La noche se había precipitado suavemente sobre Madrid. A las dos de la madrugada ni siquiera las pequeñas estrellas enturbiaban la pulcritud del negro. Como el cielo, las nuevas oficinas de Integridad Institucional del Banco Mundial —en la vigésima novena planta de la Torre Picasso— estaban a oscuras. En la sede no quedaba nadie. Aunque habían hecho horas extras, los operarios de la mudanza se habían marchado mucho antes. Volverían a las siete. A pesar de que el grueso del trabajo estaba hecho, quedaban algunas estanterías por montar.
El edificio, catalogado como uno de los más seguros e «inteligentes» del mundo, parecía dormitar, pero era sólo una apariencia. Sus dos mil sensores, activos según el patrón nocturno, estaban preparados para alertar de cualquier movimiento no autorizado. Las doscientas catorce cámaras de alta resolución, conectadas con la matriz, grababan sin interrupción las zonas comunes, las salas técnicas y los accesos al edificio.
Arrellanado en el cómodo sillón giratorio de la sala de control, el supervisor esperaba pacientemente el fin de su turno. No estaba atento a las pantallas, sino a una revista deportiva y a una bolsa de patatas que consumía cansinamente; sabía que el sistema le alertaría de cualquier anomalía.
Lo hizo a las dos y cinco minutos.
En ese momento, la mitad del paseo de la Castellana y todo el centro comercial y empresarial Azca quedaron a oscuras. Al día siguiente los periódicos imputarían el apagón a la empresa Iberdrola y a su incapacidad para prever la utilización de aparatos de aire acondicionado en días tan calurosos. En realidad, ni la empresa ni los insolidarios consumidores fueron culpables del corte en el suministro. En la Torre Picasso se accionó de manera automática el programa para contingencias. Primero se activó la alarma silenciosa conectada con la Central de Policía; luego entraron en funcionamiento los generadores de emergencia. La luz se fue sólo unos segundos, el mismo tiempo que las pantallas se tiñeron de un desagradable gris. Por eso no captaron que, en la plaza contigua, se detenía una motocicleta de la que bajaron dos hombres. El conductor la dejó convenientemente aparcada y corrió a esconderse junto a su compañero tras una de las enormes columnas de piedra.
Allí aguardaron exactamente cuatro minutos. Entonces sincronizaron sus relojes y el conductor se dirigió a la entrada. El otro permaneció en su escondite. Esta vez la pantalla central de la sala de control captó nítidamente la imagen de un hombre de uniforme. El vigilante observó su silueta, alta y delgada, y cómo levantaba en alto su placa. Abandonó su puesto y se dirigió a la puerta principal.
—Siento haberle hecho venir en vano, agente. Las alarmas han saltado por el apagón. He llamado a la Central para avisar de la incidencia. Es lo que ordena el protocolo… —aclaró mientras abría.
El individuo le sonrió con complicidad.
—Lo sé, mi compañero recogió su aviso. Por eso estoy aquí. Todos sabemos lo que pasa: los sistemas se vuelven locos cuando ocurren estas cosas, completamente locos…
—No le quepa la menor duda, agente. Pero en este caso tenemos suerte: conocemos la causa, lo que nos ahorra muchos problemas. Además, todo parece funcionar bien ahora.
—Me temo que no va a ser tan fácil —replicó, acercándose más a la puerta. El vigilante olía a comida, aunque el recién llegado no pudo precisar de qué se trataba.
—¿Ah, no? Pues ¿qué es lo que ocurre?
—Las alarmas de las oficinas han ido apagándose poco a poco; todas, excepto la del piso veintinueve, que sigue activa.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó el vigilante, intentando recordar el estado en que había dejado los paneles luminosos.
—¿Rara? ¿Por qué rara?
—Antes de abandonar mi puesto para venir a abrirle, he echado un vistazo a las pantallas, y los monitores no indicaban incidencias en esa planta. Estas máquinas, agente, son de última generación, lo mejorcito del mercado.
Su interlocutor se encogió de hombros.
