CAPÍTULO PRIMERO
Blackthorne se despertó de pronto. De momento, pensó que estaba soñando porque estaba en tierra y en una habitación inverosímil. Era pequeña y muy limpia, cubierta de suaves esterillas. Yacía sobre una gruesa colcha y estaba cubierto con otra. El techo era de cedro pulido y las paredes estaban formadas por unos marcos de cedro entre los que se extendía un papel opaco que tamizaba agradablemente la luz. A su lado, había una bandeja escarlata con unos tazones pequeños. Uno de ellos contenía verduras cocidas y frías, que él devoró sin advertir apenas su sabor picante. Otro contenía una sopa de pescado, que engulló también. Otro estaba lleno de unas espesas gachas de trigo o de cebada, que despachó rápidamente. El agua de una cantimplora de forma antigua estaba tibia y tenía un sabor extraño, ligeramente amargo, pero delicioso al paladar.
Entonces advirtió el crucifijo en su hornacina.
«Esta casa es española o portuguesa —se dijo, alarmado—. ¿Será esto el Japón? ¿Será Catay?»
Se deslizó un panel de la pared. Una mujer de edad mediana, robusta y de cara redonda, estaba arrodillada junto a la puerta. Le hizo una reverencia y sonrió. Su piel era dorada y sus ojos negros y sesgados, y llevaba los largos cabellos negros recogidos pulcramente sobre la cabeza. Vestía una túnica de seda gris y llevaba unos calcetines cortos y blancos, de planta gruesa, y un ancho cinturón purpúreo.
—Goshujinsama, gokibun wa ikaga desu ka? —dijo.
Esperó mientras él la miraba sin comprender. Después repitió la pregunta.
—¿Es esto el Japón? —preguntó él—. ¿Es el Japón o Catay?
Ella lo miró, también sin entenderlo, y dijo algo que él tampoco comprendió. Entonces se dio cuenta de que estaba desnudo. Su ropa no se veía en ningún sitio. Valiéndose de señas, indicó su deseo de vestirse y después señaló los tazones. Ella comprendió que aún estaba hambriento.
Sonrió, saludó y cerró la puerta.
Él trató de recordar. «Recuerdo que eché el ancla. Con Vinck. Estábamos en una bahía, y el barco había chocado con un bajío y se había detenido. Había luces en la costa. Yo estaba de nuevo en mi camarote, y allí reinaba la oscuridad. Después, hubo también luces en la oscuridad, y voces extrañas. Yo hablé en inglés y después en portugués. Uno de los indígenas hablaba un poco el portugués. No recuerdo si le pregunté dónde estábamos. Entonces debieron traerme aquí.»
Se durmió otra vez y cuando se despertó había más comida en las tazas de loza y su ropa estaba a su lado en un limpio montón. La habían lavado y planchado y remendado con menudas y exquisitas puntadas.
Pero su cuchillo había desaparecido, y también sus llaves.
«Debo conseguir un cuchillo lo antes posible —pensó—. O una pistola.»
Miró el crucifijo. A pesar de sus temores, se sintió excitado. Toda su vida había oído contar leyendas a los pilotos y a los marineros sobre las increíbles riquezas del imperio secreto de Portugal en Oriente, donde el oro era tan barato como el hierro, y las esmeraldas, los rubíes, los diamantes y los zafiros tan abundantes como la arena de una playa.
«Tal vez es verdad —se dijo—. Pero cuanto antes esté armado y en el Erasmus, detrás de su cañón, tanto mejor.»
Comió, se vistió y se puso de pie, tambaleándose, sintiéndose fuera de su elemento, como siempre que estaba en tierra. No vio sus botas en ninguna parte. Se dirigió a la puerta, oscilando ligeramente, y alargó una mano para recobrar el equilibrio, pero los frágiles marcos de madera no pudieron aguantar su peso y se rompieron, rasgando el papel. Se irguió. La asombrada mujer del pasillo lo miraba fijamente.
—Lo siento —dijo, extrañamente incomodado por su torpeza—. ¿Dónde están mis botas?
La mujer lo miraba, inexpresiva. Armándose de paciencia, él repitió su pregunta con señas y la mujer corrió por el pasillo, se arrodilló, abrió otra puerta y lo llamó con un ademán. Él cruzó la puerta y se encontró en otra habitación, también casi desnuda. Ésta daba a una galería, en la que unas escaleras conducían a un pequeño jardín rodeado de un alto muro. Junto a esta entrada principal, había dos ancianas, tres niños vestidos con túnicas escarlata y un viejo, sin duda un jardinero, con un rastrillo en la mano. Todos se inclinaron gravemente y mantuvieron bajas las cabezas.
—Buenos días —fue todo lo que se le ocurrió decirles.
Los otros permanecieron inmóviles, inclinados.
Él los miró, confuso, y correspondió torpemente a su reverencia. Entonces, se irguieron todos y le sonrieron. El viejo saludó una vez más y volvió a su trabajo en el jardín. Los niños lo miraron fijamente, rieron y echaron a correr. Las viejas desaparecieron en las profundidades de la casa. Pero él sintió que lo estaban observando.
Vio sus botas al pie de la escalera. Pero antes de que pudiese cogerlas, la mujer de edad mediana se arrodilló en el suelo y le ayudó a ponérselas.
—Gracias —dijo él. Pensó un momento y después se señaló a sí mismo—. Blackthorne —dijo pausadamente—. Blackthorne. —Después le apuntó con el dedo—. ¿Cómo te llamas?
Ella frunció el ceño y, comprendiendo de pronto, se señaló y dijo:
—¡Onna! ¡Onna!
—Onna —repitió él, sintiéndose tan orgulloso como ella—. Onna.
El jardín era distinto de todos los que había visto hasta entonces: una pequeña cascada, un riachuelo, un puente diminuto y unos senderos enarenados y piedras y flores y arbustos. Y todo muy limpio, muy pulcro…
—¡Increíble! —dijo.
—¿Nkerriber? —repitió ella, con solicitud.
—Nada —dijo él.
Y como no sabía qué hacer, la despidió con un gesto.
Ella, sumisa, hizo una reverencia y se marchó.
Blackthorne se sentó al sol, apoyándose en un poste. «Me pregunto dónde estarán los otros —pensó—. ¿Estará vivo el capitán general? ¿Cuántos días he dormido?»
