Agradecimientos

Conocí a Paul Wolfowitz en 2006, en Roma, en un palazzo del barrio del Trastevere, propiedad del Vaticano. El Pontificio Consejo «Justicia y Paz» había reunido a un grupo heterogéneo para hablar sobre un tema tan poco teológico como la corrupción. Naturalmente, él, que trataba de distinguirse en su gestión del Banco Mundial por la lucha anticorrupción, era la figura estrella. Confieso que salí de allí con la cabeza caliente y los pies fríos.

Siguiendo su consejo, unos meses después cogí un avión y me presenté en Singapur, en la reunión anual del Banco Mundial, para participar en las sesiones anticorrupción.

Al poner los pies en Asia, me topé con la burocracia: mi pase era de color verde, cuando hubiera debido ser azul. Tanto el ministro Solbes como el Subdirector General de Instituciones Financieras Multilaterales, Luis Orgaz, tiñeron mi acreditación nombrándome miembro de su delegación por un día, por lo que les estoy muy agradecida.

De aquellas sesiones, especialmente tras escuchar al representante de Venezuela, volví con la cabeza ardiendo, los pies gélidos y una convicción: mi mejor esfuerzo anticorrupción no sería una sesuda investigación, sino una novela. Desde entonces, he tratado de moldear la realidad para construir ficción, aunque, sorprendentemente, en ocasiones no he hecho más que anticiparme a los tiempos: el cadáver político de Wolfowitz, a quien sigo teniendo en gran estima, lo confirma.

En aquel extraordinario continente se puede percibir el frescor de una civilización que despierta, y también el hedor de sus miserias que, como en Occidente, se ceba con las mujeres. No fue por ello difícil unir dos de las miopías de la sociedad moderna.

He disfrutado escribiendo esta novela. Lo duro del trabajo se ha tornado sencillo con la ayuda de magistrados como Carlos Lesmes, que me ha guiado por los complejos procedimientos de la Audiencia Nacional, o Guillermo Fernández Vivanco, que lo hizo por el edificio, incluyendo las estrechas celdas de cemento del sótano. Agradezco también en franco ofrecimiento del juez de la Sala Penal Fernando Grande—Marlaska. Pía Calderón, como siempre, ha velado por la pureza del lenguaje jurídico. La disponibilidad de Juan Manuel Fernández me ha permitido situar sin dificultad a Lola MacHor en su papel de presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Navarra. Fernando Valbuena ha sido mi policía de cabecera. Con él, he podido vivir el delito y he captado las enormes dificultades con las que su gremio trabaja. Xavier Oliver leyó la primera versión. Eduardo Gonzalo se encargó de pulir la última. Debo decir que ha sido un placer trabajar con él, lo mismo que con Joaquín Palau.

Mi marido es mi asesor médico y mi primer crítico: a él le debo que el texto haya tenido sólo dieciocho versiones. Mis hijos —Juan, Javier, Chema, Gonzalo, María, Marta, Covadonga, Borja y Reyes— han tenido funciones distintas: algunos lo han leído, otros lo han decorado con lápices de colores, y todos han aguantado sin protestar mis impaciencias creativas. Mi madre sigue insistiendo en que escriba sobre el amor, tema mucho más elegante, pero aguanta, también sin protestar. Mi padre lo leerá de nuevo en la red del cielo.

Finalmente, un recuerdo para mis colegas y alumnos de la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Navarra. Y otro muy especial para todas las mujeres que, por uno u otro motivo, odian el olor a churros.