I

Lujo asiático.

MacHor comprendió lo que significaba aquella expresión cuando se encontró sentada en un comodísimo sillón de cuero, reclinable hasta posiciones inimaginables, con una copa de champán en la mano y unas zapatillas azules de aparente terciopelo en los pies. Cada asiento estaba separado de los restantes por, al menos, un metro de distancia. Dos orejas enormes le protegían de la curiosidad de otros pasajeros. Aunque a los ricos les gusta reunirse y cotejar amistosamente sus riquezas, son ellos los que escogen sus amistades; de otra forma, hubiera sido demasiado vulgar. Nada más despegar, Lola se levantó y se paseó por la zona. Necesitaba comprobar que Ariel no formaba parte del pasaje, aunque sabía que era imposible. Antes de que llegara la azafata tuvo tiempo de echar un vistazo. Estaba a salvo.

—¿Desea algo, señora?

—No, gracias, es usted muy amable. Sólo pretendía comprobar si había cogido este vuelo un colega…

—Si me facilita su nombre, puedo ofrecerle esa información.

—No se moleste, ya lo he comprobado. No está aquí. Ha debido de coger otro vuelo… Perdone, ¿es posible que un pasajero de clase turista se cuele aquí?

—¡No, señora, ésta es un área reservada! —replicó la azafata escandalizada. Volvió a sentarse. E intentó superar el nerviosismo. Ni siquiera sabía con certeza si era Ariel quien la amenazaba. Además, no tenía ninguna posibilidad de saber que estaba viajando hacia Singapur. Pero ¿sería capaz de atentar contra sus hijos? No, era demasiado inteligente para eso. Y, sin embargo, era un sádico. Estaba rezando para que la policía encontrase dónde se escondía el gran alijo de cocaína cuando le ofrecieron la primera comida. Se extrañó. No había olores. En su casa, cuando metía la llave en la puerta, recibía nota exacta de lo que había para comer. Allí no. Sólo lo percibió cuando lo tuvo delante. «Quizás los ricos no tengan olfato de víspera», se dijo.

Optó por la cocina oriental, siempre estaba bien probar cosas nuevas. La ensalada de salmón, rociada con huevas de caviar rojo, gruesas como semillas de granada, y extrañas verduras crujientes, estaba deliciosa. El aceite de oliva venía en un envase de cristal negro. Era tan pequeño y tan exquisito que creyó que, en vez de aliñar la ensalada, la perfumaba. Le siguió una extraña carne —probablemente una variedad de ave de corral— con berenjenas asadas y brotes de soja, y un helado con galletas.

No aceptó licores. Sólo se permitió probar la bebida local, una combinación de frutas de sabor amargo e intenso color grana. Con ella en la mano, se reafirmó en su apreciación inicial: los ricos sabían vivir.

Comenzó a relajarse.

Tras el café, extrajo el texto de la conferencia. A la tercera hoja notó que se le nublaba la vista. Cogió el mando y empezó a oprimir botones. Tras varios intentos la butaca se convirtió en una cómoda chaise-longue. Con tanta celeridad como discreción apareció una azafata con una manta. Durmió a pierna suelta durante varias horas, aunque no quería dormirse. Se despertó sobresaltada, no recordaba dónde estaba. Echó un vistazo a su alrededor y se ubicó. Miró el reloj. Eran las seis de la tarde, pero la cabina estaba completamente a oscuras. Habían bajado todas las ventanillas. La idea que la había despertado retornó. Extendió la lámpara auxiliar hasta colocarla sobre la mesita y la encendió. Agitada, buscó su cuaderno de notas. Arrancó una hoja y escribió:

Gabriel:

Cada vez estoy más convencida de que la clave está en Telmo Bravo. Como decías, Ariel es un sádico, pero es un hombre de negocios, frío y racional. No se jugaría el cuello por un anciano. Ni me amenazaría a mí, si sólo se tratara de otra machada de latino en celo. No, lo que quiere es que me aparte de Telmo, porque él puede hacerle daño. Estoy convencida de que Telmo tiene en sus manos algún dato que puede inculparle. Es muy posible que ni él mismo lo sepa, no creo que sea consciente de lo que ha visto. Alguien debe hablar con él para que explique qué había de anormal en ese club. Qué faltaba, qué había en grandes cantidades, qué no debiera estar allí, en fin, esas cosas… Estoy segura, Gabriel, de que conseguirás hacerle recordar: estás acostumbrado a estudiar la escena de un delito, y a fijarte en los detalles.

Quizás me equivoque, aunque no lo creo —escribió mientras sentía un escalofrío—, pero, en todo caso, hay que retirar a este hombre de la circulación: no quiero tener más muertes en mi haber. ¿Podrías encargarte de buscarle una residencia, o algo así? Creo que no tiene familia que le cuide. Te lo agradecería mucho.

Llevo el móvil conectado. Jaime le ha atado un cordón (bastante feo, dicho sea de paso) y lo llevo colgado, de forma que, esta vez, no voy a dejármelo olvidado. Gracias.

Lola MacHor se desabrochó el cinturón y se dirigió hacia el fondo con la hoja en la mano. A la azafata que la atendió le pidió enviar un fax urgente. Pensó que podían ponerle alguna pega, pero no fue así. Le aseguraron que lo harían de inmediato. Sí, los ricos sabían hacerlo.