Por encima del muro podía ver los tejados de otras casas y a lo lejos unas montañas altas. Un viento fresco barría el cielo y empujaba los cúmulos. Volaban abejas en busca del néctar en el espléndido día primaveral. Su cuerpo le pedía más sueño, pero él se levantó y se dirigió a la puerta del jardín. El jardinero le sonrió, se inclinó y corrió a abrir la puerta, y volvió a inclinarse y a cerrarla.
El pueblo se hallaba emplazado alrededor del puerto, mirando hacia el Este. Había tal vez doscientas casas, completamente distintas de todas las que hubiera visto hasta entonces, acurrucadas al pie de la montaña que descendía hasta la costa. Más arriba, había unos campos formando terrazas y caminos de tierra en dirección norte y sur. El muelle estaba empedrado y había una rampa de piedra que se adentraba en el mar. Un puerto bueno y seguro y un malecón de piedra, y hombres y mujeres que limpiaban pescado y componían redes, y otros que construían una embarcación de singular diseño, en el lado norte. Había varias islas mar adentro, hacia el Este y hacia el Sur. Los arrecifes debían estar allí o detrás del horizonte.
En el puerto había otras embarcaciones extrañas, de pesca en su mayoría, algunas con una sola vela grande. Y el Erasmus estaba bien anclado, a cincuenta yardas de la orilla, en buenas aguas y amarrado con tres cables. ¿Quién lo habría hecho? Había unos botes junto al barco y pudo ver unos indígenas a bordo. Pero no vio a ninguno de sus hombres. ¿Dónde podían estar?
Miró a su alrededor y vio que muchos lo estaban observando. Cuando se dieron cuenta de que se fijaba en ellos, se inclinaron respetuosamente, y él, todavía incómodo, correspondió a su saludo. Después parecieron olvidarse de él, pero al dirigirse a la orilla sintió que muchos ojos lo observaban desde las ventanas y las puertas.
«¿Qué tienen en su aspecto que resulta tan extraño? —se preguntó—. No es sólo por sus trajes o su comportamiento. Es que… no llevan armas. ¡Ni espadas ni pistolas! ¿Por qué será?»
La callejuela estaba flanqueada de tiendas abiertas, llenas de artículos extraños. El suelo de las tiendas estaba levantado, y los compradores y los vendedores estaban arrodillados o en cuclillas en el suelo limpio. Vio que la mayoría llevaban chinelas o sandalias de junco, pero que las dejaban fuera, en la calle. Y los que iban descalzos, se limpiaban los pies y los introducían en sandalias limpias preparadas para ellos en el interior.
Entonces vio que se acercaba un tonsurado, y un estremecimiento de miedo le subió desde los testículos hasta el estómago. El sacerdote era sin duda español o portugués y, aunque su flotante vestidura era de color naranja, resultaban inconfundibles el rosario y el crucifijo que pendían de su cinto, así como la fría hostilidad de su semblante. Su ropa estaba manchada de polvo, y sus botas de estilo europeo, llenas de barro. Contemplaba el puerto y el Erasmus, y Blackthorne comprendió que no dejaría de reconocerlo como holandés o inglés. El sacerdote iba acompañado de diez indígenas de cabellos y ojos negros, uno de los cuales vestía como él, aunque calzaba unas chinelas de cuero. Los otros llevaban túnicas variopintas o calzones anchos, o unos simples taparrabos. Pero ninguno de ellos iba armado.
—¿Quién es usted? —preguntó en portugués el cura, que era un hombre robusto, moreno, bien alimentado, de unos veinticinco años y provisto de una larga barba.
—Y usted, ¿quién es? —replicó Blackthorne mirándolo fijamente.
—Eres un corsario holandés. Un holandés hereje. ¡Sois unos piratas! ¡Que Dios se apiade de vosotros!
—No somos piratas. Somos pacíficos mercaderes, salvo para nuestros enemigos. Yo soy el capitán de aquel barco. ¿Quién es usted?
—El padre Sebastião. ¿Cómo llegasteis aquí? ¿Cómo?
—Nos arrastró el temporal. ¿Dónde estamos? ¿Es esto el Japón?
—Sí, el Japón —dijo el cura con impaciencia.
Se volvió a uno de sus hombres, más viejo que los otros, bajito y delgado, de fuertes brazos y manos callosas, de cabeza rapada, salvo un mechón de cabellos recogido en una fina coleta tan gris como sus cejas. Le habló con voz entrecortada, en japonés, señalando a Blackthorne. Todos ellos parecieron impresionados y uno hizo la señal de la cruz.
—Los holandeses son rebeldes, herejes, piratas. ¿Cómo os llamáis?
—¿Es esto una colonia portuguesa?
El sacerdote tenía los ojos duros y enrojecidos.
—El jefe del pueblo dice que ha informado a las autoridades. Ahora pagaréis vuestros pecados. ¿Dónde está el resto de la tripulación?
—No lo sé. A bordo. Supongo que a bordo.
El cura interrogó de nuevo al jefe, el cual respondió y señaló al otro lado del pueblo. El cura se volvió a Blackthorne.
—Aquí, los criminales son crucificados, capitán. El daimío viene ya con sus samurais. ¡Que Dios se apiade de usted!
—¿Qué es un daimío?
—Un señor feudal. El dueño de toda esta provincia. ¿Cómo llegasteis aquí?
—No reconozco vuestro acento —dijo Blackthorne tratando de minar su aplomo—, ¿sois español?
—Soy portugués —rugió el sacerdote mordiendo el anzuelo—. Ya os lo he dicho. Soy el padre Sebastião, de Portugal. ¿Dónde aprendisteis tan bien el portugués?
—Pero Portugal y España son ahora un mismo país —repuso Blackthorne con ironía—. Tenéis el mismo rey.
—Somos países separados. Somos pueblos diferentes. Lo hemos sido siempre. Nosotros tenemos nuestra bandera. Y nuestras posesiones de ultramar son distintas, sí, distintas. El rey Felipe así lo confesó cuando se apoderó de mi país.
El padre Sebastião dominó su ira haciendo un esfuerzo.
—Se apoderó de mi país por la fuerza de las armas hace veinte años. Sus soldados y aquel diabólico tirano español, el duque de Alba, aplastaron a nuestro verdadero rey. ¡Qué va! Ahora gobierna el hijo de Felipe, pero tampoco es nuestro verdadero rey. Pero pronto volveremos a tenerlo.
Y añadió, con malignidad:
—Vos sabéis que ésta es la verdad. El diabólico Alba hizo a mi país lo mismo que hizo al vuestro.
—Esto es mentira. Alba fue una plaga para los Países Bajos, pero nunca los conquistó. Todavía son libres. Y lo serán siempre. En cambio, en Portugal, derrotó a un pequeño ejército y todo el país se rindió. No tenéis valor. Sólo lo tenéis para quemar a inocentes en nombre de Dios.
