TERCERA PARTE

CAPÍTULO XXX

—¿Seguro que todo está a punto, Mura?

—Sí, Omi-san, así lo creo. Hemos cumplido exactamente tus órdenes y las de Igurashi-san.

—Mejor que no falle nada, o la aldea tendrá otro jefe antes de que se ponga el sol —le dijo ásperamente Igurashi, primer lugarteniente de Yabú, guiñando su único ojo, enrojecido por la falta de sueño.

Había llegado el día anterior de Yedo con el primer contingente de samurais y con instrucciones concretas.

Mura no le contestó. Asintió respetuosamente con la cabeza y mantuvo los ojos clavados en el suelo.

Estaban de pie en la playa, cerca del malecón, delante de las hileras de lugareños arrodillados, silenciosos, pasmados y exhaustos, que esperaban la llegada de la galera. Todos llevaban sus mejores vestidos. Las barcas de pesca habían sido limpiadas, bien dispuestas las redes y enrolladas las cuerdas. Incluso habían rastrillado la playa a lo largo de la bahía.

—Nada fallará, Igurashi-san —dijo Omi.

Había dormido poco en la última semana, desde que llegaron las órdenes de Yabú desde Osaka por medio de una de las palomas mensajeras de Toranaga. Había movilizado toda la aldea y todos los hombres aptos en veinte ri a la redonda, para preparar Anjiro para la llegada de los samurais y de Yabú. Y ahora que Igurashi le había confiado el gran secreto de que el gran daimío Toranaga acompañaba a su tío, después de haberse librado de la trampa de Ishido, todavía se alegraba más de haber gastado tanto dinero.

Aquella mañana, las primeras compañías de samurais habían llegado de Mishima, la capital de Yabú, en el Norte. También ellos estaban formados militarmente, como los otros, en la playa, en la plaza y en la colina con sus estandartes ondeando a la ligera brisa y con sus lanzas brillando bajo el sol. Tres mil samurais, la élite del ejército de Yabú. Quinientos jinetes.

Omi no tenía miedo. Había hecho todo lo que se podía hacer y lo había comprobado todo personalmente. Si algo salía mal, sería simplemente karma. «Pero nada saldrá mal», pensó entusiasmado. Había gastado quinientos kokú en los preparativos, más de toda su renta anual antes de que Yabú aumentase su feudo. De momento, le había espantado esta cifra, pero Midori, su esposa, le había dicho que debían gastar con prodigalidad, que el coste era minúsculo, comparado con el honor que les hacía el señor Yabú.

—Y si viene el señor Toranaga —le había murmurado—, ¿quién sabe las grandes oportunidades que te esperan?

«Ella tiene razón», pensó Omi con orgullo.

Volvió a examinar la playa y la plaza de la aldea. Todo parecía perfecto. Su madre y Midori esperaban bajo el dosel que había sido preparado para recibir a Yabú y a su invitado Toranaga.

—Escucha, Mura-san —murmuró cautelosamente Uo, el pescador, que era uno de los cinco ancianos del pueblo arrodillados con Mura al frente de los demás—. Estoy asustado, ¿sabes? Si mease, mearía polvo.

—Entonces, no lo hagas, viejo amigo —dijo Mura reprimiendo una sonrisa.

Uo era un hombre de anchos hombros y fuerte complexión, de grandes manos y nariz rota, y tenía una expresión lastimera.

—No lo haré. Pero creo que voy a peerme.

Uo era famoso por su humor, su valor y la cantidad de ventosidades que era capaz de expulsar. El año anterior, a raíz de una competición de pedos con la vecina aldea del Norte, había quedado campeón de campeones para honra y gloria de Anjiro.

Mura contempló la falda del monte y la empalizada de bambú que rodeaba la fortaleza temporal que habían construido a toda velocidad y con grandes sudores. Trescientos hombres, cavando, transportando materiales y construyendo. La casa nueva había sido más fácil. Estaba en la loma, inmediatamente debajo de la casa de Omi y más pequeña que ésta, pero tenía un tejado de azulejos, un jardín provisional y una casita de baño. «Supongo que Omi se trasladará a ella y ofrecerá la suya al señor Yabú», pensó Mura.

Mura se alegraba mucho de ser cristiano. Podía pedir la intercesión del Único Dios como medida adicional para la protección de su aldea. Se había hecho cristiano en su juventud porque su señor se había convertido y había ordenado inmediatamente a sus vasallos que abrazasen el cristianismo. Y cuando, hacía veinte años, su señor había muerto luchando en favor de Toranaga contra el Taiko, Mura había seguido siendo cristiano para honrar su memoria. «El buen soldado sólo sirve a un señor —pensó—, a un señor verdadero.»

Ninjín, un hombre de cara redonda y dientes de macho cabrío, se sentía particularmente agitado por la presencia de tantos samurais.

—Lo siento, Mura-san, pero lo que has hecho es peligroso, es terrible, ¿neh? El pequeño terremoto de esta mañana ha sido una señal de los dioses, un mal presagio. Has cometido un terrible error, Mura-san.

—Lo hecho, hecho está, Ninjín. Olvídalo.

—¿Cómo puedo olvidarlo? Está en mi bodega, y…

—Una parte está en tu bodega. Yo tengo mucho en la mía —dijo Uo, que ya no sonreía.

—No hay nada en ninguna parte, amigos míos. Nada —dijo Mura, cautelosamente—. No hay absolutamente nada.

Por orden suya se habían sustraído, en los últimos días, treinta kokú de arroz de la comisaría de los samurais y los habían ocultado en diversos lugares de la aldea, junto con otras provisiones y equipos y… armas.

—Nada de armas —había protestado Uo—. El arroz, sí, pero no quiero armas.

—Pronto estallará la guerra.

