SEXTA PARTE

CAPÍTULO LX

Desde la orilla, contemplaba el negro esqueleto de su barco varado y escorado, bañado por la marea baja, setenta yardas mar adentro, sin mástiles, sin cubiertas, sin nada más que la quilla y el costillar apuntando al cielo.

—Esos monos trataron de arrastrarla hacia la playa —dijo Vinck hoscamente.

—No, fue la marea.

—Por el amor de Dios, piloto, si tienes a bordo un maldito fuego y estás cerca de la maldita costa, tú arrastras el barco a la playa. Jesús, hasta esos bastardos del demonio lo sabían. —Vinck escupió en la arena—. ¡Estúpidos! No debiste confiarles el barco. ¿Y qué hacemos ahora? Hubieras tenido que dejarlo en Yedo, a salvo, y nosotros a salvo con él.

El tono quejumbroso de Vinck le irritaba. Ahora Vinck le irritaba siempre. En tres ocasiones durante la última semana, había estado a punto de ordenar a sus siervos que lo apuñalaran calladamente y lo arrojaran por la borda, para que dejara de sufrir. Y es que sus llantos, sus quejas y sus recriminaciones le resultaban insoportables.

—Tal vez la arrastraron, Johann —dijo con una fatiga mortal.

—Sí, pero los muy imbéciles no apagaron el fuego. Condenados japoneses que Dios confunda… No debimos dejarlos subir a bordo.

Blackthorne se concentró en la galera, tratando de no oír más. Estaba amarrada a sotavento del muelle, a unos cientos de pasos, junto al pueblo de Yokohama. Era un día soleado y soplaba la brisa. Olía a mimosas. Kiri y la dama Sazuko conversaban bajo unas sombrillas de color naranja en la popa y pensó que, tal vez, el perfume procedía de allí. Naga y Yabú paseaban por el muelle, Naga hablaba y Yabú escuchaba. Ambos estaban muy tensos. Vio que lo miraban y percibió su nerviosismo.

Dos horas antes, cuando la galera dobló el cabo, Yabú le dijo:

—¿Por qué acercarnos a ver, Anjín-san? Barco muerto, ¿neh? Todo acabó. Vamos a Yedo. Preparar la guerra. No hay tiempo.

—Lo siento. Debo desembarcar aquí. Ver de cerca.

—¡Vamos a Yedo! Barco muerto… se acabó. ¿Neh?

—Vete tú. Yo nadaré.

—Espera. Barco muerto, ¿neh?

—Lo siento, por favor espera. Poco tiempo. Después Yedo.

Por fin Yabú accedió, desembarcaron y Naga salió a recibirles.

—Lo siento, Anjín-san, ¿neh? —dijo Naga con los ojos enrojecidos por haber dormido poco.

—Sí, lo siento. ¿Qué pasó?

—Lo siento, no sé. No honto. Yo no estaba aquí, ¿comprendes? Yo enviado Mishima varios días. Cuando volví, hombres decían una noche terremoto, ¿comprendes?

—Sí, comprendo. Por favor, continúa.

—Noche muy oscura. Ola grande. Lámparas romperse. Fuego. Todo arder de prisa.

—¿Y los hombres de guardia, Naga-san?

—Cuando yo regresar, lo siento mucho, ¿neh?, barco acabado. Arder todavía en la costa. Yo reunir todos hombres de guardia esa noche y preguntar. Ninguno seguro de lo que ocurrir. Yo ordenar salvamento. Ahora cosas en campamento. —Señaló hacia la meseta—. Vigilar mi guardia. Después hacerlos matar a todos y yo regresar a Mishima para informar al señor Toranaga.

—¿Todos? ¿Todos muertos?

—Sí. No cumplir su deber.

—¿Qué dijo el señor Toranaga?

—Muy furioso. Con razón, ¿neh? Yo ofrecer seppuku. Señor Toranaga negar permiso. Él muy enojado, Anjín-san. —Naga hizo un nervioso ademán, abarcando la playa—. Todo regimiento en desgracia, Anjín-san. Todos. Cincuenta y ocho seppuku.

Blackthorne le hubiese gritado que ni cincuenta y ocho mil muertos hubieran podido compensarlo por la pérdida de su barco.

—Malo —dijo—. Muy malo.

—Sí. Mejor ir a Yedo. Hoy mismo. Guerra hoy, mañana, pasado. Lo siento. —Naga se volvió hacia Yedo y Blackthorne, atontado, casi no entendió lo que decían, pero notó que Yabú estaba violento. Luego, Naga prosiguió, dirigiéndose nuevamente a él—: Lo siento, Anjín-san. No poder hacer nada. Honto, ¿neh?

Blackthorne asintió haciendo un esfuerzo.

Honto. Domo, Naga-san. Shigata ga nai.

Murmuró una excusa y se alejó en dirección a su barco. Quería estar solo. No estaba seguro de poder seguir dominando su furor. Comprendía que no podía hacer nada y que nunca sabría la verdad. Sospechaba que los curas, con sobornos o amenazas, habían conseguido que los hombres cometieran aquella infame profanación. Pero antes de que pudiera escapar del muelle Vinck corrió tras él y le rogó que no le dejara solo. Al advertir el miedo del hombre, consintió que le acompañara, pero no lo escuchaba.

Mientras contemplaba el esqueleto de su barco, no hacía más que dar vueltas a lo mismo: Mariko había comprendido la verdad y se la había revelado a Kiyama o a los curas: «Sin su barco, el Anjín-san estará inerme ante la Iglesia. Perdonadle la vida y matad sólo al barco…»

Le parecía estar oyéndola. Tenía razón. Era una solución sencillísima para el problema de los católicos. Sí, pero cualquiera de ellos podía haber pensado lo mismo. ¿Y cómo se abrieron camino entre los cuatro mil hombres? ¿A quién sobornaron? ¿Cómo?

No importa quién. Ni cómo. Han ganado.

«Que Dios nos asista. Sin el barco soy hombre muerto. No puedo ayudar a Toranaga y su guerra nos engullirá a todos.»

—Pobre barco —dijo—. Perdóname. ¡Qué triste que hayas muerto de un modo tan inútil! Después de tantas leguas.

—¿Qué? —preguntó Vinck.

—Nada —respondió—. Pobre barco. Perdona. No he hecho tratos con ella ni con nadie. Pobre Mariko. Perdónala a ella también.

—¿Qué decías, piloto?

—Nada. Pensaba en voz alta.

—Estabas hablando. Te he oído, ¡por cien mil diablos!

—¡Por cien mil diablos, cállate ya!

—¿Eh? ¡Callar cuando estamos varados para el resto de nuestras vidas con estas sabandijas! ¿Eh?

—¡Sí!

—Vamos a tener que arrastrarnos ante ellos durante el resto de nuestra perra vida, ¿y cuánto crees que va a durar esta vida, si no saben hablar más que de guerra, guerra y guerra? ¿Eh?

—Sí.

—Sí…, sí… —Vinck estaba temblando y Blackthorne se preparó—. Es culpa tuya. Tú nos hiciste venir al Japón y ¿cuántos murieron en el viaje? ¡Es culpa tuya!

—Sí. Lo siento, tienes razón.

—¿Que lo sientes? ¿Cómo vamos a volver? Tu obligación es llevarnos a casa. ¿Cómo vas a hacerlo?

—No lo sé. Ya vendrá algún otro barco de los nuestros, Johann. Sólo tenemos que esperar…

—¿Esperar? ¿Cuánto tiempo vamos a esperar? ¿Cinco cochinos años? ¿Veinte? ¡Por todos los santos! Tú mismo dijiste que esas sabandijas están en guerra ahora. —Vinck se puso frenético—. Nos cortarán la cabeza y la clavarán en una pica, como ésas, y los pájaros nos comerán… —Soltó una risa destemplada y metió la mano debajo de su harapienta camisa. Blackthorne vio asomar la pistola. Hubiera sido fácil derribar a Vinck y desarmarlo, pero no hizo nada para defenderse. Vinck agitó el arma ante su rostro, mientras bailaba a su alrededor, baboseando con un júbilo enfermizo. Blackthorne esperaba la bala, tranquilo, pero, de pronto, Vinck echó a correr por la playa ahuyentando a los pájaros que levantaban el vuelo chillando. Vinck corrió unos cien pasos y se desplomó de espaldas, sin dejar de mover los brazos y las piernas y mascullando obscenidades. Luego, con un último grito, dio media vuelta, y se quedó de bruces mirando a Blackthorne, petrificado. Se hizo un silencio.

