligeramente la vista hacia MacHor, que sintió como le ardían las entrañas—. Sin embargo, permítanme que les diga algo. La corrupción debe verse como una consecuencia, no como un problema en sí mismo. En efecto, la corrupción es consecuencia, entre otras cosas, del altísimo costo de la legalidad.
»¿Cuánto nos cuesta mantener el ambiente institucional que, supuestamente, protege a las gentes de bien? ¿Qué cantidad de tiempo, cuánta información, cuánta paciencia se le exige al ciudadano honrado y cumplidor de la ley para hacer valer sus derechos? No digo que el hecho corrupto no sea un hecho distorsionado; lo es. Es posible que incluso merezca de nuestra parte una condena moral. Lo que digo, lo que quiero hacer notar, es que esa distorsión está forzada por un sistema ineficiente. La lógica económica impone a los empresarios la obligación de reducir sus costes. La lógica económica más básica dicta a las familias la necesidad de no despilfarrar. ¿Y el sistema judicial? Todos deben obtener los recursos que necesitan a los precios más ajustados posibles. Si el mercado no funciona, si la ley ineficiente nos protege a tan alto precio, ¿habrá alguien que nos convenza de que no debemos pagar el soborno que se nos pide?
»¡Por favor, señores, no hagan cargar al ciudadano con un sambenito que no puede soportar! Así no se combate la corrupción. Reduzcan ustedes la presencia y el coste de la ley, aumenten la eficiencia de los burócratas, dejen que funcione el mercado… Entonces los corruptos, simplemente, desaparecerán.
Miller cogió su copa y tomó un pequeño sorbo de agua. Luego, despacio, como en un movimiento estudiado, dejó la bebida en su sitio. Cuando levantó la cabeza sonreía con cierta lascivia. Sin embargo, se había equivocado de público. No tenía que conquistar a una joven norteamericana rica, blanca y licenciada en Política económica por Harvard. Enfrente se sentaban gentes abrumadas por el peso de la mordida; banqueros que colaboraban en el blanqueo de dinero del narcotráfico porque, si no lo hacían, recibirían junto con sus familias una dosis mortal de plomo; empresarios obligados a retirarse de los mercados emergentes por no dejarse extorsionar; políticos cómplices; jueces que miraban con envidia las mansiones y los automóviles de colegas fácilmente persuadibles.
El moderador aplaudió con energía, pero la sala sólo le otorgó un cortés aplauso, bastante frío. MacHor había perdido el miedo y se sintió casi arropada por aquellos rostros que no conocía, pero que sentía animosos. Estaba en el bando correcto. Le hubiera gustado un guiño de Lorenzo, pero imaginó que estaría metido en alguna negociación, o apaño. Mejor, así no podría reprenderla después si hacía afirmaciones demasiado contundentes. Abrió la carpeta y extrajo los folios que había preparado. Sin embargo, algo en el silencio de la sala la llevó a pensarlo mejor. Dejó la carpeta sobre la mesa, se irguió hasta sentarse en el borde de la butaca, respiró hondo y comenzó a hablar con voz suave, muy suave:
—Acabamos de escuchar que el coste de la legalidad es alto. No lo niego. Hacer justicia resulta costoso en términos de tiempo, dinero y otros recursos. La economía y los mercados en general piden rapidez y bajo costo, pero reciben plazos dilatados y costos no pequeños. De acuerdo, la seguridad jurídica de las sociedades libres no es gratuita, como tampoco lo es la falta de seguridad jurídica de las que no lo son.
»Sin embargo, no podemos otorgar un valor social objetivo al coste del que nos habla míster Miller. En las sociedades se impone el criterio de comparación. Sin duda para los empresarios, algunos ciudadanos y, desde luego, todos los funcionarios deshonestos (poco importa que sean jueces, policías, burócratas o médicos) servirse de los cauces tortuosos, de los mecanismos corruptos, resulta más barato que atenerse a la legalidad. Ahora bien, debemos comparar ese ahorro con el perjuicio que sufre el resto de la población; relacionar el beneficio de las empresas transgresoras y el paulatino engorde de las cuentas suizas de los burócratas con los «otros» factores. Me estoy refiriendo a la hambruna y a la pobreza extrema, a la falta de calidad de los servicios públicos, al analfabetismo, a las pandemias; me estoy refiriendo a la existencia sin esperanza, a vivir bajo el miedo… Comerse a mordiscos el futuro de los pueblos, el bienestar de varias generaciones: a eso equivale la corrupción…
»Estoy segura de que míster Miller aceptará que debemos perseguir a quienes esquilman los recursos naturales; pues bien, la vida humana es el primer recurso natural del planeta, y la corrupción es uno de los primeros delitos ecológicos contra la humanidad… Señor Miller, téngalo por seguro: ese ahorro de costes no compensa; nunca compensa…
Ahora era el periodista quien se revolvía en su asiento. Mantenía el aplomo inicial, aunque ya no sonreía. Tampoco lo hacía el moderador, nervioso. Había previsto sangre, pero no tanta. Cuando le llegó el turno, Miller despreció el esquema de la sesión (esa conversación pausada, sentados frente a frente), se puso en pie y retomó su argumento.
