QUINTA PARTE

CAPÍTULO LII

Una vez más en el atestado fondeadero de Osaka, tras el largo viaje en galera, Blackthorne volvió a experimentar el mismo peso aplastante de la ciudad, igual que cuando la viese por primera vez. El tifón había dejado muchos claros, y algunas zonas se encontraban aún ennegrecidas por el fuego, pero su inmensidad había quedado casi intacta y seguía aún dominada por el castillo. Incluso desde aquella distancia, más de una legua, pudo divisar la colosal circunferencia de la primera gran muralla.

—¡Dios mío! —exclamó nervioso Vinck, que estaba a su lado en la proa—. ¡Parece imposible que sea tan grande! Amsterdam parecería una cagada de mosca a su lado.

—Sí. La tormenta ha dañado la ciudad, pero no demasiado. No hay nada que pueda alcanzar al castillo.

—¡Cuánto me gustaría estar en casa! —añadió Vinck—. Hace ya un año que abandonamos el hogar.

Blackthorne se había traído con él a Vinck desde Yokohama y había enviado a los demás, de vuelta, a Yedo, dejando el Erasmus a salvo en el puerto, bajo el mando de Naga. Aquella noche habían sostenido una violenta discusión acerca del oro en lingotes que había en el barco. El dinero era de la Compañía, y no suyo. Van Nekk era el tesorero de la expedición y jefe mercantil y, junto con el capitán general, tenía jurisdicción legal sobre todo aquello. Después de haberlo contado y recontado, y encontrándolo correcto, excepto unas mil monedas, Van Nekk, apoyado por Jan Roper, había discutido sobre la cantidad que podía llevarse consigo para conseguir nuevos hombres.

—¡Quieres demasiado, piloto! ¡Tienes que ofrecer mucho menos!

—Se ha cogido lo que tenemos que pagar. Necesito marineros y artilleros. —Había golpeado con el puño la mesa de la gran cabina—. ¿Cómo vamos a poder regresar a casa?

Al final, los había persuadido para que le dejasen coger lo suficiente, pero le causó disgusto que le hicieran perder los nervios con aquellas nimiedades. Al día siguiente había zarpado con ellos de regreso a Yedo, la décima parte del tesoro serviría para hacer aquellos pagos, y el resto quedaría guardado en el navío.

—¿Quién nos asegura que estará a salvo aquí? —preguntó Jan Roper.

—¡Pues quédate y guárdalo tú!

Pero ninguno había querido permanecer a bordo. Se había acordado que Vinck lo acompañase.

—¿Y por qué él, piloto? —inquirió Van Nekk.

—Porque es un marino y necesitaré ayuda.

Una vez en el mar, Blackthorne comenzó a enseñar a Vinck la forma de ser japonesa. Vinck fue estoico al respecto, confiando en Blackthorne. Había navegado demasiados años con él, pero no conocía semejantes costumbres.

—Por ti, piloto, me bañaré y lavaré cada día, pero que Dios me maldiga antes de ponerme un camisón…

Al cabo de diez días, Vinck se había acostumbrado bastante a las prácticas higiénicas.

—No tendremos que ir al castillo, ¿verdad, piloto?

—No.

—Prefiero mantenerme lejos de allí.

Aquel día fue espléndido, el sol brillaba sobre un mar en calma. Los remeros aún seguían con fuerzas y se mostraban disciplinados.

—Vinck, allí se produjo la emboscada…

—¡Por favor, vigila los bajíos!

Blackthorne le había contado a Vinck lo referente a las peripecias de su huida, los fuegos de señales de las almenas, los montones de cadáveres por el suelo, la fragata enemiga que se le echó encima.

Yabú se acercó a ellos.

—Anjín-san, eso es bueno, ¿neh? —señaló hacia el lugar devastado.

—No, es malo, Yabú-san.

—Son enemigos, ¿neh?

—Las personas nunca son enemigos. Sólo Ishido y los samurais son enemigos, ¿neh?

—El castillo es enemigo. Aquí todos son enemigos.

Blackthorne observó a Yabú mientras se dirigía hacia la proa y el viento le entreabría el quimono sobre su poderoso pecho.

—¡Me gustaría matar a ese bastardo, piloto! —exclamó Vinck.

—Sí. No te preocupes, que yo tampoco he olvidado lo del viejo Pieterzoon.

—¿Qué plan tenemos?

—Pues atracar y esperar. Tendrá que estar fuera un día o dos, y necesitamos de toda la serenidad del mundo. Toranaga ha dicho que enviará mensajes para que lleguen sanos y salvos cuantos necesitéis. Pero aun así, permaneceremos a bordo.

Yabú se acercó a Blackthorne.

—Anjín-san, ¿no sería mejor que fuésemos con la galera a Nagasaki? Así no tendríamos que esperar.

—Muy bien —accedió Blackthorne, aunque sin tragar el anzuelo.

—Me gustas, Anjín-san —se rió Yabú—. Pero si te quedases solo, no tardarías en morir. Nagasaki es muy malo para ti.

—Osaka es malo… todo es malo…

Karma —rió Yabú de nuevo. Blackthorne hizo ver que le seguía la corriente.

Blackthorne había aprendido muchas cosas acerca de Yabú. Cada día lo odiaba más, desconfiaba más de él, pero también le respetaba más, pues sabía que su karma iba unido al de él.

