SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO X

Rodrigues recobró el conocimiento durante la primera noche.

—Te curaron y te vendaron la pierna —le dijo Blackthorne—. Y también te vendaron el hombro. Lo tenías dislocado. No quisieron sangrarte, a pesar de mi insistencia.

—Lo harán los jesuitas cuando lleguemos a Osaka —repuso Rodrigues mirándolo con ojos atormentados—. ¿Cómo he llegado aquí, inglés? Sólo recuerdo que me caí por la borda.

Blackthorne le contó lo sucedido.

—Así pues, te debo la vida, ¡maldito seas!

Le dolía mucho la pierna y Blackthorne le dio un vaso de grog y lo veló durante la noche mientras iba amainando la tormenta. El médico japonés entró varias veces y obligó a Rodrigues a beber una medicina caliente y también le puso toallas calientes sobre la frente y abrió los tragaluces. Pero al marcharse él, Blackthorne cerraba los tragaluces, pues todo el mundo sabía que las enfermedades venían por el aire y que cuanto más herméticamente cerrado estuviese el camarote más seguro sería éste para un hombre tan gravemente enfermo como Rodrigues.

Por fin, el médico le riñó y colocó a un samurai junto a los tragaluces para que permaneciesen abiertos.

Al amanecer, Blackthorne subió a cubierta. Hiro-matsu y Yabú estaban ya allí. Él les hizo una reverencia cortesana.

Konnichi wa. ¿Osaka?

Ellos correspondieron a su saludo.

—Osaka. Hai, Anjín-san —dijo Hiro-matsu.

¡Hai! Isogi, Hiro-matsu-sama. ¡Capitán-san! ¡Levad anclas!

—¡Hai, Anjín-san!

Blackthorne condujo fácilmente la nave hasta Osaka. El viaje duró todo el día y toda la noche, y antes del amanecer del día siguiente se acercaron a la bahía de Osaka. Un piloto japonés subió a bordo para llevar el barco hasta el muelle y, viéndose relevado de su responsabilidad, Blackthorne se fue a dormir un rato.

Más tarde, el capitán de remeros lo despertó, le saludó y le dio a entender por señas que debía prepararse para ir con Hiro-matsu cuando atracaran.

¿Wakarimasu ka, Anjín-san?

Hai.

El marinero salió. Blackthorne se estiró para desentumecer la dolorida espalda y vio que Rodrigues lo estaba observando.

—¿Cómo te sientes?

—Bien, inglés. Aparte que me arde la pierna y tengo la cabeza a punto de estallar. Quiero orinar y mi lengua parece un barril de salmuera.

Blackthorne le dio el orinal y después lo vació por el tragaluz. Por último, llenó el vaso de grog.

—Eres una pésima enfermera, inglés. Por culpa de tu negro corazón —dijo Rodrigues riendo.

Blackthorne se alegró de oírlo reír de nuevo. El portugués miró el libro de ruta abierto sobre la mesa y el arca. Vio que ésta había sido también abierta.

—¿Te di la llave?

—No. Te registré y la cogí. Necesitaba el verdadero libro de ruta. Te lo dije cuando te despertaste la primera noche.

—Hiciste bien. No lo recuerdo, pero hiciste bien. Escucha, inglés, pregunta a cualquier jesuita de Osaka dónde está Vasco Rodrigues y ellos te guiarán hasta mí. Ven a verme y si lo deseas podrás copiar mi cuaderno de ruta.

—Gracias, pero ya lo he hecho. Al menos, he copiado lo que he podido y he leído cuidadosamente el resto.

—¡Tu madre! —dijo Rodrigues en español. Y volviendo al portugués—: Hay un paquete en el arca. Dámelo, por favor.

—¿El que lleva los sellos del jesuita?

—Sí.

Se lo dio. Rodrigues lo observó, palpó los sellos intactos y metió el paquete debajo de la tosca manta sobre la que yacía.

—¡Ay, inglés! La vida es muy extraña.

¿Por qué?

—Si vivo es por la gracia de Dios, y por la ayuda de un hereje y de un japonés. Envíame a ese herbívoro para que pueda darle las gracias.

—¿Ahora?

—Más tarde.

—Bien.

—¿De cuántos barcos se componía tu flota?

—De cinco. Los demás están en alta mar a una semana aproximadamente de nosotros. Yo me adelanté y me pilló la tormenta.

—Mientes, inglés. Pero no me importa, pues yo mentí igual que tú cuando me capturaron. No existe la flota ni los barcos.

—Espera y lo verás.