—Nuestra muy sensible juez pide justicia; exige más leyes para luchar contra la corrupción. ¡Por supuesto, no esperábamos menos de ella! Usted interpreta su papel de forma magistral, señoría, un ideal muy loable y totalmente utópico. Permítame recordarle que usted viene de un país desarrollado. En muchas zonas de América Latina o de Asia la justicia no es un poder compensador, un límite al poder político, sino un reflejo de él. En algunos países del cono sur sus colegas de profesión se cuentan entre los más corruptos del país. ¿Cómo luchará un juez corrupto contra la corrupción, repartiendo margaritas?
»Quizás la juez MacHor desea que esos países importen el sistema legislativo español. Sería una solución, pero ¿quién lo aplicará? ¿Ocuparan sus jueces estrella la Sala Penal del Tribunal Supremo de Colombia? ¿Se atreverán a enviar a la cárcel a los narcotraficantes? ¿O es que, quizás, desea acreditar como magistrados a los patriarcas indígenas peruanos o bolivianos? No, señoría, no puede hacer nada de eso. A un país poco desarrollado sólo le queda una solución: el mercado. Introduzca mecanismos de competencia; calcule el número de burócratas y de jueces adecuado…
¡Que se peleen por la mordida; así se reducirán los precios hasta ajustarse a lo que sea justo! Y por último, y es una digresión que me parece necesaria, liberalice el consumo y el tráfico de drogas, y así dejarán de morir jueces.
Miller siguió hablando cinco minutos más, en pie, cada vez más encendido. Lola había supuesto que él contraatacaría con energía, por eso se concentró en tomar notas para sustentar mejor su réplica.
Había oído muchas veces ese discurso y sabía demostrar que era falso. Esperaba su turno de réplica cuando un ruido la distrajo. Levantó la vista. La puerta del fondo de la sala se abría. Pensó que sería Herrera-Smith; eso la alegró. No había podido acudir a la apertura, pero lo haría a la clausura. Sin embargo, cuando esperaba encontrarse con la alta figura del norteamericano, descubrió a Lorenzo Moss. Le bastaron unos pocos segundos para saber que algo grave había pasado. Había contado con la asistencia de Moss, ya que él era uno de los artífices de que ella estuviera allí. Apenas lo había visto el día anterior, aunque él había tenido un momento para bromear sobre el encendido admirador que le dedicaba un brindis en público. No obstante, tampoco le había sorprendido su ausencia al inicio de la sesión. La profesión política tiene esas particularidades. Cuando un político se encuentra con un colega al que extraer una brizna de información, cambia de planes, incluso sin presentar excusas. Eso era lo que inquietaba a Lola cuando por fin Lorenzo ocupó un lugar en la fila cero. Estaba desaliñado; sus pantalones arrugados parecían haber pasado la noche en el sillón de algún aeropuerto. Iba sin americana y su camisa tenía grandes manchas de sudor.
Clavó en él la mirada y Lorenzo, muy serio, comenzó a hacerle unas señas que ella no podía entender y que la enojaron. ¿Es que no se daba cuenta de que estaba en plena refriega? ¡Lo único que se le ocurría era dificultar más su intervención!
Finalmente Moss recobró la sensatez. Escribió unas frases en un papel y avisó a una de las azafatas del meeting, que hizo llegar el mensaje a la juez. MacHor desdobló la nota y la leyó de corrido. Luego miró sorprendida al cansado secretario de Estado español. Moss asintió tres veces, exagerando mucho el movimiento del cuello, pero Lola permaneció inmóvil. No sabía qué hacer. Le incomodaba aquella especie de actuación paralela mientras el periodista continuaba su perorata, porque parecía una escenificación de desinterés. No deseaba que nadie de la sala se aliara con él, apoyándose en que ella no se ajustaba a los mínimos usos de cortesía que requería un encuentro como aquél. Pero Lorenzo continuaba retándola con la vista. Optó por seguir su ejemplo. Cogió su pluma y, en la misma nota, escribió: «No sé qué puede ser tan importante, pero me es imposible dejar todo y seguirte. Lo único que prometo es intentar ser breve».
Se arrepintió de inmediato, tachó lo que había escrito y, tras concentrarse durante unos segundos en el periodista aparentando escuchar atentamente, garabateó: «Si lo que ocurre es tan importante, pídele al moderador que reduzca el coloquio. Es más de la una; llevamos dos largas horas en la sala. Creo que es más que suficiente».
El proceso se repitió. Moss volvió a asentir, con la nota en la mano, y envió un segundo mensaje. Lola no llegó a saber qué había escrito, aunque lo imaginase después. El caso es que en quince minutos la sesión había terminado.
—Tablas, señoría —argumentó Miller cuando se levantaron. Parecía muy cansado y no sonreía.
—Bueno, yo diría que jaque, aunque no mate —contestó MacHor con gesto conciliador.