—Yabú-san tiene razón, Anjín-san —dijo Uraga—. Él puede protegerte en Nagasaki, pero yo no.

—¿A causa de tu tío, señor Harima?

—Sí. A lo mejor ya he sido declarado fuera de la ley, ¿neh? Mí tío es cristiano, y creo que un cristiano con arroz…

—¿Cómo es eso?

—Nagasaki es su feudo. Nagasaki posee un gran puerto en la costa de Kyushu, pero no es el mejor de todos. Se hizo cristiano y ordenó que todos sus vasallos se convirtiesen al cristianismo. También me lo ordenó a mí en una escuela de los jesuitas. Luego me envió como uno de sus mensajeros al Papa. Otorgó tierras a los jesuitas, a los que…, ¿cómo diría yo…?, adula. Pero su corazón sigue siendo japonés.

—¿Saben los jesuitas cómo piensas?

—Por supuesto.

—Será mejor que te quedes aquí en Osaka, Uraga-san.

—Perdóname, señor. Pero soy tu vasallo, y si vas a Nagasaki, yo también iré.

Blackthorne sabía que Uraga se había convertido en una ayuda muy valiosa. El hombre había revelado muchos secretos de los jesuitas. Y también estaba informado acerca de Harima y de Kiyama, de cómo pensaban los daimíos cristianos y de por qué, probablemente, tomarían partido por Ishido. «Esto no tendría precio en Londres», pensó. Pero aún le quedaba mucho por saber. Por ejemplo, el comercio de seda entre China y Japón ascendía a diez millones, en oro, al año. Los jesuitas tenían incluso a uno de sus sacerdotes en la corte del emperador de China, en Pekín, sacerdote al que honraban con un rango cortesano, era confidente de los gobernantes y hablaba perfectamente en chino. «¡Si pudiese enviar una carta o un mensajero!», se dijo.

A cambio de aquellas noticias, Blackthorne empezó a enseñarle a Uraga cosas de navegación, le habló del gran cisma religioso y del Parlamento. También le enseñó a manejar las armas, igual que a Yabú. Eran unos discípulos muy buenos. La única preocupación de Uraga era que no tenía aún la coleta de samurai. Pero pronto le crecería.

Oyóse un grito de aviso.

—¡Anjín-san! —El capitán japonés señaló hacia un elegante cúter, con veinte hombres a los remos, que se acercaba a ellos por estribor. En lo alto del mástil se veía el monograma de Ishido, y a los lados, el del Consejo de Regentes.

—¿Quién es? —preguntó Blackthorne, al ver que la tensión se apoderaba de los hombres.

—Lo siento, no puedo verlo —respondió.

—¿Yabú-san?

Éste se encogió de hombros:

—Un funcionario.

Al acercarse más el cúter, Blackthorne distinguió a un anciano, bajo el pabellón de popa, con indumentaria de ceremonial. No llevaba espadas y lo rodeaban los Grises de Ishido.

El jefe de tambores cesó de percutir mientras el cúter se acercaba al costado de la nave. Los hombres ayudaron a subir a bordo al funcionario, tras el cual subió un piloto japonés, y luego, numerosos arqueros se hicieron cargo de la galera.

Yabú y el anciano, con toda solemnidad, se sentaron en unos cojines, cuya desigualdad pretendía determinar el rango. El más importante, a popa, fue ocupado por el funcionario. Los samurais, Yabú y los Grises, sentados de cuclillas o arrodillados en la cubierta principal, los rodeaban en unos lugares más inferiores.

—El Consejo os da la bienvenida, Kasigi Yabú, en nombre de Su Alteza Imperial —dijo aquel hombre, pequeño y regordete. Era un consejero de los Regentes, que tenía también un rango en la Corte Imperial. Se llamaba Ogaki Takamoto, era Príncipe de Séptimo rango y actuaba como intermediario entre la Corte de Su Alteza Imperial (el Hijo del Cielo) y los regentes.

—Gracias, príncipe Ogaki. Es un privilegio para mí el estar aquí gracias a la ayuda del señor Toranaga —dijo Yabú, impresionado por el honor que se le hacía.

—Sí, estoy seguro de ello. Claro que también estáis aquí gracias a nosotros, ¿neh? —comentó, secamente, Ogaki.

—Sí —replicó Yabú—. ¿Cuándo llega el señor Toranaga? Lamento que el tifón me haya retrasado cinco días. No tengo noticias de él desde que lo dejé.

—Claro, el tifón… El Consejo se congratula de saber que el tifón no os ha alcanzado —pareció escupir Ogaki—. En cuanto a vuestro dueño, siento deciros que aún no ha llegado a Odawara. Ha habido unos prolongados retrasos y ciertas enfermedades. Es lamentable, ¿neh?

—Oh, sí, claro. ¿Supongo que no se tratará de nada serio? —preguntó Yabú con rapidez, muy contento de participar en el secreto de Toranaga.

—No, afortunadamente no ha sido nada grave. —De nuevo su voz pareció una tos seca—. El señor Ishido cree que vuestro amo llegará mañana a Odawara.

Yabú se mostró sorprendido.

—Cuando lo dejé, hace veintiún días, todo estaba dispuesto para su inmediata partida, luego, el señor Hiro-matsu se puso enfermo. Ya sé que el señor Toranaga estaba ansioso por emprender el viaje, como yo también lo estoy respecto de los preparativos para su llegada.