—La ley prohíbe tener armas —había gemido Ninjín.

—Es una ley nueva, que apenas si tiene doce años —se había burlado Mura—. Antes, podíamos tener las armas que quisiéramos y ser lo que quisiéramos. Pero pronto volverá a ser todo como antes. Y nosotros volveremos a ser soldados.

—Entonces, esperemos —había suplicado Ninjín—. Por favor. Ahora, es contra la ley. Si la ley cambia, será karma. El Taiko dictó la ley: nada de armas. Ninguna. Bajo pena de muerte.

—¡Abrid los ojos de una vez! ¡El Taiko murió! Yo os digo que muy pronto Omi-san necesitará hombres adiestrados. Y la mayoría de nosotros hemos hecho la guerra, ¿neh? Hemos pescado y hemos guerreado, cada cosa a su tiempo, ¿no es cierto?

—Pero nos cogerán, tendrán que hacerlo —había lloriqueado Ninjín—. Y no tendrán piedad. Nos cocerán como cocieron al bárbaro.

—Escuchad, amigos —había dicho Mura—. Nunca volveremos a tener una oportunidad igual. Nos la ha enviado Dios. O los dioses. Debemos apoderarnos de todos los cuchillos, flechas, lanzas, espadas, mosquetes, escudos y arcos que se pongan al alcance de nuestras manos. Los samurais creerán que los han robado otros samurais, pues no se fían los unos de los otros. Debemos recuperar nuestro derecho a la guerra, ¿neh? Mi padre murió en combate, y también mi abuelo y mi bisabuelo. ¿En cuántas batallas has estado tú, Ninjín? En docenas, ¿neh? ¿Y tú, Uo? ¿En veinte? ¿En treinta?

—Más. ¿Acaso no serví al Taiko, maldita sea su memoria? No olvides, Ninjín, que Mura-san es jefe de la aldea. Y si el jefe de la aldea dice armas, hemos de tener armas.

Arrodillado bajo el sol, Mura estaba convencido de que había actuado correctamente. La nueva guerra no duraría eternamente y su mundo volvería a ser lo que siempre había sido.

—¡Mirad! —dijo Uo, señalando involuntariamente con el dedo.

Se hizo un súbito silencio. La galera estaba doblando la punta de tierra.

Fujiko estaba humildemente arrodillada delante de Toranaga, en el camarote principal utilizado por él durante el viaje. Estaban solos.

—Te lo ruego, señor —suplicó ella—. Aparta de mí esta sentencia.

—No es una sentencia. Es una orden.

—Te obedeceré, naturalmente. Pero no puedo hacer…

—¿No puedes? —dijo, furioso, Toranaga—. ¿Cómo te atreves a discutir? Te digo que tienes que ser consorte del piloto, ¿y tienes la impertinencia de discutirlo?

—Te pido disculpas, señor, con todo mi corazón —dijo Fujiko, atropelladamente—. No pretendo discutir. Sólo quiero decir que no puedo hacer esto en la forma que tú deseas. Te suplico que lo comprendas. Perdóname, señor, pero no es posible ser feliz… o simular que se es feliz —tocó la esterilla con la frente—. Humildemente te suplico que me permitas quitarme la vida.

—Ya te dije en otra ocasión que aborrezco las muertes inútiles. Tengo una misión para ti.

—Por favor, señor, deseo morir. Te lo suplico humildemente. Deseo reunirme con mi esposo y con mi hijo.

La voz de Toranaga restalló, ahogando los ruidos de la galera.

—Ya te negué este honor. No lo mereces. Y sólo porque tu abuelo, el señor Hiro-matsu, es un viejo amigo mío, he escuchado pacientemente tus impertinencias. ¡Basta de tonterías, mujer! ¡Deja de portarte como un terco campesino!

—Te pido humildemente permiso para cortarme la cabellera y hacerme monja. Buda querrá…

—No. Te he dado una orden. ¡Obedece!

—¿Obedecer? —dijo ella, sin mirarlo, rígido el semblante. Y después, como hablando consigo misma—. Pensaba que me habías ordenado ir a Yedo.

—¡Te ordené que vinieras a este barco! Olvidas tu posición, olvidas tu herencia, olvidas tu deber. Estoy disgustado contigo. Vete y prepárate.

Pero ella no se movió.

—Tal vez sería mejor que te enviase con los eta. A una de sus casas. Tal vez allí recordarías tus buenos modales y tu deber.

Ella se estremeció. Pero murmuró, retadora:

—¡Al menos serían japoneses!

—Soy tu señor, y harás lo que te ordeno.

Fujiko vaciló. Después, se encogió de hombros.

—Señor, pido sinceramente perdón por haberte molestado, por destruir tu wa, tu armonía, y por mis malos modales. Tenías razón. Yo estaba equivocada.

Se levantó y se dirigió a la puerta del camarote, sin hacer el menor ruido.

—Si te concedo lo que deseas —dijo Toranaga—, ¿harás, en justa correspondencia, lo que yo quiero, y pondrás en ello todo tu corazón?

Ella se volvió, despacio.

—¿Puedo preguntarte por cuánto tiempo deberé ser consorte del bárbaro?

—Un año.

Ella se volvió y agarró el tirador de la puerta.

—Medio año —dijo Toranaga.

Fujiko se detuvo y se apoyó en la puerta, temblando.

—Sí. Gracias, señor. Gracias.

Toranaga se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Ella la abrió y se inclinó al pasar él, y la cerró después. Entonces, unas lágrimas silenciosas acudieron a sus ojos.

Era una samurai.

Toranaga subió a cubierta, muy satisfecho. Había conseguido lo que quería, sin grandes contratiempos. Era importante que la joven se convirtiese en la consorte del capitán, feliz al menos en apariencia, y seis meses serían más que suficientes.