—De acuerdo —dijo Rodrigues bebiendo un buen trago.

Blackthorne se estiró, se acercó al tragaluz para interrumpir la conversación y contempló la costa y la ciudad.

—Pensaba que Londres era la mayor ciudad del mundo, pero comparado con Osaka no es más que un pueblo.

—Tienen docenas de ciudades como ésa —dijo Rodrigues alegrándose de interrumpir un juego del gato y el ratón que no conducía a nada—. Miyako, la capital, o Kioto, como a veces la llaman, es la ciudad más grande del imperio, más de dos veces Osaka, según dicen. Después, viene Yedo, la capital de Toranaga. Nunca estuve allí, como tampoco han estado ningún portugués y ningún sacerdote, pues es una ciudad prohibida. Sin embargo, esto ocurre en todas partes. Todo el Japón nos está oficialmente prohibido, salvo los puertos de Nagasaki y de Hirado. Los curas no hacen mucho caso de las órdenes y van adonde quieren. Pero no así los marinos ni los mercaderes a menos que tengamos un salvoconducto especial de los regentes o de un gran daimío, como Toranaga. Cualquier daimío puede apoderarse de nuestros barcos, como Toranaga se apoderó del tuyo, fuera de Nagasaki o de Hirado. Es su ley.

—¿Por qué está prohibido ir adonde uno quiere?

—¡Oh! Fue el Taiko quien armó todo este jaleo. Desde que llegamos aquí en 1592 para empezar la obra de Dios y traerles la civilización, nosotros y nuestros sacerdotes podíamos movernos libremente, pero cuando el Taiko se hizo con todo el poder empezaron las prohibiciones. Muchos creen que el Taiko fue un engendro de Satanás. Hace diez años promulgó decretos contra los santos padres y contra todos los que querían predicar la palabra de Cristo. Fue antes de que yo viniese a estas aguas…, hace siete años. Los buenos padres dicen que todo fue por culpa de los sacerdotes paganos, de los budistas, que llenaron de mentiras la cabeza del Taiko cuando estaba a punto de convertirse. Sí, el Gran Asesino estuvo a punto de salvar su alma. Pero desdeñó su oportunidad de salvación. Sí. El caso fue que ordenó a todos nuestros sacerdotes que abandonasen el Japón… ¿Te he dicho que esto fue hace diez años?

Blackthorne asintió con la cabeza, deseoso de aprender.

—El Taiko hizo que todos los padres se reunieran en Nagasaki para ser embarcados con destino a Macao y con órdenes escritas de no volver bajo pena de muerte. Pero, de pronto, los dejó tranquilos y no hizo más. ¿Te he dicho que los japoneses son contradictorios? Pues sí, los dejó en paz y todo volvió a ser como antes, salvo que la mayoría de los padres se quedaron en Kiusiu donde siempre somos bien recibidos. El Japón es un mundo vuelto al revés. El padre Alvito me contó que todo siguió como si nada hubiera pasado. El Taiko se mostró tan amistoso como antes, aunque no se convirtió. Apenas si cerró una iglesia, y sólo desterró a dos o tres daimíos cristianos para apoderarse de sus tierras… y nunca ejecutó sus decretos de expulsión. Después, hace tres años, le dio un nuevo ataque de locura y martirizó a veintiséis padres. Los crucificó en Nagasaki. Sin ningún motivo. Era un lunático. Pero, después de asesinar a estos veintiséis, no hizo nada más. Murió poco después. Fue la mano de Dios, inglés. La maldición de Dios cayó sobre él y sobre los suyos. Estoy seguro.

—¿Hay aquí muchos conversos?

Pero Rodrigues pareció no oírle, tan enfrascado estaba en sus propios pensamientos semiconscientes.

—Los japoneses son como animales. ¿Te hablé del padre Alvito? Es intérprete y ellos le llaman Tsukku-san, señor intérprete. Lo fue del Taiko, y ahora es intérprete oficial del Consejo de Regencia. Habla el japonés mejor que la mayoría de los japoneses y sabe más de ellos que cualquier otra persona. Me dijo que hay un montículo de tierra de cincuenta pies de altura en Miyako… Miyako es la capital. Pues bien, el Taiko hizo enterrar allí las narices y las orejas de todos los coreanos muertos en la guerra… Corea está en el continente, al oeste de Kiusiu.

—¿Hay muchos conversos? —volvió a preguntar Blackthorne, empeñado en saber cuántos enemigos tenía allí.