—Todo está dispuesto —respondió el hombrecillo.

—Supongo que el Consejo no pondrá objeciones a que inspeccione los arreglos efectuados, ¿neh? —Yabú se mostró pensativo—. Es esencial que la ceremonia esté a la altura del Consejo y de la ocasión, ¿neh?

—Algo digno de Su Majestad Imperial, el Hijo del Cielo. Se trata de su requerimiento…

—Sí, pero… —a Yabú se le quitaron las ganas de hacer bien las cosas—. Queréis decir…, ¿queréis decir que Su Alteza Imperial estará aquí?

—El muy Alto se ha mostrado de acuerdo con la humilde petición de los regentes de aceptar personalmente la obediencia del nuevo Consejo, de todos los principales daimíos, incluyendo al señor Toranaga, su familia y sus vasallos. Se ha pedido a los consejeros principales de Su Alteza Imperial que elijan un día propicio, un día de ritual. Será el vigésimo segundo día de este mes, en este quinto año de la Era Keicho.

Yabú se quedó estupefacto.

—¿Dentro de diecinueve días?

—Al mediodía. Los augurios son perfectos. El señor Toranaga ha sido informado hace catorce días por los mensajeros imperiales. Su inmediata y humilde aceptación ha llegado a los regentes hace tres días. Aquí está vuestra invitación, señor Kasigi Yabú, para la ceremonia.

Yabú se quedó amedrentado en cuanto vio el sello imperial de dieciséis pétalos de crisantemo. Sabía que nadie, ni siquiera Toranaga, podía rechazar una citación así. Una negativa constituiría un impensable insulto a la Divinidad, una rebelión abierta, y, como todas las tierras pertenecían al emperador reinante, habría acto seguido una expropiación de las tierras, a lo que seguiría una invitación imperial a efectuar al instante un seppuku, que comunicaría por mediación de los regentes, también con el Gran Sello.

Yabú trató frenéticamente de recobrar su compostura.

—Lo siento, ¿no os encontráis bien? —preguntó solícito Ogaki.

—Lo siento —murmuró Yabú—, pero ni en mis sueños más increíbles… Nadie podía imaginar que el Exaltado nos haría… ese honor, ¿neh?

—Estoy de acuerdo. Es algo extraordinario…

—Asombroso… Que Su Alteza Imperial abandone Kioto y venga a Osaka…

—Así es. En el vigésimo segundo día, el Exaltado y las Insignias imperiales estarán aquí.

Las insignias imperiales, a falta de las cuales ninguna sucesión era válida, eran los Tres Sagrados Tesoros, considerados divinos, y que todos creían que habían sido traídos a la Tierra por el dios Minigi-noh-Mikoto, y que habían sido entregados personalmente por él a su nieto, Jimmu Tenno, el primer emperador humano y, personalmente por él, a su sucesor hasta el presente poseedor, el emperador Go-Nijo: la Espada, la Joya y el Espejo. La Espada sagrada y la Joya siempre habían viajado con el emperador cuando había permanecido alguna noche fuera del palacio, el Espejo estaba guardado en el santuario interior en el gran recinto sintoísta de Ise. La Espada, el Espejo y la Joya pertenecían al Hijo del Cielo. Eran los símbolos divinos de su autoridad legítima, de su divinidad. Cuando se desplazaba, el divino trono se desplazaba con él.

Yabú gimoteó:

—Es casi imposible creer que tales preparativos para su llegada puedan hacerse a tiempo.

—El señor general Ishido, por medio de los regentes, pidió al Exaltado, desde que se enteró por el señor Zataki en Yokosé, que el señor Toranaga estaba de acuerdo, e igualmente asombrado, que viniese a Osaka. El gran honor que vuestro dueño ha hecho a los regentes, los ha urgido a la petición al Hijo del Cielo de que concediese la gracia de honrar la ocasión con su presencia. —De nuevo se oyó una tos seca—. Por favor, ¿puedo tal vez pediros una aceptación formal, por escrito, tan pronto como sea conveniente?

—¿Puedo hacerla al instante? —solicitó Yabú, sintiéndose muy débil.

—Estoy seguro de que los Regentes lo apreciarán.

El debilitado Yabú ordenó que le trajeran útiles de escribir. La palabra diecinueve no hacía más que resonar en su cerebro. ¡Diecinueve días! Toranaga sólo podía aplazarlo durante diecinueve días y luego también debería estar aquí. «Es tiempo suficiente para obtener Nagasaki y regresar a salvo a Osaka, pero no será tiempo bastante para llevar a cabo el ataque transportado por mar contra el Buque Negro y tomarlo. Tampoco habrá tiempo suficiente para presionar a Harima, a Kiyama o a Onoshi, o a los sacerdotes cristianos, ni tampoco para lanzar el Cielo Carmesí. Y en ese caso todo el plan de Toranaga no será más que otra ilusión… La respuesta al dilema que se me plantea está clara: o creo firmemente en Toranaga y ayudo al Anjín-san, como estaba planeado, a obtener los hombres necesarios para tomar el Buque Negro de la forma más rápida posible, o bien voy a ver a Ishido y le cuento todo cuanto sé y trato de salvar mi vida y la de Izú. ¿Qué hacer?»