Entonces vio a los samurais de Yabú apretujados alrededor de la bahía, y se desvaneció su impresión de bienestar.

—Bien venido a Izú, señor Toranaga —dijo Yabú—. Ordené que viniesen unos cuantos hombres para darte escolta.

—Muy bien.

—Todo se ha hecho según lo que hablamos en Osaka —dijo Yabú—. Pero, ¿por qué no te quedas unos días conmigo? Sería un honor para mí, y podría resultar muy provechoso.

—Nada me complacería más, pero debo llegar a Yedo lo antes posible, Yabú-san.

—Dos o tres días. Por favor. Unos pocos días sin preocupaciones sería buena cosa para ti, ¿neh? Tu salud es importante para mí… y para todos tus aliados. Un poco de descanso, buena comida y algo de caza.

Toranaga buscaba desesperadamente una solución. Quedarse allí, con sólo cincuenta guardias, era absurdo. Estaría completamente en poder de Yabú y su situación sería peor que en Osaka. Al menos, Ishido era previsible y se regía por ciertas normas.

«En cambio, Yabú es traidor como un tiburón —se dijo— y no se puede bromear con los tiburones.»

¿Matarlo o desembarcar? He aquí el dilema.

—Eres muy amable —dijo—, pero debo ir a Yedo.

«Jamás hubiera creído que Yabú tuviese tiempo de reunir tantos hombres aquí», murmuró para sus adentros.

—Permíteme que insista, Toranaga-sama. La caza es muy rica en esta región. Y tengo halcones. Un poco de caza después del confinamiento en Osaka sería muy agradable, ¿neh?

—Sí, me gustaría cazar hoy. Lástima que perdiese allí mis halcones.

—No los has perdido. Seguro que Hiro-matsu te los llevará a Yedo.

—Le ordené que los soltase en cuanto nosotros estuviésemos a salvo. Cuando hubieran llegado a Yedo, habrían olvidado mis enseñanzas y habrían adquirido malos hábitos. Es una de mis normas: utiliza sólo los halcones adiestrados por ti mismo y no permitas que tengan otro dueño. De este modo, sólo yo seré responsable de sus errores.

«Necesito a ese tiburón —pensó amargamente Toranaga—. Matarlo ahora sería prematuro.»

Dos cuerdas fueron lanzadas a tierra, atadas y aseguradas. Se tensaron y crujieron y la galera quedó atracada de costado. Bajaron la pasarela y Yabú se situó en la plataforma.

Inmediatamente, los numerosos samurais lanzaron al unísono su grito de combate ¡Kasigi! ¡Kasigi!, y este rugido hizo que las gaviotas chillaran y levantasen el vuelo. Los samurais se inclinaron como un solo hombre.

Yabú correspondió a su saludo, se volvió a Toranaga y le invitó con un gesto cordial.

—Bajemos a tierra.

Toranaga contempló a los apretujados samurais y a los lugareños postrados en el polvo, y se preguntó:

«¿Será aquí donde he de morir por el sable, según predijo el astrólogo? La primera parte de su profecía se ha cumplido ya. Mi nombre está ahora escrito en los muros de Osaka.»

Pero alejó este pensamiento. En lo alto de la pasarela, gritó imperiosamente a sus cincuenta samurais, que ahora llevaban uniforme Pardo como él:

—¡Todos vosotros os quedaréis aquí! Tú, capitán, prepara la partida inmediata. Mariko-san, te quedarás tres días en Anjiro. Desembarca en seguida con Anjín-san y Fujiko-san y esperadme en la plaza.

Después se volvió hacia el muelle y, con gran sorpresa de Yabú, dijo, aumentando el volumen de su voz:

—Ahora, Yabú-san, pasaré revista a tus regimientos.

Y, sin perder momento, se adelantó a Yabú y empezó a bajar la pasarela con la natural y confiada arrogancia de un general curtido en el combate.

Un murmullo de asombro corrió por el muelle al reconocerlo los allí reunidos. Aquella revista era absolutamente inesperada. Su nombre pasó de boca en boca, y el fuerte murmullo y el pasmo producido por su presencia le llenaron de satisfacción. Sintió que Yabú le seguía, pero no se volvió.

—¡Ah, Igurashi-san! —dijo con una cordialidad que no sentía—. ¡Cuánto me alegro de verte! Ven conmigo y revistaremos juntos a tus hombres.

—Sí, señor.

—Y tú debes ser Kasigi Omi-san. Tu padre es un viejo camarada de armas mío. Ven tú también.

—Sí, señor —respondió Omi—. Gracias, señor.

Toranaga marcó un paso vivo. Se había llevado a aquellos dos hombres para impedir que hablaran en privado con Yabú y convencido de que su vida dependía de que conservase la iniciativa.

—¿No luchaste con nosotros en Odawara, Igurashi-san? —preguntó, sabiendo que era allí donde el samurai había perdido un ojo.

—Sí, señor. Tuve este honor. Estuve con el señor Yabú y combatimos en el ala derecha del Taiko.

Habían llegado delante del primer regimiento. La voz de Toranaga se elevó.

—Sí. Vosotros y los hombres de Izú nos ayudasteis mucho. Tal vez si no hubiese sido por vosotros no habría ganado yo el Kwanto. ¿Eh, Yabú-sama? —añadió, deteniéndose de pronto y dando a Yabú, públicamente, aquel título honorífico.

El halago desconcertó a Yabú. Estaba convencido de que lo merecía, pero no lo había esperado de Toranaga.

—Tal vez, pero lo dudo. El Taiko ordenó el aniquilamiento del clan Beppu. Por consiguiente, fue aniquilado.

