XXVI

El vuelo hasta Barcelona duró apenas cincuenta minutos. En todo ese tiempo ni Jaime ni Lola pronunciaron una palabra. Con las manos entrelazadas, ella junto a la ventana, él en plaza de pasillo, dejaron que el silencio hiciera su trabajo. Jaime pensaba en Ariel y se sentía desbordado. Consideraba su poder; los de su ralea siempre lo tienen. Galbis poco podía hacer contra eso. Su pistola seguía las reglas del juego. Y los juegos con reglas siempre los pierden las gentes honradas. Había sopesado la posibilidad de contratar a alguien como él, alguien capaz de defenderse con sus mismas armas. Pero fue una tentación fugaz, que desechó al instante. No podía hacerlo, porque sabía que matar equivale a morir. Lola no pensaba en Ariel. Había vaciado su mente de cualquier pensamiento relativo a sus amenazas. Sentía el calor de la mano de su marido, aparentemente dormido, y medía las asimetrías del amor y la suerte que había tenido. Él era un hombre parco en palabras y gestos escuetos. Por eso MacHor —un racimo de sentimientos a flor de piel— solía pensar que ella no le importaba. En momentos como aquél se daba cuenta de lo equivocada que estaba. Eran pocas las veces que pronunciaba un «te quiero» o tomaba su mano entre las suyas, pocas las que rozaba sus labios… Pocas, casuales e infrecuentes, pero probablemente su cariño fuera mucho más fuerte de lo que Lola creía. Susurró el estribillo de un bolero mientras cerraba los ojos, era increíble cómo la distancia mitigaba la angustia. Ambos despertaron cuando las ruedas del tren de aterrizaje tocaron bruscamente el suelo. Jaime se puso en movimiento enseguida. Debían coger el vuelo a París. La conexión estaba lejos y sólo disponían de treinta minutos.

Corrieron por la vasta terminal hasta llegar a la puerta asignada. Acababan de abrir el embarque. En pocos minutos volvieron a separarse del suelo. A la media hora de vuelo, Lola se levantó y, tras dejar a su marido dormido, recorrió el largo pasillo hasta la última fila, donde se hallaba Galbis. El asiento de su derecha estaba vacío.

—¿Me permite que me siente a su lado?

—Por favor —dijo el policía, e hizo ademán de levantarse. El cinturón de seguridad se lo impidió. Su expresión cansina y su porte (intentaba aparentar dignidad, pero no podía ocultar la preocupación: tenía miedo a volar) hicieron sonreír a MacHor. No intercambiaron frases vacías ni sonrisas de cortesía. Galbis sabía que la juez estaba asustada. Ella, que el policía había tenido que renunciar a su pistola, lo que no le hacía ninguna gracia, menos aún que subirse a un avión. Siempre decía que si el destino hubiera querido que el hombre volara, le habría dotado de alas.

—Subinspector, me traslado a la Audiencia Nacional, a Madrid. Hubiera querido contárselo como es debido, pero las circunstancias mandan… En fin, no he podido hacerlo hasta ahora. Creo que éste será nuestro último caso.

—No se preocupe, señoría. Su marido me explicó anoche todo lo relativo a las amenazas. Debe saber que ya se ha formalizado la denuncia; por ese lado, estese tranquila.

—Con un tipo como Ariel me resulta imposible estar tranquila, Galbis. El juez que tramite la denuncia no podrá actuar sin pruebas. Obviamente, no firmó la nota.

—Ese juez no hará nada, pero lo haremos nosotros.

A pesar de que Galbis sonreía, MacHor respondió muy seria:

—No, Galbis, ya conoce cómo funciona el sistema: si usted se extralimita, incluso tratando de proteger a un magistrado, el beneficio será íntegramente para el imputado. Y éste contratará a otro caro abogado madrileño que sacará toda la punta posible al episodio, y le hará salir en las noticias de las tres. Por favor se lo pido, ¡no lo haga!