Al poco trajeron papel, pincel y tinta. Yabú dejó a un lado su angustia por un momento para concentrarse en escribir lo más perfecta y bellamente que pudo. Era impensable replicar a la presencia con una mente confusa. En cuanto hubo acabado su aceptación, tomó una decisión crítica: seguiría al pie de la letra el consejo de Yuriko. Al punto sintió que le quitaban un peso de su wa y se sintió limpio. Estampó su firma artísticamente.

¿Cómo ser el mejor vasallo de Toranaga? Nada más sencillo: era preciso eliminar de este mundo a Ishido.

Oyó que Ogaki decía:

—Mañana estáis invitado a la recepción formal dada por el señor general Ishido con motivo del cumpleaños de la dama Ochiba.

Aún fatigada por el viaje, Mariko abrazó primero a Kiri, luego estrechó entre sus brazos a la dama Sazuko, admiró el bebé y abrazó de nuevo a Kiri. Las doncellas trajeron solícitas el cha, y el saké, colocando asimismo cojines y hierbas de olor, abriendo y cerrando los sbojis, vigilando el jardín interior en su sección del castillo de Osaka, moviendo abanicos, parloteando e incluso llorando.

Por fin, Kiri dio una palmada, despidió a las sirvientas y buscó su cojín especial. Estaba muy acalorada. Mariko y la señora Sazuko la abanicaron y la atendieron y sólo después de haberse bebido sus buenas tres tazas de saké fue capaz de recuperar de nuevo el aliento.

—Estoy mejor —dijo—. Mariko-san, ¿así que es verdad que estás aquí?

—Sí, sí, es cierto, Kiri-san.

Sazuko, que parecía tener menos de diecisiete años, añadió:

—Estábamos preocupadas ante tantos rumores…

No eran nada más que rumores, Mariko-chan —le interrumpió Kiri—. Hay muchas cosas que deseo saber.

—Pobre Kiri-san, toma un poco más de saké —dijo con solicitud Sazuko—. Tal vez has perdido el obi y…

—Ya estoy perfectamente —Kiri se golpeó con las manos su voluminoso estómago—. ¡Oh, Mariko-san!, qué agradable resulta ver de nuevo un rostro amistoso de fuera del castillo de Osaka.

—Sí —dijo Sazuko, aproximándose más a Mariko—. Cuando salimos por nuestra puerta, los Grises nos rodearon como si fuésemos abejas reinas. No nos dejaban abandonar el castillo más que con el permiso del Consejo. Y como el Consejo casi nunca se reúne, no conceden permisos. El doctor sigue diciendo que no estoy para viajes, pero me encuentro bien, igual que el niño y… Pero háblanos primero de ti…

Kiri la interrumpió.

—Háblanos primero de cómo se encuentra tu amo.

La muchacha se rió.

—Iba a preguntar eso, Kiri-san.

Kiri trató de adoptar una posición más cómoda.

—El karma es el karma, ¿neh?

—¿Así que no ha habido cambios, no hay esperanzas? —preguntó la muchacha.

Kiri le dio unos golpecitos en la mano.

—Hay que creer que el karma es el karma, muchacha. Y que el señor Toranaga es el hombre más grande y más sabio. Esto es suficiente, lo demás sólo es ilusión. ¿Tienes algún mensaje para nosotros, Mariko-chan?

—¡Oh!, lo siento. Sí, aquí están. Hay dos para ti, Kiri-chan: uno de vuestro amo y otro del señor Hiro-matsu. Éste es para ti, Sazuko, de tu señor, pero me ha pedido que te diga que desea ver a su nuevo hijo. Me hizo recordar que te lo dijera tres veces… —y lo repitió.

Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de la muchacha. Se excusó y salió de la estancia.

—Pobre chiquilla. Es muy duro para ella estar aquí. —Kiri no rompió los sellos de sus rollos de escritura—. ¿Ya sabes que Su Majestad Imperial estará presente?

—Sí. —Mariko también se había puesto grave—. Me llegó hace una semana un mensaje del señor Toranaga. El mensaje no daba más detalles y mencionaba el día de su llegada. ¿Has tenido noticias de él?

—Directamente no, sólo de una forma privada, y hace ya un mes. ¿Dónde está la verdad?

—Es algo confidencial.

—Diecinueve días es mucho tiempo, ¿no es verdad, Kiri-chan?

—Bastan para ir a Yedo y regresar de nuevo, si uno se apresura, es el tiempo suficiente para vivir una vida entera, si se desea, tiempo bastante para librar una batalla o para perder un Imperio… Perdóname, tendrás que cambiarte y bañarte. Ya tendremos mucho tiempo después para hablar.

—No te preocupes, no estoy cansada.

—Pero debes hacerlo. ¿Te quedarás en esta casa?

—Sí. Es donde me permite ir el pase del señor general Ishido. Su bienvenida fue muy cordial.

—Dudo que sea bien venido ni siquiera en el infierno.

—¿Y qué otras cosas hay por aquí?

—No muchas más que antes. Sé que ordenó la muerte y torturas del señor Sugiyama, pero no tengo pruebas. La semana pasada una de las consortes del señor Oda intentó escapar con sus hijos, disfrazada de mujer de la limpieza. Los centinelas dispararon contra ellos por error.

—¡Qué horrible!