Cuando Blackthorne llegó a su lado, Vinck lo apuntaba con la pistola mirándolo con un odio demencial y una sonrisa feroz. Estaba muerto.

Blackthorne le cerró los ojos y se lo cargó al hombro. Unos samurais corrieron hacia él con Naga y Yabú a la cabeza.

—¿Qué ha sucedido, Anjín-san?

—Se volvió loco.

—¿Está muerto?

—Sí. Primero, entierro. Después a Yedo. ¿Sí?

Hai.

Blackthorne pidió una pala y dijo que lo dejaran solo. Enterró a Vinck fuera del alcance de la marea, en un otero desde el que se veían los restos del barco. Dijo una oración y clavó una cruz hecha con maderos del barco. Fue fácil el funeral. ¡Lo había celebrado ya tantas veces! Sólo en este viaje, más de cien, para su propia tripulación, desde que habían zarpado de Holanda. Sólo quedaban Baccus van Nekk y el grumete Croocq. Los otros procedían de otros barcos: Salamon, el mudo, Jan Roper, Sonk, el cocinero, Ginsel, el de las velas. Cinco naves y cuatrocientos noventa y seis hombres. «Y, ahora, Vinck. Todos muertos menos nosotros siete. ¿Y para qué?»

¿Para dar la vuelta al mundo? ¿Para ser los primeros?

Sayonara, Johann.

Bajó a la playa, se desnudó y nadó hasta los restos del barco para purificarse. Dijo a Naga y a Yabú que era la costumbre cuando enterraban a alguno de sus hombres en tierra. Tenía que hacerlo el capitán si no había nadie más y el mar lo purificaba ante su Dios, que era el Dios de los cristianos, pero no exactamente el Dios de los jesuitas.

Se colgó de uno de los armazones del barco y vio que el escaramujo había empezado a invadirlo y que la arena cubría la quilla a tres brazas de profundidad. Muy pronto, el mar lo haría desaparecer.

En la orilla, le esperaban algunos de sus siervos con ropa limpia. Se vistió, se ciñó los sables y regresó hacia el muelle. Cerca de él, uno de sus siervos señaló al cielo:

—¡Anjín-san!

Una paloma mensajera, perseguida por un halcón, aleteaba furiosamente en dirección a su palomar del pueblo. Cuando faltaban cien metros, el halcón se lanzó en picado. El golpe no fue certero. La paloma caía como si estuviera herida de muerte, pero antes de llegar al suelo se rehízo y huyó hacia el palomar, sin que su perseguidor pudiera alcanzarla. Todos gritaron de júbilo excepto Blackthorne. Ni siquiera el valor y la astucia de la paloma le impresionaban ya.

Blackthorne volvió a la galera. Allí estaban Yabú, la dama Sazuko, Kiri y el capitán. Todo estaba dispuesto.

—Yabú-san. ¿Ima Yedo ka? —preguntó.

Pero Yabú no contestó y nadie reparó en él. Todos estaban mirando a Naga que se dirigía rápidamente hacia el pueblo. Uno de los hombres encargados de las palomas salió a su encuentro. Naga abrió el pliego y leyó el mensaje: «La galera y toda su dotación debe esperar en Yokohama hasta mi llegada.» Lo firmaba Toranaga.

Los jinetes salvaron rápidamente la cresta de la colina al sol de la mañana. Venían delante los cincuenta hombres de la vanguardia y exploradores mandados por Buntaro. Después, los estandartes. A continuación, Toranaga. Detrás de él, el grueso de las fuerzas al mando de Omi. Les seguían el padre Alvito Tsukku-san y diez acólitos. Cerraba la marcha una pequeña retaguardia en la que venían halconeros con sus aves al puño, todas encapuchadas, menos un gran azor amarillo. Todos los samurais iban fuertemente armados con cotas de malla y corazas de combate.

Toranaga cabalgaba con soltura, se sentía ahora un hombre nuevo, más fuerte. ¡Y era tanto lo que había que hacer! «Dentro de cuatro días, será el día, el vigésimo segundo día del octavo mes, el Mes de Contemplar la Luna. Hoy, en Osaka, el dignatario Ogaki Takamoto se presenta ante Ishido para anunciar que la visita del Hijo del Cielo deberá retrasarse unos días por motivos de salud.»

Fue cosa fácil provocar el retraso. Aunque Ogaki era príncipe de Séptimo Rango y descendiente del emperador Go-Shoko, el noventa y cinco de la dinastía, estaba empobrecido, como todos los miembros de la Corte imperial. La Corte no tenía rentas propias. Sólo los samurais tenían rentas y, durante cientos de años, la Corte había tenido que subsistir con un estipendio —siempre rigurosamente controlado y escaso— concedido por el shogun, el Kwampaku o la Junta de Gobierno del momento. De modo que Toranaga asignó prudente y humildemente diez mil kokús anuales a Osaka, a través de intermediarios, para ser distribuidos entre parientes necesitados, según el criterio del propio Ogaki haciendo constar, con la debida humildad, que por ser Minowara y, por lo tanto, descendiente de Go-Shoko, se sentía muy feliz de poder prestar ayuda, y confiaba que Su Majestad cuidaría su preciosa salud en un clima tan traicionero como el de Osaka, especialmente hacia el día vigésimo segundo.

Desde luego, no era seguro que Ogaki pudiera convencer o disuadir al Emperador, pero Toranaga presumía que los consejeros del Hijo del Cielo o el propio Hijo del Cielo recibirían con agrado el pretexto para demorar o, tal vez, suspender la visita. Solamente una vez en tres siglos había salido de su santuario de Kioto un emperador reinante. Fue cuatro años antes, con motivo de la invitación del Taiko para visitar los cerezos en flor del castillo de Osaka, a raíz de su renuncia al título de Kwampaku en favor de Yaemón, con lo cual, implícitamente, se ponía en la sucesión el sello de la aprobación imperial.

Normalmente, ningún daimío, ni siquiera Toranaga, se hubiera atrevido a hacer semejante ofrecimiento a un miembro de la Corte, pues con ello usurpaba la prerrogativa de un superior —el Consejo— y podía interpretarse como traición. Y lo era. Pero Toranaga sabía que ya estaba acusado de traición.

«Mañana Ishido y sus aliados me atacarán. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Dónde debería librarse la batalla? ¿En Odawara? La victoria depende exclusivamente del momento y lugar, no del número de hombres. Estamos tres a uno, a favor de ellos. Pero no importa. Ishido va a salir del castillo de Osaka. Mariko lo indujo a dejarlo. En esta partida de ajedrez por el poder, yo sacrifiqué a mi reina, pero Ishido ha perdido dos torres.

»Sí, pero, además de la reina, tú has perdido un barco. Un peón puede llegar a ser reina. Pero un barco…»

Bajaron la colina al trote ligero. Desde allí se divisaba el mar y los restos del barco cerca de la orilla. En la meseta estaba formado el Regimiento de Mosqueteros con caballos y equipo. Otros samurais, armados también, cubrían la carrera formando una guardia de honor a lo largo de la playa. En las afueras del pueblo, los vecinos estaban arrodillados en hileras, esperando para rendirle homenaje. Al fondo, estaba la galera con su dotación preparada. A cada lado del muelle, las barcas de pesca estaban amarradas con meticulosa simetría. Tendría que amonestar a Naga. Él había ordenado que el Regimiento estuviera preparado para partir inmediatamente, pero impedir que pescadores y campesinos fueran a su trabajo era un acto irresponsable.

Se volvió en la silla y llamó a un samurai ordenándole que dijera a Buntaro que se adelantara para ver si todo estaba dispuesto.

—Después ve y manda a la gente al trabajo. A todos menos al jefe.