Esto había sido diez años antes, cuando sólo el poderosísimo y antiguo clan Beppu, que tenía por jefe a Beppu Genzaemón, se enfrentó con las fuerzas combinadas del general Nakamura —el futuro Taiko— y de Toranaga. Durante siglos, los Beppu habían poseído las Ocho Provincias, el Kwanto. Ciento cincuenta mil hombres habían puesto sitio a su castillo-ciudad de Odawara, que guardaba el paso que conducía, a través de las montañas, a las increíblemente ricas llanuras situadas más allá. El asedio había durado once meses. La nueva consorte de Nakamura, la patricia dama Ochiba, radiante de hermosura y que apenas tenía dieciocho años, había ido a reunirse con él en el campamento, llevando en brazos a su hijo, el primogénito en quien tenía Nakamura puesta toda su ilusión. Y dama Ochiba se había presentado acompañada de su hermana menor, Genjiko, a quien se proponía Nakamura dar en matrimonio a Toranaga.

—Señor —había dicho Toranaga—, ciertamente será un honor para mí estrechar los lazos entre nuestras casas, pero en vez de que dama Genjiko se case conmigo, como sugieres, permite que se case con Sudara, mi hijo y heredero.

Le había costado algunos días persuadir a Nakamura, pero éste había acabado por aceptar. Cuando se anunció la decisión a dama Ochiba, ésta había respondido al punto:

—Humildemente, señor, me opongo a este matrimonio.

Nakamura se había echado a reír.

—¡También yo! —había dicho—. Sudara sólo tiene diez años, y Genjiko, trece. Pero aún así están prometidos y se casarán cuando él cumpla quince años.

—Desde luego, señor —había dicho inmediatamente Toranaga.

—Bien. Pero, escucha. Primero, tú y Sudara juraréis eterna lealtad a mi hijo.

Y así lo habían hecho. Después, durante el décimo mes de asedio, había muerto aquel primer hijo de Nakamura a causa de las fiebres, de una intoxicación de la sangre o de un malévolo kami.

—¡Que todos los dioses maldigan a Odawara y a Toranaga! —había rugido Ochiba—. Toranaga tiene la culpa de que estemos aquí. Él ambiciona el Kwanto y tiene la culpa de que nuestro hijo haya muerto. Es tu verdadero enemigo. ¡Quiere que tú mueras y que yo muera! Mátalo, o ponlo al frente de los atacantes. ¡Que pague con su vida la vida de nuestro hijo! Pido venganza…

En consecuencia, Toranaga había dirigido el ataque. Había tomado el castillo de Odawara, minando las murallas y efectuando un ataque frontal. Después, el encolerizado Nakamura había arrasado la ciudad. Con la caída de ésta y la persecución de todos los Beppu, el imperio quedó sometido y Nakamura se convirtió en primer Kwampaku y después en Taiko. Pero muchos habían muerto en Odawara.

«Demasiados», pensó ahora Toranaga en la playa de Anjiro mientras observaba a Yabú.

—Es una lástima que el Taiko esté muerto, ¿neh?

—Sí.

—Mi cuñado era un gran caudillo. Y también un gran maestro. Yo, como él, nunca olvido a un amigo. Ni a un enemigo.

—El señor Yaemón será pronto mayor de edad. Y tiene el espíritu del Taiko. Señor Toranaga…

Pero antes de que Yabú pudiese impedir la revista, Toranaga echó a andar de nuevo y él no tuvo más remedio que seguirle.

Toranaga recorrió las filas rezumando afabilidad, deteniéndose ante uno de los hombres aquí y allá, reconociendo a algunos, rebuscando caras y nombres en su memoria. Tenía la rara habilidad de ciertos generales que, al pasar revista a la tropa, dan a cada uno la impresión momentánea de que se han fijado sólo en él o incluso de que han hablado sólo con él entre todos sus camaradas. Toranaga hacía lo que debía hacer, lo que había hecho mil veces: dominar a los hombres con su voluntad.

Cuando hubo pasado revista al último samurai, Yabú, Igurashi y Omi estaban exhaustos. No así Toranaga, el cual, también antes de que Yabú pudiese impedírselo, se situó rápidamente en un punto ventajoso, donde permaneció erguido y solo.

—¡Samurais de Izú, vasallos de mi amigo y aliado Kasigi Yabú-sama! —gritó con voz sonora—. ¡Me siento honrado al estar aquí! Es para mí un honor ver parte de las fuerzas de Izú, parte de las fuerzas de mi gran aliado. Escuchad, samurais. Negros nubarrones se ciernen sobre el Imperio y amenazan la paz del Taiko. ¡Que todos los samurais estén alerta! ¡Afilad vuestras armas! ¡Juntos defenderemos su voluntad! ¡Y triunfaremos! ¡Que los dioses aplasten sin piedad a todos los que desobedecen las órdenes del Taiko! —Después, levantó ambos brazos y lanzó su grito de guerra: ¡Kasigi!, e increíblemente, se inclinó ante las legiones en una prolongada reverencia.

Todos lo miraron fijamente. Después, los regimientos gritaron una y otra vez: ¡Toranaga! Y los samurais correspondieron a su saludo.

Incluso Yabú se inclinó, cediendo a la fuerza del momento.

Antes de que pudiese erguirse de nuevo, Toranaga reemprendió la marcha a paso rápido.

—Ve con él, Omi-san —ordenó Yabú, pues habría sido incorrecto correr él mismo detrás de él.

Cuando Omi se hubo marchado, Yabú dijo a Igurashi:

—¿Qué noticias hay de Yedo?

—Dama Yuriko, tu esposa, dijo que te informase de que se está realizando una tremenda movilización de todo Kwanto. Cree que Toranaga se está preparando para la guerra, para un súbito ataque, tal vez contra la propia Osaka.