—Claro que dieron muchas «excusas». Ishido alega que lo más importante es la seguridad. Hubo un atentado frustrado contra su persona…

—¿Por qué no pueden las damas irse libremente?

—El Consejo ha ordenado que las esposas y sus familias aguarden a sus esposos, que deben regresar para la ceremonia. El general es responsable de su seguridad…

—Lo mismo pasa en el exterior, Kiri-san. Hay muchas más barreras que antes en Tokaido. Y cincuenta ri custodian a Ishido. Hay patrullas por todas partes.

—Todos lo temen, excepto nosotros y nuestros escasos samurais.

—¿Está bien la dama Sazuko y los niños, Kiri-san?

—Sí, podrás verlo por ti misma.

Mariko advirtió que Kiri tenía más cabellos grises que antes.

—Nada ha cambiado desde que escribí al señor Toranaga, a Anjiro. Somos unos rehenes y seguiremos siéndolo hasta que llegue el día. Luego esto se solucionará.

—Ahora que Su Alteza Imperial está a punto de llegar todo acabará, ¿neh?

—Sí. Así parece. Ahora vete y descansa, Mariko-san, pero ven a cenar con nosotras esta noche. Entonces podremos hablar, ¿neh? Tu famoso bárbaro hatamoto, he oído decir que fue herido por salvar a nuestro amo, ha fondeado esta mañana en el puerto, y viene con Kasigi Yabú-san.

—¡Oh! Estaba muy preocupada por ellos. Zarparon por mar un día antes que yo. También nosotros fuimos en parte atrapados por el tifón cerca de Nagoya, pero no nos fue muy mal la cosa. Temo mucho al mar.

—Aquí lo único malo que nos ha sucedido han sido los incendios. Se quemaron miles de hogares, pero apenas murieron dos mil personas. Hoy nos hemos enterado de que la fuerza principal de la tormenta alcanzó a Kyushu, en la costa este y a parte de Shikoku. Han muerto decenas de millares de personas. Aún no se ha podido calibrar la extensión total de los daños…

—¿Y las cosechas? —preguntó en seguida Mariko.

—Casi toda ha quedado destruida: campos y más campos. Los granjeros confían en recuperar una parte, ¿pero quién puede saberlo? Si no se producen daños en el Kwanto durante la temporada, su arroz puede abastecer a todo el Imperio durante este año y el siguiente.

—Las cosas irían mejor si el señor Toranaga pudiese dominar las cosechas lo mismo que Ishido, ¿neh?

—Sí. Pero, lo siento, diecinueve días no es tiempo bastante para obtener una cosecha, ni con todas las oraciones del mundo.

Kiri añadió:

—Si su barco partió el día antes, debes de haberte apresurado mucho.

—No se debe desperdiciar el tiempo, Kiri-san. No me gusta mucho viajar.

—¿Y Buntaro-san? ¿Se encuentra bien?

—Sí. Está a cargo de Mishima y de toda la frontera, por el momento. Le he visto brevemente al venir aquí. ¿Sabes dónde se aloja Kasigi Yabú-sama? Tengo un mensaje para él.

—En una de nuestras casas de huéspedes. Lo encontraré y mandaré tu mensaje al instante.

Kiri aceptó más vino.

—Gracias, Mariko-chan. He oído decir que Anjín-san está todavía en la galera.

—Es un hombre muy interesante, Kiri-san. Se ha hecho muy útil a nuestro amo.

—He oído todo eso. Deseo escuchar todo lo que se refiera a él, al terremoto y a todas tus noticias. Además, mañana por la noche el señor Ishido dará una fiesta por ser el cumpleaños de dama Ochiba. Como es natural, se te invita. También me he enterado de que se invitará a Anjín-san. Dama Ochiba desea ver qué aspecto tiene. Acuérdate de que se reúna con el Heredero. ¿También será la primera vez que lo veas?

—Sí, pobre hombre. ¿Lo mostrarán como si fuese una ballena capturada?

—Sí —añadió Kiri con placidez—. Junto con todos nosotros, Mariko-chan, nos guste o no.

Uraga corría furtivamente por la avenida hacia la playa. La noche era oscura, aunque brillaba el firmamento y el aire era agradable. Se había puesto la túnica anaranjada de un sacerdote budista, con el inevitable sombrero de paja y unas sandalias baratas. Tras él se encontraban los almacenes y la mole casi europea del edificio de la Misión de los jesuitas. Dobló una esquina y apresuró el paso. Por allí había muy pocas personas. Una compañía de Grises con antorchas patrullaba por la playa. Acortó el paso y saludó cortésmente al pasar ante ellos, aunque con la arrogancia propia de un sacerdote. Los samurais apenas repararon en él.

Recorrió con paso firme la zona de playa entre la pleamar y la bajamar y pasó ante las embarcaciones pesqueras. Era el momento de la marea baja. Esparcidos por la bahía y entre los bancos de arena se encontraban los pescadores nocturnos, cual si fuesen luciérnagas, cazando con arpones y a la luz de las antorchas. Amarrado a uno de los muelles había una barca de los jesuitas, con las banderas de Portugal y de la Compañía de Jesús desplegadas, había antorchas y más Grises cerca de la plancha. Cambió de dirección para rodear la embarcación, y se dirigió hacia la ciudad, que estaba a pocas manzanas de distancia. Atravesó la Calle Diecinueve, cortó por diversas avenidas y se encontró de nuevo con una calle que iba a dar a los muelles.