Fue la única frase que Lorenzo le permitió pronunciar. La agarró por el brazo y la arrastró fuera de la sala. Tuvieron que sortear a numerosos asistentes que querían felicitarla, entregarle su tarjeta o hacer algunas observaciones puntuales. Lola sonreía y repetía «Thank you» a diestro y siniestro mientras, empujada por Lorenzo, trastabillaba a causa de los tacones. De pronto pensó que la urgencia podía estar relacionada con alguno de sus hijos. Quizás Ariel, a través de algún compinche, había consumado sus amenazas. Palideció intensamente y obligó a Moss a detenerse.
—No pienso dar un paso más hasta que me expliques qué es lo que ocurre. Dime la verdad: ¿están todos bien en casa?
Él la despreció con la mirada y con el tono de voz.
—¿En tu casa? ¡Y yo qué sé! ¡Estamos de mierda hasta el cuello; sólo nos faltaría tener que preocuparnos por tu familia!
MacHor respiró hondo. Pasó por alto el desaire e intentó cooperar.
—De acuerdo, Lorenzo, cuéntame qué sucede.
—¿Que qué sucede? ¡Pues que tu amigo Herrera-Smith se ha vuelto loco! ¡Por Dios, qué caos!
—¿Herrera-Smith? Me ha extrañado que no haya venido a moderar la sesión. ¿Le ha ocurrido algo? La gente le esperaba; yo, personalmente, también…
—¡Ya puedes esperar sentada, Lola!
—¿Por qué, qué ha pasado?
—¡Pues que se ha suicidado, eso es lo que ha pasado!
—¿Suicidio? ¿Herrera-Smith? ¡No es posible!
—Eso mismo he dicho yo… ¡A quién se le ocurre una estupidez así en estos momentos! ¡Suicidarse en Singapur, con la que tenemos aquí montada!
Lola dejó de escuchar sus improperios. No le interesaban los problemas que el suicidio pudiera ocasionar a la delegación española. Lo único que importaba era David Herrera-Smith. La noticia, que ponía el colofón a su extraño comportamiento, de alguna manera subsanaba las interpelaciones y las rarezas. Sintió una profunda tristeza.
—¿Cómo ha sido, lo sabes?
—Afirmativo: Herrera-Smith se vistió, traje y corbata, se calzó los zapatos de cordones, cogió un bote de pastillas y se las cepilló de un trago. El responsable de la oficina forense dice que olía a colonia. Se perfumó para la tumba, ¿no es absurdo?
—A decir verdad, lo es y no lo es.
—Las señoras de la limpieza lo han encontrado espatarrado en un sillón a eso de las once. Aún estaba vivo, aunque a punto de palmarla. Le han llevado al hospital, pero ha ingresado cadáver. Parada cardiorrespiratoria o algo por el estilo. Me acaban de llamar dándome el informe: está completamente fiambre. Le harán la autopsia en breve, aunque la cosa está clara: tenía el bote del medicamento a su lado, vacío.
—¡Por Dios, es terrible! Yo no le conocía mucho, aunque… ¡pobre hombre, qué mal debía de estar pasándolo para llegar a perder la razón!
—No te digo que no, desde luego, pero no tocaba largarse de esa manera y dejarnos a nosotros con el marrón.
Lola se opuso con vehemencia.
—¡Lorenzo, no se ha largado, se ha muerto!
—¡Más te vale, Lola, dejar tu faceta solidaria y lacrimógena y concentrarte en ti misma! Singapur es un país civilizado, por supuesto, pero no es Europa. Aquí existe la pena de muerte, y cosas peores. Además, y a eso iba, en lo que respecta a ti: ¿qué les vas a decir?
—Perdona, no te entiendo. ¿Qué voy a decir a quién? ¿Y de qué? —replicó extrañada.
—¡Por favor, que estamos hablando de cosas muy serias!
—¡Lorenzo, no sé de qué me estás hablando!
El político se tapó la cara en señal de desesperación.
—¡Joder, Lola, te estoy hablando de la policía!
—¿Y por qué tengo yo que decir nada a la policía? ¡Sólo conocía superficialmente a Herrera-Smith!
—¡Si me escucharas no tendría que repetirte las cosas, Lola!
La juez levantó las manos, exasperada. Si tenía en cuenta la estatura de Moss, parecía una madre discutiendo con su hijo adolescente.
—Lorenzo, no has mencionado hasta ahora a la policía. Serénate, por favor, y dime exactamente qué tengo yo que ver con todo esto. No alcanzo a comprender por qué las autoridades quieren verme; ¿es que sospechan que se trata de un homicidio?
—Creo que no, al menos no he oído ni una sola vez palabras como crimen u homicidio. La razón de que quieran entrevistarte es que varios miembros del personal del hotel han certificado que vieron al difunto entrar en tu habitación a primerísima hora de la mañana. Mira, Lola, y te hablo francamente…
—¿En mi habitación del hotel? ¡De eso nada, menudos chismosos! Ayer cenamos en la misma mesa, eso lo sabe todo el mundo, y no volví a verlo. Es más, he bajado a desayunar a las siete pensando que le encontraría en el restaurante, pero no estaba. Eso ha sido todo. Y, por si alguien tiene dudas, se puede probar que llevo en este edificio desde las ocho y pico de la mañana. Que hablen con el chofer, y punto. Durante unos segundos todo fue silencio. Luego Lola volvió a la carga:
—Además, ¿por qué iba el director a querer entrar en mi habitación?