—¿Qué hay de Ishido?

—Nada, antes de que saliésemos. Esto fue hace cinco días. No supe lo de la escapada de Toranaga hasta ayer, por una paloma mensajera enviada por tu dama desde Yedo. Su mensaje decía: «Toranaga consiguió escapar de Osaka con nuestro señor en una galera. Prepara su recibimiento en Anjiro.» Pensé que era mejor mantenerlo secreto, salvo para Omi-san, pero todos estamos preparados.

—¿Cómo?

—He ordenado unas «maniobras» de guerra en toda Izú. Dentro de tres días quedarán bloqueados todos los pasos y carreteras de Izú. En el Norte, hay una flota presuntamente pirata que puede abordar cualquier barco sin escolta, de día o de noche. Y aquí hay sitio para ti y para un invitado, por importante que sea.

—Bien. ¿Algo más? ¿Alguna otra noticia?

—Esta mañana ha llegado un mensaje cifrado de Osaka: «Toranaga ha dimitido del Consejo de Regencia.»

—¡Imposible! ¿Por qué había de dimitir?

—No lo sé. No lo entiendo. Pero debe de ser verdad, señor. Nunca nos ha fallado esta fuente de información.

—¿Dama Sazuko? —preguntó cautelosamente Yabú, nombrando ala consorte más joven de Toranaga, cuya doncella era espía suya.

Igurashi asintió con la cabeza.

—Sí. Pero no lo entiendo en absoluto. Ahora, los regentes lo acusarán, ¿no? Ordenarán su muerte.

—Tal vez Ishido le obligó a hacerlo. Pero, ¿cómo? No hubo ningún rumor al respecto. Y si lo ha hecho, está perdido. Debe de ser una noticia falsa.

Yabú bajó precipitadamente del montículo y vio que Toranaga cruzaba la plaza en dirección a Mariko y al bárbaro, cerca de los cuales estaba Fujiko. Mariko echó a andar al lado de Toranaga y los otros esperaron en la plaza. Entonces, Yabú vio que él entregaba a la joven un pequeño rollo de pergamino.

«¿Qué nuevo ardid está planeando Toranaga?», se preguntó.

Toranaga se detuvo en el muelle. No subió al barco buscando la protección de sus hombres. Sabía que el asunto tenía que resolverse en tierra. No podía escapar. Observó a Yabú y a Igurashi que se acercaban. La aparente impasibilidad de Yabú le dijo muchas cosas.

Yabú ordenó a los demás que se alejasen y los dos hombres se quedaron solos.

—He recibido noticias inquietantes de Osaka. ¿Has dimitido del Consejo de Regencia?

—Sí. He dimitido.

—Entonces, te has suicidado, has destruido tu casa, has destruido a todos tus vasallos, aliados y amigos. Has enterrado a Izú, y me has matado a mí.

—Desde luego, el Consejo de Regencia puede apoderarse de tu feudo y quitarte la vida si le place.

—¡Por todos los dioses vivos y muertos y por nacer! Disculpa mis malos modales, pero tu… tu increíble actitud… ¡Oh! Perdona una vez más… En todo caso, será mejor que te quedes aquí, señor Toranaga.

—Preferiría marcharme en seguida.

—Aquí o en Yedo, ¿qué más da? La orden de los regentes llegará inmediatamente. Supongo que querrás hacerte el harakiri. Con dignidad. En paz. Será para mí un honor actuar de ayudante.

—Gracias. Sí, comprendo que quieras mi cabeza.

—La mía también está en peligro.

—Sí, Ishido no vacilará en pedirla. Pero primero se apoderará de Izú. ¡Oh, sí, Izú está perdida con él en el poder!

—No me atormentes. ¡Sé lo que va a ocurrir!

—No trato de atormentarte, amigo mío —dijo Toranaga disfrutando con la pérdida de dignidad de Yabú—. Sólo digo que, con Ishido en el poder, tú estás perdido e Izú está perdida, porque su pariente Ikawa Jikkyu ambiciona Izú, ¿neh? Pero Ishido no tiene el poder, Yabú-san. Todavía no lo tiene.

Y le explicó, de amigo a amigo, por qué había dimitido.

—¡El Consejo, anulado! —dijo Yabú, sin poder creerlo.

No hay tal Consejo. No lo habrá, hasta que sus miembros vuelvan a ser en número de cinco. —Toranaga sonrió—. Piénsalo, Yabú-san. Ahora soy más fuerte que nunca, ¿neh? Ishido ha sido neutralizado y Jikkyu también. Ahora tienes todo el tiempo necesario para instruir a tus fusileros. Suruga y Totomi son tuyas. Y tuya es la cabeza de Jikkyu. Dentro de unos meses verás su cabeza y las de todos los suyos clavadas en una pica y podrás pasearte a caballo por tus nuevos dominios.

De pronto, dio media vuelta y gritó:

—¡Igurashi-san!

Quinientos hombres oyeron su voz de mando. Igurashi iba a acercarse corriendo, pero antes de que hubiera dado tres pasos, Toranaga le ordenó:

—Trae contigo una guardia de honor. ¡Cincuenta hombres! ¡En seguida!

No quería dar un momento de respiro a Yabú para que éste no advirtiera un punto terriblemente débil en su argumentación: que, si Ishido estaba ahora en un atasco y no tenía poder, la cabeza de Toranaga servida en bandeja de plata tendría un valor enorme para él y, por consiguiente, para Yabú. O, mejor aún. Si Toranaga era apresado como un vulgar delincuente y entregado en las puertas del castillo de Osaka, esto supondría para Yabú la inmortalidad y las llaves de Kwanto.

Mientras la guardia de honor formaba ante él, Toranaga dijo con voz fuerte:

—Para celebrar esta ocasión, Yabú-sama, ruego que te dignes aceptar esto como prueba de amistad.