—¡Alto!

La orden le llegó desde la oscuridad. Uraga se detuvo víctima de un repentino pánico. Los Grises se lanzaron hacia él y lo rodearon.

—¿A dónde vas, sacerdote?

—Al este de la ciudad —respondió Uraga altivo, aunque tenía la boca seca—. A nuestro santuario de Nichiren.

Uno de los samurais dijo con aspereza:

—Eres de Nichiren, ¿neh?

—No soy uno de ellos. Soy un budista Zen, al igual que señor general.

—Zen, sí, claro, el Zen es lo mejor —respondió otro—. Me gustaría entender eso. Es demasiado complicado para mi vieja cabeza.

—Estás sudando demasiado para ser un sacerdote, ¿no es cierto? ¿Por qué sudas?

—¿Crees que los sacerdotes no sudan?

Algunos rieron y otros acercaron una antorcha.

—¿Por qué tienen que sudar? —añadió el hombre rudo—. Se pasan todo el día durmiendo y salen por la noche. Y de continuo se atiborran con alimentos por los que no han trabajado. Los sacerdotes son parásitos, como las pulgas.

—Dejémosle, sólo es…

—Quítate el sombrero, sacerdote.

Uraga se quedó rígido.

—¿Por qué? ¿Por qué os mofáis de un hombre que sirve a Buda?

El samurai se adelantó, insistiendo:

—¡He dicho que te quites el sombrero!

Uraga obedeció. Su cabeza estaba ahora afeitada como la de un sacerdote.

Tras esta comprobación, Uraga se volvió a encasquetar el sombrero.

—Sería mejor que patrullarais en lugar de dedicaros a insultar a inocentes sacerdotes.

Tras decir esto se alejó, aunque le temblaban las rodillas. De todos modos estaba muy orgulloso de sí mismo. Cerca de la galera se volvió de nuevo cauteloso y aguardó un momento al abrigo de un edificio. Luego se encaminó hacia la zona iluminada por las antorchas.

—Buenas noches —les dijo con cortesía a los Grises. Luego añadió una bendición religiosa—: Namu Amida Butsu. (En el nombre del Buda Amida.)

—Gracias. Namu Amida Butsu.

Los Grises le dejaron franco el paso. Sus órdenes eran que todos los bárbaros y los samurais permanecieran en tierra, excepto Yabú y su guardia de honor. Nadie les había dicho nada respecto a los sacerdotes budistas que quisiesen subir al barco.

Muy cansado, Uraga alcanzó la cubierta principal.

—Uraga-san —le llamó en voz baja Blackthorne desde el alcázar—. Ven aquí.

Uraga trató de acomodar sus ojos a la oscuridad. Vio a Blackthorne y aspiró su peculiar aroma, adivinó que la segunda sombra debía de ser aquel otro bárbaro de nombre impronunciable que también hablaba portugués.

—Ah, Anjín-san —musitó y se dirigió hacia él, mientras rodeaba a los diez guardias esparcidos por la cubierta.

Esperó al pie de la pasarela hasta que se le acercó Blackthorne procedente del alcázar.

—Espera —le avisó Blackthorne en voz baja, mientras le señalaba—. Mira hacia la playa. Hacia allá, cerca del almacén. ¿Lo ves? No, un poco más al Norte. ¿Lo ves ahora?

Una sombra se movió de prisa y luego volvió a sumergirse en la oscuridad.

—¿Qué es?

—Te he estado mirando mientras te aproximabas por la carretera. Te han seguido. ¿No has podido verlo?

—No, señor —replicó Uraga, mientras le asaltaban los pensamientos—. No he visto a nadie.

—No lleva espada, por lo cual no es samurai. ¿Será jesuita?

—No lo sé. No lo he pensado. Tendré más cuidado en lo sucesivo. Perdóname por no haberle visto.

—Piensa en ello. —Blackthorne miró a Vinck—. Vete abajo, Johann. Yo me quedaré vigilando y te despertaré al amanecer. Gracias por esperar. Y respecto a ti —añadió Blackthorne—, ¿qué ha sucedido? Estaba muy preocupado.

—El mensajero de Yabú-sama ha sido muy lento, Anjín-san. Aquí está mi informe.

—Exactamente, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo?

—¿Exactamente, señor? Elegí un lugar tranquilo cerca de la plaza del mercado, desde donde se divisase el Primer Puente, y empecé a meditar, según la costumbre de los jesuitas, Anjín-san, pero no acerca de Dios, sino sólo acerca de ti, de Yabú-sama y de tu futuro. —Uraga sonrió—. Muchos de los que pasaban echaron monedas a mi escudilla de pedir limosnas. Dejé que el cuerpo descansase y que sólo trabajase la mente, al mismo tiempo que contemplaba el Primer Puente. El mensajero de Yabú-sama llegó después de oscurecer e hizo ver que oraba conmigo hasta que estuvimos completamente solos. El mensajero me susurró: «Yabú-sama dice que quiere estar en el castillo esta noche y que desea volver mañana por la mañana. Mañana por la noche se celebrará en el castillo un acto oficial al que se os invita, de parte del señor general Ishido. Finalmente, se os considerará de los “Setenta”». —Uraga lo miró con fijeza—. El samurai lo repitió dos veces, por lo que supongo se trata de un código privado.

