XXIII

Caía un fuerte aguacero cuando Lola llegó a la parroquia. Era un edificio moderno, construido con grandes bloques de cemento. Recordaba a un garaje, aunque de algún modo resultaba majestuoso. Ya había muchas personas en los aledaños, aguardando la llegada del féretro bajo los paraguas.

Decidió que sería más prudente esperar dentro. Con la cabeza gacha, para evitar que alguno de los asistentes la reconociera, entró. Se situó al fondo de la nave, a mucha distancia de los bancos. Era el último lugar hábil antes del porche, pero hubiera sido cobarde quedarse fuera. La espera fue breve. A los cinco minutos el coche fúnebre aparcó en la entrada y los empleados comenzaron a hacer su trabajo. Todo el mundo seguía con la vista el ritual, mientras con el rabillo del ojo oteaban la carretera. Entre los corros, Lola no alcanzó a ver a Telmo. Aunque desde su posición no podía observar los primeros bancos, quiso suponer que el abuelo había llegado a la iglesia antes que su nieta.

Imaginó que habría sacado del armario su mejor traje, probablemente el único que poseía. Se lo habría puesto en la boda de María. Ahora lo llevaría con corbata negra.

Al ver pasar el féretro, en la iglesia creció una nube de rumores. Luego vinieron los silencios y, más tarde, otra vez los susurros.

«Ningún padre tendría que enterrar a sus hijos», juzgó Lola. En realidad, ninguna persona sin estrenar debería ser enterrada. Porque María Bravo había muerto sin apenas vivir; había perseguido un beso, pero había logrado semen de hielo. Ignorando por qué le venía a la memoria justo en aquel momento, se preguntó qué habría hecho Telmo Bravo con el tanga roto de su nieta. La defensa de su supuesto violador lo había presentado como prueba irrefutable de consentimiento.

«Nadie se coloca una prenda como ésta para ocultarla tras una casta falda», había alegado el abogado de Ariel, mostrándolo a la sala. El juez tuvo que recriminarle la gratuita exhibición, pero el abogado insistió. Una mujer no se marcharía con un hombre como Ariel vistiendo aquella minúscula prenda si no deseaba que se la quitaran. El juez lo había aceptado.

No quería condenar la decisión de un colega, pero MacHor sabía que ella nunca lo hubiera hecho. Porque María Bravo no era una mujer; ni siquiera había penetrado completamente en el complejo mundo de la adolescencia. Para ella, probablemente aquella ropa significaba libertad, apertura a un mundo mágico y desconocido con el que soñaba cada noche, abrazada a su peluche preferido. Terminado el proceso, la prenda rasgada, testigo de demasiadas tropelías, había retornado a su legítima dueña. ¿Dónde estaría? Probablemente en algún vertedero.

MacHor barrió aquella reflexión y se concentró en la gente. Abundaban las chicas jóvenes, probablemente del instituto de María, y las mujeres, que iban situándose en los bancos más próximos al tabernáculo, pero entraron también bastantes hombres, la mayoría de ellos trajeados de oscuro. Era probable que muchos de los presentes hubieran acudido al funeral por curiosidad o un mal entendido deber de vecindad. Entraba dentro de lo posible que alguno se hallara allí simplemente para evitar el aguacero.

Finalmente las exequias habían comenzado. El sacerdote, un hombre rechoncho de avanzada calvicie, expuso las más conspicuas reflexiones que sobre la muerte había compuesto, quién sabe para qué muerto. A Lola le invadió la rabia ante la prédica. El cura no se refería a María; no decía lo joven que era y lo injusta que resulta esta vida nuestra. Sólo juzgaba la muerte y la vida, y hablaba del juicio final y de la misericordia de Dios. En el fondo María era inexistente, por eso dejó de escuchar el sermón y se concentró en la muchacha, en su minúsculo cuerpo de adolescente perdido en aquel féretro de roble, confeccionado con medidas de adulto. Su pelo negro partido en dos; las trenzas, a ambos lados; el color ceniciento de la piel y la nariz rota resultarían evidentes, aunque el embalsamador se hubiera esmerado en ocultarlos.

Llegó el momento de la comunión. Justo entonces varios hombres salieron del recinto. Las puertas de la iglesia estaban abiertas y a Lola le llegó enseguida el olor a tabaco. Poco a poco, otros fueron sumándose a la reunión del pórtico. Hablaban entre susurros, pero se fueron animando mientras el suelo se llenaba de colillas. Lola se enfureció cuando llegó a sus oídos el nombre de Villar Mir, luego el de Raúl. Hubiera sido mejor una docena de plañideras a sueldo. Volvió la cabeza y dirigió al grupo una mirada furiosa. Sólo uno de aquellos hombres advirtió su gesto; dio la última calada al cigarro, lo tiró y lo mató con el zapato de tafilete.

MacHor había pensado en acudir a recibir la comunión. Así podría llegar hasta el altar y comprobar si Telmo Bravo está allí. Pero su conciencia se lo reprochó. Con voz de su marido (ella era creyente dudosa, o dudosa creyente, según se mirara, pero Jaime era un cristiano integral) recibió el aviso de que no podía instrumentalizar el sacramento.

—Señoría…

Se dio la vuelta.

—¡Susana! ¿Qué haces tú aquí?

—He venido al funeral, como usted.

MacHor la miró, extrañada.

—¿Por qué? No la conocías.

—Bueno, las oraciones de los desconocidos también sirven, ¿no? Si me apura, son mejores que las del resto, que vienen para que los vean…

—Sí, perdona, tienes razón.

—De todas formas, he venido más por usted que por la pobre niña.