Cogió su sable largo, lo sostuvo con ambas manos y se lo ofreció.

Yabú lo tomó como en sueños. Era de un valor incalculable, herencia de los Minowara y famoso en todo el país. Toranaga lo poseía hacía quince años. Se lo había regalado Nakamura en presencia de todos los daimíos importantes del Imperio, excepto Beppu Genzaemón, como pago parcial de un acuerdo secreto.

Esto había ocurrido poco después de la batalla de Nagakudé. Toranaga acababa de derrotar al general Nakamura, el futuro Taiko, cuando éste no era más que un advenedizo, sin mandato, ni poder, ni título formales, y cuando sus ambiciones de poder absoluto estaban aún en la balanza. En vez de reunir una fuerza abrumadora y sepultar a Toranaga, según su política acostumbrada, Nakamura había decidido mostrarse conciliador. Había ofrecido a Toranaga un tratado de amistad y de alianza, y, para cimentarlo, a su media hermana por esposa. Toranaga se había casado con ella con toda la pompa y la ceremonia a su alcance, y el mismo día había concluido un pacto secreto de amistad con el inmensamente poderoso clan de los Beppu, enemigos declarados de Nakamura, que en aquella época seguían imperando orgullosos en el Kwanto.

Entonces, Toranaga había esperado el inevitable ataque de Nakamura. Pero no se había producido. En vez de esto, y aunque pareciese imposible, Nakamura había enviado a su amada y venerada madre al campamento de Toranaga con el pretexto de visitar a su hijastra, la esposa de Toranaga, pero en realidad como rehén, y a cambio de ello había invitado a Toranaga a una importante reunión de todos los daimíos convocada en Osaka. Toranaga lo había pensado mucho, pero había acabado por aceptar la invitación, diciendo a su aliado Beppu Genzaemón que era imprudente que asistieran los dos. Después había movilizado secretamente a seis mil samurais contra una previsible traición de Nakamura y había dejado a su nueva esposa y a su madre a cargo de su hijo mayor, Noboru. Inmediatamente, Noboru había amontonado leña seca en el tejado de su residencia y les había dicho que le prendería fuego si algo le ocurría a su padre.

Toranaga sonrió al recordarlo. La noche antes de su prevista llegada a Osaka, Nakamura, desdeñando como siempre los convencionalismos, lo había visitado, solo y desarmado.

—Escucha —le había dicho—. Estoy a punto de ganar el reino. Pero para conseguir el poder total necesito que me respeten los antiguos clanes, los señores feudales hereditarios, los actuales herederos de los Fujimoto, de los Takashima y de los Minowara.

—Tienes mi respeto. Siempre lo has tenido.

El hombrecillo de cara de mono se había reído de buena gana.

—Tú venciste limpiamente en Nagakudé. Eres el mejor general que he conocido, el mayor daimío del reino. Pero vamos a dejar de jugar entre nosotros. Quiero que mañana te inclines ante mí como vasallo en presencia de todos los daimíos. Si tú me rindes vasallaje, todos los demás se apresurarán a tocar el suelo con la frente y a mover el rabo. Y los pocos que no lo hagan… Bueno, que se anden con cuidado.

—Y te convertirás en señor de todo el Japón, ¿neh?

—Sí. El primero en la Historia. Y gracias a ti. Confieso que tu ayuda me es imprescindible. Pero escucha, si haces esto por mí, tendrás el primer lugar detrás de mí. Todos los honores que desees. Todo. Habrá de sobras para los dos.

—¿De veras?

—Sí. Primero tendré el Japón. Después Corea. Después China. Dije a Goroda que quería esto, y lo tendré. Entonces podré darte el Japón… ¡una provincia de mi China!

—¿Y ahora, señor Nakamura? Ahora tengo que someterme, ¿neh? Estoy en tu poder, ¿neh? Tu poder es abrumador en relación con el mío… y los Beppu me amenazan por la espalda.

—Pronto les ajustaré las cuentas —había dicho el guerrero campesino—. Esa insolente carroña rehusó mi invitación a presentarse aquí mañana… Me devolvieron mi mensaje cubierto de palomina. ¿Quieres sus tierras? ¿Quieres todo el Kwanto?

—No quiero nada de ellos ni de nadie —había dicho él.

—Mentiroso —había dicho afablemente Nakamura—. Escucha, Tora-san: tengo casi cincuenta años, pero ninguna de mis mujeres me ha dado un hijo. Lo tengo todo, pero no tengo hijos y nunca los tendré. Es mi karma. Tú tienes cuatro hijos vivos y quién sabe cuántas hijas. Tú tienes cuarenta y tres años y puedes engendrar doce hijos más. Éste es tu karma. Y también eres Minowara, y esto es karma. ¿Y si yo adoptase a uno de tus hijos y lo nombrase mi heredero?

—¿Ahora?

—Pronto. Digamos dentro de tres años. Antes no me importaba tener un heredero, pero ahora las cosas han cambiado. Nuestro difunto señor Goroda cometió la estupidez de dejarse asesinar. Ahora el país es mío, puede ser mío. ¿Qué dices?

—¿Formalizarías el acuerdo públicamente dentro de dos años?

—Sí. Dentro de dos años. Puedes confiar en mí, tenemos intereses comunes. Dentro de dos años públicamente. Y tú y yo decidiremos cuál de tus hijos debe ser el heredero. De este modo, lo compartiremos todo, ¿eh? Nuestra dinastía conjunta quedará implantada para el futuro y no habrá problemas, lo cual es bueno para mí y para ti. Los frutos serán copiosos. Primero, el Kwanto, ¿eh?

—Tal vez Beppu Genzaemón se someta si yo me someto.

