Al principio sólo fue una sombra tras el panel de cristal.
Inclinada sobre la enorme mesa de caoba repleta de libros abiertos y papeles, ella no apreció el cambio. Ni siquiera oyó las voces. Procedentes del hall, llegaban muy débiles, y la juez ocupaba el último despacho de un largo pasillo. Sobre la puerta estaban grabados su nombre —Dolores MacHor— y su cargo —presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Navarra. La pintura aún estaba fresca; llevaba poco más de seis meses en el cargo.
Aquel día la juez necesitaba concentración absoluta. Para evitar distraerse, se había colocado los auriculares. Murray Perahia interpretaba una sonata de Mozart, acompañado por la sinfónica londinense. Sus acordes llenaban todo el espacio. Intentaba culminar el texto de la conferencia que debía pronunciar en poco más de una semana en el meeting anual del Banco Mundial que iba a celebrarse en Singapur. No le estaba resultando sencillo. Había de ser precisa en sus afirmaciones, como exigía su cargo y el foro al que acudía, pero quería que todos los asistentes comprendieran el mensaje aunque fueran ajenos a la judicatura. Debía escoger cuidadosamente las palabras, porque estaba segura de que la prensa tergiversaría el mensaje si les daba ocasión. Desde que algunos jueces habían saltado a la fama y ocupaban portadas de revistas rosas y semanarios políticos, su vida era mucho más complicada.
La sesión en la que iba a participar versaría sobre la corrupción, un tema tabú dos décadas atrás. Sin embargo, ahora el mundo entero hablaba abiertamente de funcionarios corruptos, jueces sobornables y empresas multinacionales capaces de derrocar a los gobiernos poco sensibles a sus intereses. En aquel meeting se darían cita muchos de los protagonistas de aquellas tropelías y MacHor quería dejar clara su postura, pero sin señalar a nadie directamente.
Por si aquello fuera poco, su oponente en el debate iba a ser un periodista renombrado, miembro destacado de un lobby de industrias extractivas. Tenía fama de liberal, de esa clase de liberales que afirman machaconamente que la mejor ley es la que no existe. El mercado es soberano. Si la corrupción persistía era porque servía para algo.
Lola MacHor no apreciaba a los periodistas. Presumían de ser los voceros morales de la sociedad, la conciencia del pueblo, y al final acababan por absorberlo todo bajo sus letras de imprenta. Con sus prisas y urgencias por ser los primeros, minaban la profundidad de los hechos. Los grandes columnistas, soberbios de su propia independencia, simplificaban sus diagnósticos hasta trivializar lo serio o magnificar lo insignificante.
Sí, debía andarse con cuidado. El estamento judicial estaba en el punto de mira. La prensa se empeñaba en cambiar su lenguaje y sus formas. Decían querer democratizarlo, olvidando que la ley era la institución más democrática de Occidente.
La misión del periodista era muy loable. Incluso podía resultar muy útil: destapaba escándalos, iluminaba oscuridades inconfesables y vigilaba a los encumbrados… Pero MacHor estaba segura de que su irrupción en los tribunales no iba a beneficiar a la justicia, que era lo que finalmente estaba en juego. La justicia no sabía de índices de audiencia ni de minutos de oro. Evitaba enardecer sentimientos o crear opinión. Su fuerza no residía en los apoyos sociales ni en los sustentos políticos, tampoco en su popularidad, ni siquiera en el presupuesto.
MacHor tenía claro que la justicia no podía ponerse a la venta, y mucho menos a precio de saldo. Con una pizca de enfado, y también de impaciencia, se decidió a escribir. Tecleaba con rapidez, pese a que empleaba únicamente tres dedos.
«Es cierto que el ciudadano occidental tiene la sensación de que la justicia está en crisis y pierde credibilidad. La opinión de la calle es que, ante los conflictos creados por la emigración masiva, el terrorismo internacional, la corrupción y la pérdida de valores tradicionales, los jueces y magistrados se han convertido en jilgueros remilgados que cantan en su rama una canción pasada de moda.
»De acuerdo, el mundo es joven y tiene prisa; gira a toda velocidad sobre sí mismo, con el mercado como eje. No tiene referencias fiables, cuando está descubriendo la sociedad de la información, otros están ya predicando nuevos paradigmas… La Ley, por el contrario, es vieja, camina despacio y mira bien dónde pone los pies. No sigue patrones de eficiencia, pero cuando el mundo se descoyunta, es la única avalista de la verdad.
