Ha venido Glen Vervorsch, se ha sentado aquí. Cuando Glen Vervorsch llega, cae sobre el lugar un aburrimiento mortal. Glen Vervorsch es el hombre más aburrido del mundo, no tengo la menor duda al respecto, no existe en ningún lugar, sea donde sea, nadie tan mortalmente aburrido. Glen Vervorsch se ha sentado aquí y ha empezado a hablar de su Nissan, un Tino diseñado en Francia, fabricado en Inglaterra y comprado en Bélgica, lo he comprado en Bélgica, me ha dicho, por cuatro mil euros menos que en Francia, un Nissan Tino, diseñado en un estudio de la Provenza por Nissan Francia, posteriormente fabricado en Inglaterra según los criterios continentales, es decir conducción por la derecha, para ser vendido en toda Europa. Le he dicho a Glen Vervorsch que el tapicero Roger Cohen, que tapizó este sillón, se consideraba el hombre más feliz del mundo por no tener coche. Después de la guerra, le he dicho a Vervorsch, Cohen fue el primero en tener coche, disponía de la avenida de Italia para él solo, hoy es el único que no tiene y se considera el hombre más feliz del mundo. El tapicero Roger Cohen tapizó este sillón que se está deshilachando, desintegrando, y que yo creo que está podrido por dentro. Le dije a Roger Cohen mientras usted es el hombre más feliz del mundo, yo estoy sentado sobre una mierda que se pudre por dentro, señor Cohen. Y añadí: señor Cohen, usted no es el hombre más feliz del mundo, usted miente, usted tiene cien años, le han echado de su casa, se pudre en una residencia de ancianos que llama hogar, pero que es en realidad una cárcel para judíos moribundos, usted no tiene coche porque sería abracadabrante que tuviese coche. Denigra los coches porque ya no tiene carnet de conducir. Es patético. Mientras que usted, Glen, le he dicho a Glen Vervorsch, usted es joven, derrocha vida, ha hecho muy bien comprando ese Tino aunque, he pensado, haya criticado la suspensión, incluso ha pronunciado la palabra «trepidación», pero eso no lo he dicho, no, no, aunque le parezca demasiado ruidoso, especialmente al ralentí, lo que para mí constituye un defecto importante, aunque parezca sentir cierta nostalgia por el Corolla Verso de Toyota que no eligió, pero eso no lo he dicho, no, no, no, demasiado peligroso, con Glen Vervorsch nada personal, nada que recuerde un diálogo, después se ha desviado por sí solo, sin que yo le impulsara, hacia los orígenes de su nombre, Vervorsch, me ha dicho, procede del indoeuropeo verun, que significa «sol», y de la desinencia vorsas, que quiere decir «ordenar», en realidad hubo una palatalización, en vez de vernvorsas, hay una dz, característica del lituano, lo que dio vervordz con dz, y luego Vervorsch. Está muy enterado. Recurre a los bancos de datos de los mormones, ya que los mormones son los campeones de la genealogía. En el plano estrictamente médico, doctora, quiero decir dentro del protocolo curativo que ha diseñado, debería reflexionar sobre los beneficios de las visitas de un Glen Vervorsch, cuando ya se había decidido, déjeme repetírselo, una vez más, que un Serge Othon Weil estaba formalmente contraindicado. Glen Vervorsch vino durante años a darles clases de inglés y de otras materias a los niños, ahora me lo endosan a mí, no sé por qué me endosan a Glen Vervorsch, me tocan Glen Vervorsch y Serge Othon Weil, un antiguo colega convertido en consultor legal, los dos seres más mortalmente aburridos del planeta, aunque hay que distinguir, una hora de Serge Othon Weil equivale a veinte minutos de Glen Vervorsch, lo cual no quiere decir que una hora de Glen Vervorsch equivalga a tres horas de Serge Othon Weil, ya que una hora de Glen Vervorsch no tiene equivalente, pero sí podemos deducir, a condición de quedarnos en una zona todavía palpable, es decir en una zona inferior a los sesenta minutos, que Glen Vervorsch es tres veces más pesado que Serge Othon Weil, aunque sea muy difícil de creer y prácticamente inconcebible para alguien que haya frecuentado a Serge Othon Weil, que se presenta a sí mismo como jurisconsulto, era criminal imponer a los niños un Glen Vervorsch, sí, criminal, pero cómo saberlo, Nadine piensa que necesito compañía, como si todas las compañías fuesen válidas, como si un Glen Vervorsch o un Serge Othon Weil fuesen entidades inofensivas, le dije a Nadine: Nadine, en el estado de deterioro en el que me encuentro, deterioro físico y psíquico, pero no cerebral, ¿crees sinceramente que alguien como Serge me puede distraer? Serge Othon Weil no distrae, Nadine, Serge Othon Weil dilata cada instante y lo absorbe. Voy