Para espanto suyo, Rodrigues respondió:

—Cientos de miles, y su número aumenta todos los años. Desde que murió el Taiko, hay más conversiones que nunca y los que eran cristianos en secreto van a la iglesia sin ocultarse. La mayor parte de la isla de Kiusiu es católica en la actualidad. Y la mayoría de los daimíos de Kiusiu son conversos. Nagasaki es una ciudad católica. Está bajo el dominio de los jesuitas, que controlan todo el comercio. Y todo el comercio pasa por Nagasaki. Tenemos una catedral y una docena de iglesias, y más docenas desparramadas en Kiusiu…

El dolor hizo que se interrumpiera, pero prosiguió al cabo de un momento:

—Sólo en Kiusiu hay tres o cuatro millones de habitantes, todos los cuales serán pronto católicos. Y hay otros veinte y pico de millones de japoneses en las islas que pronto…

—¡No es posible! —dijo Blackthorne, e inmediatamente se maldijo por interrumpir el manantial de información.

—¿Por qué habría de mentir? Hubo un empadronamiento hace diez años. Según el padre Alvito, lo ordenó el propio Taiko, y él puede saberlo porque estaba allí. ¿Por qué había de mentir?

«¡Dios mío! —pensó Blackthorne—. Toda Inglaterra no tiene más de tres millones de habitantes, incluido el País de Gales. Si hay tantos japoneses, ¿cómo podemos enfrentarnos con ellos? Si son tan feroces como los que he conocido (¿y por qué habrían de ser de otra manera?), deben de ser invencibles. Si parte de ellos son católicos y si los jesuitas tienen aquí tanta fuerza, su número aumentará aún más, y no hay fanático más grande que un fanático converso. Por consiguiente, ¿qué podemos hacer los holandeses en Asia? Nada en absoluto.»

—Si te parecen muchos —siguió diciendo Rodrigues—, espera a conocer China. Allí, todos son amarillos, de ojos y cabellos negros. Ya veo, inglés, que tienes mucho que aprender. Yo estuve el año pasado en Cantón, en la feria de la seda. Cantón es una ciudad amurallada del sur de China, junto al Río de las Perlas, al norte de nuestra Ciudad del Nombre de Dios, en Macao. Sólo dentro de sus murallas, hay un millón de paganos. China tiene más habitantes que todo el resto del mundo.

Le sacudió un espasmo de dolor y se apretó el estómago con la mano sana.

—¿Me has visto sangrar por alguna parte?

—No. Me aseguré bien de ello. Sólo tienes lo de la pierna y lo del hombro. Ninguna lesión interna, Rodrigues… Al menos, así lo creo.

—¿Está muy mal la pierna?

—El agua del mar te la lavó. La herida era limpia, y también lo está la piel, por el momento.

—¿Rociaste la herida con aguardiente y le prendiste fuego?

—No. No me dejaron… Me apartaron de tu lado. Pero el médico parecía saber lo que hacía. ¿Vendrán los tuyos en seguida?

—Sí, en cuanto atraquemos. Así lo espero.

—Bueno, ¿qué estabas diciendo? Acerca de China y de Cantón…

—Tal vez demasiado. Ya tendremos tiempo de hablar de ello.

Hizo una pausa y añadió:

—En todo caso, te debo la vida. Cuando me estaba ahogando pensaba en los cangrejos entrando por mis ojos. Los sentía bullir en mi interior…

Se abrió la puerta del camarote y el capitán de remeros se inclinó e indicó a Blackthorne que debía subir a cubierta.

Hai —dijo Blackthorne levantándose—. No me debes nada, Rodrigues. Me diste vida y ánimos cuando estaba desesperado, y te doy gracias por ello. Estamos en paz.

—Tal vez, pero escucha, inglés, y deja que, en pago parcial, te dé un consejo: No olvides nunca que los japoneses tienen seis caras y tres corazones. Según un dicho popular, el hombre tiene un corazón falso en la boca para que todos lo vean, otro en el pecho para mostrarlo a sus amigos y a sus familiares y el otro, el verdadero, el secreto, que nadie lo conoce, salvo él, y que está oculto Dios sabe dónde. Son increíblemente traidores, y viciosos sin remedio.

—¿Por qué quiere verme Toranaga?

—No lo sé. ¡Por la Santísima Virgen que no lo sé! Ven a verme, si puedes.

—Sí. Que tengas suerte, español.

—¡Que te zurzan! Pero aun así, ve con Dios.

