¿Debo lanzarme a una aventura siniestra, desmesurada y caótica con Glen Vervorsch, el hombre con quien se cruzó usted aquí el otro día? Me despierto de madrugada, incluso los domingos, de madrugada sin ninguna razón, ya soy vieja, espero al sol, sé que un día se acabará todo: entonces ¿por qué no Glen Vervorsch? Estoy dispuesta a echarme en brazos de cualquiera que traiga flores, de cualquiera que haga gestos tiernos, de cualquiera que diga palabras consoladoras. Glen Vervorsch daba clases de inglés a nuestros hijos, hace tiempo yo le gustaba a ese chico. Antes o después, un hombre puede conseguir a cualquier mujer. La tristeza no es de ayer, ni de anteayer, la tristeza viene de lejos, aunque uno dé media vuelta no ve de dónde viene. Esta mañana, mi marido se ha vestido, lleva un pantalón, una chaqueta y una camiseta debajo. La ausencia de cuello de camisa me asusta un poco, el cuello delgaducho y envejecido asoma estúpidamente. Me había acostumbrado a la bata. Ya no la veía como una bata sino como un abrigo de invierno, una prenda de temporada para no pasar frío. Cuando discutíamos, mi marido se marchaba de la habitación. Ariel siempre se marchaba de la habitación. Los hombres se marchan de las habitaciones. No quieren hablar, no quieren discutir. Se marchan de la habitación como si su ausencia fuese a matarnos (y tienen razón). A veces incluso se marchaba de casa. Cerraba a propósito la puerta con un gran portazo, quería hacer temblar las paredes. Nunca regresaba, quiero decir a tiempo, cuando el regreso hubiese significado un giro, un arrepentimiento, ¿acaso existen en la vida esos virajes que vemos en los libros y en las películas, hombres que saltan de los estribos, suben los escalones de cuatro en cuatro?, en la vida real no existen esos giros apasionados, no, en la vida real no se regresa.