—Mi Dios os hará arder en el infierno por toda la eternidad —rugió el sacerdote—. Satanás será vencido. Los herejes seréis borrados de la faz de la tierra. ¡Estáis malditos ante Dios!
A pesar suyo, Blackthorne sintió que el terror religioso empezaba a apoderarse de él.
—Los sacerdotes no oyen como Dios ni hablan con Su voz. ¡Nos hemos liberado de vuestro yugo y seguiremos libres de él! Ahora tenemos nuestras propias escuelas, nuestros propios libros, nuestra propia Biblia, nuestra propia Iglesia. Todos los españoles sois iguales. ¡Escoria! Y todos los monjes sois iguales. ¡Adoradores de ídolos!
El sacerdote levantó el crucifijo y lo sostuvo entre él y Blackthorne como un escudo.
—¡Oh, Dios, protégenos de este mal! Yo no soy español. Soy portugués. Y no soy un monje. Soy un hermano de la Compañía de Jesús.
—¡Ah, ya! ¡Un jesuita!
—Sí. ¡Que Dios se apiade de vuestra alma!
El padre Sebastião dijo algo en japonés y los hombres se arrojaron sobre Blackthorne. Éste se apoyó en la pared y propinó un rudo golpe a uno de ellos, pero los otros se le echaron encima y sintió que se ahogaba.
—¿Nanigoto da?
El tumulto cesó de pronto.
El joven estaba a diez pasos de distancia. Llevaba calzones y chinelas y un quimono ligero, y dos sables envainados atados del cinturón. Uno de éstos tenía la forma de una daga. El otro era una espada para dos manos, larga y ligeramente curva. Precisamente apoyaba una mano en la empuñadura de ésta.
—¿Nanigoto da? —repitió con voz dura.
Y al no recibir una respuesta inmediata:
—NANIGOTO DA?
Los japoneses cayeron de rodillas, tocando el suelo con la frente. Sólo el sacerdote permaneció de pie. Saludó y empezó a explicarse en tono vacilante, pero el hombre le interrumpió despectivamente y señaló al jefe.
—¡Mura!
Mura, el jefe indígena, mantuvo inclinada la cabeza y habló rápidamente. Señaló varias veces a Blackthorne, una al barco y dos al sacerdote. Ahora no se veía movimiento en la calle. Todas las personas visibles estaban arrodilladas y con la cabeza baja. Cuando el hombre hubo terminado, el guerrero le interrogó con arrogancia unos momentos y recibió una rápida y respetuosa contestación. Entonces, el soldado dijo algo al jefecillo y señaló con despectivo ademán al cura y a Blackthorne y el hombre de cabellos grises lo explicó más sencillamente al cura, que enrojeció de pronto.
El soldado, que era un palmo más bajo y mucho más joven que Blackthorne y tenía el bello semblante ligeramente picado de viruela, miró fijamente al extranjero.
—¿Onushi ittai doko kara kitamoda? ¿Doko no kuni no monada?
El sacerdote dijo, muy nervioso:
—Kasigi Omi-san pregunta de dónde venís y cuál es vuestra nacionalidad.
—¿Es el señor Omi-san el daimío? —preguntó Blackthorne, temeroso de los sables a pesar suyo.
—No. Es un samurai. El samurai encargado del pueblo. Se apellida Kasigi y su nombre es Omi. Aquí ponen siempre el apellido. «San» significa «honorable», y se añade a todos los nombres por cortesía. Os conviene ser cortés… y aprender modales. No toleran la descortesía.
Su voz se hizo cortante.
—¡Contestad deprisa!
—Vengo de Amsterdam y soy inglés.
El padre Sebastião inició una explicación, pero Omi lo interrumpió y soltó un chorro de palabras.
—Omi-san pregunta si sois el jefe. Sabemos que sólo han sobrevivido unos cuantos herejes y que la mayoría están enfermos. ¿No hay un capitán general?
—Yo soy el jefe —respondió Blackthorne, aunque en realidad, estando en tierra, quien mandaba era el capitán general.
Otro chorro de palabras por parte del samurai.
—Omi-san dice que ya que sois el jefe, podéis andar libremente por el pueblo hasta que venga su señor. Su señor, el daimio, decidirá vuestro destino. Hasta entonces, podréis vivir como invitado en la casa del jefe del pueblo. Pero no podéis salir fuera de éste. Vuestros tripulantes están confinados en su casa.
—¿Dónde?
El padre Sebastião señaló vagamente un grupo de casas junto a un embarcadero.
—¿Wakarimasu ka? —dijo Omi directamente a Blackthorne.
—Pregunta si lo habéis comprendido.
—¿Cómo se dice «sí» en japonés?
El padre Sebastião dijo al samurai:
—Wakarimasu.
Omi les despidió desdeñosamente con un ademán. Todos se inclinaron profundamente. Salvo un hombre que se levantó despacio, sin hacer la reverencia.
Con cegadora rapidez, el sable describió un arco sibilante, y la cabeza del hombre se desprendió de los hombros y un chorro de sangre se esparció en el suelo. Involuntariamente, el sacerdote dio un paso atrás. Nadie más movió un solo músculo. Las cabezas permanecieron bajas e inmóviles. Blackthorne estaba rígido, impresionado.
Omi puso tranquilamente un pie sobre el cadáver.
—¡Ikinasai! —dijo despidiendo a todos con un gesto.
Los hombres que estaban delante de él se inclinaron de nuevo hasta el suelo. Después, se levantaron y se alejaron, impasibles. La calle empezó a vaciarse. Y también las tiendas.
El padre Sebastião miró el cadáver. Gravemente, hizo la señal de la cruz sobre él y dijo: «In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.» Y miró al samurai, ahora sin miedo.
—¡Ikinasai!
Después de un largo momento, el sacerdote dio media vuelta y se alejó. Con dignidad. Omi lo observó fijamente y después miró a Blackthorne. Éste retrocedió y cuando se encontró a una distancia segura, dobló rápidamente una esquina y desapareció.
Omi empezó a reír a carcajadas. La calle estaba ahora desierta. Cuando acabó de reír, asió el sable con ambas manos y empezó a despedazar metódicamente el cadáver, en trozos menudos.
