Soy mucho más feliz desde que renuncié al sexo, sabes. Cuando has visto de cerca cómo copulan los cerdos, ya no te puedes hacer ilusiones sobre el sexo. En el kibbutz de Israel al que iba cuando estudiaba derecho, ayudaba a los cerdos a copular. Cuando has visto entrar un inofensivo sacacorchos y salir un bastón feroz, de una longitud espantosa, que has de ayudar a volver a meter dentro de la cerda a la que le da absolutamente igual, solo espera a que se acabe, cuando has visto al pobre desgraciado calentarse, resbalar, salir con un miembro gigantesco, que, permite que te lo diga, no le hace en absoluto feliz, que no le da ningún tipo de superioridad, te preguntas qué sentido tiene toda esta comedia en torno al sexo. El sexo no tiene ninguna consistencia particular. Es un elemento del paisaje. Y el debilitamiento del deseo con el paso del tiempo también forma parte del paisaje, y es tan inevitable como la caída del pelo o la artritis, solo que es menos grave que la artritis. ¡La cantidad de desgraciados que han puesto el sexo en el centro por puro efecto de condicionamiento! Perdona el tópico, pero es mejor en la fase del deseo. Llega una edad en que te das cuenta; si pasados los veinticinco años todavía no has entendido que a menudo es mejor en la fase de deseo, es que careces de imaginación. Marie-Claude y yo casi hemos llegado a la calma chicha. De vez en cuando un arreglillo pero muy pronto todo eso quedará en el pasado. El sábado vamos de compras. Hago de chófer-acompañante. Lo que al parecer no es muy frecuente. Me lo dicen las dependientas. Las dependientas me felicitan por mi paciencia, y mi solicitud. En contrapartida, mi opinión solo tiene efectos unilaterales. Marie-Claude no comprará lo que no me gusta, pero tampoco compra lo que me gusta. No consigo hacerle comprar prendas de color. Estamos condenados al beige, al gris, al negro y al azul marino. A mí me gustaría ver a Marie-Claude de verde, de rojo, por qué no de amarillo. Es esbelta, deportista. Tu mujer lleva ropa de color, me he fijado. Muy bien. Es muy importante el color, el color es activo, tiene impulso, cuando compras una prenda de color te proyectas en color, creas una estrategia de alegría. El hombre dinámico tiene una visión más amplia, especula sobre el futuro, se propulsa más allá de la muerte. Sea para una corbata o para un fondo de inversión. Voy a confesarte algo: delante de las personas que ya no tienen ganas de vivir —no digo en absoluto que sea tu caso, pero hay que reconocer que momentáneamente has perdido lo que se llama la energía vital—, estoy convencido de que todo discurso es inútil, si empiezo a intentar subirte la moral, será como realizar cauterizaciones sobre una pata de palo, y francamente no estoy seguro de que esa bata ayude a ponerte de nuevo en marcha. ¿Por qué te presentas con esa bata? Te presentas con esa bata, que no es una bata cualquiera, y que no has elegido por casualidad, te presentas con esa prenda siniestra y descuidada por coquetería inversa. Quieres parecer feo y calamitoso. La primera vez que vine a verte, pensé inmediatamente quiere parecer feo y calamitoso. E incluso me hizo gracia. Pero es que ahora tengo la impresión de que se ha convertido en tu uniforme, como si todo tu ser se redujese a ese aspecto gelatinoso, sin el menor rastro de virilidad o de erotismo. Esa bata, la amistad me obliga a decírtelo, te embrutece. Y te empuja hacia el abismo. Como por otra parte, según mi opinión, hacen todas las batas, las batas son una locura, cualquiera que se ponga una bata es aspirado hacia el abismo, es así, las batas son malas, y poco importa la forma, la tela, el color, Bolonerat se colgó en bata, Lucien Gros tuvo el ataque en bata, Althusser mató a su mujer en bata, y la propia Hélène iba también en bata. Y así siempre, a menos que uno sea Roger Moore en Simon Templar, la bata conduce directamente a la catástrofe.