Blackthorne sonrió sin saber qué responder. Subió a cubierta y se desconcertó al contemplar Osaka, su inmensidad, sus hormigueros humanos y el enorme castillo que dominaba la ciudad. De la gran estructura del castillo surgía el torreón, la fortaleza central, de siete u ocho pisos de altura con tejados curvos a cada nivel y tejas doradas y paredes azules.

«Allí debe de estar Toranaga», pensó sintiendo una punzada de hielo en el pecho.

Un palanquín cerrado lo llevó a una casa grande. Allí lo bañaron y le dieron de comer: naturalmente, sopa de pescado, pescado crudo y ahumado, unas verduras en adobo y agua caliente con hierbas. En vez de las gachas de trigo, le sirvieron un tazón de arroz. Su estómago le pedía carne y pan, pan recién hecho, de corteza tostada, untado con mantequilla, y pierna de cordero y empanada y pollo y huevos y cerveza.

El día siguiente fue a buscarle una doncella. La ropa que le había dado Rodrigues había sido lavada. Ella lo observó mientras se vestía y le ayudó a ponerse unos tabi nuevos. Fuera había un par nuevo de sandalias. Sus botas no estaban. La doncella movió la cabeza y señaló las sandalias y después el palanquín con cortinas. A su alrededor había una falange de samurai. El jefe le indicó que se diese prisa en subir.

Se pusieron inmediatamente en marcha. Las cortinas no le dejaban ver nada. Al cabo de un rato que le pareció una eternidad el palanquín se detuvo.

—No debes asustarte —se dijo en voz alta al apearse.

Se encontró frente a la gigantesca puerta de piedra del castillo. Estaba emplazada en una muralla de treinta pies de altura, con almenas, bastiones y obras exteriores. La puerta era enorme, revestida de plancha de hierro, y estaba abierta y levantado el rastrillo de hierro forjado. Detrás de ella había un puente de madera, de veinte pasos de ancho por doscientos de largo, tendido sobre el foso y que terminaba en un enorme puente levadizo. En la segunda muralla había otra puerta igualmente grande.

Veíanse allí cientos de samurais. Todos llevaban el mismo uniforme gris oscuro, quimonos con cinturón y cinco pequeñas insignias circulares, una en cada brazo, dos sobre el pecho y una en medio de la espalda. Las insignias eran azules y en forma de flor o de flores.

—¡Anjín-san!

Hiro-matsu estaba rígidamente sentado en un palanquín abierto. Su quimono era de color castaño y su cinturón negro, iguales que los de los cincuenta samurais que lo rodeaban. Las insignias eran escarlatas, con el emblema de Toranaga. Los samurais estaban armados con unas lanzas largas y resplandecientes con pequeñas banderolas en la punta.

El oficial de la puerta salió a su encuentro. Leyó ceremoniosamente el papel que le entregó Hiro-matsu y después de muchas reverencias y de mirar varias veces a Blackthorne invitó a los dos a pasar al puente seguidos de una escolta.

La superficie del foso estaba a cincuenta pies debajo de ellos, y Blackthorne pensó: «¡Dios mío! No me gustaría tener que organizar un ataque contra esta fortaleza. Los defensores podrían sacrificar la guarnición exterior y quemar el puente y estarían a salvo en el recinto interior. Estas murallas deben de tener de veinte a treinta pies de grueso y están hechas de enormes bloques de piedra de diez por diez pies. ¡Como mínimo! Deben de pesar al menos cincuenta toneladas cada una. Cierto que unos cañones de sitio podrían derribar la muralla exterior, pero los de los defensores responderían adecuadamente. Sería difícil traerlos hasta aquí y no hay puntos elevados desde los que se puedan lanzar proyectiles incendiarios dentro del castillo.

»Y en todo caso, ¿cómo cruzar el foso? Es demasiado grande para los métodos normales. El castillo debe de ser inexpugnable si cuenta con soldados suficientes. ¿Cuántos soldados debe de haber aquí? ¿Cuántos habitantes de la ciudad podrían refugiarse en su interior? Al lado de esto la Torre de Londres parece una pocilga. ¡Y todo Hampton Court cabría en un rincón!»

En la puerta siguiente hubo otra comprobación oficial de papeles. Después, el camino torció bruscamente a la izquierda y se convirtió en una amplia avenida flanqueada de casas fortificadas, detrás de unos muros más o menos altos y todos ellos fáciles de defender, y se desdobló por último en un laberinto de callejones y escaleras. A continuación, otra puerta y más comprobaciones, otro rastrillo y otro foso grande y más vueltas y revueltas hasta que Blackthorne, a pesar de ser un observador agudo y de tener una memoria y un sentido de orientación extraordinarios, se sintió perdido en aquel deliberado embrollo. Y continuamente, innumerables soldados los observaban desde los muros, los contrafuertes, los parapetos y los bastiones. Y había otros a pie, de guardia, marchando, adiestrando o cuidando caballos en establos abiertos. Soldados en todas partes a millares. Y todos bien armados y meticulosamente vestidos.