—Quizás, entre tantas luces, se le haya pasado.
—Puede ser —musitó, poco convencido—. ¿Y dice que se trata de la alarma del piso veintinueve?
—Así es, la de la planta veintinueve.
—La veintinueve, déjeme pensar. ¡Ah, sí!, los nuevos inquilinos… Todavía no trabaja nadie allí, que yo sepa. —El guardia de seguridad se quedó pensativo. Luego insistió—. Es curioso, estoy seguro de que el monitor no indicaba nada; lo habría comprobado. Soy bastante minucioso.
—¿Dice que esa gente se acaba de instalar?
—Afirmativo. Ni siquiera han terminado con la mudanza. Seguirán mañana por la mañana…
—Supongo, entonces, que habrá habido obreros por aquí últimamente…
—¿Últimamente? ¡Se han marchado a las nueve de la noche! No se puede imaginar cómo lo ponen todo al pasar. Las señoras de la limpieza han protestado… Y con razón.
—Me lo imagino. ¡Ahí tiene usted el fallo! No hay que ser lince para averiguar qué ha pasado.
—¿Ah, sí? ¿Qué? —preguntó algo molesto pese a la sonrisa pertinaz del visitante.
—¡Los obreros! Esa gente nunca respeta los cables… Creen que están de adorno. En fin, he de comprobar que todo va bien.
—Le aseguro que no hace falta; no ha entrado nadie en el edificio desde que empezó mi turno, y eso fue a las ocho. Verificaré ahora mismo los paneles; si pasa algo inusual, los sensores lo habrán detectado. Puede irse usted tranquilo.
—Me gustaría, ¡no sabe cuánto! Pero no puedo: estoy obligado a comprobarlo personalmente. Por otro lado, ya sabe cómo se descontrolan las máquinas cuando se les corta la corriente…
El vigilante sacudió la cabeza en señal de desacuerdo.
—Éstas no, agente: tienen sus propios sistemas de control, se retroalimentan… Son como la de 2001: Una odisea en el espacio… Si uno lo piensa bien, hasta da miedo.
—No se lo niego, pero cuando saltó la alarma, el embajador norteamericano llamó a la Central; y el comisario me llamó a mí. No puedo decirles que estén tranquilos porque una máquina muy sofisticada vigila.
—Perdone, no le entiendo: ¿qué tiene que ver aquí el embajador norteamericano?
—¡Ah, los yanquis! Esa gente no se fía de nosotros; bueno, no se fían de nosotros ni de nadie que no sea de los suyos… En fin, a lo que voy: los sensores de esa oficina de la planta veintinueve están conectados a su embajada, como medida de precaución.
—¡Ah, pues eso no lo sabía! —confesó el vigilante.
Guiñándole un ojo, su interlocutor contestó:
—Para ser sincero, amigo, no debiera habérselo dicho. ¿Me guardará el secreto?
—¡Por supuesto, tranquilo, somos colegas! Usted lleva pistola, yo porra, pero hacemos el mismo trabajo.
—Gracias —musitó el sicario, e intentó que el desprecio no alcanzara su voz—. Comprenderá que deba subir, he de verlo con mis ojos, ¿lo entiende?
—Tendré que recoger su visita en el informe…
—¡Naturalmente! —contestó con aplomo.
El guardia de seguridad dudó un instante. Según el procedimiento, antes de dejar entrar a alguien debía comprobar su identidad. Sin embargo, era muy tarde, y no se trataba de una oficina en activo. No era más que un piso vacío. Durante ese tiempo, su interlocutor acarició la empuñadura de su Glock de nueve milímetros con la yema de los dedos. Prefería no dejar rastro, Madrid no era Caracas, pero no le temblaría el pulso si aquel imbécil se hacía el valiente.
—De acuerdo, pase, le acompaño —dijo decidido.
—No se moleste, usted debe permanecer en su puesto. Además, mi compañero llegará en breve y necesitará entrar —añadió echando un vistazo a su reloj de pulsera—. Con el apagón, han caído muchos sistemas. Él se ha quedado recibiendo instrucciones. Sólo dígame por dónde se sube, y yo me las arreglaré.