¡Evidentemente no buscaba robarme! ¿No se habrán equivocado? Para esta gente, todos los occidentales nos parecemos.
—No lo creo… En fin, yo tampoco lo entiendo, pero así están las cosas. La policía quiere, más bien exige, que vayas de inmediato al hotel y revises tus cosas, por si falta algo… Lo mejor que puedes hacer es ignorar tus prejuicios judiciales y obedecer.
—¿Y tú qué pintas en todo esto, si puede saberse?
—Te lo explico, desde luego: los equipos de seguridad del evento nos han llamado al descubrir tu nacionalidad; y al conocer la identidad del muerto, han llamado al FBI. También ellos quieren hablar contigo.
—¿El FBI? Es una broma, ¿no? Sí, ya veo que me estás tomando el pelo.
—En absoluto, Lola. Fuera nos espera el coche de la embajada; en el hotel, un abogado. Los del FBI, como siempre, están por todas partes.
—¿Un abogado?, ¿para qué quiero yo un abogado?
—¿Y tú, siendo juez, me lo preguntas? ¡Cómo se nota que siempre ves los toros desde la barrera! Mira, Lola, sé que no has hecho nada. Y ellos también lo saben, lo cual es mucho más importante. Tienes una coartada impecable, todo el mundo te ha visto en el meeting; además, las cámaras de seguridad del edificio han captado tu llegada, coincidiendo con el momento en que Herrera-Smith entraba en tu habitación… En fin, lo que quiero decir es que hay constancia documental de que tú estabas aquí mientras él se tragaba dos docenas de pastillas de no sé qué. Pero estamos en Asia, y más vale prevenir. La embajada ha puesto a nuestra disposición a un abogado de la zona. Conoce el idioma y las costumbres. Por si acaso.
—No necesito un abogado, conozco la ley. Registraré mis cosas, cerraré la puerta y formularé una queja formal contra el personal del hotel.
—Como quieras, pero démonos prisa, nos están esperando.
Seguido por dos coches oficiales de la policía singapurense y un sedán negro de cristales tintados, que gritaba FBI por los cuatro costados, el vehículo de la embajada española se abrió paso por las amplias avenidas de la ciudad, con la pequeña banderola roja y gualda ondeando al viento.
Durante el corto recorrido, de apenas diez minutos, Lola evocó el semblante de Herrera-Smith, con aquellos ojos francos, nublados por los cristales de sus gafas de montura de oro. No podía creerlo. ¡Muerto! Parecía una broma. Se hallaba algo deprimido, pero no tanto como para optar por el suicidio. En estos casos el sujeto debe encontrarse casi en el infierno, y Herrera-Smith no había llegado hasta ese punto. Le recordó levantando la copa y dedicándole el brindis con una sonrisa.
—Aquí hay algo raro —musitó entre dientes.
—Perdona, Lola, ¿qué dices?
—Nada importante, Lorenzo. Estamos llegando —añadió.
—Es verdad, ya llegamos. Entremos. Por cierto, siento mucho no poder quedarme contigo, pero tengo asuntos urgentes que resolver. Te dejo en manos del abogado. ¡Mira, es ése de ahí, el de traje oscuro! Si tienes alguna pega, llama a la embajada. Si la cosa se pone verdaderamente mal, llámame al móvil; aunque estoy seguro de que no va a hacer falta.
—¡Por Dios, Lorenzo, no puedes dejarme así!
Moss lanzó un suspiro, a modo de disculpa.
—Hay muchos otros temas que requieren mi atención. Compréndelo, Lola, son días tremendamente complicados.
—Que traducido quiere decir que sales corriendo por si algún extraño detalle salpica tu inmaculada carrera de político.
—Negativo, Lola. Tengo asuntos urgentes, eso es todo.
La juez mascaba ira cuando con paso firme se dirigió al abogado, un caballero con traje occidental y rasgos chinos. Él se apresuró a tenderle la mano, y se presentó como Andrew Ng, especialista en derecho comercial. Ésas serían las únicas palabras que pronunciaría.
No dijo nada más durante el resto de la mañana.
Estaba saludándole cuando los dos caballeros que habían bajado del sedán negro se le acercaron. Uno de ellos era Kalif Über.
—¡Kalif, qué sorpresa, no había vuelto a verle desde mi llegada!
—Siempre he estado cerca de usted, como le prometí. —Se volvió y, mirando al hombre que estaba a su izquierda, dijo—: Señoría, le presento a mi superior, el agente especial Teddy Ramos.
—Es un placer —respondió éste. Hablaba en castellano. Su acento parecía mexicano, aunque la tonalidad era débil.
No llevaba gafas de sol ni tenía cara de palo, pero había algo en él que destilaba perfume de buró federal. Quizás fuera el tipo de traje o la simple corbata negra; quizás, el impecable corte de pelo; quizás las duras facciones que, tras la sonrisa, transparentaban una angustiosa sensación de soledad.