Galbis se mordió la lengua porque sabía que ella tenía razón. Sabía por experiencia que los resortes de la ley son capaces de atar de pies y manos a la policía y a los magistrados. No eran uno ni dos los delincuentes que se le habían escurrido porque al sistema le preocupan más las garantías procesales del imputado que la reparación de las víctimas.

—Señoría, ya sabe que, pese a todo, soy un profesional…

—Lo sé, Galbis, pero usted y yo somos humanos y la injusticia nos disgusta. Si no podemos modificar algunos aspectos del sistema, debemos respetarlo. ¿No es así?

—Sí, le aseguro que lo haré. Sin embargo, hay cosas que usted desconoce.

—¿Ah, sí? ¿Cuáles?

—Hemos tenido una noche movidita. Esta madrugada, después de hablar con su marido, mantuve una fructífera conversación con la gente de la Unidad de Información. Les llamé porque me resultaba muy chocante que Ariel se arriesgara de manera tan temeraria con una juez. Arriesgarse así no es racional… A ver si me explico: el tipo es una mala bestia, de eso no cabe duda, pero no es un idiota; no quiere que le cojamos.

—En eso le doy la razón. Debo confesar que en parte mi miedo se apoya en esa irracionalidad, si un hombre como él no se digna ser prudente es que tiene la sartén por el mango. Perdone, me temo que hablo en voz alta. ¿Qué le contaron los de la Unidad?

—Que le siguen desde hace meses.

—¿Que le siguen, por qué? El expediente de María Bravo está cerrado.

—No es por ese caso, sino por un posible delito de tráfico, señoría. Cocaína. A gran escala. El juez encargado aprobó hace semanas escuchas telefónicas, en su casa y en el club. También se le instaló un dispositivo de seguimiento en su BMW y dos agentes informan permanentemente de sus movimientos.

MacHor se mostró sorprendida:

—Es vox populi que en su discoteca se trapichea con estupefacientes, pero de eso al tráfico probado hay un trecho. Que yo recuerde, en la última condena por tráfico en Navarra se aprehendieron ochocientos gramos de coca.

—En este caso, el tráfico es mayor. De hecho, si los de la Unidad están en lo cierto, el alijo será el mayor de la historia reciente de Navarra. Los colegas creen que está a punto de recibir un envío de entre cuatro y ocho quilos de cocaína pura. Si le pillan con las manos en la masa, le trincarán definitivamente.

—¿Ocho quilos? ¡Vaya, es una cantidad considerable! ¿A cuántas dosis equivale?

—Depende de cómo lo corten. En estos momentos, la cocaína que circula por aquí ronda el catorce por ciento de pureza; en realidad, depende del alijo. Pongamos entre un once y un diecisiete por ciento. Eso significa unas setenta mil dosis de un gramo. ¡Una pasada!

—¡Y aquí, en Pamplona! ¿De dónde lo saca?

—Se la envía un colombiano residente en Madrid, al que siguen en la capital desde hace un año. Lo vieron en Pamplona antes de ayer… En fin, que los de la Unidad creen que serán como mínimo cuatro quilos y que la operación ya está en marcha. Lo que todavía ignoran es dónde está camuflada, estos narcos cada vez son más imaginativos, pero, si está en algún sitio que podamos relacionar con él, los perros la detectarán.

—¡Espero que lo hagan antes de que llegue al mercado!

—Descuide, lo harán. Y, entonces, Ariel dará con sus huesos en la cárcel. No creo que allí traten a un violador con guante blanco…

MacHor suspiró.

Aquel ataúd tan brillante, aquel rostro desfigurado, con las trenzas a los lados, y el olor de los churros volvieron a su memoria. El corazón le dio un vuelco. Suspiró, con un deje de desesperación:

—El delito de violación no está probado, Galbis; volvemos nuevamente al rodillo del sistema.

—Lo dijo por teléfono, señoría. Contó a su compinche lo de la pobre chica muerta. Le ahorro los detalles, sólo le digo que fue una confesión en toda regla.