Blackthorne se maldijo por no haber sido capaz de sacarle más información a Rodrigues. Aparte de lo que le había dicho sobre el Taiko y los conversos, se había mostrado reservado como el que más y eludió sus preguntas.

«Concéntrate. Busca claves. ¿Qué tiene de especial este castillo? Es inmenso. Pero hay algo más. ¿Qué? ¿Son los Grises hostiles a los Pardos? No lo sé porque su gravedad es impenetrable.»

Blackthorne centró su atención en los detalles. A la izquierda había un pequeño jardín multicolor y muy bien cuidado con unos puentes diminutos y un pequeño arroyo. Las paredes estaban ahora más juntas y el camino se estrechaba. Se acercaban al torreón. No había gente del pueblo, sino cientos de criados… ¡Y no había cañones! ¡He aquí la diferencia!

«No has visto un solo cañón. ¡Ni uno! Si tuvieses armas modernas, y no teniéndolas los defensores, podrías derribar las murallas y las puertas, lanzar balas incendiarias contra el castillo, prenderle fuego y apoderarte de él. Pero, ¿cómo cruzar los fosos? ¿Con barcas? ¿Con almadías provistas de torres?»

Estaba tratando de imaginar un plan cuando se detuvo el palanquín. Hiro-matsu se apeó. Estaban en un estrecho callejón sin salida. Una enorme puerta de madera, reforzada con hierros, hallábase empotrada en el muro de veinte pies, que se confundía con la obra exterior de bastión superior fortificado. A diferencia de las otras puertas, ésta estaba guardada por samurais Pardos, los únicos que Blackthorne había visto dentro del castillo. Su satisfacción al ver a Hiro-matsu, fue evidente.

Los Grises dieron media vuelta y se alejaron. Blackthorne observó las miradas hostiles que les lanzaron los Pardos.

La puerta se abrió de par en par y Blackthorne siguió al viejo. Los samurais se quedaron fuera.

El patio interior estaba guardado por otros Pardos, lo mismo que el jardín. Lo cruzaron y entraron en el fuerte. Hiro-matsu se quitó las sandalias y Blackthorne lo imitó.

El pasillo interior estaba revestido de tatamis, esterillas de junco, limpias y agradables a los pies, que podían verse en los suelos de todas las casas, a excepción de las más pobres. Blackthorne había advertido con anterioridad que todas estas esterillas tenían el mismo tamaño, unos seis pies por tres. ¿Quería esto decir que todas las habitaciones debían construirse de manera que coincidiesen con un número exacto de esterillas? ¡Qué raro!

Subieron una escalera de caracol, de fácil defensa, y recorrieron otros pasillos y escaleras. Había allí muchos guardias, todos ellos Pardos. Rayos de sol que se filtraban por las aspilleras de los muros trazaban unos dibujos intrincados. Blackthorne advirtió que estaban más altos que las tres murallas circundantes. La ciudad y el puerto parecían una colcha de colores allá abajo.

El corredor dio un brusco giro y terminó cincuenta pasos más allá.

Blackthorne sintió amargor de bilis en la boca.

«No te preocupes —se dijo—. Has decidido lo que tienes que hacer. Estás comprometido.»

Un grupo de samurais con su oficial al frente custodiaban la última puerta, todos ellos con la diestra en la empuñadura del sable y la izquierda sobre la daga, inmóviles y alerta, observando fijamente a los dos hombres que se acercaban.

Esto tranquilizó a Hiro-matsu. Había elegido personalmente aquella guardia. Seguía considerando peligroso que Toranaga se hubiese puesto en manos del enemigo. El día anterior, inmediatamente después de desembarcar, había corrido junto a Toranaga para informarle de lo ocurrido y enterarse de que nada malo había sucedido durante su ausencia. Pero todo seguía tranquilo a pesar de que sus espías hablaban de peligrosas maniobras del enemigo en el Norte y el Este y de que sus principales aliados, los regentes Onoshi y Kiyama, los más grandes daimíos cristianos, estaban a punto de pasarse al bando de Ishido.

Hiro-matsu se detuvo a diez pasos del oficial.