—El placer es mío, agente Ramos. Supongo que están ustedes aquí por la muerte de David Herrera-Smith.
—En efecto, señoría —respondió Kalif.
—Ha sido un suicidio, ¿no es así? —intentó confirmar la juez.
—A esa conclusión parecen conducirnos todos los indicios, sí.
—¡Pobre hombre, me pareció una gran persona! Nunca hubiera supuesto que planeara hacer algo así. Ayer, durante la cena, se mostró alegre, casi dicharachero. El inspector de la policía local, que se había mantenido a cierta distancia hasta ese momento, se acercó e interrumpió la conversación. A diferencia de lo que se ve en las películas, Ramos le trató con suma cortesía.
—Señora, señores, ¿les parece que subamos? —sugirió el inspector. Y, dirigiéndose a la juez, añadió—: Jueza MacHor, debería usted registrar su habitación cuanto antes; nosotros no hemos observado nada extraño en ella.
Un rictus, apenas perceptible, marcó el rostro de la mujer, que replicó de inmediato.
—¿Se refiere usted a mi habitación, señor?
El policía respondió confiado.
—En efecto, señoría. Como le habrán contado, el difunto entró ella una hora antes de suicidarse. No se preocupe, no sospechamos de usted. Sabemos que salió temprano y que estaba lejos del Sheraton cuando ocurrieron los hechos.
Hasta ese momento había logrado contenerse. Pero fue incapaz de seguir haciéndolo. Su voz sonaba áspera y amenazante.
—Creo, porque ustedes lo dicen y no tengo razones para dudar de su integridad, que el señor Herrera-Smith entró en mi habitación, y sé también que yo no estaba allí, en eso tiene razón. Lo que desgraciadamente ignoro es por qué motivo usted ha estado curioseado en mi ropa interior. ¿Puede enseñarme la orden de registro?
—¿La orden de registro?
El inspector escrutó el rostro del abogado chino. Éste balbuceó, buscando torpemente una réplica. Al no hallarla, se limitó a bajar la cabeza y fijar la mirada en el mármol gris.
—La orden, sí. Ese papelito firmado por un juez, que permite hacer determinadas cosas que, de otra manera, serían un delito. Por ejemplo, entrar en un domicilio…
—Creo que hay un mal entendido, señoría. Su abogado nos concedió permiso para entrar en su habitación. Por tanto, no era necesaria una orden…
—Cuando habla de mi abogado, ¿se refiere al señor Ng, aquí presente?
—En efecto.
—Sepa usted que el señor Ng no es mi abogado, ni lo ha sido nunca. A decir verdad, acabo de conocerle. Trabaja para la embajada, que es cosa muy distinta. Yo nunca he otorgado a ese letrado permiso para nada y, por tanto, él no ha podido otorgárselo a ustedes, ¿queda claro? Haya entrado quien haya entrado, y tenga los motivos que tenga, sigue siendo mi habitación. Es mi domicilio temporal, un sitio privado, inviolable. Desconozco, en sus justos términos, la legislación de este país, pero no creo que se distancie mucho de las leyes de Occidente en lo que respecta a la inviolabilidad del domicilio. ¡Ustedes, caballeros, acaban de cometer un delito, y eso resulta completamente intolerable! Y quiero que sepa que me importan un rábano sus castigos de varas o sus costumbres orientales. Prepárense para una denuncia en toda regla, ¡faltaría más!
El agente especial Ramos trató de terciar en la disputa.
—Señoría, por favor, tiene que darse cuenta de que, en este caso, concurren circunstancias especiales… Debe comprender que, en un primer momento, se pensó en la posibilidad de que el director…
—Nadie puede entrar y registrar mi domicilio sin mi autorización expresa o la orden de un juez, salvo en caso de delito flagrante. ¿Qué delito flagrante iban ustedes a evitar? Ninguna de las posibles circunstancias excepcionales que contempla la ley concurre en este caso, si es que me lo han contado todo… ¿O no es así?
—Sí, señoría, se lo hemos contado todo. —Esta vez fue Kalif quien intervino—. Se ha hecho mal, lo sé. Le pido humildemente perdón, en nombre de la policía local (sepa que nosotros no hemos entrado), pero, como señala el agente especial Ramos, debe entender las circunstancias. En un primer momento, la idea del suicidio no pareció creíble… Se trataba del director de la Oficina de Integridad Institucional del Banco. Su nombramiento era reciente. Éste era su primer meeting. Ayer mismo departía abierta y amablemente con el resto de los dignatarios, y hoy se quita la vida.
Lola trató de creer al agente Über, aunque le resultaba difícil. Si aquella puerta no había detenido al inspector local, mucho menos al Federal Bureau of Investigation.
—Lo entiendo, pero…
Kalif inclinó su corpulento cuerpo de oso sobre ella y musitó en voz suave:
—Señoría, por favor, necesitamos su ayuda. ¿Puede ayudarnos?