—No puedo permitírselo, Tora-san. Tú ambicionas sus tierras.

—Yo no ambiciono nada.

Nakamura había lanzado una alegre carcajada.

—Ya. Pero deberías ambicionarlas. El Kwanto es digno de ti. Rodeado de montañas, es fácil de defender. Con el delta dominarás los más ricos arrozales del Imperio. Estarás de espaldas al mar y tendrás una renta de un millón de kokú. Pero no hagas de Kamakura tu capital. No, de Odawara.

—Kamakura ha sido siempre la capital del Kwanto.

—Pero no te la aconsejo como capital. Hay siete pasos que conducen a ella. Demasiados para una buena defensa. Y no está junto al mar. Sería más seguro ir más lejos. Necesitas un puerto de mar. Y una vez vi uno: Yedo, un pueblo de pescadores, pero que tú podrías convertir en una gran ciudad. Fácil de defender y perfecto para el comercio. Tú eres partidario del comercio. Yo también. Bueno, debes tener un puerto de mar. En cuanto a Odawara, vamos a arrasarla para que sirva de lección.

—Será muy difícil.

—Sí, pero también será una buena lección para todos los otros daimíos, ¿neh?

—Tomar esta ciudad al asalto sería muy costoso.

De nuevo aquella risa.

—Lo sería para ti si no te unieras conmigo. Yo tendría que pasar por tus tierras actuales para llegar allí… ¿Sabes que estás en primera línea de los Beppu, que eres el peón de los Beppu? Juntos, podríais tenerme a raya un año o dos, incluso tres. Pero, en definitiva, pasaría. ¡Oh, sí! Entonces, ¿por qué perder el tiempo con ellos? Dalos a todos por muertos menos a tu yerno, si así lo quieres… ¡Ah! Sé que tienes una alianza con ellos, pero eso no vale un tazón de estiércol. Bueno, ¿qué contestas? Los frutos serán copiosos. Primero, el Kwanto… que será tuyo. Después, tendré todo el Japón. Después Corea… Esto será fácil. Y después, China. Difícil, pero no imposible. Sé que un campesino no puede ser shogun, pero «nuestro» hijo lo será y podrá sentarse en el Trono del Dragón de China. Y si no él, su hijo. Y ahora, no hablemos más. ¿Qué contestas?

—Orinemos para cerrar el trato —había dicho Toranaga, que había ganado todo lo que quería y tenía planeado.

Y al día siguiente, ante la majestuosa y pasmada asamblea de los truculentos daimíos, había ofrecido humildemente su sable y sus tierras y su honor y su herencia al encumbrado campesino y señor de la guerra. Había suplicado que se le permitiese servir a Nakamura y a su estirpe para siempre. Y él, Yoshi Toranaga-Minowara, se había inclinado y había tocado el polvo con la frente. El futuro Taiko se había mostrado magnánimo, había tomado sus tierras y le había dado el Kwanto como feudo para cuando fuese conquistado, y había ordenado la guerra total contra los Beppu por sus insultos al Emperador. También había regalado a Toranaga el sable que había adquirido recientemente de una de las tesorerías imperiales. Este sable había sido confeccionado por el maestro armero Miyoshi-Go, hacía siglos, y había pertenecido antaño al más famoso guerrero de la Historia, Minowara Yoshimoto, primer shogun Minowara.

Toranaga recordó aquel día. Y recordó otros, cuando, unos años más tarde, dama Ochiba parió un hijo varón, y cuando, increíblemente, después de morir convenientemente el primer hijo del Taiko, había nacido el segundo, Yaemón, arruinando todo su plan. Karma.

Vio que Yabú sostenía, reverente, el sable de su antepasado.

—¿Es tan afilado como dicen? —preguntó Yabú.

—Sí.

—Me haces un gran honor. Guardaré tu obsequio como un tesoro —dijo Yabú, inclinándose, consciente de que, gracias a este obsequio, sería el primero en el país, después de Toranaga.

Toranaga le devolvió el saludo y, desarmado, se dirigió a la pasarela, pidiendo al cielo que la avaricia de Yabú lo mantuviera hechizado unos momentos más.

—¡Partamos! —ordenó al subir a bordo, y, volviéndose hacia la orilla, agitó la mano alegremente.

Alguien rompió el silencio y gritó su nombre, otros le hicieron coro. Y sonó un rumor general de aprobación, por el honor dispensado a su señor. Unas manos complacientes empujaron la galera apartándola del muelle. Los remeros tiraron con fuerza de los remos y la embarcación emprendió su singladura.

Blackthorne anduvo tristemente hasta el malecón.

—¿Cuándo volverá, Mariko-san?

—No lo sé, Anjín-san.

—¿Cómo iremos a Yedo?

—Nos quedaremos aquí. Al menos, yo me quedaré tres días. Después partiré para Yedo.

—¿Y yo?

—Tú te quedarás aquí.

—¿Por qué?

—Manifestaste interés por aprender nuestra lengua. Y además, tienes trabajo aquí.

—¿Qué trabajo?

—Lo siento, pero no lo sé. El señor Yabú te lo dirá. Mi señor me dejó como intérprete por tres días.

Blackthorne tuvo un mal pensamiento. Llevaba sus pistolas al cinto, pero no tenía más pólvora ni municiones, y tampoco cuchillos. Todo estaba en el camarote, a bordo de la galera.

—¿Por qué no me dijiste que nos quedábamos aquí? —preguntó—. Sólo dijiste que debíamos desembarcar.

—Yo no sabía que te quedarías —respondió ella—. El señor Toranaga me lo ha dicho hace un momento, en la plaza.

—¿Por qué no me lo ha dicho él mismo?

—No lo sé.