—Sí, señor —el hombre picó espuelas y se alejó al galope.

Toranaga estaba ya lo bastante cerca de la meseta para distinguir los rostros. El Anjín-san, Yabú, Kiri y la dama Sazuko. Aumentó su excitación.

Buntaro bajaba al galope por el sendero, con su gran arco y dos carcajes llenos de flechas a la espalda, seguido de cerca por media docena de samurais. Al llegar a la meseta, vio a Blackthorne y su rostro se ensombreció más aún. Tiró las riendas y miró cautelosamente en derredor. Frente al Regimiento, se había levantado una tribuna con dosel en la que había un solo almohadón. En otra tribuna más pequeña situada a su lado esperaban Kiri y dama Sazuko. Yabú, por ser el oficial más antiguo estaba a la cabeza del Regimiento, con Naga a su derecha y Anjín-san a su izquierda. Todo parecía en orden y Buntaro hizo señas al grueso de los hombres para que avanzaran. La vanguardia desmontó y se apostó alrededor de la tribuna. Entró en la explanada Toranaga. Naga levantó el estandarte de combate. A un tiempo, los cuatro mil hombres gritaron: «¡Toranagaaaaaaa!», y se inclinaron.

Toranaga no correspondió al saludo. Permaneció impasible. Observó que Buntaro vigilaba disimuladamente al Anjín-san. Yabú llevaba la espada que él le había dado, pero estaba muy nervioso. La reverencia del Anjín-san era correcta. La empuñadura de su sable estaba rota. Kiri y la más joven de sus esposas estaban de rodillas, con las palmas de las manos apoyadas en el tatamis y el rostro recatadamente bajo. Los ojos de Toranaga se suavizaron un momento pero luego miraron al Regimiento con dureza. Todos sus hombres seguían inclinados. Él no se inclinó, sino que movió secamente la cabeza y advirtió el temblor con el que los samurais se enderezaron. «Bien», pensó mientras desmontaba ágilmente, contento de que temieran su venganza. Un samurai cogió las riendas de su caballo y se lo llevó mientras él se volvía de espaldas a su Regimiento y, empapado en sudor como todos sus hombres, se acercó a las damas.

—Bien venida a casa, Kiri-san.

Ella volvió a inclinarse alegremente.

—Gracias, señor. Nunca imaginé que tendría la dicha de volver a verte.

—Ni yo, dama. —Toranaga dejó traslucir un asomo de su alegría y miró entonces a la muchacha—. ¿Y mi hijo, Sazuko-san?

—Con su ama, señor —respondió ella, recreándose en su evidente favor.

—Por favor, haz que alguien traiga en seguida a nuestro hijo.

—Con tu permiso, señor, ¿puedo traértelo yo misma?

—Ve, si así lo deseas —sonrió Toranaga, viéndola alejarse complacido. Luego se volvió de nuevo hacia Kiri—: ¿Estás bien? —le preguntó bajando la voz.

—Sí, señor… y verte tan fuerte me llena de dicha.

—Has perdido peso, Kiri-san, y estás más joven que nunca.

—Ah, lo siento, señor, no es verdad. Pero gracias, gracias.

Él le sonrió.

—Lo que sea te favorece. La tragedia, la soledad, el verte abandonada… Estoy contento de verte, Kiri-san.

—Gracias, señor. Me alegro de que ella, con su obediencia y sacrificio, abriera Osaka. Le alegraría mucho saber que lo consiguió.

—Primero tengo que ocuparme de esta chusma. Después hablaremos. Tenemos mucho que hablar, ¿neh?

—¡Oh, sí! —Le brillaban los ojos—. El Hijo del Sol retrasará su visita, ¿neh?

—Es lo más prudente, ¿neh?

—Tengo un mensaje privado de dama Ochiba.

—¿Ah, sí? Bien. Pero tendrá que esperar. —Él hizo una pausa—. ¿La dama Mariko murió honorablemente? ¿Por su voluntad y no por accidente ni por error?

—Mariko-sama eligió la muerte. Fue seppuku. De no haber obrado así, la hubieran capturado. Oh, señor, estuvo maravillosa durante todos aquellos días terribles. Tan valiente. Y el Anjín-san también. Gracias a él no la capturaron ni deshonraron. No nos capturaron ni nos deshonraron.

—Ah, sí, los ninja —masculló Toranaga. Sus ojos echaban chispas y ella no pudo reprimir el temblor—. Ishido va a tener que responder de muchas cosas, Kiri-san. Por favor, discúlpame.

A grandes pasos, se alejó hacia su tribuna, nuevamente sombrío y amenazador. Su guardia lo rodeó.

—¡Omi-san!

—Sí, señor. —Omi se adelantó y se inclinó. Parecía más viejo que antes y más delgado.

—Acompaña a la dama Kiritsubo a sus aposentos y asegúrate de que los míos están preparados. Pasaré aquí la noche.

Omi saludó y se alejó. Toranaga se alegró al observar que su brusco cambio de planes no había producido la menor sorpresa en Omi. «Está aprendiendo —pensó—. O acaso sus espías le han informado de que he mandado llamar en secreto a Sudara y a Hiro-matsu, por lo que no puedo partir hasta mañana.»

Después concentró su atención en el Regimiento. A una seña suya, Yabú se adelantó y saludó. Él le devolvió el saludo con cortesía.

—Bien venido, Yabú-san.

—Gracias, señor. ¿Puedo decirte lo feliz que me siento de que consiguieras burlar la traición de Ishido?

—Gracias. Y tú también. Las cosas no fueron bien en Osaka, ¿neh?

—No. Mi armonía está destruida, señor. Yo esperaba disponer la retirada de Osaka trayendo a vuestras dos esposas sanas y salvas y a vuestro hijo y también a dama Toda, al Anjín-san y a hombres para su barco. Por desgracia, pido perdón, ambos fuimos traicionados, allí y aquí.

—Sí. —Toranaga miró los restos del barco batidos por las olas y la cólera se reflejó en su rostro. Todos esperaron el estallido. Pero no se produjo—. Karma —dijo—. Karma, Yabú-san. ¿Qué podemos hacer contra los elementos? Nada. La negligencia es otra cosa. Háblame de Osaka. Quiero enterarme de todo lo ocurrido, con detalle… tan pronto como despida al Regimiento y tome un baño.

—Tengo un informe por escrito, señor.

—Gracias. Pero prefiero oírlo de palabra.

—¿Es cierto que el Emperador no irá a Osaka?

—Lo que haga el Emperador depende del Emperador.

—¿Deseas pasar revista al Regimiento antes de que lo despida?

—¿Por qué había de otorgarles ese honor? ¿No sabéis que está en desgracia, a pesar de los elementos? —agregó intencionadamente.

—Sí, señor, lo siento. Terrible. —Yabú trataba de adivinar el pensamiento de Toranaga—. Me quedé aterrado cuando me enteré. Parece imposible.

—Estoy de acuerdo. —El rostro de Toranaga se ensombreció al mirar a Naga y a las filas de sus hombres—. No comprendo cómo pudo ser posible tanta ineptitud. ¡Necesitaba ese barco!

Naga estaba inquieto.

—Por favor, señor, ¿deseas que haga otra investigación?

—¿Qué puedes hacer que no hayas hecho ya?

—No lo sé, señor. Nada, señor. Perdona mi estupidez.

—No fue culpa tuya. No estabas aquí. Ni tenías el mando. —Toranaga se volvió con impaciencia hacia Yabú—. Es curioso y hasta siniestro que la patrulla de tierra, la patrulla del campamento, la patrulla de cubierta y el comandante fueran hombres de Izú aquella noche, salvo los pocos ronín del Anjín-san.

—Sí, señor. Curioso, pero no siniestro, pido perdón. Fuiste justo al hacer responsables a los oficiales, como lo fue Naga-san al castigar a los otros. Lo siento, yo hice mi propia investigación en cuanto llegué, pero no obtuve más información. Nada que agregar. Estoy de acuerdo, fue karma… karma con la ayuda de los perros cristianos. Aún así, pido perdón.

