Yo caminaba por una acera, más bien estrecha, delante de mí una mujer avanzaba con dificultad. Lentamente, un poco zigzagueante, de forma que me resultaba imposible adelantarla. La mujer, de espaldas, parecía mayor, y no había nada anormal en su dificultad para avanzar, quiero decir que no podía hacer otra cosa que caminar lentamente y en zigzag. De todas formas debo añadir que llevaba bolsas a ambos lados, y que ella misma era voluminosa, y de todas formas, pensé: cuando las personas llevan bolsas deberían saber que llevan bolsas, esta mujer tiene derecho a caminar por la calle llevando bolsas, lo sé, pero se podría pensar en una manera de llevar las bolsas que no fuese invasora, cuando uno lleva bolsas a ambos lados que lo hacen más ancho, debería sentirse incómodo y sacar sus propias conclusiones. Esa mujer no se sentía en absoluto incómoda, y me diréis que se trata de una casualidad pero cuando yo intentaba adelantarla por la izquierda, ella iba a la izquierda, y a la inversa, a la derecha, cuando yo iba a la derecha, esto durante varios metros, de manera que me fue enormemente difícil no pensar que lo hacía adrede. La edad no lo justifica todo. No voy a tragarme esa estupidez de los privilegios de la edad, con el pretexto de que ya no tienen horizontes, qué es lo que vemos, gente sumida en su fatalidad que experimenta un maligno placer en frenarnos. Así que, mientras caminaba, durante esos pocos metros, desarrollé una exasperación, un odio por esa peatona, unas ganas de pegarle, de empujarla al arcén, que me asustó y que naturalmente condeno, pero que por otro lado me parece legítima, y es lo que quisiera entender, en el fondo, por qué, por qué no me puedo deshacer del sentimiento de tener razón y, sí, de la legitimidad interior, si me permiten la expresión, como si el imperio de los nervios, tan denigrado, tuviese sin embargo su razón de ser, quiero decir su razón moral, como si mi derecho a caminar por la acera, a mi ritmo, no fuese menos imperioso, desde un punto de vista moral quiero decir, que el derecho de ella a ocupar la acera a pesar de su incapacidad motriz, agravada por el hecho de llevar bolsas a ambos lados. Si sé que no puedo caminar por la acera sin entorpecer la circulación de los peatones, me parece que lo mínimo, la mínima educación y delicadeza, es darme la vuelta en cuanto oigo pasos detrás de mí, y hacerme lo más pequeña posible dentro de un portal, me dirán que esa gente está además sorda, entonces francamente, ¿qué hacen en la calle, emparedados en su soledad, con todas las compuertas cerradas? Deberíamos sentir piedad y compasión y solo sentimos odio, deberíamos ser pacientes y somos impacientes, tolerantes y desterramos la tolerancia. ¿La moralidad no está siempre, de alguna manera, ablandada por los nervios? ¿Existe una moralidad sin nervios? Una mujer se levanta con buen pie, sale, empieza el día con buen pie, se impulsa hacia no sé qué destino con paso ligero, recuerdo un medicamento indicado en caso de falta de impulso, y de golpe se ve impedida por el cuerpo de otra, no un obstáculo de carne y hueso sino un chirrido del tiempo, un cuerpo que ella rechaza de la manera más categórica, inadmisible desde el primer momento, no queremos solidarizarnos con la mujer de las bolsas, queremos caminar deprisa, queremos enfrentarnos al suelo con paso decidido, caminar sin piedad, no tenemos intención de darnos la vuelta hasta el momento en que nos damos la vuelta para verle la cara, un error fatal, me vuelvo para verle la cara, quiero verificar mi aversión, quiero confirmar mi frialdad, pero veo inmediatamente bajo el flequillo de cabellos blancos la nariz desproporcionada, el esfuerzo de vivir en la mejilla colgante, rechazo la mejilla colgante, rechazo la nariz, y los párpados, y la boca amarga, no tengo tiempo que perder con una cara, una cara entre miles de otras que nunca hubiese distinguido si el resto de su cuerpo no me hubiese exasperado, y que ahora se mofa de mí, viene a titilar una sensiblería que rechazo, miren, siempre supe, desde mis primeros días de estudio, siempre supe que había que armarse contra la compasión, lo supe de entrada, en medicina y en todo lo demás, hay que armarse contra toda inclinación, contra la compasión, contra la ternura, ni siquiera pronuncio el otro nombre, el nombre venerado por todo el mundo contra el cual, soy categórica, hay que armarse hasta los dientes, no satisfecha con entorpecer mi camino, la mujer de las bolsas viene a perseguir mi espíritu, el pequeño peinado ondulado y aplastado que le cubre la frente me arrastra en un impulso contrario, el pequeño cardado blanco de una densidad anormal que parece como si se hubiese posado entre las sienes produciendo un reblandecimiento que repruebo, no quiero ser atrapada por un rostro, toda la vida somos atrapados por rostros, caemos en el pozo sin fondo de los rostros, por poco que camine por la calle, una bonita mañana, con ese paso ligero y belicoso, que constituye la esencia misma de la marcha, por no decir de la felicidad, me tropiezo con una mujer que ha salido para cargarse mi impulso, provista de dos bolsas laterales, como si su lentitud, su caminar alelado no fuesen suficiente, un obstáculo que me obliga a tomar contacto y a impacientarme, pero que no sería más que una vicisitud sin dimensión