—¿Por mí? —susurró en voz aún más queda.

—Sí, no quería que estuviera sola. Además, se dejó el móvil en el despacho…

—¿Otra vez? ¡Voy a tener que atármelo al cuello!

—Si me permite, no le vendría mal una de esas cadenitas. En fin, que venía a decirle que Galbis anda buscándola. Tiene que hablar con usted con cierta urgencia.

—De acuerdo, salgamos.

Se abrieron paso por entre el grupo de fumadores y se alejaron de la iglesia. Había dejado de llover y volvía a lucir el sol. El cielo, vestido de añil, ya no lloraba por María. La superficie celeste se mostraba extremadamente limpia, como recién lustrada. Sólo quedaba una nube, estrecha y gris. La juez se concentró en ella. Parecía un desgarro en la piel celeste, una herida fea y retorcida. La epidermis del cielo humano. Era un pequeño homenaje a la joven muerta. Volvió a estremecerse.

—Susana, te agradezco mucho que hayas venido. ¡Qué haría yo sin ti!

—No hay de qué —dijo ella, ufana—. ¿Necesita que me quede?

—No hace falta; en cuanto acabe, me iré a casa. ¡No tenía que haber venido! — adujo, agradeciendo que la llamada de Galbis le hubiera proporcionado una excusa para salir de la iglesia. Susana necesitó sólo unos segundos.

—¿Sabe qué? Voy a esperar a que hable con Galbis. No sea que en la conversación surja algo y me necesite.

—De acuerdo, vayamos hasta mi coche, está aparcado a dos manzanas. Éste no es un buen sitio. ¿Te ha contado Galbis qué es lo que ocurre?

—Creo que tiene que ver con el abuelo de la joven muerta.

MacHor sacó las llaves del bolso, abrió el coche y ambas subieron. Encendió el contacto y puso el aire acondicionado. Cogió el móvil que su secretaria le tendía, oprimió la tecla y volvió a cerrar los ojos.

Susana la contempló embelesada. Para quienes no la habían tratado, especialmente las voces que provenían del sector feminista, la juez MacHor era un modelo. Salvo por el número de hijos, un borrón en su currículum que algunos tachaban de esnobismo y la mayoría de irracionalidad, era una mujer que se había abierto con paso firme un hueco en un mundo machista, y sin renunciar a sus tacones o a su melena, cuando era menester, lograba poner firmes a políticos o a obispos. Ella la veía llegar cada mañana, asquerosamente puntual, a veces con cara de no haber dormido; otras, sonriente y despejada. Y la observaba cuando abandonaba el despacho, cada día más tarde, arrastrando los pies, con el traje arrugado y la cartera repleta de documentos por si, por la noche, podía adelantar trabajo atrasado. A su lado, había vivido buenos y malos momentos profesionales, instrucciones exitosas y fiascos, meteduras de pata y triunfos debidos al azar. Pero, planeando sobre todo ello, había compartido aquellos duelos, provocados a medias por la maldad humana y la imperfección de la justicia.

La conocía bien. MacHor era tenida por una gran profesional que aplicaba la ley con una única vara, correcta, aséptica, casi inhumana. Pero Susana sabía que, en ocasiones, dejaba escapar su lado visceral. Ella misma había comprobado que algún tipo de delito, sobre todo los de naturaleza sexual, o los relacionados con el género, despertaba a la MacHor combativa, fiera y, al mismo tiempo, casi miedosa. Perseguía a los agentes de policía exigiéndoles más diligencia, más rapidez, mayor protección para las víctimas y para sí misma, que parecía vivir todo aquello en primera persona. El caso de María Bravo era uno de esos raros ejemplos que consigue, por sí solo, hacer válido un experimento. MacHor había conocido cada detalle de la instrucción como si la víctima fuera una de sus hijas, como si fuera ella la agredida. Tras los testimonios del forense o de la policía científica, Susana la había visto encerrarse en su despacho y sollozar. Y, no obstante, debía ser objetiva, racional, sopesar indicios y pruebas y atenerse a ellos. En asuntos especialmente difíciles (Susana también recordaba un caso de violencia doméstica en que la mujer se había quitado la vida), esa permanente dicotomía conseguía sumirla en un enigmático estado de pacífica existencia. Se comportaba con extrema corrección burocrática, como si su corazón fuera incapaz de padecer, pero cada mañana sus ojeras eran más oscuras. No solía permitir que sus sentimientos o su vida privada se transparentaran, sin embargo, Susana había sido testigo de algunas batallas ganadas y de otras perdidas. El hijo que se cae justo el día en que los visita el fiscal general y es preciso decidir si dejarlo todo para llevarlo al hospital o quedarse. El marido, prototipo del científico despistado, que, por enésima vez, se olvida de algo importante. El disgusto por la nueva metedura de pata de ese hijo en plena edad del pavo que quiere ser rebelde sin tener mucha idea de cómo.

Y desde su mesa Susana también había visto a Iturri, y cómo Iturri la miraba, y cómo ella bajaba la vista. Y eran esas debilidades las que Susana más admiraba.

—No es perfecta —le decía a su novio, policía—. Pero ¿quién quiere ser perfecto?

»Yo me conformaría con ser capaz de gobernar ese caos interior y exterior que tiene, a pesar del cual todavía se acuerda de preguntarme por mi hermana, a punto de dar a luz. ¡Sí, en eso, desde luego, las mujeres os superamos! Vosotros sabéis centraros en una cosa. Nosotras vivimos en la complejidad, somos capaces de hacer muchas a la vez.

—Casi todas mal —replicó él.