»Vivimos tiempos indigentes —tecleó cada vez más convencida— vestidos de lujoso desencanto, calzados de tolerante sectarismo. Vivimos en la era del amor online, de la información en vena. Abundamos en todo, pero no estamos seguros de nada. Tenemos miedo: miedo a ser robados, a ser muertos, a fracasar. Y ante el miedo, la velocidad pierde el sentido. Ante el miedo, no hay más camino que el de la libertad, de la cual es garante la Justicia».
El rumor inicial se propagó por los corredores del juzgado a la velocidad del fuego y, como él, se llevaba a su paso todo lo que encontraba. Cuando se había convertido en un escándalo que alcanzaba los aledaños de su despacho, ella lo oyó. Se quitó rápidamente los auriculares, apagó el MP3 y permaneció alerta, con el ceño fruncido y la mirada fija en el panel de la puerta. Estaba claro que pasaba algo. En un primer instante, no concedió excesiva importancia al revuelo. De hecho, aunque se le pasó por la cabeza la idea de ponerse la americana, que estaba colgada en el respaldo de su silla giratoria, desistió de inmediato. No parecía más que una pequeña algarabía; algún gitano especialmente ruidoso, quizás un borrachín pasado de copas. «No hará falta que me ponga la chaqueta», se dijo convencida. En lo relativo a las cuestiones formales, MacHor era muy estricta. A diferencia de algún colega, que incluso acudía a las vistas con tejanos, MacHor creía que la corrección en el habla y en el vestir contribuía a sostener el procedimiento jurídico.
Sus detractores la consideraban anticuada y elitista, porque estimaban que puñetas y corbatas perpetuaban los estatus jerárquicos, haciendo ver a imputados y abogados que los jueces estaban muy por encima de ellos, cuando eran sus servidores. Ella, y lo demostraba habitualmente, opinaba de otro modo; creía que, como la mayoría de las instituciones humanas, la justicia contaba con una importante vertiente ritual que podía ser empleada en beneficio del sistema. El lenguaje especiado, el rumor de las largas togas, el artificial distanciamiento del juez y hasta la arcaica campanilla ayudaban a que los usuarios vieran su trabajo como un servicio objetivo y justo, ajeno a las modas y a los vaivenes políticos. Por ello solía vestir la indumentaria que cabía esperar en un juez de su categoría —trajes de chaqueta, mejor con falda, camisas sin escote, moderados tacones y joyas discretas— y nunca se desprendía de la americana en público.
Pero aquella mañana de junio no tenía previsto acudir a la sala ni aguardaba visitas. Para vencer un calor que mordía, había conjuntado el traje de chaqueta tostado con una camiseta de lino marrón de tirantes y sandalias planas, y nada más llegar se había despojado de la americana.
Una voz estridente que blasfemaba la puso definitivamente en guardia. «Un desequilibrado», concluyó convencida. Sí, algún chiflado. Crecían alrededor de las celdas y de los juzgados como las setas en el humus mojado. En breve, los agentes judiciales lo reducirían. Se recogió la larga melena en una coleta y comenzó a releer lo escrito. Algunos de los mechones del flequillo, más cortos, cayeron sobre su cara pecosa. De forma instintiva, comenzó a enrollar uno de ellos alrededor del dedo índice. Una y otra vez. Era un gesto característico, que la hacía parecer vulnerable. De hecho, a quienes la trataban por primera vez, les solía confundir su aspecto, fruto de sus genes irlandeses y de una natural timidez ante los desconocidos. Pero lo que los imputados interpretaban como blandura y los abogados como superficialidad, escondía el carácter de una de las jueces más competentes del espectro penal español. Y unos y otros tardaban poco en descubrirlo.
Siguió jugando con el mechón, una clara muestra de nerviosismo. Los gritos e improperios evidenciaban que los agentes de seguridad tenían problemas para reducir al chiflado. Se olvidó de la conferencia y se concentró en la puerta. Tras el cristal opaco las manchas, primero grises y difusas, se acercaron tiñéndose de color. Se mordió el labio inferior y aguardó el desenlace. Su despacho era el único de aquella zona. Si seguían acercándose, era más que probable que el asunto tuviera que ver con ella.
Al notar su propia respiración, se dio cuenta de que estaba asustada. Sin levantarse, cogió la americana del respaldo y se la puso, abrochándose cuidadosamente los botones. Si vestir con corrección ayudaba a poner la casa en orden, estaba dispuesta a soportar el calor.