en trineo hacia la muerte, doctora. Tal y como lo oye. En el trineo de mi amigo Arthur Schopenhauer. Nadine me endosa al jurisconsulto, que en su última visita pronunció ocho veces la palabra «crecimiento». A los hombres normales del exterior ya no los aguanto. A los hombres normales del exterior que creen en el futuro, ¿cómo soportarlos? Se ha deshecho todo. El tapizado de Cohen, y Spinoza. Totalmente deshilachado, Spinoza. Othon Weil está muy impresionado por el crecimiento chino. Según él, dentro de cien años todo el mundo hablará chino. Me pregunto si no habrá empezado ya a aprender mandarín con su mujer. De joven yo era tímido. Luego ya no. Ahora sí. Me he vuelto tímido otra vez. Antes de mi decrepitud, un Othon Weil no hubiese tenido ninguna influencia sobre mí. Viene a verme con corbata, se toma la molestia de venir a matarme con corbata, o quizá la lleva constantemente, quizá ahora lleva siempre corbata, puedo entender que uno siempre lleve corbata, siento nostalgia de la corbata, una tristeza terrible al ver esos retazos de tela colgando en el armario, esperando algo, colores inútiles en la oscuridad, siempre me ponía una corbata para ir a clase, me ponía mi bonita corbata del día, me iba a repartir las palabras de la filosofía, las palabras inaccesibles, unas encima de otras, era como una casa del orgullo. No se puede decir adiós a las palabras sin cierta tristeza, por otra parte, doctora, debería explicarme la fisiología de la tristeza. Oscilo entre tristeza y aburrimiento, la tristeza me sirve para recuperar un poco las fuerzas que el aburrimiento abate inmediatamente, oscilo, como los acentos, entre agudo y grave, jamás logré dominar los acentos, acento agudo, acento grave, nunca lo entendí, asimilé los razonamientos más especulativos pero nunca los acentos, piense que cuando pongo un acento, efectúo un trabajo de falsificador para que el trazo se pueda leer de las dos maneras, el lector elige. En la pizarra, en las correcciones, en todas partes, nunca un signo definitivo. Nada nos salva. El trabajo, lo creí durante mucho tiempo, quiero decir la actividad que llamamos trabajo pero que no es más que una manera de desviar la muerte, la actividad nos salva, la agitación frenética, entretenimiento aureolado de prestigio, hasta que se desmorona. Un buen día, coloquios, cursos, conferencias se desmoronan. Revolvemos entre las carpetas, las hojas apiladas, revistas, borradores, tesis, papeleo, papeleo, melancolía violenta, invitaciones, cartas, honores, miembro de esto, miembro de aquello, miembro de todo, miembro con locura, mañana, y mañana, y mañana… Digan lo que digan, Spinoza no ayudó demasiado a mi maestro Deleuze cuando este se tiró por la ventana, ni a mi maestro Althusser cuando estranguló a su mujer antes de ornarla con un trozo de cortina roja. ¿Qué aprendimos de una materia que no responde nunca? Louis puso un faldón de cortina, en diagonal, sobre el pecho de su mujer yaciente, en diagonal, desde un hombro hasta el pecho opuesto, un pequeño toque final realizado con la tranquilidad y la devoción de la muerte. Una muerte provocada por él, pero diferida con ese gesto. Louis simultaneó su carrera de intelectual y su carrera de loco, hasta la colocación del estandarte rojo de tela de cortina para no ceder a la muerte el cuerpo doméstico de Hélène, vestida con la bata que llevaba por las mañanas, una pequeña llama escarlata puesta en diagonal desde el hombro derecho hasta el pecho izquierdo, una tachadura de la vida, una simple tachadura, sin origen y sin destino, de terciopelo Imperio, o bien, o bien… Le ruego que imagine la escena, doctora, pasemos por alto el estrangulamiento, el estrangulamiento tuvo lugar, Louis de pie, la frente cruzada por el mechón de pelo que siempre imaginé independiente y rebelde y al que debía de dedicar bastante tiempo para lograr esa ondulación hidalguesca que conocíamos, nuestro mentor, nuestro pigmalión Louis Althusser, nuestro gran refundador del materialismo, en la habitación de la rue d’Ulm, un día de noviembre, el mes de las tragedias, el mechón cruzándole la cara, levanta un faldón de la cortina, unas cortinas, según me había dicho en Soisy, gastadas por el tiempo, para ornamentar a Hélène con una cola funeraria que llega hasta el techo, una sepultura de lo más kitsch, decididamente antiteórica. Uno no encuentra consuelo. Y no lo necesita. No necesita consuelo. La tristeza, solo eso. Ayer Serge Othon Weil me trajo fresas. Nadine les puso azúcar y trajo cucharas. Serge pidió un tenedor, yo dije un tenedor