—De acuerdo —accedió—, subamos. Supongo que no necesitaré pedir la llave en recepción.
El abogado chino soltó una risita. Parecía un hámster royendo pipas. Se montaron todos en el mismo ascensor. En el último momento, se sumó al grupo el director del hotel, otro caballero oriental quien, a diferencia del jefe de la policía local, hablaba aceptablemente español. Nadie hizo comentario alguno durante el breve trayecto, ni tampoco mientras, encabezados por MacHor, atravesaban el largo pasillo enmoquetado que conducía a la puerta de su habitación. Allí MacHor se giró y, dirigiéndose al director del hotel, musitó:
—¿Es usted tan amable de abrir mi habitación?
—Por supuesto, señora —respondió azorado al tiempo que introducía una tarjeta en la ranura.
MacHor entró y se detuvo en la antesala. No dijo nada, pero recorrió la estancia con la mirada, fijándose en los detalles, como le habían enseñado los inspectores de la policía científica, sobre todo Juan Iturri. Trató de grabar esa información en su memoria; sin ese esfuerzo, luego le sería imposible sacar conclusiones. Tras aquellos segundos, y sin apenas moverse, preguntó:
—¿Y dice usted, agente, que alguien vio al señor Herrera-Smith entrar aquí?
—Sí —respondió el policía—, dos de las empleadas.
MacHor miró fijamente a su interlocutor.
—¿Y cómo es posible que el director Herrera-Smith entrara en mi habitación sin tener llave de la puerta?
El policía pasó la pelota al director del hotel, que permanecía en segunda fila. Éste dio un paso al frente y, muy nervioso, contestó:
—A eso de las ocho y diez de la mañana, el señor Herrera-Smith cogió el ascensor hasta esta planta (sus aposentos están dos niveles más arriba) y se acercó a la doncella que limpiaba las habitaciones. Le mostró una tarjeta para identificarse y le dijo que usted, que acababa de salir, había olvidado la carpeta y que le había mandado a por ella. La joven recordaba haberla visto marcharse. Le abrió con su llave maestra.
—Estuvo poco más de un minuto dentro. Luego salió, dio las gracias a la empleada y se marchó —explicó el jefe de la policía. Probablemente, aquella muestra de eficacia estaba dirigida a los representantes del FBI.
—¿Puede comprobar, señoría, si echa de menos algún objeto? Si le falta o le sobra algo… —preguntó el policía.
—¿Cómo si me sobra?
—Quizás no entró para llevarse algo, sino para dejárselo. Una nota, puede que una explicación. Inspeccione los cajones, el armario, el baño…; cualquier sitio donde hubiera podido dejarle algo —sugirió el agente especial Ramos.
MacHor asintió. Entró en la habitación y revisó sus cosas. Todo estaba como ella lo había dejado. Tampoco encontró ninguna nota sobre el escritorio o la mesita de noche.
—Lo siento, no veo nada anormal.
—Mire otra vez, sin prisa, debe haber algo. —Ramos habló en un tono enfadado. MacHor perdió los estribos.
—¿Por qué tendría que haber algo? ¿En qué está pensando?
—De eso nos ocuparemos más tarde. Usted limítese a mirar —ordenó.
—Aquí no hay nada, ¡y no me levante la voz!
—Perdone, señora, pero debo hacer mi trabajo.
—Usted es agente especial, ¿no?, pues yo soy señoría, no señora. —Por un instante, Ramos bajó la mirada. Enseguida se sobrepuso—. Mire, estoy colaborando de buena fe, tanto con ustedes como con las autoridades locales. Hasta puedo barajar la posibilidad de no interponer una demanda contra el hotel y la policía local. Sin embargo, ustedes no se avienen a ponerse en mi posición. Lo que tienen es a un suicida cuyo cuerpo ha aparecido dos niveles por encima de éste. Comprendo que deben hacer su trabajo, pero han de saber que yo casi no le conocía; no soy la persona a quien hubiera dejado algo, mucho menos una nota de suicidio, si eso es lo que buscan.
El inspector local, que se había adelantado, volvió a la carga.
—Usted puede interpretarlo como desee, pero les vieron desayunar y comer juntos. Ayer, en la cena de gala se sentó en su mesa, junto a nuestra primera dama. Y allí, ante cientos de personas, el difunto le dirigió un brindis que podríamos calificar, siendo benevolentes, de personal. Eso, señoría, en todo el mundo indica una relación muy íntima.
—¿Muy íntima? ¿Cómo que muy íntima? ¿Qué insinúa?
—Señoría… —terció el agente Über.
—¡Nada de señoría! ¿Qué demonios está usted sugiriendo?
—No insinúo nada. Únicamente me atengo a los hechos constatados. A saber: un hombre viudo, rico, de cierta edad y con un cargo importante frecuenta la compañía de una mujer más joven que él, sola lejos de su patria. Viven en el mismo hotel, donde se les ve compartiendo desayunos a media voz…
Los ojos de Lola empezaron a relampaguear.
—¡Se acabó, no voy a aguantarlo más! Me está usted faltando al respeto, sin ninguna prueba. ¡Fuera todo el mundo de aquí! ¡Ya! ¡Y prepárense para una demanda en toda regla!