Blackthorne estaba en una barquichuela cuyo barquero remaba dichoso en dirección al Erasmus. No le había costado nada conseguir el bote, y ahora podía ver hombres en el puente. Todos eran samurais. Algunos llevaban corazas de acero, pero la mayoría vestían sencillos quimonos y todos iban armados con los dos sables. Llevaban rapada la parte alta del cráneo y recogidos los cabellos de la nuca y de los lados en una coleta enroscada y sujetada sobre la coronilla. Un peinado que sólo estaba autorizado —y era obligatorio— para los samurais.
Sumamente inquieto, Blackthorne subió la escalerilla y se plantó en cubierta. Uno de los samurais, más ricamente vestido que los otros, se acercó a él y le hizo una reverencia. Blackthorne había aprendido bien la lección y le devolvió el saludo, y todos los demás le imitaron. Se dirigió a la escalera interior y se detuvo en seco. Una ancha cinta de seda roja había sido fijada sobre la puerta, así como un pequeño rótulo lleno de caracteres extraños. Vaciló, se dirigió a otra puerta y la encontró igualmente cerrada y sellada.
Alargó la mano para arrancar la cinta.
—¡Hotté oké! —dijo el samurai de guardia moviendo la cabeza y dejando de sonreír.
—Este barco es mío, y quiero…
Blackthorne reprimió su ansiedad mirando los sables. «Tengo que ir abajo —pensó—. Tengo que recuperar los libros de ruta, el mío y el secreto. ¡Dios mío! Si los encuentran y los dan a los curas o a las autoridades japonesas, estamos perdidos. Con esta prueba, cualquier tribunal del mundo, salvo Inglaterra y Holanda, nos condenaría como piratas. En mi libro constan fechas, lugares y cantidad de botín conquistado, el número de muertos causados en tres desembarcos en América y uno en el África española, el número de iglesias saqueadas y las poblaciones y los barcos incendiados. En cuanto al libro de ruta portugués, sería nuestra sentencia de muerte, pues, desde luego, fue robado.»
—¿Nan no yoda? —dijo uno de los samurais.
—¿Habláis portugués? —preguntó Blackthorne en este idioma.
El hombre se encogió de hombros.
—Wakarimasen.
Otro se acercó y habló respetuosamente al jefe, el cual movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Portugeezu amigo —dijo el samurai abriendo un poco su quimono y mostrando un pequeño crucifijo que pendía de su cuello—. ¡Cristan! ¡Cristan! —Señaló a Blackthorne—. ¿Crist’an ka?
Blackthorne vaciló y después asintió con la cabeza.
—Cristiano.
—¿Portugeezu?
—Inglés.
El hombre habló con el jefe y ambos se encogieron de hombros.
—Mis amigos. ¿Dónde? —preguntó Blackthorne.
El samurai señaló el extremo oriental del pueblo y dijo:
—Amigos.
—Este barco es mío y quiero ir abajo —dijo Blackthorne de varias maneras y con unos ademanes que ellos comprendieron.
—¡Ah, so desu! Kinjiru —dijeron enfáticamente señalando el letrero.
Estaba claro que no podía ir abajo. Pensó, irritado, que Kinjiru debía significar «prohibido». Bueno, ¡al diablo con ello! Asió el tirador de la puerta y empezó a abrirla.
—¡KINJIRU!
Lo empujaron, haciéndole dar media vuelta y enfrentándolo con los samurais. Los dos hombres habían desenvainado a medias sus sables y esperaban inmóviles que tomase una decisión. Los demás observaban impasibles.
Blackthorne comprendió que no tenía más remedio que obedecer y se encogió de hombros. Se dirigió a la escalerilla para salir del barco, pero se detuvo en seco al ver que todos le miraban con malevolencia. Entonces les hizo una cortés reverencia, y al punto cesó la hostilidad y todos se inclinaron a su vez y le sonrieron.
—Creo que estáis en un error, capitán —dijo Vinck—. Si podéis con esa bazofia a la que llaman comida, éste es el mejor lugar donde haya estado jamás. He tenido dos mujeres en tres días.
—Es verdad. Pero no se puede hacer nada sin comer carne y beber coñac —dijo Maetsukker—. Esos bastardos amarillos no quieren comprender que necesitamos carne y cerveza y pan. Y coñac o vino.
—Esto es lo peor. Dios mío, mi reino por un grog —dijo Baccus van Nekk, lleno de tristeza, acercándose a Blackthorne y mirándolo fijamente.
Era muy corto de vista y había perdido las gafas durante la tormenta. Era jefe de los mercaderes, tesorero y representante de la «Compañía Holandesa» de las Indias Orientales que había puesto el dinero para el viaje.
—Estamos en tierra sanos y salvos y todavía no he echado un trago. Ni una gota. ¡Terrible! ¿Habéis bebido algo, capitán?
—No.
A Blackthorne le disgustaba tener gente cerca, pero Baccus era un amigo y estaba casi ciego. Por consiguiente, no se apartó.
—No he bebido más que agua caliente con hierbas.
—No saben lo que es un grog. Sólo se puede beber agua caliente con hierbas… ¿Y si no hubiese alcohol en todo el país? ¿Queréis hacerme un gran favor, capitán? Pedid un poco de licor.
Blackthorne había encontrado la casa que les habían destinado en el extremo oriental del pueblo. Los guardias lo habían dejado pasar, pero sus hombres le habían confirmado que no podían cruzar la puerta del jardín. La casa tenía muchas habitaciones, como la suya, pero era más grande y había en ella muchos criados de todas las edades, hombres y mujeres.
Once de sus hombres seguían con vida. Los japoneses se habían llevado los muertos. Las abundantes raciones de verduras frescas habían empezado a curar el escorbuto y todos, menos dos, estaban sanando rápidamente. Vinck había sangrado a estos dos, pero sin resultado. Sin duda morirían al anochecer. El capitán general estaba en otra habitación y seguía muy enfermo.
Sonk, el cocinero, hombre bajito y robusto, dijo riendo:
—Como dice Johann, aquí se está bien, capitán, salvo por la comida y la falta de licor. Y los indígenas son amables, con tal de que no llevemos botas dentro de casa.
—Escuchad —dijo Blackthorne—. Hay un cura en el pueblo. Un jesuita.
Y el entusiasmo de los hombres se desvaneció cuando les contó su encuentro con el sacerdote y la subsiguiente decapitación.
—¿Por qué le cortó la cabeza, capitán?
—No lo sé.
—Será mejor que volvamos a bordo. Si los papistas nos pillan en tierra…
—Estamos en manos de Dios —dijo Jan Roper, uno de los mercaderes aventureros, joven, de ojos pequeños, alta frente y nariz afilada—. Él nos librará de los siervos de Satán.