—No hay pruebas, señor. Pero una gran ola y un fuego a bordo parece una explicación demasiado simple. Desde luego, cualquier incendio hubiera debido ser sofocado. Otra vez pido perdón.

—Acepto tus disculpas, pero ahora dime cómo puedo sustituir ese barco. Yo necesito un barco.

Yabú sentía un peso en el estómago.

—Sí, señor. Lo sé. Lo siento. Ese barco no puede ser sustituido. Pero el Anjín-san nos dijo durante el viaje que pronto vendrán otros barcos de guerra de su país.

—¿Cuándo?

—No lo sabe, señor.

—¿Dentro de un año? ¿De diez? Apenas tengo diez días.

—Lo siento, señor. Ojalá lo supiera. Tal vez debieras preguntárselo a él, señor.

Toranaga miró cara a cara a Blackthorne por primera vez. El hombre alto estaba algo apartado de los demás, con el semblante apagado.

—¡Anjín-san!

—¿Sí, señor?

—Malo, ¿neh? Muy malo. —Toranaga señaló los restos del barco—. ¿Neh?

—Sí, señor. Muy malo.

—¿Cuándo vendrán otros barcos?

—¿Mis barcos, señor?

—Sí.

—Cuando… cuando Buda disponga.

—Esta noche hablaremos. Vete ahora. Gracias por Osaka. Ve a la galera… o al pueblo. Hablaremos esta noche.

—¿Cuándo, esta noche?

—Te mandaré un mensajero. Gracias por Osaka.

—Mi deber, ¿neh? Pero yo no hice nada. Toda Mariko-sama lo dio todo. Todo por Toranaga-sama.

—Sí. —Toranaga correspondió gravemente a su reverencia.

El Anjín-san, que había empezado a retirarse, se detuvo. Toranaga miró al extremo de la explanada. Tsukku-san y sus acólitos acababan de llegar y estaban desmontando. No había concedido audiencia al sacerdote en Mishima —a pesar de que le informó inmediatamente de la destrucción del barco— y deliberadamente lo hizo esperar, hasta saber lo que sucedía en Osaka y esperar la llegada de la galera a Anjiro. Entonces decidió traerlo consigo y dejar que se produjera el enfrentamiento, en el momento oportuno.

Blackthorne echó a andar hacia el sacerdote.

—No, Anjín-san. Después. Ahora no. Ahora, al pueblo.

—¡Pero señor! Ese hombre destruyó mi barco. ¡Es el enemigo!

—Ahora irás allí. —Toranaga señaló el pueblo—. Espera allí, por favor. Esta noche hablaremos.

—Señor, por favor, ese hombre…

—No. Ahora ve a la galera. Vete ahora, por favor.

«Eso es mejor que domar a un halcón —pensó con excitación, olvidando momentáneamente su preocupación, y concentrándose en dominar la voluntad de Blackthorne—. Es mejor porque el Anjín-san es un hombre peligroso e imprevisible, una incógnita, único, distinto a los que he conocido.»

—Sí. Me iré, señor Toranaga. Lo siento. Me voy —dijo Blackthorne, enjugándose el sudor de la cara.

—Gracias, Anjín-san —dijo Toranaga.

El japonés no dejó traslucir la expresión de triunfo. Vio alejarse a Blackthorne obedientemente, violento, fuerte, con ímpetus asesinos, pero controlado por su voluntad, la voluntad de Toranaga.

Y entonces cambió de parecer.

—¡Anjín-san! —Había llegado el momento de dejar que se expansionara. La prueba final—. Mira, puedes ir si quieres. Yo prefiero que no mates a Tsukku-san. Pero si quieres matarlo, mátalo. Aunque yo prefiero que no. —Lo dijo lentamente y lo repitió—. ¿Wakarimasu ka?

Hai.

Toranaga miró aquellos ojos increíblemente azules, llenos de un odio inconcebible y se preguntó si el ave, lanzada contra la presa, mataría o no obedeciendo su voluntad y volvería a su brazo sin comer.

Blackthorne echó a andar hacia el lugar en el que se encontraba el Tsukku-san. Parecía que había aumentado el bochorno.

—¿Qué crees que hará, Naga-san?

—Yo, en su lugar, teniendo vuestro permiso, mataría al cura y a todos los demás. No creo que fuera la tormenta lo que destruyó su barco.

Toranaga se echó a reír suavemente.

—El Anjín-san no matará a nadie. Gritará furioso o silbará como una serpiente y el Tsukku-san se hinchará de «santa» indignación, sin sentir ningún temor y silbará a su vez y dirá que fue la voluntad de Dios y, probablemente, lo maldecirá también y se odiarán durante veinte vidas. Pero ninguno morirá. Por lo menos, por ahora.

—¿Cómo puedes saberlo, padre?

—No lo sé, hijo. Es lo que creo que ocurrirá. Es importante detenerse a estudiar a los hombres, los hombres importantes. Amigos y enemigos. Para comprenderlos. He estado observándolos a los dos. Los dos son muy importantes para mí.

—Pero, padre, ninguno de ellos es cobarde, ¿neh? No pueden volverse atrás.

—No lo matará por tres motivos. Primero, porque el Tsukku-san está desarmado y no se defenderá, ni siquiera con las manos. No se puede matar a un hombre desarmado. Va contra su ley. Es una deshonra. Segundo, porque es cristiano. Tercero, porque yo digo que no es el momento.

—Perdón —terció Buntaro—. Puedo entender el tercer motivo, y hasta el primero, pero ¿no es la verdadera causa de su odio el que ambos crean que el otro no es cristiano, sino un esclavo de Satanás? ¿No lo dicen ellos así?

—Sí, pero ese Jesús suyo les enseñó, o dicen que enseñó, que hay que perdonar al enemigo. Esto es ser cristiano.

—Eso es una estupidez, ¿neh? —dijo Naga—. Perdonar al enemigo es estúpido.

—Estoy de acuerdo. —Toranaga miró a Yabú—. Es estúpido perdonar a un enemigo. ¿Neh, Yabú-san?

—Sí.

Toranaga miró a las dos figuras que estaban frente a frente en el extremo de la explanada. Ahora se arrepentía de su impetuosidad. Todavía necesitaba a ambos hombres y no había ninguna necesidad de poner en peligro a ninguno de ellos. Lamentaba el impulso que le había hecho lanzar al Anjín-san contra el sacerdote. Pero todo ocurrió tal como había previsto y el choque fue violento, pero breve. Le hubiera gustado oír lo que se decían. Al poco rato, el Anjín-san se alejó. El Tsukku-san se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo de papel.

—¡Eeeee! —exclamó Naga, admirado—. ¿Cómo podemos perder mandando tú?

—Con gran facilidad, hijo, si así lo quiere mi karma. —En seguida cambió de tono—. Naga-san, que todos los samurais que han venido de Osaka en la galera se presenten a mí.

Naga se alejó rápidamente.

—Yabú-san, me alegro de que hayas vuelto sano y salvo. Despide al regimiento. Después de la cena hablaremos. ¿Quieres que te mande llamar?

—Desde luego. Gracias, señor. —Yabú saludó y se fue.

Toranaga hizo una seña a la guardia para que se alejara hasta donde no pudiera oír lo que decía y miró fijamente a Buntaro que se revolvió inquieto, como un perro bajo la mirada del amo. Cuando no pudo resistir más, dijo:

—¿Señor?

—Un día me pediste su cabeza, ¿neh? ¿Neh?

—Sí, señor. Él me insultó en Anjiro. Todavía… todavía estoy deshonrado.

—Yo ordeno que se olvide esa deshonra.

—Entonces está olvidada, señor. Pero ella me traicionó con ese hombre y esto no puede olvidarse, mientras él viva. Tengo pruebas. Quiero que muera. Ahora. Por favor, su barco ha sido destruido. ¿De qué te sirve ahora, señor? Te lo agradeceré toda la vida.

—¿Qué pruebas tienes?

—Todos lo saben. Camino de Yokosé. Hablé con Yoshinaka. Lo saben todos —añadió hoscamente.

—¿Yoshinaka los vio juntos? ¿Él la acusó?

—No. Pero por lo que dijo… —Buntaro levantó la mirada, angustiado—. Por favor, os lo agradeceré toda la vida. Nunca os pedí nada, ¿neh?