La puerta se abrió con violencia. La juez, que dejó escapar un grito, empujó la silla hacia atrás y trató de levantarse. No fue lo bastante rápida. El fardo cayó a plomo sobre su mesa. Las fichas de la conferencia volaron por el despacho; el pequeño magnetófono salió disparado y se estrelló contra el suelo. Un líquido amarillento de olor amargo, procedente del extraño envoltorio, salpicó algunos papeles; alcanzó la americana de la juez y también sus mejillas. Lola se retiró atónita y se llevó las manos a la cara. Tras el primer instante de incertidumbre se concentró en el bulto: un hatillo, liado en una sencilla sábana blanca manchada de sangre, anudada en un extremo. A consecuencia del golpe, el lazo se había aflojado; por uno de los costados asomaba un diminuto pie oscuro. Se tapó la boca con la mano, como intentando evitar que se le escapara el vómito. Habría de recordar durante muchas noches aquella tarjeta de visita, al cerrar los ojos. Como juez estaba acostumbrada a los insultos e incluso a los forcejeos, pero el aullido de rabia que acompañó al hatillo le acongojó durante varios meses.
—¡Se lo dije, señoría; no puede decir que no se lo advertí! —chilló el anciano, que todavía pudo alargar el brazo por encima del fardo y sujetar la muñeca de la juez. Su mano era áspera y callosa. Pese a la edad, tenía la fuerza de un buey. MacHor fijó la mirada en su rostro anguloso y arrugado y, sobre todo, en sus pequeños ojos azules, centelleantes. Tenía el aspecto de un pastor, ajado por los años y la intemperie: los dedos deformados, los dientes negruzcos, las uñas curvas; la escasa cabellera, blanquecina y descuidada; la ropa, decolorada por el uso. Probablemente por el forcejeo, en la frente tenía una brecha de la que manaba abundante sangre. Le resbalaba por el rostro y le caía en la ropa. MacHor tardó escasos segundos en reconocerlo y pudo comprender su rabia. Sin embargo, no había excusa posible.
—¡No puedo creer que haya hecho esta monstruosidad! —exclamó.
—¡Yo no he hecho nada, ha sido usted!
La juez intentó zafarse de la presión sobre la muñeca; él no se lo permitió. Sólo la soltó para desanudar con rapidez la sábana y dejar al descubierto el contenido. A pesar de llevar puesta la americana, y de la elevada temperatura del ambiente, mientras contemplaba aquel cuerpo en miniatura un repentino escalofrío recorrió el cuerpo de la juez. Desde luego, no superaba el kilo y medio, pero era un feto humano.
MacHor observó el cuerpo. Estaba boca arriba, ladeado a la derecha. Claramente prematuro, los globos oculares estaban formados, si bien carecía de cejas y la piel parecía papel de seda. Constató la presencia de varias heridas, que parecían de arma blanca.
No tenía ningún sentido tocarlo, sin embargo, lo hizo. Quizás fuera un signo de curiosidad, o tal vez de humanidad: los hombres se tocan para expresar aquellos sentimientos que son incapaces de enunciar con palabras. Estaba extraordinariamente frío. No parecía que el rigor mortis estuviera demasiado avanzado, aunque con el calor el proceso de descomposición ya había comenzado. Le llegó un olor muy desagradable. Con él, el miedo se transformó en ira.
—¡Qué salvajada! —exclamó.
El hombre sacudió la cabeza.
—¿Por qué se extraña ahora? ¡Le dije que esto pasaría! ¡Usted debió obligar a mi nieta a abortar!
—¡Cállese! —chilló la juez.
—De haberlo dejado crecer, no hubiera sido más que un cabrón, un cerdo violador —aclaró el hombre, más calmado—. Éste ya no podrá hacer el daño que hizo su padre. No puede decir, señoría, que no se lo advertí. Debía haberla obligado a abortar; eran malos genes, genes de diablo. Usted y ese mierda a quien protege han tenido la culpa: María tiene sólo quince años.
Los funcionarios del juzgado que habían entrado en el despacho permanecían en silencio, sin poder apartar la mirada de aquel ser diminuto, aún unido a la placenta. En el cuerpo desnudo de la criatura, se apreciaban las marcas. El cuchillo había penetrado en el abdomen y el pecho. El color de la piel lo decía todo, pero, aunque hubiera sido blanco, las facciones evidenciaban inequívocamente su raza. Lola MacHor se dejó caer en la silla y se cubrió la cara con ambas manos. No quiso mirar cómo el oficial esposaba al anciano, ahora sumiso; tampoco quiso mirarle a él. Permaneció sentada ante su escritorio, pálida e inmóvil. El maquillaje parecía habérsele cuarteado.