Blackthorne asintió, pero no explicó que formaba parte de las muchas señales convenidas entre Yabú y él mismo. «Setenta» significaba que podía estar seguro de que el navío estaría preparado para una retirada instantánea por mar. A pesar de todos los samurais, marinos y remeros confinados a bordo, el barco estaba dispuesto. Todo el mundo tenía conciencia de que se encontraban en aguas enemigas y que tendrían que hacer frente a numerosos problemas. Blackthorne no ignoraba que se necesitarían muchos esfuerzos para que el barco pudiese hacerse a la mar.

—Continúa, Uraga-san.

—Esto es todo, excepto que debo decirte que Toda Mariko-san ha llegado hoy.

—¿No es muy poco tiempo para hacer el viaje por tierra hasta aquí desde Yedo?

—Sí, señor. Mientras estaba vigilando, he visto cómo su compañía cruzaba el puente. Era por la tarde, en plena Hora de la Cabra. Los caballos estaban espumeantes y cubiertos de lodo y los mozos muy cansados. Yoshinaka-san los dirigía.

—¿No te vio nadie?

—No, señor. Creo que no.

—¿Cuántas personas había?

—Unos doscientos samurais, además de los mozos y de los caballos para llevar la impedimenta. Un número doble de Grises los escoltaban. Uno de los caballos de carga llevaba unos cuévanos para transportar palomas.

—Está bien. ¿Algo más?

—En cuanto pude me alejé. Cerca de la Misión hay una tienda que prepara fideos y tallarines y a la que acuden muchos comerciantes y corredores de arroz y de seda. Me dirigí allí a comer y a escuchar. El padre Visitador tiene de nuevo allí su residencia. Existen muchos conversos en la zona de Osaka. Les han concedido permiso para celebrar una misa multitudinaria en honor de los señores Kiyama y Onoshi.

—¿Eso es importante?

—Sí, y resulta asombroso que se permita abiertamente una celebración religiosa así. Lo hacen para conmemorar la fiesta de San Bernardo. Veinte días es el día siguiente a la Ceremonia de Obediencia ante el Exaltado.

Yabú, a través de Uraga, había hablado a Blackthorne acerca del Emperador. La noticia se había filtrado por todo el navío, aumentando la premonición de desastre que ya temía cada uno.

—¿Qué más?

—En la plaza del mercado circulaban muchos rumores, casi todos ellos inquietantes. Yodoko-sama, la viuda del Taiko, está muy enferma. Esto es algo malo, Anjín-san, porque su consejo es siempre escuchado y siempre es razonable. Dicen que el señor Toranaga está ya muy cerca de Nagoya, otros dicen que aún no ha llegado a Odawara, así que nadie sabe qué creer. Todos están de acuerdo en que este año será terrible la cosecha, aquí en Osaka, lo cual significa que el Kwanto adquirirá gran importancia. La mayoría de la gente cree que comenzará una guerra civil tan pronto como muera el señor Toranaga, en cuyo momento los grandes daimíos empezarán a combatirse entre sí. El precio del oro está muy alto y la tasa de interés ha subido al setenta por ciento…

—Eso es excesivo, debes de estar equivocado.

—Perdóname, Anjín-san —dijo Uraga—, pero nunca baja del cincuenta por ciento y, por lo general, está entre el setenta e incluso el ochenta por ciento. Hace casi veinte años, el padre Visitador pidió al fa Sagrado, al Papa, como decís vosotros, que permitiese a la Compañía hacer préstamos al diez por ciento. Fue una sugerencia apropiada y se aprobó, Anjín-san: esto dio mucho lustre a la cristiandad y se produjeron muchas conversiones, dado que sólo los cristianos podían obtener préstamos, que siempre eran bastante modestos. ¿No pagáis unos intereses tan altos en vuestro país?

—Raramente. ¡Eso es usura! ¿Sabes lo que quiere decir «usura»?

—Comprendo la palabra. Pero, para nosotros, la usura no comienza hasta que se sobrepasa el ciento por ciento. También tengo que decir que el arroz está muy caro y esto es un mal presagio: está a doble precio que cuando estuve aquí hace unas pocas semanas. Las tierras son baratas. Ahora es un buen momento para comprar tierras. O una casa. Con el tifón y los incendios se han destruido unas diez mil casas y murieron de dos mil a tres mil personas. Eso es todo, Anjín-san.

—Muy bien. Lo has hecho muy bien. ¡Has errado en tu auténtica vocación!

—Gracias, señor.

Blackthorne pensó un momento y luego le preguntó acerca del acto que se iba a celebrar al día siguiente. Uraga le informó lo mejor que pudo. Finalmente, Uraga le contó cómo se había escapado de la patrulla.

—Una última cosa, señor. Fui a la Misión. Los guardias estaban muy alerta y no pude entrar. Estuve, de todos modos, observando un rato y antes de irme vi cómo entraba Chimmoko, la sirvienta de la dama Toda.

—¿Estás seguro?

—Sí. Estaba con ella otra criada…

—¿Se trataría de dama Mariko disfrazada?

—No, señor. Estoy seguro de que no. Aquella segunda criada era demasiado alta.

—¿Qué querrá decir todo esto? —preguntó Blackthorne más bien para sí.