Vinck miró a Blackthorne.
—Pero, ¿y los portugueses, capitán? ¿Habéis visto alguno por ahí?
—No. No hay rastros de ellos en el pueblo.
—Pero acudirán como moscas en cuanto sepan que estamos aquí —dijo Maetsukker, y el grumete Croocq lanzó un gemido.
—Sí. Y si hay un cura, tiene que haber otros —dijo Ginsel lamiéndose los secos labios—. Y sus malditos conquistadores nunca andan lejos.
—Es verdad —dijo Vinck, inquieto—. Son como los piojos.
—Pero, ¿estamos en el Japón, capitán? —preguntó Van Nekk—. ¿Os lo dijo él?
—Sí. ¿Por qué?
Van Nekk se acercó a él y bajó la voz.
—Si aquí hay curas y algunos de los indígenas son católicos, quizás es también verdad lo otro… lo de las riquezas, el oro, la plata y las piedras preciosas. ¿Habéis visto algo, capitán? ¿Llevan oro o joyas los indígenas?
—No —repuso Blackthorne pensando un momento—. No recuerdo haber visto nada de eso. Ni collares, ni piedras, ni brazaletes. Y ahora escuchad, pues tengo que deciros algo más. Fui a bordo del Erasmus, pero el barco está sellado.
Les contó lo ocurrido y aumentó la ansiedad general.
—¡Jesús! Si no podemos ir a bordo y hay curas y papistas en tierra… Tenemos que salir de aquí. —La voz de Maetsukker empezó a temblar—. ¿Qué vamos a hacer, capitán? ¡Nos quemarán vivos!
Blackthorne dijo:
—En vista de cómo trató al cura el samurai Omi-san, estoy seguro de que lo odia. Buena cosa, ¿no? Lo que quisiera saber es por qué no llevaba el cura su hábito acostumbrado. ¿Por qué esa ropa de color naranja? No lo había visto nunca.
—Es curioso —dijo Van Nekk. Blackthorne lo miró.
—Tal vez no tienen mucha fuerza aquí —dijo—. Esto nos ayudaría mucho.
—¿Qué vamos a hacer, capitán? —preguntó Ginsel.
—Tener paciencia y esperar que venga el jefe, el daimío. Él nos dejará marchar. ¿Por qué no habría de hacerlo? No les hemos perjudicado en nada. Tenemos artículos para comerciar. No somos piratas. No tenemos nada que temer.
—¿Qué ocurrirá si el daimío es papista? —preguntó Jan Roper.
Nadie le respondió. Únicamente Ginsel dijo:
—Ese hombre del sable, capitán, ¿dijisteis que había despedazado al otro después de cortarle la cabeza?
—Sí.
—¡Dios mío! ¡Son bárbaros! ¡Lunáticos! —exclamó Ginsel, un joven alto y guapo, de brazos cortos y piernas muy arqueadas, y a quien el escorbuto había dejado sin dientes—. Y cuando le hubo cortado la cabeza, ¿se marcharon los otros sin decir nada?
—Sí.
—¡Por Cristo Jesús! Un hombre desarmado, asesinado de este modo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo mató?
—No lo sé, Ginsel. Pero nunca había visto tanta rapidez. Desenvainó el sable y en el acto rodó la cabeza por el suelo.
—¡Que Dios nos proteja! ¿Cuántos samurais había a bordo, capitán?
—Veintidós. Pero había más en tierra.
—La ira de Dios caerá sobre los paganos y los pecadores que arderán en el infierno por toda la eternidad —dijo Jan Roper.
—Quisiera estar seguro de esto —dijo Blackthorne sintiendo que el miedo a la venganza de Dios flotaba en el ambiente. Estaba muy cansado y tenía ganas de dormir.
—Podéis estar seguro, capitán, como lo estoy yo. Rezo para que vuestros ojos se abran a la verdad de Dios. Para que os deis cuenta de que nosotros… lo que queda de nosotros… sólo estamos aquí por vuestra culpa.
—¿Qué? —dijo Blackthorne con un tono amenazador.
—¿Por qué persuadisteis al capitán general de buscar el Japón? Esto no figuraba en nuestras órdenes. Teníamos que saquear el Nuevo Mundo, llevar la guerra a la panza del enemigo y después volver a casa.
—Había barcos españoles al norte y al sur de donde estábamos y no podíamos huir en otra dirección. ¿Has perdido la memoria además del juicio? Teníamos que navegar hacia el Oeste. Era nuestra única oportunidad.
—Yo no vi barcos enemigos, capitán. Nadie los vio.
—Vamos, Jan —dijo Van Nekk, con voz cansada—. El capitán hizo lo que creyó mejor. Y, desde luego, allí había españoles.
—Sí, es verdad, y estábamos a mil leguas de nuestros amigos y en aguas enemigas —dijo Vinck, y escupió—. Ésta es la verdad como hay Dios. Y también lo es que pusimos el asunto a votación. Todos dijimos que sí.
—Yo, no.
—A mí, nadie me lo preguntó —dijo Sonk.
—¡Oh, por Cristo Jesús!
—Cálmate, Johann —dijo Van Nekk tratando de aliviar la tensión—. ¿Recuerdas la leyenda? Seremos ricos si conservamos la serenidad. Tenemos artículos de comercio y aquí hay oro…, tiene que haberlo. ¿Dónde podíamos vender nuestro cargamento? En el Nuevo Mundo no, porque nos perseguían los españoles. Teníamos que salir de Chile y sólo podíamos escapar por el Estrecho. Era nuestra única oportunidad. Ahora estamos en la Isla de las Especias. Ya habéis oído hablar de las riquezas del Japón y de Catay. ¿Por qué nos enrolamos? Seremos ricos, ya lo veréis.
—Somos hombres muertos, como todos los demás. Estamos en la tierra de Satán.
—¡Cierra el pico, Roper! —dijo Vinck ásperamente—. El capitán no tiene la culpa de que otros muriesen. Siempre muere gente en estos viajes.
Los ojos de Jan Roper echaban chispas y sus pupilas estaban contraídas.
—Sí, que Dios les tenga en su seno. Mi hermano era uno de ellos.
Blackthorne miró los ojos del fanático y odió a Jan Roper. Pero se peguntó en secreto si realmente había navegado hacia el Oeste para evitar los barcos enemigos o si lo había hecho para ser el primer capitán inglés que cruzara el Estrecho y navegase en aquella dirección para dar la vuelta al mundo.
—¡Cállate de una vez! —dijo con tono suave, pero autoritario.