Volvió a su asiento, sin embargo, estaba tan excitada que no pudo volverse a dormir. Se levantó y se dirigió a la pequeña escalera de caracol, que subió sin hacer ruido. Le habían dicho que en el siguiente nivel había una sala con revistas y entretenimientos, y con conexión a Internet. Miraría el correo y avisaría a Susana del envío del fax. Galbis tampoco se llevaba bien con la tecnología. La sala, a media luz, estaba vacía, a excepción de una azafata, que se le acercó servicial. Le pidió un chocolate caliente.

Sentada ante el ordenador, advirtió que alguien se acercaba. Levantó la cabeza y se topó con un hombre negro y corpulento.

—¡Ariel! —musitó temblando. Se le cayeron carpeta y bolso cuando intentaba levantarse—. ¡Por favor, no me haga daño!

El hombre se detuvo, perplejo.

—Perdóneme, no era mi intención asustarla.

No era su voz. No era Ariel, sólo un hombre de color, grande, de complexión atlética. Su sugestión y la penumbra la habían confundido.

—Lo siento, discúlpeme; le había confundido con otra persona —atinó a decir, temblando.

—Permítame que me presente, jueza MacHor. Soy Kalif Über.

Oír su nombre la desconcertó por completo. ¿Cómo sabía quién era? Desde luego, su aspecto era intimidatorio.

—¿Me conoce?

—Naturalmente —sonrió. Tenía los dientes desiguales, muy blancos—. Pasé hace un rato por su asiento, pero estaba dormida. No quise despertarla. Al anticipar el vuelo, nos puso en una situación comprometida. El director Herrera-Smith nos avisó en el último momento. Estoy aquí por su seguridad. Durante su estancia en Singapur, seré su guardaespaldas.

Lola escrutó su rostro. Se agachó y, hecha un ovillo, rompió a llorar. El hombre se inclinó.

—¡No me toque!

—¡Señoría, soy su guardaespaldas! ¿Puede decirme qué pasa? No me han informado de ningún elemento anormal.

La juez se incorporó por fin.

—Ha sido Galbis, ¿verdad? Él lo ha dispuesto todo…

—Lo siento, señoría, no conozco a ningún Galbis.

—Entonces, no lo entiendo.

—Cálmese, señoría, lo entenderá rápidamente… A mi agencia le compete la seguridad de todos los asistentes en la conferencia. Usted es ponente en una de las sesiones principales. Se estimó que estaríamos más tranquilos si yo fuera su sombra. Cuando lleguemos a Singapur se incorporará otro agente a su escolta. Sin embargo, desconocíamos que existían factores de riesgo añadidos.

Lola rió, nerviosa.

—¡Vaya! Quizás debería haber hecho caso a Moss y haber enviado el texto, como me pidieron.

—No sé a qué texto se refiere, jueza MacHor, pero me temo que va a tener que contarme qué sucede. —Hablaba con extrema suavidad—. Explíquemelo, por favor. Lola, todavía desconcertada, comenzó a juguetear con las greñas pelirrojas.

—En primer lugar, le ruego que me disculpe por el arranque. No sé por dónde empezar. Se trata de un asunto profesional… Últimamente he recibido algunas amenazas… Son normales en mi profesión, sin embargo… —Se calló, dubitativa.

—Sin embargo, esta vez, por algún motivo las ha tomado en serio.

—Así es —aceptó ella. Todavía temblaba.

Kalif Über se dio cuenta.

—¿Tiene frío, se encuentra mal?

—Lo cierto, señor, es que ni siquiera sé cómo me siento. —Se frotó los dedos—. Creo que sí, tengo frío.

—Vuelvo enseguida. Pediré una manta.

Tapada con una manta azul y con una taza de chocolate hirviendo entre las manos, la juez trató de explicarse con más coherencia.

—Lo siento… ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Kalif Über, señoría.

—Muy bien, señor Über, ¿tiene usted alguna identificación?

Sacó la cartera y, de ella, un carné plastificado con varios chips que contenía dos fotografías minúsculas, su nombre, el emblema de una extraña organización grabado en el extremo superior derecho, y una caracterización como «agente especial».

—Gracias. Nunca he oído hablar de esta organización. ¿Pertenece a la policía, al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional, quizás?

—Verá, jueza, en los Estados Unidos, a pesar de que a uno el nombre de una organización le suene a chino, si ésta posee personal y se mueve sin trabas por el mundo, no hacen falta más preguntas.

—Debo creer que pertenece a una de esas agencias sofisticadas que sólo se menciona por siglas, se caracteriza por el secretismo y no se cuestionan sus palabras. —Lola iba recuperando el aplomo y recordaba algunas explicaciones de su viejo amigo Iturri—. ¿No puede presentarme alguna otra acreditación que me resulte más familiar?

Kalif sonrió levemente, abrió de nuevo su cartera y extrajo otro carné.

—¡Santo Dios! ¿Pertenece usted al FBI?

—Somos de fiar; usted está a salvo. Ande. —Se guardó el carné—. Cuénteme esas amenazas.

—Es un hombre de raza negra, dominicano, inmenso, creemos que está involucrado en un delito de tráfico de cocaína en grandes cantidades, pero también en un homicidio frustrado y en varias violaciones. Lo cierto es que, disculpe, usted se le parece. Y también habla español.

—Soy de origen colombiano, señora.

—Entonces sabe a qué tipo de persona me refiero. Será un placer tenerle cerca.