XXI

Tras la conversación telefónica David Herrera-Smith se sintió revitalizado. No sabía juzgar los porqués; en realidad, su optimismo no era racional, pero intuía que ella podía ayudarlo. Recordaba haber leído algunos textos escritos por la juez, que evidenciaban su conocimiento de las técnicas policiales. El aval de su labor judicial en temas similares la precedía. Además, necesitaba desesperadamente hablar con alguien. Tras tomar posesión de su nuevo cargo, sentía una soledad devastadora. Respiró intentando despejar la angustia que le atenazaba. Intuía que en las próximas horas volverían a contactar con él. En algún momento tendrían que hacerle saber sus pretensiones respecto del expediente Canaima, si es que había interpretado bien los indicios. Y creía haberlo hecho.

Bajó a desayunar. El anciano chef le sonrió desde su fogón. La camarera se le acercó solícita.

—Señor Herrera-Smith, bienvenido. Adelante, pase por favor. Como ha pedido, le hemos reservado la mesa del fondo, al lado de la cascada. Su acompañante ha llegado hace unos minutos.

David no dijo nada. Había comprendido. Se limitó a sonreír y a seguir a la camarera por entre las mesas, vestidas con inmaculados manteles blancos y jarrones con orquídeas recién cortadas.

Ante la cascada, sentada con la espalda muy recta y fumando un cigarrillo, estaba la misma joven. Sonrió al verle acercarse. Con malicia. Vestía un traje ceñido de seda azul, de corte oriental, sin mangas. Iba exageradamente maquillada y, al menos, no parecía tan joven como la vez anterior.

—Siéntese —le dijo a modo de saludo. Hablaba un inglés casi británico y exhibía una frialdad que, desde luego, había escondido el primer día.

Él retiró la silla que estaba enfrente de ella y se sentó, mirándola fijamente.

—Escúchame bien, porque no te lo voy a repetir. Mis jefes quieren que te diga lo siguiente: antes de acudir esta mañana a la conferencia, pondrás todas las copias de los expedientes de la Oficina de Integridad Institucional que has traído contigo en este sobre —dijo entregándole uno pequeño y marrón donde se leía «Mr. Thomas Jay»—. Luego lo entregarás en recepción. Nosotros nos encargaremos de recogerlo. Repito: mete todas las copias. De lo contrario, mis jefes se enfadarán. No te lo recomiendo.

Herrera-Smith suspiró y miró con frustración a su alrededor, tamborileando con los dedos. El resto de las mesas estaban vacías.

—¿Eso es todo?

—Sí, fíjate qué fácil. Entrega el sobre y vuelve a ser feliz. Te darán los negativos, y todo olvidado. Nunca pasó, aunque tanto tú como yo sabemos qué ocurrió, ¿verdad?

La chica se levantó. El vestido era muy largo, casi tobillero.

—Ha sido un placer conocerte —musitó acercándose a su oreja y mordiéndole el lóbulo—. Un verdadero placer.

Dejó la servilleta sobre la mesa y se alejó contoneándose.

La camarera llegó con la bandeja y dejó las jarras de café y leche sobre la mesa.

—¿Ya se ha ido su acompañante?

—Sí, había olvidado algo —respondió.