El agente especial Ramos medió de nuevo.
—¡Por favor, tranquilicémonos todos! ¿De acuerdo? ¡Bien! Inspector, manténgase en silencio. Ni una palabra más, ¿vale? Señoría, pese a lo que él sugiere, nosotros sabemos que está equivocado. Creemos que no hubo contacto carnal entre ustedes…
—¿Contacto carnal? ¡No puedo creer que tengan ustedes una mente tan sucia! ¿Sabe cuántos años tenía el señor Herrera-Smith? ¿Sabe cuántos hijos tengo yo? ¡Les quiero fuera de mi habitación inmediatamente!
—Señoría, su integridad no está en tela de juicio. Nunca lo ha estado. Se lo aseguro. Sin embargo, si estamos aquí es porque ha entrado en su habitación, y no en la de otro.
MacHor tuvo que admitir que esa respuesta, al menos, tenía cierta lógica. Trató de calmarse. Respirando hondo, preguntó:
—Dígame, Ramos, ¿cómo sabe que no hubo contacto carnal entre nosotros?
—Bueno, estuvimos siguiendo al director. Es nuestro trabajo. Si hubiera habido algo entre ustedes, lo habríamos detectado. Dicho esto, señoría, he de repetir que la evidencia es la evidencia: el director Herrera-Smith entró en su habitación.
—No sé por qué entró en mi habitación ni tampoco para qué. —Miró al agente especial Ramos, lo pensó unos segundos y finalmente concedió—. Ya entiendo… Muy bien, de acuerdo, le doy permiso para que registre usted mismo la habitación. Yo he estado fuera todo el día. Desde que salí a las ocho, no he vuelto al hotel. Si ha dejado algo, sigue aquí.
—Muchas gracias, señoría.
—Un momento, Ramos; no se lo voy a poner tan sencillo. Quiero imponer dos condiciones.
—Adelante.
—Primera: mi ropa interior está en el primer cajón, y sólo la examinará una mujer. Como no hay ninguna cerca, tendrá que fiarse de mi palabra. Allí no hay nada que perteneciera a Herrera-Smith, nada…
—Estamos acostumbrados a este tipo de situaciones. No creo que…
—No voy a negociar eso.
—Está bien. ¿La segunda condición?
—Exijo que ese tipo de mente sucia que dice ser inspector de policía espere en el pasillo, o donde le dé la gana. Yo no quiero verle más la cara, ¿de acuerdo?
—Como usted mande.
El registro duró quince minutos. Sólo hubieran sido necesarios dos. No encontraron nada.
Finalmente, contentos de alejarse de aquella juez con malas pulgas, el director y el abogado de la embajada se reunieron con el inspector local, que seguía en el pasillo, maldiciendo a las mujeres occidentales, en especial a las pelirrojas. MacHor no tuvo tanta suerte con los dos agentes del FBI. Ambos permanecieron en la habitación y cerraron la puerta.
—Señoría, ¡por fin solos! —musitó Ramos sonriendo.
Esta vez Lola no protestó. No hubiera servido de nada. Estaban los tres en la antesala de la habitación y se dirigió a la terraza.
—Estamos mejor dentro, señoría —sugirió Kalif—, lejos del alcance de los micrófonos direccionales.
—¿Lejos de qué?
—No se preocupe, es por el bien de todos. Prometo que nos iremos enseguida.
Lola volvió a entrar en la habitación. Al hacerlo pasó junto al escritorio y vio su rostro reflejado en el espejo. Tenía mal aspecto: el pelo enmarañado, los ojos irritados. El maquillaje había desaparecido.
El agente especial volvió a la carga.
—Señoría, nosotros sólo pretendemos ayudar. Tiene que confiar. Si nos explica qué es lo que ocurre, pondremos en claro este asunto y la dejaremos en paz. Se recolocó la corbata y esbozó una sonrisa. Como Lola no contestara, continuó.
—Señoría, Kalif me ha explicado que está usted preocupada por su seguridad. Le garantizo que no puede estar en mejores manos que las nuestras, pero debe confiar en nosotros o no podremos ayudarla.
—Agradezco sinceramente su preocupación. Mis problemas de seguridad están solucionados. Gracias a la policía española, el autor de la amenazas ha sido detenido. Se encuentra ya en prisión. Y respecto a Herrera-Smith, reitero lo que he dicho: no sé qué ha podido pasar por su mente que lo incitara a suicidarse, ignoro también por qué entró en mi habitación. Siento muchísimo no poder ayudarles, pero no sé nada de nada.
—Muy bien, dejémoslo entonces. Ésta es nuestra tarjeta; si recuerda algo, ahora o cuando se encuentre en su país, por favor, llámenos.
—Así lo haré, agente especial.
—Regresa usted hoy, ¿no es así?
—Sí, mi avión sale a medianoche.
—Yo la acompañaré al aeropuerto, señoría.
—Gracias, Kalif.