—Se suponía que yo iría a Yedo. Allí está mi tripulación. Allí está mi barco. ¿Qué ha sido de ellos?

—Sólo ha dicho que tenías que quedarte aquí.

—¿Por cuánto tiempo?

—No me lo ha dicho, Anjín-san. Tal vez el señor Yabú lo sabe. Ten paciencia, por favor.

Blackthorne podía ver a Toranaga de pie en el alcázar mirando hacia tierra.

—Creo que él sabía que yo iba a quedarme aquí, ¿no?

Ella no le respondió. ¡Qué infantil era Anjín-san al expresar todo lo que pensaba! ¡Y qué listo había sido Toranaga al librarse de aquella trampa!

Fujiko y las dos doncellas estaban cerca de ella, esperando pacientemente en la sombra con la madre y la esposa de Omi. La galera adquiría velocidad, pero estaba todavía al alcance de las flechas. Mariko, que observaba atentamente a Yabú, sabía que tendría que intervenir en cualquier momento.

—¿No es verdad? ¿No es verdad? —insistió Blackthorne.

—¿Qué? ¡Oh, lo siento! No lo sé, Anjín-san. Sólo puedo decirte que el señor Toranaga es muy inteligente, el hombre más inteligente —dijo sabiendo que Blackthorne no comprendía nada de lo ocurrido allí—. Ten paciencia, Anjín-san. No tienes nada que temer.

—No temo nada, Mariko-san. Pero estoy cansado de que me muevan sobre el tablero como un peón de ajedrez.

Entonces, ella vio que el rostro de Yabú se congestionaba.

—¡Las armas! —gritó Yabú—. ¡Los mosquetes están en la galera!

Mariko comprendió que había llegado el momento. Corrió hacia él en el momento en que se volvía para dar órdenes a Igurashi.

—Perdona, señor Yabú —le dijo—, pero no tienes que preocuparte por tus mosquetes. El señor Toranaga me dijo que te pidiera disculpas por su apresurada partida, pero que tiene cosas urgentes que hacer en Yedo en beneficio de los dos. Dijo que te devolverá la galera inmediatamente. Con las armas. Y con un suplemento de pólvora. Y también con los doscientos cincuenta hombres que le pediste. Estarán aquí dentro de cinco o seis días.

Después, cuando Yabú lo hubo comprendido bien, se sacó un rollo de pergamino de la manga.

—Mi señor te suplica que leas esto. Se refiere a Anjín-san.

Yabú tomó el rollo y miró a Anjín-san.

Blackthorne, que observaba desde una distancia de treinta pasos, sintió escalofríos bajo la penetrante mirada de Yabú. Oyó que Mariko le hablaba con su voz cantarina, pero esto no lo tranquilizó. Su mano se cerró disimuladamente sobre la culata de la pistola.

—¡Anjín-san! —le llamó Mariko—. ¡Ten la bondad de venir!

Al acercarse Blackthorne, Yabú levantó los ojos del pergamino y lo saludó con un amistoso movimiento de cabeza. Cuando hubo terminado la lectura, devolvió el documento a Mariko y dijo unas palabras, en parte a ella y en parte a él.

Mariko ofreció respetuosamente el documento a Blackthorne. Éste lo tomó y examinó los incomprensibles caracteres.

—El señor Yabú dice que eres bienvenido a esta aldea. Este documento lleva el sello del señor Toranaga, Anjín-san. Consérvalo, pues te confiere un raro honor. El señor Toranaga te ha nombrado hatamoto. Es el título de un miembro especial de su servicio personal. Cuentas con su absoluta protección, Anjín-san. Más tarde te explicaré los privilegios, pero el señor Toranaga te ha señalado también un salario de veinte kokús al mes. Esto equivale…

Yabú la interrumpió y habló largamente. Mariko tradujo:

—El señor Yabú espera que te sentirás contento y dice que se hará todo lo posible para que encuentres cómoda tu estancia. Te proporcionarán una casa. Y maestros. Te pide que aprendas el japonés lo más rápidamente posible. Esta noche te hará algunas preguntas y te hablará de un trabajo especial.

—Por favor, pregúntale qué trabajo.

—Me permito aconsejarte un poco más de paciencia, Anjín-san. No es el momento oportuno, te lo digo de veras.

—Está bien.

—¿Wakarimasu ka, Anjín-san? —dijo Yabú.

Hai, Yabú-san. Domo.

Yabú ordenó a Igurashi que despidiese al regimiento y se volvió a los aldeanos, que estaban aún postrados en la arena.

Permaneció plantado ante ellos, en la hermosa y tibia tarde de primavera, sosteniendo todavía el sable de Toranaga. Sus palabras restallaron sobre ellos. Señaló a Blackthorne con el sable y les arengó durante unos momentos más y terminó bruscamente.

¿Wakarimasu ka? —preguntó entonces Mura a los lugareños, todos los cuales contestaron hai, mezclando sus voces con el susurro de las olas en la playa.

—¿Qué pasa? —preguntó Blackthorne a Mariko.

Pero Mura gritó ¡Keirei!, y los lugareños volvieron a inclinarse profundamente, primero ante Yabú y después ante Blackthorne. Yabú se alejó sin mirar atrás.

—¿Qué pasa, Mariko-san?

—El…, el señor Yabú les ha dicho que tú eres un huésped distinguido. Que también eres un honorable servidor del señor Toranaga. Que estás aquí, principalmente, para aprender nuestra lengua. Que ha otorgado a la aldea el honor y la responsabilidad de enseñarte. La aldea es responsable, Anjín-san. Todos están aquí para ayudarte. Les ha dicho que si dentro de seis meses no has aprendido satisfactoriamente, será incendiada la aldea, pero que antes hará crucificar a todos sus moradores, hombres, mujeres y niños.