—Lo necesito vivo. De no ser por él, los ninja la hubieran hecho prisionera, la hubieran deshonrado y a ti también.

—Es un favor que os agradeceré toda la vida —insistió Buntaro—. Ya no tiene el barco. Él ha hecho lo que tú querías. Por favor.

—Yo sé que no te deshonró con él.

—¿Qué pruebas tienes, por favor?

—Escucha. Esto es solamente para tus oídos. Así lo convine con ella. Yo le ordené que se hiciera amiga suya. Eran amigos, sí. El Anjín-san la adoraba, pero a ti no te ofendió. En Anjiro, antes del terremoto, cuando ella propuso ir a Osaka a liberar a los rehenes, desafiando públicamente a Ishido y provocando la crisis con su suicidio, aquel día yo…

—Entonces, ¿eso estaba planeado?

—Desde luego. ¿Es que nunca aprenderás? Aquel día le ordené que se divorciara de ti.

—¡Señor!

—Que se divorciara. ¿No está claro?

—Sí, pero…

—Ella te volvía loco y tú la maltratabas. ¿Cómo te portaste con su madrina y sus damas? ¿No te dije que la necesitaba para que me sirviera de intérprete con el Anjín-san y tú, a pesar de todo, te enfadaste y la golpeaste? Aquel día casi la mataste, ¿neh? ¿Neh?

—Sí. Perdón, por favor.

—Había llegado el momento de deshacer aquel matrimonio. Yo lo deshice. Aquel día.

—¿Ella pidió el divorcio?

—No, fue decisión mía. Pero tu esposa me rogó que revocara la orden. Yo me negué. Entonces ella dijo que cometería seppuku sin mi permiso antes que consentir que se te hiciera semejante ofensa. Le ordené que obedeciera y ella se negó. —Toranaga hablaba airadamente—. Tu esposa me obligó a mí, su señor, a revocar la orden y me pidió que aguardara para hacerla definitiva hasta después de lo de Osaka. Los dos sabíamos que Osaka sería su muerte. ¿Lo entiendes?

—Sí, eso lo entiendo.

—En Osaka, el Anjín-san salvó su honor y el honor de mis damas y de mi hijo menor. De no ser por él, todos los rehenes seguirían todavía en Osaka y yo estaría muerto o en las manos de Ikawa Jikkyu, probablemente, cargado de cadenas como un vulgar criminal.

—Perdón, pero, ¿por qué lo hizo? Ella me odiaba. ¿Por qué había de retrasar el divorcio? ¿Por Saruji?

—Por tu honor. Ella sabía cuál era su deber.

Por fin, Buntaro comprendió y Toranaga lo despidió. Cuando se quedó solo, se puso en pie y estiró los brazos, agotado por el esfuerzo realizado desde su llegada. El sol todavía estaba alto, aunque ya mediaba la tarde. Tenía sed. Aceptó cha frío de su guardia personal y bajó a la playa. Se quitó el húmedo quimono y nadó mar adentro. El agua estaba deliciosa y refrescante. Se sumergió, pero no permaneció mucho rato debajo del agua, para no inquietar a su guardia. Luego se tendió de espaldas y miró al cielo, haciendo acopio de fuerzas para la larga noche que lo esperaba.

«Ah, Mariko —pensó—, qué mujer más maravillosa eres. Sí, eres, porque seguro que vivirás siempre. ¿Estás con tu Dios cristiano en tu cielo cristiano? Espero que no. Sería un terrible derroche. Espero que tu espíritu esté esperando los cuarenta días de Buda para la reencarnación. Quisiera que viniese a mi familia. Por favor. Pero como dama, no como hombre. No podríamos permitirnos tenerte como hombre. Eres demasiado especial para ser hombre. Sería un desperdicio.» Sonrió. Una pequeña ola saltó encima de él, le entró agua en la boca haciéndole toser.

—¿Estás bien, señor? —preguntó ansiosamente un guardia que nadaba cerca de él.

—Sí, perfectamente. —Toranaga volvió a toser y escupió. «Así aprenderás a no andar desprevenido —se dijo—. Es tu segundo error de este día.» Entonces vio los restos del barco—. Te reto a una carrera —dijo al guardia.

Una carrera con Toranaga era una carrera. Una vez, uno de sus generales lo dejó ganar, esperando granjearse así su favor. Aquel error le costó al hombre su puesto.

Ganó el guardia. Toranaga lo felicitó y, asido a uno de los maderos, esperó a que su respiración se normalizara. Miró alrededor con gran curiosidad. Buceó e inspeccionó la quilla del Erasmus. Cuando hubo examinado los restos a placer, volvió a la playa fresco y dispuesto para el trabajo.

Sus hombres le habían levantado una casa temporal en un lugar bien situado, con un amplio techado de paja apoyado sobre fuertes postes de bambú. Las paredes y tabiques eran de shoji y el suelo, de madera y esteras. Ya estaban apostados los centinelas. Había también aposentos para Kiri y Sazuko, criados y cocineros, unidos por senderos, colocados sobre pilotes.

Allí vio a su hijo por primera vez. Evidentemente, la dama Sazuko nunca hubiera cometido la incorrección de llevar al niño a la explanada inmediatamente, para no interrumpir asuntos importantes —y así hubiera sido—, a pesar de que él le había dado ocasión.

El niño le complació en gran manera.

—Es un chico robusto —dijo, muy ufano, sosteniéndolo con manos firmes—. Y tú, Sazuko, estás más joven y hermosa que nunca. Quiero que tengamos más hijos en seguida. La maternidad te sienta bien.

—Oh, señor, temí no volver a verte y no poder mostrarte a tu hijo menor. ¿Cómo saldremos de la trampa? Los ejércitos de Ishido…

—¡Qué guapo es! La próxima semana mandaré construir una capilla en su honor y la dotaré con… —Se interrumpió y redujo a la mitad la cifra que en un principio había pensado y después volvió a reducirla—, con veinte kokús al año.

—¡Oh, señor, qué generoso eres! Gracias… —La dama Sazuko se interrumpió. Naga se acercaba al porche en el que se habían sentado.

—Perdonad, padre, ¿cómo queréis interrogar a vuestros samurais de Osaka, uno a uno o todos juntos?

—Uno a uno.

—Sí, señor. El sacerdote Tsukku-san desearía verte cuando fuera posible.

—Dile que lo mandaré llamar dentro de poco. —Toranaga volvió a hablar con su esposa, pero ella pidió permiso para retirarse, pues comprendía que él quería ver a los samurais inmediatamente.

Interrogó a los hombres detenidamente. A la puesta del sol ya sabía exactamente lo ocurrido o lo que ellos creían que había ocurrido. Luego, comió frugalmente, era su primera comida del día, y mandó llamar a Kiri, después de ordenar a todos los guardias que se alejaran hasta donde no pudieran oír la conversación.

—Ante todo, dime lo que hiciste y lo que viste, Kiri-chan.

Anocheció antes de que él se diera por satisfecho.

—Eeee —dijo—. Anduvo cerca, Kiri-chan. Muy cerca.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Tora-chan?

—¿Cuál es esa pregunta, dama?

—¿Por qué nos dejó marchar Ishido? No tenía necesidad. En su lugar, yo no lo hubiera hecho. ¡Nunca!

—Antes dime el mensaje de dama Ochiba.

—Dama Ochiba dijo: «Decid al señor Toranaga que, respetuosamente, deseo que sus diferencias con el Heredero puedan borrarse. En prueba del afecto del Heredero, debo decir a Toranaga-sama que el Heredero ha repetido que no desea mandar ejércitos contra su tío, el señor del Kwan…»

—¡Eso dijo! Entonces ella debe de saber… y también Ishido… que si Yaemón alza contra mí su estandarte, yo seré derrotado.

—Eso dijo, señor.

—¡Eeeeee! —Toranaga apretó su grande y calloso puño y golpeó con fuerza la estera—. Si eso es realmente un ofrecimiento y no un ardid, entonces ya estoy camino de Kioto.

—Sí, señor.

—¿Cuál es el precio?