Por fin se marcharon. De inmediato, MacHor se concentró en examinar la escena como lo hubiera hecho un detective de homicidios. Kalif y Ramos eran profesionales y habían efectuado varios registros, de modo que tenía pocas esperanzas de encontrar cualquier cosa que les hubiera pasado por alto. Sin embargo, Herrera-Smith no era tonto y conocía bien a su policía; estaba segura de que había entrado por alguna razón. Si había dejado algo, lo habría hecho con cuidado. Intentó descubrir las posibilidades ocultas de cada elemento de la habitación. La enorme cama de matrimonio, las mesillas de noche, el escritorio con la silla de respaldo alto, el espejo, los cuadros que evocaban paisajes de los alrededores de la ciudad y el butacón chester. Empezó por el escritorio. Miró cada gaveta, por dentro y por la parte de abajo, por si había pegado allí algún documento. Uno de los cajones contenía una guía telefónica y otra de ocio. Pasó hoja por hoja las páginas, quizás el dignatario había escrito una nota. Nada. Siguió por las mesillas, miró detrás de las acuarelas y prácticamente se metió debajo de la cama. Cada cajón del armario, cada traje, cada bolsillo del neceser. Nada.
Trató de evocar la imagen de la habitación cuando llegó y pensar como un policía. ¿Qué no debía estar allí? ¿Qué faltaba? ¿Qué no cuadraba con sus recuerdos y con su forma habitual de hacer las cosas?
—Piensa, Lola, piensa —dijo en voz alta.
Inmediatamente enmudeció. Era probable que los del FBI hubieran instalado micrófonos en la habitación. En las películas siempre lo hacían.
—¡Qué tontería! —rió algo nerviosa, pero decidió estar callada y comportarse como si nada hubiera ocurrido. Se descalzó y se tumbó en la cama, sin quitarse la ropa. No quería que los americanos juzgaran sus caderas, o su talla de ropa interior.
Cerró los ojos. No comprendía qué podía haber arrastrado a Herrera-Smith al suicidio. Durante la cena de gala parecía feliz. ¿Lo habría planeado con antelación o se trataba de un ataque de locura? La policía había asegurado que, a falta de la autopsia, todo apuntaba a una sobredosis de barbitúricos. Su ayudante había declarado que se los había pedido unos días antes porque no podía dormir. Le había entregado un bote con cuarenta pastillas. Lo habían encontrado vacío. Unos golpes en la puerta la distrajeron. Bajó de la cama, se puso los zapatos y acudió a abrir. Supuso que los agentes del FBI volvían a la carga; se equivocaba.
—¡Lorenzo, señor embajador! —musitó sorprendida. No había vuelto a acordarse del secretario de Estado.
—¿Podemos pasar, Lola?
Necesitó unos segundos para contestar. De seguir así, su talla de camisón saldría en la portada de The Washington Post.
—No sé, está todo desordenado. Y no parece muy propio. Será mejor que bajemos a la cafetería, y tomemos allí un café.
—No nos quedaremos mucho tiempo, sólo veníamos a confirmarte que todo parece haberse solucionado con bien para todos.
—Para todos menos para Herrera-Smith —apuntó la juez. Seguían en la puerta de la habitación.
—Naturalmente, y es una pena, pero él se lo ha buscado —añadió Moss.
—Bueno, si lo quieres ver así.
—La verdad, Lola, es que eres pájaro de mal agüero. No me topaba con un cadáver desde que tenía ocho años; sin embargo, a ti parecen perseguirte. En fin, dejémoslo. ¿Encontraron los agentes del FBI lo que buscaban?
—¿Cómo dices?
—Que si encontraron los papeles que buscaban.
—¿Los papeles? No sé a qué papeles te refieres.
—¡Vamos, Lola, no te hagas la mosquita muerta conmigo! Lo sabemos todo; nos lo ha contado el abogado de la embajada. Dice que los agentes del FBI piensan que el suicida te dejó unos papeles, una especie de testamento.
—Un testamento, no. Creían que pudo haberme dejado una nota de suicidio… Supongo que tu magnífica fuente de información te habrá contado también que, después de dos exhaustivos registros, no han encontrado nada.
—Sí, nos lo ha dicho. Mejor así —sentenció Moss—. Los suicidas sólo acarrean problemas. Por cierto, Lola, déjame que cambie de tema: los entendidos dicen que tu sesión fue un éxito.
MacHor no respondió; ni siquiera se acordaba ya de la sesión. Pero Lorenzo quería apuntarse un tanto; al fin y al cabo, él había sugerido su nombre.
—Sí, dicen que has desempeñado muy bien tu papel, y eso que tenías un gran adversario. Enhorabuena; K. O. técnico.
—¿Se va usted esta misma noche, no es así? —interrumpió el embajador.
—Así es. Por favor, despídame de su abogado. Dígale que espero sus disculpas por escrito.
—¿Sus disculpas? —preguntó Lorenzo. El embajador bajó la mirada y no volvió a abrir la boca.
Cuando al fin se marcharon, Lola volvió a tumbarse, y volvió a pensar en Herrera-Smith. No podía creer que hubiera hecho aquello.