humana, inmediatamente olvidada, si por un error fatal no me hubiese dado la vuelta. La mujer de las bolsas tiene las mejillas de una niña enfadada, una hinchazón que me desobedece, un hocico que me desobedece, por qué en el recodo de una acera, un rostro de animal sin aliento viene a molestarme, en nombre de qué virtud debo soportar la tiranía de una piedad imprevista, tanto de espaldas como de cara esa mujer me acosa, tanto de espaldas como de cara me persigue, por poco le pediría disculpas, le acariciaría la mejilla colgante, le llevaría las bolsas, solo con pensarlo, vean ustedes, he sentido resurgir la barbarie, la violencia que estoy convencida es legítima, qué lleva en esas bolsas, qué ha metido dentro para tener que ir tan doblegada, no lograrán convencerme de que no hay algo impúdico en mostrarse cargada y doblegada, y medio paralizada, en plena acera, como si no pasase nada, como si no necesitase ayuda, una actitud amarga, una acusación muda lanzada a la cara del mundo, dos roscones de cabello blanco le cubren las orejas, roscones en forma de col como llevaban antiguamente las niñas pequeñas, hay en la combinación de ese peinado y de la nariz prominente un fracaso que reconozco, un fracaso familiar, bajo la visera de los cabellos, de la nariz, de los pliegues, del labio enfadado, surge una ráfaga de resucitados, gentes de otras calles, de otros tiempos, de otros países, doblegados de la misma manera, inútilmente arreglados, como niños, arrastrando, a lo largo de la vida, una desgracia que se intenta atenuar con cepillos, peines, horquillas, los pequeños trastos que nos acompañan impiden el desorden y la locura, siempre ha hecho falta enmarcar el rostro, cuanto más ingrato era el rostro más necesario era enmarcarlo, se ahuecaba, se ondulaba, sin ninguna relación con la nariz y la soledad de la mirada, solo podía resultar un fracaso, un buen día caminas por la calle con paso ligero y un rostro te atrapa, toda la vida nos atrapan los rostros, nos lanzamos a ellos, de cabeza, se puede decir con qué esperanza, no hay lugar más infranqueable, lo que imaginamos próximo no está próximo, y además siempre he odiado la palabra «prójimo», esa palabra espantosa, no la utilizo nunca, una palabra de una benevolencia vomitiva, que rechazo, en cuanto la palabra «prójimo» aparece en una frase, la frase es una porquería, no tenemos ningún prójimo, esa mujer no es mi prójimo, ni de cara ni de espaldas, aunque de cara nos pueda sorprender cierta sensación de parentesco, que responde solo al cardado del cabello y a una determinada combinación de la nariz y la boca, o sea a nada, aunque de cara, quiero decir una cara aparecida fugazmente, nos demos la vuelta y nos encontremos ya en otro lugar, es una vuelta menor, que no implica al cuerpo, aunque, como decía, de cara, y cuando ya estamos lejos, haya que luchar contra una flexión del alma, sobrevenida a pesar de uno, una añoranza violenta cuyo objeto aparece borroso, añoranza de qué, me gustaría saber, y por qué, cuando ya estamos lejos, debemos luchar contra las mejillas hinchadas, el cuello hundido en los hombros encorvados y el abrigo, el pequeño recinto humano que oscila y nos sonríe, una sonrisa que no hubiésemos debido ver jamás, una sonrisa agotada, tímida, avergonzada, y que nos obliga a responder con el corazón roto, entonces me detengo delante del escaparate de la zapatería delante del cual me detengo siempre, en ese escaparate hay algo para hacerme cambiar radicalmente de humor, vean ustedes, yo creo en la frivolidad, es una suerte que tengamos la frivolidad, la frivolidad nos salva, me sorprende que no comprendan esa superioridad que nos da el ser salvadas por la frivolidad, quiero decir literalmente salvadas por la frivolidad, el día en que la frivolidad nos abandona nos morimos, una vez un hombre me dijo, a propósito de un vestido que yo había visto, el vestido puede esperar, puede esperar qué, le repliqué, que el cuerpo sea imposible de vestir, que sea yo la que obstruya la calle, arrastrando en zigzag bolsas de melancolía, el vestido no puede esperar, díganme una sola cosa que pueda esperar, ni las cosas ni los seres, el vestido se aja y se marchita en la percha, y nuestra vida se marchita cuando esperamos, lo que sea, quiero decir un simple gesto, que una puerta se abra, la noche, la mañana, la cosa cuyo nombre no quiero ni pronunciar, nuestra vida se marchita, por eso me paro delante del escaparate de la zapatería donde veo inmediatamente los signos del invierno, el negro, el gris, botas y zapatos de tacón cerrados, ni rastro de zapatos sin talón ni de sandalias cuando llega septiembre, los fabricantes dirigen nuestras vidas y nos desesperan, ya que nos desesperan las cosas previsibles, saben, y mientras pensaba en los fabricantes que nos desesperan pensé me va a alcanzar, esa gente llega al mismo sitio que nosotros, nos alcanza, todo el mundo nos alcanza, no existe ir por delante, saben, nadie va por delante, ni jóvenes, ni viejos, ni nadie, llegamos al mismo sitio, al fin y al cabo, delante de los zapatos de invierno, los zapatos oscuros, las botas, las hileras oscuras, viéndola acercarse oscilando al escaparate pensé un día se divirtió en la acera, dibujó una rayuela, empujó el tejo a la pata coja, saltó las casillas, saltó las casillas con su falda abullonada…