Un flash proyectó un haz de luz sobre el pequeño rostro.
—Lo he grabado todo, señora juez. Ha quedado perfecto; le haré llegar una copia.
Levantó la vista y tropezó con un joven acneico de vestimenta estrafalaria. Blandía un móvil en su mano derecha y sonreía satisfecho.
Cuando Lola MacHor iba a empezar a gritarle, se arrepintió. Acostumbrada a la mezquindad de la naturaleza humana, dio por sentado que, dijera lo que dijese, vería aquella filmación en el telediario de las nueve. Por eso ahorró saliva. Se limitó a ordenar al agente judicial que despejara su despacho.
—Susana, ¿puedes avisar al juez de guardia?
Susana pertenecía al cuerpo de personal de la Administración de Justicia, y hacía labores de secretaria administrativa.
—No hace falta que me mandes a buscar, Lola, ya estoy aquí —oyó a su espalda.
—¡Carlos, qué rapidez!
—Me han dicho que ocurría algo serio y he venido a ver… ¡Santo Dios, se han quedado cortos! —aulló al ver el feto. Se mantuvo a cierta distancia. Odiaba la sangre.
—Está muerto. Le han asestado varias cuchilladas… Me temo que tienes bastante trabajo…
—¡Claro, claro, habrá que llamar al equipo forense! —musitó, e inmediatamente agregó—: ¡Por favor, no doy crédito! ¿Sabes quién ha sido? Me refiero a que si sabes quién ha cometido el crimen…
—No exactamente. Acaban de llevarse al abuelo de la criatura, que es quien lo ha traído hasta aquí, pero no sabemos si ha sido él.
—Habrá que localizar a la madre, ¿no? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—Muy cierto; sin embargo, ahora lo prioritario es el cadáver, ¿no te parece?
Él estaba muy pálido.
—¿Te encuentras bien? —indagó MacHor.
—En realidad, no, me falta el aire. Aquí huele raro…
—Es por el calor, acelera la descomposición —informó la presidenta. El rostro del juez de guardia comenzó a cambiar de color y adquirió una expresión extraña.
—Creo que no voy a poder soportar esto —pronunció en tono de súplica—. Me estoy empezando a marear, el estómago me da vueltas… ¡Y este olor!
Lola temió que vomitara sobre la alfombra.
—Tranquilo… Mírame a mí… No, Carlos, al feto no: a mí. Respira hondo y acércate a la ventana.
El juez hizo lo que le decía, pero no sirvió de mucho. Finalmente, MacHor se dio por vencida:
—De acuerdo, vale. Encárgate tú de avisar a los forenses; yo me quedo custodiando el cadáver.
—¿Lo harás, Lola? ¿Harás eso por mí? —tanteó recuperando la sonrisa.
—Lo haré, sí; me quedaré con él hasta que termines los trámites iniciales. Con la condición de que hagas pronto tu trabajo.
—¡Gracias, Lola! —dijo corriendo hacia la puerta—. ¡De inmediato localizo al forense, seguro que no tarda! Y me pongo a buscar a la madre… Por cierto, ¿sabes cómo se llama?
Lo sabía.
¡Cómo olvidarlo! Había sido el último caso penal que MacHor había instruido antes de acceder a la presidencia del Tribunal Superior. Un caso complejo y desagradable. Siempre lo es una denuncia por violación, pero la cotización sube muchos enteros cuando la víctima tiene quince años.
—Lo recuerdo, desde luego —contestó, extrañándose del tono sosegado de su voz—. Se llama María Bravo. Expediente 25013/06. Denuncia por violación. La causa fue sobreseída. Habrá que solicitar el expediente al archivo.
—Voy enseguida…
—Un detalle, Carlos…
—Dime, Lola.
—No sé si, con el jaleo, me has oído bien: la chica es menor de edad; sólo tiene quince años, quizás dieciséis.
—Sí, claro, lo has dicho. Avisaré a la fiscalía de menores…
A toda prisa, Carlos salió del despacho. Dejó la puerta abierta. Lola se acercó a cerrarla.
Era consciente de que no podía tocar nada. El cuerpo debía permanecer sobre su mesa hasta que llegase el equipo forense. Aun así, con cuidado, cogió una de las esquinas de la sábana y cubrió su rostro. Luego esperó de pie, temblando.