—Vale, haremos una cosa: le acompaño hasta los ascensores. Luego sólo tiene que apretar el botón de la planta veintinueve. No tiene pérdida; el Banco Mundial es inquilino único.
Cuando la puerta del ascensor iba a cerrarse, el guardia metió el brazo y lo detuvo.
—¡Qué estúpido soy! Si no voy con usted, no podrá entrar: no tiene llave.
—Muy cierto —respondió el impostor, cuya sonrisa empezaba a transformarse.
El guardia no lo sabía, pero disponía de la secuencia de apertura (seis letras y cinco números), y también de un tiempo limitado.
Subieron en silencio. El encargado tecleó el código que anulaba los sensores de movimiento, abrió la puerta y le mostró la entrada con la mano extendida.
—¡Todo suyo!
Su busca empezó a vibrar. El asaltante respiró satisfecho; la sincronización había sido perfecta. El guardia no pudo ver el gesto, y siguió inocentemente el juego.
—Hay alguien abajo, debe de ser su compañero. Voy a abrirle; subimos enseguida.
—Estupendo —respondió secamente—. Voy empezando; nos espera una noche movidita…
En cuanto se quedó solo, el hombre extrajo unos guantes del bolsillo y se los puso. Luego, pulsó el cronómetro de su reloj. Disponía de dos minutos y cuarenta y cinco segundos.
Entró. En el interior persistía un fuerte olor a pintura y a disolvente. Una de las ventanas estaba entornada. Por la pequeña abertura entraba el suave relente y llegaban los rumores del tráfico. La seguridad nunca es infalible. Cientos de cajas, apiladas en montones, cubrían la moqueta beige recién colocada. Eso no le supuso ningún problema: sabía hacia dónde dirigirse. Con su pequeña linterna recorrió la planta hasta el último despacho, el más espacioso. Enfocó la puerta y leyó el nombre estampado en el cristal: «David Herrera-Smith, director». Sonrió. Era el que buscaba. Abrió cuidadosamente y, oculto tras el panel de cristal de la puerta, escudriñó la estancia. Enseguida localizó la cámara de seguridad. Se deslizó por su ángulo muerto y, cuando estuvo bajo ella, sacó un minúsculo spray del bolsillo y roció el objetivo. Luego la desconectó y con su pañuelo retiró el líquido que acababa de derramar. Encontró de inmediato los archivadores metálicos colocados en la esquina derecha, alejados unos centímetros de la pared. Cada uno de seis cajones. En cada cajón figuraba una etiqueta en inglés. No era su lengua materna, pero había viajado lo suficiente para poder manejarse con soltura. Tampoco le sorprendió que las gavetas estuvieran cerradas con llave. Sacó un estuche de su bolsillo y escogió una ganzúa fina. En pocos instantes pudo abrir el compartimento seleccionado. Enfocó el haz de luz hacia el interior.
—¡Mierda! —chilló, sabiendo que la cámara tampoco captaría el sonido. El cajón estaba vacío.
Volvió a leer la etiqueta: «Oficina de Integridad Institucional: Banco Mundial. Latinoamérica». Era el que buscaba.
—¡Tenía que estar aquí! —protestó enfadado.
Volvió a iluminar el espacio metálico. Al fondo del profundo cajón observó una mancha blanca. Alargó el brazo y la cogió: era una cuartilla con unas frases escritas a mano. La leyó en voz alta:
—Expedientes retirados por el director Herrera-Smith. 20 de mayo. Copia en archivo general: 4213B-06.
Con sorprendente tranquilidad, cogió el móvil y apretó una tecla. Le contestaron al primer timbrazo.
—No está aquí —dijo escuetamente.
—¿Estás seguro de haber mirado en el sitio adecuado?
—Lo he hecho —respondió, molesto. Era un profesional—. Los expedientes no están. En su lugar, hay una nota: al parecer, los informes originales se los ha llevado ese Herrera-Smith. También dice que se guarda copia en los archivos generales. Si quiere, puedo buscarlos.