—Dama Mariko es cristiana, católica, ¿neh? Conoce muy bien al padre Visitador. Es el que la ha convertido. Dama Mariko es la dama más importante, la más famosa del Reino, después de las tres pertenecientes a la alta nobleza: dama Ochiba, dama Genjiko y Yodoko-sama, la esposa del Taiko.

—¿Podría querer confesarse Mariko-san? ¿O una misa? ¿O un sermón? ¿Mandaría a Chimmoko para que lo arreglase en su nombre?

—Nada de eso, Anjín-san. Todas las damas de los daimíos, y tanto los amigos del señor general como los que se le oponen, están confinados en el castillo, ¿neh? Permanecen allí cual peces en una pecera dorada, aguardando que los arponeen.

—Deja eso, ya es de por sí bastante desagradable todo.

Al cabo de un momento, Uraga prosiguió:

—Tal vez Chimmoko llevaba una citación para el padre Visitador para que la fuese a ver. Seguramente estaba bajo vigilancia cuando cruzó el Primer Puente. Probablemente también Toda Mariko-noh-Buntaro-noh-Jinsai estaba bajo vigilancia desde el momento que cruzó las fronteras del señor Toranaga, ¿neh?

—¿Podemos saber si el padre Visitador acude al castillo?

—Sí. Eso es fácil.

—¿Puedes saber lo que dice o lo que hace?

—Eso es más difícil. Lo siento mucho, pero tal vez hablen en portugués o en latín, ¿neh? ¿Y quién habla esos dos idiomas, excepto vos y yo? Me reconocerían por eso. —Uraga señaló hacia el castillo y la ciudad—. Aquí hay muchos cristianos. Cualquiera podría ganar mucho si os eliminasen a vos o a mí, ¿neh?

Blackthorne no respondió. No era necesaria una respuesta. Su mente estaba ahora absorta en lo que estaría haciendo, pensando y planeando Toranaga y en dónde se encontraba exactamente Mariko y para qué habría ido a Nagasaki.

—¿Así que dices que el decimonoveno día es el último día, el día límite, Yabú-san? —repitió casi con náuseas al saber que la trampa estaba a punto de abrirse para Toranaga. Y luego para él y para el Erasmus.

¡Shigata ga nai! Debemos ir rápidamente a Nagasaki y volver. Rápidamente, ¿comprendes? Sólo cuatro días para conseguir hombres. Y luego regresar.

—Pero, ¿por qué? Cuando Toranaga esté aquí, todos moriremos, ¿neh? —había dicho.

Pero Yabú regresó a tierra y le había dicho que pasado mañana podrían irse. Le hubiera gustado tener al Erasmus en vez de la galera. Si hubiera tenido el Erasmus sabía que podía hacer algo para evitar Osaka y dirigirse directamente a Nagasaki o, lo cual era aún más probable, habría buscado algún puerto abrigado y hubiera adiestrado a sus vasallos en el manejo del buque.

—Lo siento señor. Se trata del karma —le dijo al cabo de un momento Uraga.

—Sí. Karma.

Entonces Blackthorne intuyó el peligro y movió el cuerpo antes de que su mente se lo ordenara. Se estaba zafando cuando pasó una flecha silbando, que erró el blanco por muy poco, y que se hundió en el mamparo. Dio un empujón a Uraga para que se pusiese a salvo cuando otra flecha se hincó en la garganta de Uraga, atravesándola. Los samurais comenzaron a chillar y a mirar al mar desde la regala. Los Grises que estaban de guardia en la orilla se precipitaron a bordo. Otra descarga llegó desde la noche a través del mar y todos se desparramaron en busca de protección. Blackthorne se dirigió a la regala y vio un barco pesquero cercano, que apagaba sus antorchas y se desvanecía en la oscuridad.

Uraga agonizaba, mientras los Grises corrían por el alcázar, con las ballestas dispuestas, y en todo el buque reinaba un gran alboroto. Vinck subió a la cubierta, con la pistola preparada y agachando la cabeza mientras corría.

—¡Dios mío!, ¿qué pasa aquí? ¿Estás bien, piloto?

—Sí. Vigila. Están en los barcos pesqueros… —dijo Blackthorne, señalando a Uraga, el cual tenía el dardo clavado y manaba sangre por la nariz, la boca y los oídos.

Blackthorne cogió con una mano la púa de la flecha, mientras apoyaba la otra en la cálida y temblorosa carne y empujaba con todas sus fuerzas. Sacó la flecha limpiamente, pero la sangre brotó a borbotones. Uraga empezaba a dar señales de ahogo.

Los Grises y los samurais de Blackthorne los rodeaban. Algunos llevaban escudos, con los que protegieron a Blackthorne, quedando ellos al descubierto. Otros se pusieron a salvo cuando ya había pasado el peligro.

Blackthorne cogió en brazos a Uraga. Sabía que debía hacer algo, pero no sabía qué.

En los ojos de Uraga había una súplica. Su boca se abría, pero no salía de ella ningún sonido. Advirtió que sus dedos se movían mecánicamente haciendo la señal de la cruz. Notó que el cuerpo de Uraga temblaba y que su boca parecía querer emitir un mudo alarido. Le recordó los estertores de un pez arponeado.

Uraga murió en medio de atroces sufrimientos.