—No dijo más, señor, aparte mandar un saludo para su hermana.

—¿Qué puedo yo dar a Ochiba que ella no tenga ya? Osaka es suyo, el tesoro es suyo, para mí Yaemón fue siempre el Heredero del Reino. Esta guerra es innecesaria. Pase lo que pase, dentro de ocho años Yaemón se convertirá en Kwampaku y heredará la tierra, esta tierra. No hay nada que podamos darle.

—Quizá quiera matrimonio.

Toranaga movió enfáticamente la cabeza.

—No. Ella nunca se casaría conmigo.

—Sería la perfecta solución, señor. Para ella.

—Yo haría cualquier cosa para consolidar el Reino, mantener la paz y hacer Kwampaku a Yaemón. ¿Es esto lo que ella quiere?

—Ello confirmaría la sucesión. Éste es su objetivo.

Toranaga recordó entonces lo que dama Yodoko había dicho en Osaka. Para él aquello era un enigma y decidió dejarlo para concentrarse en el presente, que era lo que importaba.

—Me parece que ésa es otra de sus argucias. ¿Te dijo Kiyama que el barco bárbaro había sido destruido?

—No, señor.

—Eso es extraño, pues ya debía saberlo. Yo se lo dije a Tsukku-san tan pronto como me enteré, y él mandó una paloma mensajera inmediatamente. Aunque, seguramente, sólo para confirmarles lo que ellos ya debían de saber.

—Su traición debe ser castigada, ¿neh?

—Paciencia, Kiri-san. Todos tendrán su merecido. Dicen que los sacerdotes cristianos afirman que fue un Acto de Dios.

—¡Qué hipócritas! Eso es estúpido, ¿neh?

—Sí. —«Estúpido en cierto modo y en otro no», pensaba Toranaga—. Muchas gracias, Kiri-san. Deseo decirte una vez más que me alegro de que estés a salvo. Esta noche nos quedaremos aquí. Ahora, por favor, perdona. Mándame a Yabú-san y, cuando llegue, tráenos cha y saké y déjanos solos.

—Sí, señor. ¿Puedo haceros ahora una pregunta?

—¿La misma pregunta?

—Sí, señor. ¿Por qué nos dejó marchar Ishido?

—La respuesta, Kiri-chan, es que no lo sé. Se equivocó.

Ella se inclinó y se alejó satisfecha.

Era casi medianoche cuando Yabú se fue. Toranaga le despidió con una reverencia, como a un igual, y le dio las gracias por todo. Lo invitó al Consejo Militar del día siguiente, lo confirmó en el cargo de general del Regimiento de Mosqueteros y en el de señor de Totomi y Soruga, una vez fueran conquistadas y consolidadas.

—El Regimiento es absolutamente vital, Yabú-san. Tú serás el único responsable del adiestramiento y estrategia. Omi-san puede servir de enlace entre nosotros dos. Aprovecha los conocimientos del Anjín-san, ¿neh?

—Perfecto, señor. ¿Puedo darte humildemente las gracias?

—Tú me prestaste un gran servicio al traer sanos y salvos a mis esposas, a mi hijo y al Anjín-san. Lo del barco fue terrible… karma. Quizá llegue otro pronto. Buenas noches, amigo.

Toranaga sorbía lentamente su cha. Estaba muy cansado.

—Naga-san…

—¿Señor?

—¿Dónde está el Anjín-san?

—Junto a los restos de su barco, con varios de sus servidores.

—¿Qué hace allí?

Lo mira. —Naga se sentía incómodo bajo la mirada penetrante de su padre—. Por favor, padre, ¿no te parece bien?

—¿Cómo? Oh, no. No tiene importancia. ¿Dónde está Tsukku-san?

—En una de las casas para invitados, señor.

—¿Le has dicho ya que el año que viene quieres hacerte cristiano?

—Sí, señor.

—Bien. Ve a buscarlo.

A los pocos momentos, Toranaga vio acercarse la figura alta y delgada del sacerdote, a la luz de las antorchas. Su cara enjuta y surcada por profundas arrugas, su cabello negro y tonsurado sin una sombra gris, y bruscamente se acordó de Yokosé.

—La paciencia es muy importante, Tsukku-san, ¿neh?

—Sí, siempre. Pero, ¿por qué decís eso, señor?

—Oh, estaba pensando en Yokosé. Qué distinto era todo entonces. Y no ha pasado tanto tiempo.

—Ah, sí. Los designios de Dios son inescrutables, señor. Me alegro de que estés todavía dentro de tus fronteras.

—¿Querías verme? —preguntó Toranaga abanicándose y envidiando secretamente el liso abdomen y el don de lenguas del sacerdote.

—Sólo para pedir perdón por lo sucedido.

—¿Qué dijo el Anjín-san?

—Palabras de enojo y de acusación de que yo había incendiado su barco.

—¿Lo hiciste?

—No, señor.

—¿Quién lo hizo?

—Fue un Acto de Dios. Hubo una tormenta y el barco ardió.

—No fue un Acto de Dios. ¿Dices que no tuviste nada que ver, ni tú ni ningún sacerdote ni cristiano?

—Oh, sí, señor. Yo tuve que ver. Yo recé. Rezamos todos. Creo que aquel barco era un instrumento del diablo. Te lo dije muchas veces. Sabía que tú no pensabas así y muchas veces os pedí perdón por contradeciros. Pero, tal vez, este Acto de Dios fue una ayuda y no un estorbo.

—¿Cómo?

—El padre Visitador ya no distraerá más su atención, señor. Ahora podrá concentrarse en los señores Kiyama y Onoshi.

—Eso ya lo he oído antes, Tsukku-san —dijo Toranaga secamente—. ¿Qué ayuda práctica puede prestarme el jefe cristiano?

—Señor, pon tu confianza en… —Alvito se detuvo y luego dijo con sinceridad—: Perdona, señor, pero estoy seguro de que si pones tu confianza en Dios, Él te ayudará.

—Yo confío, pero confío más en Toranaga. Me he enterado de que Ishido, Kiyama, Onoshi y Zataki han unido sus fuerzas. Ishido dispondrá de trescientos o cuatrocientos mil hombres contra mí.

—El padre Visitador cumplirá su pacto contigo, señor. En Yokosé tuve que anunciar un fracaso. Ahora creo que hay esperanza.

—Yo no puedo utilizar esperanza contra sables.

—No. Pero Dios puede ganar a cualquier enemigo.

—Si Dios existe, puede ganar a cualquier enemigo. —La voz de Toranaga se hizo más tensa todavía—. ¿A qué esperanza te refieres?

—No lo sé realmente, señor. Pero, ¿acaso Ishido no viene contra ti? ¿No ha salido del castillo de Osaka? ¿No es éste otro acto de Dios?

—No. Pero, ¿tú te das cuenta de la importancia de esa decisión?

—Sí, perfectamente y estoy seguro de que el padre Visitador se la da también.

—¿Quieres decir que es obra suya?

—¡Oh, no, señor! Pero ha sucedido.

—Quizás Ishido cambie de idea y nombre al señor Kiyama comandante en jefe y skulk de Osaka y deje a Kiyama y al Heredero esperándome.

—Eso no lo sé, señor. Pero si Ishido sale de Osaka será un milagro. ¿Neh?

—¿Pretendes en serio que ése sea otro acto de tu Dios cristiano?

—No. Pero podría serlo. Creo que nada ocurre sin su consentimiento.

—Tal vez ni siquiera después de muertos sepamos algo de Dios. —Y Toranaga añadió secamente—: Me han dicho que el padre Visitador ha salido de Osaka. —Vio complacido que el rostro del Tsukku-san se ensombrecía. La noticia había llegado el día en que salieron de Mishima.

—Sí —dijo el sacerdote con inquietud—. Ha ido a Nagasaki, señor.

—¿Para celebrar los funerales de Toda Mariko-sama?

—Sí. ¡Cuántas cosas sabes, señor! Todos nosotros somos como arcilla en el torno del alfarero que tú haces girar.

—Eso no es cierto. Y no me gusta la adulación. ¿Lo has olvidado?