para qué. Porque las fresas se comen con tenedor, contestó: no hace ruido en el plato, fijación segura del objeto, capacidad de hablar sin que la fresa que está en la cuchara y se va a caer acapare tu atención. Pinchas, eres libre, eres feliz. Parece un poco encaprichado de Nadine, y quién sabe si ella no está también más o menos encaprichada de él. ¿Estamos ante una historia de amor espantosa? De niño, puedes ser consolado. De niño, puedes. Luego no, nunca. Ahora Cohen, el tapicero, tiene teorías constantemente. Ese anciano me llama todos los días como amigo íntimo de mi padre, con el pretexto de que necesito un padre de recambio. Al principio, sostiene el auricular al revés, le oigo decir ¡diga!, ¡diga! Le digo: ¡Roger, dé la vuelta al teléfono! Él dice: deberías escribir sobre la proliferación de los supermercados baratos, yo te ayudaré, lo tengo todo pensado, reflexiona, vosotros los filósofos, etc., deberíais enfrentaros a las máquinas de destrucción del país, digo me importa un carajo el país, Roger, no, no, no, no te importa un carajo, uno de estos días saldrás de tu depresión y te dirás he permitido que proliferaran los Ed y los Lidl, y yo le he dicho qué demonios le importa eso a usted, Roger, ya no sale de la residencia de ancianos, no pone un pie en la calle y yo tampoco, por cierto, ¿qué demonios nos importa? Qué carajo nos puede importar que el suelo francés esté cubierto de Ed y de Lidl, a nosotros, que tenemos cada uno un pie en la muerte, y no en una muerte fulgurante, en una muerte asfixiante donde el ser se reconcome, y no vamos a contarnos historias sobre los Ed y los Lidl, que nos importan una mierda. Cuando éramos pequeños, algunas veces Roger Cohen nos llevaba al cine a mí y a mis amigos. En la calle decía: ¡levantad la cabeza! No miréis el dobladillo de mi pantalón, no contéis con mis zapatos para guiaros. ¡Estáis solos, muchachos! Ahora se marchita en este cementerio, cada día una manía nueva, los supermercados baratos, el euro, la tortilla industrial, le sirvieron una tortilla de ocho centímetros de grosor, nadie se queja, dice, nadie dice nada, todos tienen Alzheimer o son unos cobardes. Alégrate de ser joven, me ha dicho, alégrate en vez de quedarte clavado en mi sillón podrido como un personaje de teatro. No hace mucho, doctora, mi mujer oyó a un niño en la calle que gritaba mamá, ella se volvió y se dio cuenta de que nuestros hijos ya no eran niños y de que esa llamada ya no estaría nunca más destinada a ella. Durante años, profesé la alegría y la supremacía de la razón sin por eso alegrarme con los niños pequeños, durante treinta años hablé del sentimiento de alegría como virtud sin alegrarme con los niños, alégrate de ser joven, ha dicho Cohen desde su cama del cementerio, para Roger Cohen soy joven, para Roger Cohen la tierra no es más que juventud intensiva. Fui a su residencia, cuando yo todavía salía, no entiendo cómo se puede aguantar ni un minuto en un lugar como ese sin que te entren ganas de lanzarte al vacío, además hay que pedir permiso para entreabrir su ventana, el director dice estoy de acuerdo con entreabrir la ventana de la habitación del señor Cohen pero no lo divulgue, la mayoría de nuestros residentes han perdido la cabeza y pueden lanzarse al vacío como si nada, cuando, desde mi punto de vista, solo pueden lanzarse las personas en perfecto estado mental, al loco no se le ocurre tirarse, en todo caso no más desde aquí que desde cualquier otro sitio, pero el cuerdo al que no se le había pasado jamás la idea por la cabeza se siente por decirlo de algún modo aspirado por la defenestración. Esa fue mi impresión de simple visitante. La corbata de Othon Weil me obsesiona. Tengo la sensación de que se pone corbata para venir a visitarme con una intención pedagógica. Roger Cohen también se hace el nudo de la corbata cada mañana. Después se sienta en su cama de hospital o en su sillón de hospital en medio de su pasado, que han metido a la fuerza entre cuatro paredes. Pero para él es el uniforme del cementerio, no tiene nada que ver. Cohen quiere estar arreglado para la muerte. La corbata de Othon Weil, al que antes no veía nunca con corbata, quiero decir que en las raras ocasiones en las que veía a Serge Othon Weil lo informal era la norma, la corbata de Othon Weil, la última tenía una combinación a base de tritones, es para mí como un latigazo, como si hubiesen abierto una ventana y dejado entrar una borrasca. Quiero que cierren las puertas y que cierren las ventanas, no quiero sentir el soplo de ningún acontecimiento.