Jan Roper lo miró fijamente, hosco y helado el semblante, pero guardó silencio.
—¿Qué haremos ahora, capitán?
—Esperar y prepararnos. Su jefe no tardará en llegar y entonces se arreglará todo.
Vinck contemplaba el jardín y al samurai que permanecía sentado inmóvil sobre los talones, junto a la puerta.
—Fijaos en ese bastardo. Hace horas que está ahí, sin moverse, sin hablar, sin rascarse siquiera la nariz.
—No nos ha molestado, Johann. En absoluto —dijo Van Nekk.
—Está solo, capitán. Y nosotros somos diez —opinó Ginsel, en voz baja.
—Ya he pensado en esto. Pero no estamos preparados. El escorbuto tardará una semana en desaparecer —respondió Blackthorne, inquieto—, y hay demasiada gente en el barco. No quisiera enfrentarme con uno solo de ellos, sin llevar una espada o una pistola. ¿Os vigilan por la noche?
—Sí. Cambian la guardia tres o cuatro veces. ¿Ha visto alguien a algún centinela dormido? —preguntó Van Nekk.
Todos negaron con la cabeza.
—Podríamos estar a bordo esta noche —dijo Jan Roper—. Con la ayuda de Dios, venceríamos a los paganos y nos apoderaríamos del barco.
—¡Destápate los oídos! ¿No has escuchado lo que acaba de decir el capitán? —dijo Vinck escupiendo con disgusto.
—Bien dicho —terció Pieterzoon, un artillero—. ¡Deja en paz al viejo Vinck!
Los labios de Jan Roper se fruncieron aún más.
—Cuida de tu alma, Johann Vinck. Y tú de la tuya, Hans Pieterzoon. El Día del Juicio se acerca —dijo sentándose en la galería.
Van Nekk rompió el silencio:
—Todo terminará bien, ya lo veréis.
—Roper tiene razón. La codicia nos ha empujado hasta aquí —dijo el grumete Croocq—. Es un castigo de Dios.
—¡Cállate!
El muchacho dio un respingo.
—Sí, capitán. Lo siento, pero…
Maximilian Croocq era el más joven de todos, sólo tenía dieciséis años, y se había enrolado para este viaje porque su padre era capitán de uno de los barcos y todos querían hacer fortuna. Pero había visto morir de mala manera a su padre, cuando habían saqueado la ciudad española de Santa Magdalena, en la Argentina. El botín había sido bueno. Él había visto lo que era un saqueo y había participado en él, atraído por el olor de la sangre y la matanza, y se había odiado por ello. Más tarde, había visto morir a otros amigos, y de los cinco barcos no quedaba más que uno, y ahora tenía la impresión de ser el tripulante más viejo.
—Perdón. Os pido disculpas.
—¿Cuánto tiempo hace que estamos en tierra, Baccus? —preguntó Blackthorne.
—Hoy es el tercer día —dijo Van Nekk—. No recuerdo claramente la llegada, pero cuando me desperté el barco estaba lleno de salvajes. Muy corteses y bastante amables. Nos dieron comida y agua. Se llevaron a los muertos y echaron las anclas. Cuando nos llevaron a tierra, les pedimos que os dejasen con nosotros, pero se negaron. Uno de ellos hablaba un poco el portugués. Dijo que no debíamos preocuparnos por vos, pues estaríais bien atendido. Después nos trajo aquí y dijo que tendríamos que esperar a que llegase su capitán. ¿Qué sucederá cuando llegue el daimío?
—¿Tiene alguien un cuchillo o una pistola?
—No —dijo Van Nekk rascándose distraídamente la cabeza llena de piojos—. Se llevaron nuestra ropa para lavarla y se guardaron las armas. También se guardaron mis llaves.
—Esto no debe preocuparnos. Todo está cerrado a bordo.
—No me gusta que me hayan quitado las llaves. Me pone nervioso. ¡Maldita sea! Lo que daría ahora por una copa de coñac… o por una cerveza.
—¡Jesús! El saimirí lo cortó en pedazos, ¿eh? —murmuró Sonk, como hablando consigo mismo.
—Por el amor de Dios, cierra el pico —replicó Ginsel—. Se dice samurai.
—Confío en que el cura no venga aquí —dijo Vinck.
—Estamos a salvo en las manos del Señor —intervino Van Nekk tratando de mostrarse confiado—. Cuando llegue el daimío nos soltarán. Recobraremos el barco y los cañones. Ya lo veréis. Venderemos toda la mercancía y regresaremos a Holanda, ricos y sanos, después de dar la vuelta al mundo. Los primeros holandeses que habremos dado la vuelta al mundo. Que se vayan al infierno los católicos, y se acabó la cuestión.
—No, no se acabó —dijo Vinck—. Los papistas me dan escalofríos. No puedo evitarlo. Ellos, y los conquistadores. ¿Creéis que habrá muchos por aquí, capitán?
—No lo sé. ¡Creo que sí! Ojalá tuviésemos aquí a toda nuestra flota.
—¡Pobres bastardos! —dijo Vinck—. Al menos, nosotros estamos vivos.
—Con los papistas aquí, y con todos esos paganos iracundos, no daría un maravedí por nuestras vidas.
—¡Maldito sea el día en que partí de Holanda! —dijo Pieterzoon—. ¡Malditos sean todos los licores! Si no hubiese estado borracho como una cuba, me habría quedado en Amsterdam con mi mujer.
—Maldice todo lo que quieras, Pieterzoon, menos el licor. ¡Es la savia de la vida!
Más tarde, los servidores volvieron a traerles comida. Lo de siempre: verduras cocidas y crudas con un poco de vinagre, sopa de pescado y gachas de trigo o de cebada. Todos rechazaron los pedacitos de pescado crudo y pidieron carne y licor. Pero no los comprendieron. Cuando iba a ponerse el sol, Blackthorne se marchó. Estaba cansado de su miedo, de sus odios y de sus obscenidades. Les dijo que volvería después del amanecer.
Había mucho movimiento en las tiendas de las callejas. Encontró su propia calle y la puerta de su casa. Habían lavado las manchas del suelo y se habían llevado el cadáver. «Casi parece un sueño», pensó. La puerta del jardín se abrió antes de que la tocase.
El viejo jardinero, en taparrabo a pesar de que el viento había refrescado un poco, se inclinó, ceremonioso.
—Konbanwa.
—Hola —dijo Blackthorne sin pensarlo.
Subió la escalera y se detuvo al acordarse de las botas. Se las quitó y entró descalzo en la galería y en la casa. Llegó a un pasillo, pero no pudo encontrar su habitación.