—Esa nota, ¿indica algún código? —preguntó la voz.
—Déjeme ver… —La luz de la linterna volvió a enfocar las letras—. Sí, hay un código: cuatro números y una letra. Hay otros dos números al final, pero creo que se refieren al año: 06, año 2006.
—Tú limítate a leérmelos; yo los interpretaré… —señaló la voz en tono cortante. El ladrón arqueó las cejas y se encogió de hombros.
—Vale: el código es 4213B-06.
La respuesta tardó unos segundos.
—Muy bien, vuelve a la entrada y toma el pasillo de la izquierda. En el tercer despacho, también de la izquierda, tiene que haber una hilera de archivadores. Encuentra el que lleva ese código. Las dos últimas cifras, en efecto, corresponden al año. No te olvides de anular la cámara…
Un pitido continuo evidenció que acababa de colgar.
El hombre guardó el teléfono en la funda de su cinturón, memorizó el código que aparecía escrito en la tarjeta y salió del despacho, tras asegurarse de que todo quedaba como lo había encontrado. Luego, siguió exactamente las órdenes recibidas y encontró lo que buscaba. El cajón que correspondía al código 4213B-06 también tenía cerradura. Empleó la ganzúa antes de sacar el móvil y volver a llamar.
—Ya lo tengo. ¿Quieres que lo coja todo?
—No, sólo el expediente que necesitamos.
—Bien, ¿cuál es?
—No lo sé con exactitud: tendrás que investigar —respondió su interlocutor. El hombre enfocó de nuevo la linterna y replicó:
—Lo menos hay veinte. Necesito alguna pista: un nombre, una fecha; algo… Me queda poco tiempo.
—De acuerdo, busquemos por país. ¿Cuántos expedientes corresponden a Venezuela?
—Lo verificaré, un momento…
Cogió la linterna con la boca y la enfocó de nuevo hacia el interior del cajón. Fue pasando uno a uno los expedientes:
—De la oficina de Venezuela, hay dos expedientes: uno con fecha de enero; otro, de abril.
De nuevo un silencio. El asaltante esperó respuesta mientras miraba el reloj.
—Podría ser cualquiera de ellos. Muy bien, comprueba dónde se desarrollan.
—¿Dónde se desarrollan? —preguntó extrañado—. No entiendo a qué te refieres.
—¡Dime la región!
El asaltante no replicó. Cogió el primero y empezó a revisarlo.
—¡Date prisa, se agota el tiempo!
Su interlocutor hablaba quedamente, pero le conocía lo suficiente para saber que estaba muy enfadado.
—Son un montón de papeles; lo menos tienen diez centímetros de grosor…
—Lo sé. Debes mirar sólo la primera página; allí ha de haber una referencia al lugar.
—Lo siento, no encuentro nada. Puedo llevarme los dos para que tú los veas —propuso.
—No daría tiempo a devolver el que no nos interesa, y alguien podría sospechar. Míralos de nuevo, y esta vez hazlo bien.
El ladrón enfocó el haz de luz sobre el primer expediente.
—Sí, puede ser esto… Vamos a ver; en el primero dice: valle de Kavanayen.
—No es ése.
—Vale, en el segundo pone: región de Canaima.
—¡Canaima, es el que buscamos! Léeme los primeros párrafos. ¡Deprisa! —ordenó.
El ladrón lo hizo.
—Perfecto, tráelo. Pon las cosas en su sitio y vuelve.
El hombre obedeció sin rechistar. Le molestaba que le trataran de esa manera, pero no le pagaban por pensar. Miró el cronómetro. Estaban a punto de llegar. Ocultó el expediente dentro de la camisa y echó a correr.
Cuando alcanzaba la entrada de la oficina, llegaba el ascensor. Tuvo el tiempo justo de quitarse los guantes y guardarlos en el bolsillo del pantalón.