La mente jurídica de MacHor entró en funcionamiento. Pero, tras la euforia inicial, se impuso la dura realidad.

—Me temo, Galbis, que esa confesión es completamente inadmisible. Las escuchas fueron autorizadas para la investigación de un delito concreto, el de tráfico de estupefacientes, y no podrán ser utilizadas como prueba en ningún otro sumario. Galbis extendió su enorme sonrisa por toda la cara.

—Estaba seguro de que diría eso, pero ¿sabe qué?, a los presos no les hace falta una sentencia firme. Si se propaga que violó a una menor y que se ensañó con ella, sufrirá el castigo. Los internos se encargarán, muchos de ellos tienen hijas pequeñas.

La juez no pudo evitar alegrarse. Para no revelar ese sentimiento, que consideraba vergonzante, se mantuvo callada unos segundos. Finalmente dijo:

—¡Nuestro último caso! Me ha encantado trabajar contigo, Gabriel.

Él la miró extrañado. Era la primera vez que empleaba su nombre de pila. No era una mujer distante, ni siquiera altiva, pero, a diferencia de muchos de sus colegas, mantenía las costumbres arcaicas en el trato.

—Creo que va siendo hora de que nos tuteemos, ¿no te parece? —continuó.

—No creo que pueda.

Ambos rieron con cierto nerviosismo.

—¿Algo nuevo sobre Telmo Bravo?

—Sigue grave, señoría.

—Lola.

—No insista, no puedo, no me va a salir. Déme un poco de tiempo.

—Muy bien, continúa, por favor.

—¿Recuerda que acabo de contarle que Ariel tenía tratos con un narcotraficante colombiano? Pues se llama James Hurtado; le enseñamos una fotografía suya a Telmo Bravo y le reconoció.

—¿Está seguro?

—Totalmente.

La juez reflexionó sobre lo que escuchaba; había algo en aquella historia que seguía sin cuadrar.

—Estoy pensando…

—¿Qué, señoría?

—¿Por qué Ariel habría de pegarle una paliza de muerte a Telmo Bravo? Como dices, estaba a punto de recibir un cargamento, y el viejo es un hombre insignificante. Un par de guantazos, o un buen susto, hubieran sido suficientes. Está claro que, dadas las circunstancias, no le interesaba meterse en líos.

—Quizás pensara que Telmo moriría en aquel terraplén.

—Es posible, pero también en ese caso el dedo apuntaría en su dirección. Su conexión con Telmo Bravo es directa: todo el mundo volvería hacia él su mirada. No tiene lógica, Gabriel.

—Lo he preguntado, porque a mí tampoco acababa de cuadrarme. Los de Información barajan la posibilidad de que viera algo que no debía, algo que no tiene nada que ver con su nieta, sino con la cocaína.

—¿Qué pudo haber visto?

—No lo sé, pero, como usted dice, están en juego al menos cuatro kilos de cocaína pura. Es evidente que ni Ariel ni su compinche colombiano querrían que un cabo suelto estropease la operación.

Lola comenzó a ver como las piezas encajaban.

—Un cabo suelto… ¿Tienen orden de registro?

—La tienen. Ha costado lograrla porque el juez Rubio no quería arriesgarse (los dos registros anteriores han sido fallidos). Están esperando el momento.

—Pero Ariel no lo sabe. Desconoce la operación, y que tiene el teléfono pinchado. Telmo entró a deshora y sin avisar en el club, y les pilló con la droga o con algo que pudiera involucrarle a él en el delito de tráfico. Pensó que podía ir con el cuento a la policía, y le dio una paliza de muerte. Pero no murió. Se enteró por las noticias, o de la forma que fuera, y se acercó al hospital. Y al verme entrar temió que me hubiera dado detalles y me amenazó a mí también.

—Ésa es la secuencia más probable, sí.

—¿Le cogeréis?

—¡Por supuesto! Le trincaremos: un traficante menos en la calle… Sólo queda averiguar dónde tiene oculta la droga, e ir a por él.