—¡Onna! —gritó.
Apareció una anciana.
—¿Hai?
—¿Dónde está Onna?
La vieja frunció el ceño y se señaló a sí misma.
—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo Blackthorne, irritado—. ¿Dónde está mi habitación? ¿Dónde está Onna?
Abrió otra puerta corredera. Cuatro japoneses estaban sentados en el suelo, alrededor de una mesa baja, comiendo. Reconoció a uno de ellos como el hombre de cabellos grises que era el jefe del pueblo y había estado con el cura. Todos se inclinaron.
—¡Oh, disculpen! —dijo, y cerró la puerta—. ¡Onna! —gritó.
La vieja dudó un momento y le hizo una seña. Él la siguió a otro pasillo. Ella abrió una puerta. Reconoció su habitación por el crucifijo. Las colchas habían sido cuidadosamente preparadas.
—Gracias —dijo, aliviado—. Y ahora, busque a Onna.
La mujer se alejó. Blackthorne se sentó. Le dolía el cuerpo y la cabeza. Al menos podía haber una silla. ¿Dónde diablos las guardaban? Volvió a oírse ruido de pasos y entraron tres mujeres: la vieja, una jovencita de cara redonda y la dama de edad madura.
La vieja señaló a la niña, que parecía un poco asustada.
—Onna.
—No —dijo Blackthorne levantándose enojado y señalando a la mujer—. Ésa es Orina, ¿no? ¿Acaso te has olvidado de tu nombre? ¡Onna! Tengo hambre. ¿Puedo comer algo?
Se frotó la barriga, parodiando el ademán de un hambriento. Ellas se miraron. Entonces, la mujer de edad madura se encogió de hombros, dijo algo que hizo reír a las otras, se acercó a la cama y empezó a desnudarse.
Blackthorne se quedó pasmado.
—¿Qué estás haciendo?
—Ishimasho —dijo ella quitándose el cinto y abriendo el quimono. Sus pechos eran fláccidos, y su vientre, abultado.
Estaba claro que iba a meterse en la cama. Él movió la cabeza, le dijo que se vistiese y la asió de un brazo, y todas se pusieron a hablar y a gesticular. La mujer empezó a enfadarse.
Pero cesó el parloteo y todas se inclinaron al llegar el jefe silenciosamente por el pasillo.
—¿Nanda? ¿Nanda? —preguntó.
La vieja le explicó lo que pasaba.
—¿Quieres a esa mujer? —preguntó él, con incredulidad, en un portugués apenas comprensible.
—No, ¡claro que no! Sólo quería que Onna me trajese un poco de comida.
—Onna significa «mujer». ¿Tú querer Onna?
Blackthorne movió cansadamente la cabeza.
—No. No, gracias. Me equivoqué. Lo siento. ¿Cómo se llama?
—Su nombre es Haku —dijo el hombre.
—Perdona Haku-san. Creía que te llamabas onna.
El hombre se lo explicó a Haku, la cual no pareció nada complacida. Pero él le dijo algo más, y todas se marcharon.
—Gracias —dijo Blackthorne, furioso por su propia estupidez.
—Esta ser mi casa. Mi nombre, Mura.
—Mura-san. El mío, Blackthorne.
—¡Ah! Berr-rakk-fon…
Mura repitió varias veces el nombre, pero no consiguió pronunciarlo bien. Por fin, lo dejó correr y observó al coloso que tenía delante. Era el primer bárbaro que había visto, aparte del padre Sebastião y de los otros curas, hacía muchos años. «Pero los curas tienen el pelo y los ojos negros y son de estatura normal —pensó—. En cambio, ese hombre tiene los cabellos y la barba de oro y los ojos azules, y su piel es pálida donde está cubierta y roja donde está expuesta. ¡Asombroso! Yo pensaba que todos los hombres tenían cabellos negros y ojos negros. Nosotros los tenemos. Y los chinos los tienen, y, ¿no es China todo el mundo, salvo la tierra meridional de los bárbaros portugueses? ¡Asombroso! ¿Y por qué odia tanto el padre Sebastião a ese hombre? ¿Porque adora a Satanás? Yo no lo creo, porque el padre Sebastião podría echar al diablo si quisiera. ¡Uf! Nunca vi tan enojado al buen padre. Nunca. ¡Asombroso!»
¿Serían los ojos azules y los cabellos de oro la marca de Satanás?
Mura miró a Blackthorne y recordó que había tratado de interrogarlo a bordo y que cuando el capitán se había desmayado había decidido traerlo a su propia casa, porque era el jefe y merecía una consideración especial. Lo habían tendido sobre la colcha y lo habían desnudado, con no poca curiosidad.
Después lo habían lavado y él había continuado inconsciente. El médico consideró imprudente bañarlo antes de que se despertara.
—Debemos recordar, Mura-san, que no sabemos cuál es el verdadero estado de ese bárbaro —había dicho prudentemente—. Lo siento, pero podríamos matarlo por equivocación. Salta a la vista que ha llegado al límite de sus fuerzas. Debemos tener paciencia.
—Pero, ¿y las liendres de sus cabellos? —había preguntado Mura.
—De momento, tendrán que quedarse donde están. Tengo entendido que todos los bárbaros las tienen. Lo siento, pero te aconsejo que tengas paciencia.
—¿No crees que al menos podríamos lavarle la cabeza? —había dicho su mujer—. Tendremos mucho cuidado. Estoy segura de que la Señora bendecirá nuestros pobres esfuerzos. Será bueno para el bárbaro y para la limpieza de nuestra casa.
—De acuerdo, puedes lavarle la cabeza —había dicho su madre zanjando la cuestión.
Mura miró a Blackthorne y recordó lo que le había dicho el sacerdote de los piratas adoradores de Satán. «Que Dios Padre nos libre de todo mal —pensó—. Si hubiese sabido que era un hombre terrible, no lo habría traído a mi casa. Pero no. Tienes obligación de tratarlo como a un invitado especial, mientras Omi-san no diga lo contrario. Sin embargo, fuiste muy prudente al avisar inmediatamente al cura y a Omi-san. Muy prudente. Has protegido el pueblo y te has protegido a ti mismo y, como jefe de aquél, eres el único responsable. Sí, y Omi-san te hará responsable de la muerte de esta mañana y de la impertinencia del hombre, y con razón.»