—¡Aquí tiene a su compañero! —exclamó el encargado de seguridad. Era alto y grueso. Quizás demasiado grueso para aquel trabajo. De haber hecho falta, lo habrían reducido con un solo movimiento.
—Pues me temo que habéis subido en balde. Me acaban de llamar de la Central: se ha disparado la alarma de Casa de América. Allí hay varias pinturas de considerable valor, de hecho, mucho más que el de lo que puedan contener unas oficinas a medio montar, por muy yanquis que sean. Tenemos que ir inmediatamente.
—Menuda noche nos espera. ¡Maldito apagón! —estalló el cómplice, imitando un sentimiento de frustración.
El vigilante seguía la conversación sin perder detalle. Finalmente, el más joven de los dos le dijo:
—Lo siento, debemos marcharnos. Muchas gracias por su ayuda.
—Perdone, agente, ¿ha averiguado ya cuál era la incidencia? —tanteó. Seguía pensando en su panel de luces.
—Puedo asegurarle que aquí dentro no hay nadie, lo cual facilita mucho las cosas y nos da una idea de lo que ocurre. No he podido comprobar los sistemas a fondo, pero juraría que el problema es el de siempre: lo que pasa cuando hay obras.
Han estado pintando y han debido de tocar algunas cámaras para que los cables no se mancharan… He visto que dos están desconectadas, puede que haya otras. Eso, desde luego, puede hacer sonar la alarma. Además, se habían dejado abierta una de esas ventanas. —Señaló hacia su izquierda—. Supongo que por el olor…, los vapores de la pintura son insoportables… La he cerrado. ¿Sus monitores de última generación no lo indicaban?
—Deberían hacerlo, voy a comprobarlo. Puede que tengan ustedes razón, y el apagón haya afectado más de lo que suponía. ¿Vienen conmigo? —Le hubiera encantado enseñarles su maravillosa sala de control.
—No, lo siento, debemos marcharnos ¿Se encargará usted de revisar el fallo? No quiero líos con el embajador yanqui, ya sabe cómo es esta gente…
—¡Por supuesto! —respondió el vigilante, ufano—. No se preocupen. Les acompaño hasta la salida.
Con las prisas, ninguno de los visitantes firmó en el libro de registro del edificio. El vigilante tampoco lo recogió en su informe; en otro caso, esa violación del protocolo le hubiera comprometido. Y sólo le quedaban cuatro años para la jubilación.
En la calle, a cierta distancia de la torre, uno de los asaltantes pulsó el botón de rellamada del móvil.
—No han surgido problemas. Tenemos el informe: asunto arreglado.
—Negativo: todavía no está solucionado. Lo que has cogido es una copia, y necesitamos el original…
—Que está en poder de un tal Herrera-Smith… —explicó.
—Exacto. Necesito recuperarlo. Cuanto más tiempo dejemos pasar, más personas pueden leerlo, y más problemas tendremos. Ya he hecho varias gestiones; dentro de seis horas cogéis un vuelo hacia Singapur. Herrera-Smith estará allí durante una semana. Asiste a la conferencia anual del Banco Mundial. Os envío por e-mail los billetes electrónicos y los detalles de la misión. Cuando aterricéis, os haré llegar unos pases para acceder a las instalaciones donde se desarrolla la conferencia.
—¿Cómo vamos a hacernos con ese documento? En esas sesiones habrá más agentes del FBI por centímetro cuadrado que en la misma Langley. ¡Y encima en Asia! Estoy seguro de que si se te ocurre dar una patada a una farola, te asaltan diez policías locales.
La voz estalló.
—¡Idiota!… ¿Acaso te costó localizar al funcionario del Banco Mundial? ¿No te ofrecí información precisa sobre el sitio y el lugar?
El mercenario no respondió. La voz insistió.
—Dime, ¿te ha resultado difícil entrar en la Torre Picasso, uno de los edificios más seguros de la ciudad?
—No —musitó, molesto.
—Entonces, limítate a obedecerme, y deja la planificación a los que pensamos. El mercenario se encogió de hombros, colgó y le dijo a su compañero:
—Tenemos que coger otro vuelo.