—No, señor, y te pido perdón. No lo he dicho para adularte. —Alvito se puso en guardia—. ¿Te opones al funeral, señor?

—No me importa. Fue una persona extraordinaria y su ejemplo merece todos los honores.

—Gracias, señor. El Padre Visitador estará muy complacido. Él cree que sí que importa y mucho.

—Desde luego. Pero ella era súbdita mía, y cristiana, y su ejemplo no pasará inadvertido para otros cristianos. O para quienes estén pensando en convertirse. ¿Neh?

—No pasará inadvertido. ¿Por qué habría de pasar? Por el contrario, su abnegación merece todos los elogios.

—¿Al dar su vida para que otros se salvaran? —preguntó Toranaga veladamente, sin mencionar la palabra seppuku o suicidio.

—Sí.

Toranaga sonrió para sí, pensando que Tsukku-san nunca había mencionado a la otra muchacha, Kiyama Achiko, su valor, su muerte, ni su funeral.

—¿No sabes quién pudo ordenar el sabotaje de mi barco o ayudar a cometerlo? —preguntó con voz dura.

—No, señor, como no fuera con oraciones.

—Me han dicho que las obras de construcción de vuestra iglesia de Yedo marchan bien.

—Sí, señor. Otra vez gracias.

—Bien, Tsukku-san, espero que los esfuerzos del Gran Sacerdote de los cristianos den fruto pronto. Necesito algo más que la esperanza y tengo mucha memoria. Ahora, por favor, necesito de tus servicios como intérprete. —Al instante, advirtió el antagonismo del sacerdote—. No tienes nada que temer.

—No le temo, señor. Pero no quiero estar cerca de él.

—Yo te pido que respetes al Anjín-san —dijo Toranaga poniéndose en pie—. Su valor se ha demostrado y él salvó muchas veces la vida de Mariko-sama. Además, en estos momentos está muy afligido y sé comprender. La pérdida de su barco, ¿neh?

—Sí, sí, pido perdón.

Toranaga abrió la marcha hacia la playa. Los iluminaban guardias portando antorchas. «Ah, Tsukku-san —iba pensando—, si tú supieras que estoy seguro de que vosotros, los cristianos, no tuvisteis nada que ver con el sabotaje… Ni tampoco Kiyama, ni Harima, ni siquiera Onoshi. Pero tampoco fue un acto de Dios. En realidad, fue un acto de Toranaga.

»Sí.

»Pero, ¿por qué?, me preguntarás.

»Kiyama sabiamente rehusó el ofrecimiento que yo le hacía en la carta que Mariko le entregó. Él necesitaba una prueba de mi sinceridad. ¿Qué otra cosa podía darle, sino el barco, y a quién entregarle, sino al bárbaro que os aterraba a todos los cristianos? Creí perderlos a los dos y al final sólo perdí a uno. Hoy, en Osaka, los mediadores dirán a Kiyama y al jefe de tus sacerdotes que éste es un regalo que yo les hago en prueba de mi sinceridad, de que no me opongo a la Iglesia sino sólo a Ishido. Una buena prueba, ¿neh?

»Sí, pero, ¿puedes fiarte de Kiyama?, me preguntarás con toda la razón.

»No. De todos modos, Kiyama es primero japonés y después cristiano. Eso siempre se os olvida. Kiyama apreciará mi sinceridad. El regalo del barco fue incondicional, como el ejemplo de Mariko y el valor del Anjín-san.

»¿Y cómo destruí el barco?

»¿Qué te importa, Tsukku-san? Baste saber que lo hice. Y nadie lo supo más que yo, unos cuantos hombres de confianza y el incendiario. Ishido se sirvió de los ninja, ¿por qué no iba a hacerlo yo? Pero yo compré a un hombre y conseguí mi propósito, mientras que Ishido falló.»

—Es estúpido fallar —dijo en voz alta.

—¿Señor? —preguntó Alvito.

Pero ya estaban en la playa y, dominando su cansancio, Toranaga se acercó con paso firme al lugar en el que se encontraban el Anjín-san y sus siervos. Al verlo llegar, éstos se pusieron en pie y saludaron, pero el inglés siguió sentado, mirando al mar con expresión ausente.

—Anjín-san —dijo Toranaga suavemente.

—¿Señor? —Blackthorne salió de su abstracción y se puso en pie—. ¿Quieres que hablemos ahora?

—Sí. He traído al Tsukku-san porque quiero hablar claramente. ¿Comprendes? Claro y conciso. Por favor. Tsukku-san —dijo volviéndose hacia el sacerdote—, traduce fielmente para que no se pierda el significado de mis palabras. Es muy importante para mí.

—Sí, señor.

—Ante todo, júrame por tu Dios de los cristianos que nada de lo que él diga será revelado por ti a otra persona. Como una confesión. ¿Neh? Sagrado.

—Pero, señor… Esto no…

—Lo harás. Ahora mismo. Si no quieres que os retire mi ayuda a ti y a tu Iglesia para siempre.

—Está bien, señor. Lo juro ante Dios.

—Gracias. Ahora explícale a él esta condición. —Alvito obedeció y Toranaga se sentó en la arena, ahuyentando con su abanico los insidiosos insectos nocturnos—. Ahora dime, Anjín-san, lo que pasó en Osaka.

Blackthorne empezó a hablar con vacilaciones, pero, poco apoco, su palabra fue haciéndose más fluida y al Padre Alvito le costaba trabajo seguirlo. Toranaga escuchaba en silencio, sin interrumpir, e interviniendo sólo de vez en cuando para ayudar con una pregunta. El oyente perfecto.

El relato de Blackthorne duró hasta el amanecer. Cuando acabó de hablar, Toranaga estaba enterado de todo lo sucedido, de todo lo que el Anjín-san estaba dispuesto a contar, rectificó. El sacerdote lo sabía también, pero no había en todo ello nada que los católicos ni Kiyama pudieran esgrimir contra él, contra Mariko ni contra el Anjín-san, quien apenas se daba cuenta ya de la presencia del sacerdote.

—¿Estás seguro de que el capitán general te hubiera quemado? —preguntó de nuevo.

—De no ser por el jesuita, desde luego. A sus ojos, yo soy un hereje y se supone que el fuego te purifica.

—¿Por qué crees que el Padre Visitador te salvó?

—No lo sé. Por algo relacionado con Mariko-sama. Sin mi barco, no puedo hacer nada contra ellos. Oh, seguramente a ellos también se les habría ocurrido, pero, tal vez, ella les indicó la manera.

—¿Y qué podía ella saber de incendiar barcos?

—No lo sé. En el castillo entraron ninja. Tal vez otros ninja se infiltraran a través de los hombres de aquí. Mi barco fue saboteado. Ella habló con el Padre Visitador en el castillo el día en que murió. Puede que le dijera cómo incendiar el Erasmus… a cambio de mi vida. Pero yo no tengo vida sin mi barco, señor. No tengo vida.

—Te equivocas, Anjín-san. Gracias, Tsukku-san —dijo Toranaga en señal de despedida—. Te agradezco tu labor. Ahora puedes ir a descansar.

—Sí, señor, gracias —Alvito titubeó—. Pido perdón por el capitán general. Los hombres nacen en el pecado y muchos viven en el pecado a pesar de ser cristianos.

—Los cristianos nacen en el pecado, nosotros no. Nosotros somos un pueblo civilizado que entiende lo que es realmente el pecado y no unos campesinos ignorantes. De todos modos, Tsukku-san, en el lugar de vuestro capitán general yo no hubiera dejado escapar al Anjín-san. Ésta hubiera sido una sabia decisión militar. Creo que se arrepentirá de no haber insistido. Y vuestro Padre Visitador también.

—¿Queréis que traduzca eso, señor?

—Eso iba sólo para ti. Gracias por tu ayuda. —Después de despedir al sacerdote, Toranaga se volvió hacia Blackthorne—. Anjín-san, a nadar.

—¿Señor?

—¡A nadar! —Toranaga se desnudó y se metió en el agua a la luz del amanecer. Blackthorne y los guardias lo siguieron. Cuando volvieron a la playa, los criados los esperaban con toallas, quimonos limpios, cha, saké y comida.

—A comer, Anjín-san.

—Pido perdón. No tengo hambre.

—¡Come!

Blackthorne tomó unos cuantos bocados y vomitó.

—Pido perdón.

—Estúpido. Y débil. Débil igual que un comeajos. No como hatamoto. ¿Neh?

—¿Señor?

Toranaga lo repitió crudamente. Luego señaló los restos del barco, seguro de que ahora Blackthorne lo escuchaba con atención.

—Eso no es nada. Shigata ga nai. No importa. Escucha: Anjín-san es hatamoto, ¿neh? No comeajos. ¿Entiendes?

—Sí. Pido perdón.

Toranaga hizo una seña a su guardia personal quien le entregó un rollo sellado.

—Escucha, Anjín-san. Antes de salir de Yedo, Mariko-sama me dio esto. Dijo que si vivías después de Osaka, ¿me entiendes?, que si vivías te lo diera.

Blackthorne tomó el rollo y, después de un momento, rompió el sello.

—¿Qué dice el mensaje, Anjín-san? —preguntó Toranaga.

Mariko le había escrito en latín: «Te quiero. Si lees esto es que he muerto en Osaka y quizá por causa mía haya muerto tu barco. Yo sacrifico la parte de tu vida que más estimas para ayudar a mi Iglesia, pero, sobre todo, para salvar tu vida, que es para mí más valiosa que nada, más que los intereses de mi señor Toranaga. Acaso tenga que elegir, amor mío, entre tú y tu barco. Te pido perdón y elijo tu vida. El barco está perdido de todos modos, contigo o sin ti. Entregaré el barco a tus enemigos para que tú puedas vivir. Ese barco no es nada. Construye otro. Tú sabes hacerlo. ¿Acaso no te enseñaron a construir barcos además de navegar en ellos? El señor Toranaga te dará los obreros, carpinteros y herreros que precises —él tiene necesidad de ti y de tus barcos— y de mi fortuna personal yo te lego todo el dinero necesario. Construye otro barco y construye otra vida, amor mío. Toma el Buque Negro del año próximo y que tengas larga vida. Mi alma cristiana reza para que volvamos a vernos en un cielo cristiano y mi hará japonesa reza para que en la otra vida yo pueda hacerte feliz y estar contigo donde tú estés. Perdóname, pero tu vida es lo más importante. Te amo.»

—¿Qué dice el mensaje, Anjín-san?

—Pido perdón, señor. Mariko-sama dice que ese barco no es necesario. Que construya otro. Que…

—¿Es posible eso? ¿Es posible, Anjín-san?

Blackthorne percibió el vivo interés del daimío.

—Sí, si Toranaga me da hombres. —En su cerebro empezó a tomar forma el nuevo barco. Más pequeño, mucho más pequeño que el Erasmus. Unas noventa o cien toneladas. Bendijo a Alban Caradoc, que le había enseñado a construir barcos. Sí, para empezar, noventa toneladas. No era mayor el Golden Hind de Drake y lo que había resistido… Podría poner veinte cañones y eso sería suficiente para… ¡Jesús, el cañón!

Se volvió rápidamente para mirar los restos del barco y vio que Toranaga y sus hombres lo miraban fijamente. Entonces comprendió que estaba hablándoles en inglés.

—Pido perdón, Señor. Pienso demasiado aprisa. Cañones grandes en el agua. Hay que sacarlos en seguida, ¿neh?

Toranaga habló con sus hombres.

—Los samurais dicen que todo lo del barco está en el campamento. ¿Por qué?

—Podemos construir un barco. —Blackthorne se sentía embriagado—. Si tenemos cañones, podemos combatir. ¿Puede Toranaga-sama obtener pólvora?

—Sí. ¿Cuántos carpinteros?

—Cuarenta carpinteros, herreros, roble. ¿Hay roble aquí? Hierro. Pondremos una forja. Necesitaré un maestro. —Blackthorne advirtió que volvía a hablar en inglés—. Pido perdón, lo escribiré en un papel. Despacio. Pensando bien. Por favor, ¿me darán hombres?

—Todos los hombres y todo el dinero. En seguida. Necesito el barco. ¿Cuánto tardarás?

—Seis meses desde el día en que pongamos la quilla.

—¿No puede ser antes?

—No. Lo siento.

—Después hablaremos, Anjín-san. ¿Qué más dice Mariko-sama?

—Poco más, señor. Dice que me da dinero, su dinero, para el barco. Y pide perdón por ayudar a mi enemigo a destruir el barco.

—¿Qué enemigo? ¿Cómo destruir el barco?

—No lo dice claro. Sólo pide perdón. Mariko-sama dice sayonara.

Toranaga le sonrió.

—Mariko-sama obró bien. Empieza el barco en seguida. Barco de guerra ¿neh? ¿Comprendes?

—Comprendo muy bien.

—Ese nuevo barco… ¿podría luchar contra el Buque Negro?

—Sí.

—¿El Buque Negro del año próximo?

—Posible.

—¿Y la tripulación? Marineros, artilleros…

—De aquí a un año puedo adiestrar a mis siervos como artilleros. No como marineros.

—Puedes elegir entre todos los marineros del Kwanto.

—Entonces será posible dentro de un año. Pero, ¿y la guerra?

—Con guerra o sin guerra, probaremos, ¿neh? Será tu presa. ¿Entiendes «presa»? Y nuestro secreto.

—Los curas pronto descubrirán el secreto.

—Quizá. Pero esta vez no habrá olas gigantes ni tifón, amigo. Tú vigilarás y yo vigilaré.

—Sí.

—Primero, Buque Negro. Después, a casa. Me traerás una flota. ¿Comprendes?

—¡Oh, sí!

—Si pierdo, karma. Si no, entonces todo, Anjín-san. Todo lo que tú decías: Buque Negro, embajador, tratado, barcos… ¿Comprendes?

—Sí. ¡Oh, sí! Gracias.

—Gracias a Mariko-sama. Sin ella… —Toranaga le saludó afectuosamente, por primera vez como a un igual y se alejó con sus hombres. Los siervos de Blackthorne se inclinaron, impresionados por el honor dispensado a su amo.

Blackthorne vio alejarse a Toranaga, jubiloso, y entonces reparó en la comida. Los criados empezaban a retirar los restos.

—Esperar. Ahora comeré, por favor.

Comió despacio y con pulcritud, mientras sus hombres se peleaban por el privilegio de servirlo. Pensaba en las vastas posibilidades que Toranaga había abierto para él. «Has ganado», se dijo, con deseos de ponerse a bailar de alegría. Pero no lo hizo. Volvió a leer la carta. Y volvió a bendecir a la mujer.

—Seguidme —ordenó, y se dirigió al campamento, mientras mentalmente dibujaba ya el barco.

«Jesús, Dios del cielo, ayuda a Toranaga a mantener a Ishido fuera de Kwanto y de Izú, y bendice a Mariko dondequiera que esté, y haz que el cañón no se haya oxidado mucho. Mariko tenía razón: el Erasmus estaba condenado, conmigo o sin mí. Ella me ha devuelto la vida. Puedo construir otro barco y otra vida. ¡Noventa toneladas! Mi barco será una plataforma flotante de proa afilada, esbelto como un galgo, mejor que el Erasmus, con un bauprés arrogante y un precioso mascarón que se parecerá a ella, con sus ojos almendrados y sus altos pómulos. Mi barco… Si hay una tonelada de restos que puedo recuperar… Puedo aprovechar parte de la quilla, algunos ligazones… y habrá por ahí más de un millar de clavos. Con el resto de la quilla podré hacer esloras, hembras del timón y todo lo necesario… si tengo tiempo.

»Sí. Mi barco será como ella, pequeño, pulcro y perfecto como la hoja de Yoshimoto, que es la mejor del mundo. Y tan peligroso como ella. El año que viene capturará una presa veinte veces mayor, como hizo Mariko en Osaka, y expulsará de Asia al enemigo. Y después, al otro año, o al siguiente, subirá por el Támesis, repleto de oro, llevando los siete mares en su estela.»

—Se llamará La Dama —dijo en voz alta.