—No seas estúpido, Tamazaki. Pones en entredicho el buen nombre del pueblo, ¿neh? —había dicho docenas de veces a su amigo el pecador—. No seas intolerante. Omi-san no tiene más remedio que burlarse de los cristianos. Si nuestro daimío detesta a los cristianos, ¿qué puede hacer Omi-san?
—Nada, Mura-san, lo sé —le había respondido siempre Tamazaki—. Pero los budistas deberían ser más tolerantes, ¿neh? ¿Acaso no son ambos budistas Zen?
El budismo Zen era una secta muy rígida. Predicaba la autodisciplina y la meditación para encontrar la Luz. La mayoría de los samurais pertenecían al budismo Zen porque parecía adecuado, incluso hecho exprofeso, para los orgullosos guerreros que no temían la muerte.
—Sí, el budismo enseña la tolerancia. Pero, ¿cuántas veces tengo que decirte que ellos son samurais y que estamos en Izú, no en Kiusiu, y que, aunque estuviésemos en Kiusiu, tú serías siempre el equivocado? ¿Neh?
—Sí. Por favor, discúlpame. Sé que hago mal. Pero, a veces, siento que no puedo vivir con la vergüenza que me roe por dentro, cuando Omi-san insulta a la verdadera fe.
Y ahora, Tamazaki, estás muerto porque así lo quisiste, porque insultaste a Omi-san al no inclinarte ante él, sólo porque dijo «… ese maloliente sacerdote de la religión extranjera». Siendo así que el sacerdote huele mal y que la verdadera fe es extranjera. ¡Mi pobre amigo! Esa fe no alimentará ahora a tu familia ni borrará la mancha de mi pueblo.
¡Oh, Virgen santa, bendice a mi viejo amigo y concédele la gloria en tu Cielo!
«Omi-san me creará muchas dificultades —se dijo Mura—. Y por si esto fuera poco, ahora vendrá nuestro daimío.»
Siempre le acometía una terrible angustia cuando pensaba en su señor feudal, Kasigi Yabú, daimío de Izú, tío de Omi, y en su crueldad y su falta de sentido del honor, que hacían que robase a todos los pueblos la parte que les correspondía en la pesca y en las cosechas.
—Cuando estalle la guerra —se preguntó Mura—, ¿por quién se inclinará Yabú, por el señor Ishido o por el señor Toranaga? Estamos atrapados entre gigantes y en las garras de los dos.
Al Norte, Toranaga, el más grande general viviente, señor de Kwanto, de las Ocho Provincias, el daimío más importante del país, general en jefe de los Ejércitos del Este, al Oeste, los dominios de Ishido, señor del castillo de Osaka, conquistador de Corea, Protector del Heredero, general en jefe de los Ejércitos del Oeste. Y hacia el Norte, el Tokaido, la Gran Carretera de la Costa que enlaza Yedo, la capital de Toranaga, con Osaka, la capital de Ishido, trescientas millas que habrán de recorrer sus legiones.
¿Quién ganará la guerra?
Ninguno de los dos.
Porque su guerra envolverá de nuevo a todo el Imperio, y se desharán las alianzas, y las provincias lucharán contra las provincias y los pueblos contra los pueblos, igual que siempre. Salvo en los últimos diez años. Pues, increíblemente, había habido, en los diez últimos años, por primera vez en la Historia, una ausencia de guerras a la que llamaban paz en todo el Imperio.
«Me empezaba a gustar la paz —pensó Mura—. Pero el hombre que hizo la paz ha muerto. El campesino soldado que se había convertido en samurai, y después en general, y después en el general más grande, y por último en el Taiko, el absoluto señor Protector del Japón, murió hace un año, y su hijo de siete años es demasiado joven para heredar el poder supremo. Lo cierto es que estamos todos atrapados y que pronto llegará la guerra. Sólo Yabú decidirá por quién tendremos que luchar.»
Mura volvió a prestar atención al bárbaro pirata que tenía delante. «Eres un diablo, enviado para fastidiarnos —pensó—. Desde que llegaste, sólo nos has causado preocupaciones. ¿Por qué no elegiste otro pueblo?»
—¿Capitán-san quiere onna? —preguntó, solícito.
Por indicación suya, el consejo del pueblo había tomado medidas para satisfacer las necesidades físicas de los otros bárbaros, tanto por cortesía como para tenerlos ocupados hasta que llegasen las autoridades.
—¿Onna? —repitió presumiendo que su ofrecimiento sería del agrado del pirata y habiendo hecho ya preparativos al respecto.
—¡No! —Lo único que quería Blackthorne era dormir. Pero como sabía que necesitaba atraerse a aquel hombre, señaló el crucifijo—. ¿Eres cristiano?
—Cristiano —dijo Mura asintiendo con la cabeza.
—Yo también soy cristiano.
El padre decir que no. No cristiano.
—Soy cristiano. No católico, pero sí cristiano.
Mura no lo entendió. Y Blackthorne no pudo hacérselo comprender, a pesar de sus esfuerzos.
—¿Quieres onna?
—¿Cuándo vendrá el daimío?
—Daimío viene cuando viene —dijo Mura encogiéndose de hombros—. Duerme. Pero primero lavar, por favor.
—¿Qué?
—Lavar. Baño, por favor.
—No comprendo.
Mura se acercó más a él y frunció la nariz con desagrado.
—Oler mal. Como todos portugueses. Baño. Esta casa, limpia.
—Me bañaré cuando quiera, ¡y no huelo mal! —dijo Blackthorne, enojado—. Todo el mundo sabe que los baños son peligrosos. ¿Quieres que me dé una diarrea? ¿Te imaginas que soy estúpido? ¡Lárgate de aquí y déjame dormir!
—¡Baño! —ordenó Mura, sorprendido por la furia del bárbaro y por su mala educación.
No sólo el bárbaro apestaba, sino que no se había bañado bien desde hacía tres días, que él supiera, y la cortesana se negaría a acostarse con él por muy elevado que fuese el precio. «¡Esos horribles extranjeros! —pensó—. Sus sucias costumbres causan asombro. No importa. Yo respondo de ti. Te enseñaré buenos modales.»
—¡Baño! —repitió.
—Lárgate de una vez si no quieres que te haga pedazos —gritó Blackthorne despidiéndole con un gesto brusco.
Hubo una pausa momentánea y entonces entraron los otros tres japoneses y tres de las mujeres. Mura les explicó en pocas palabras lo que pasaba y dijo a Blackthorne con un tono rotundo:
—Baño. Por favor.
—¡Fuera!
Mura avanzó solo en la estancia. Blackthorne alargó el brazo, no con intención de pegar al hombre, sino sólo de empujarlo. De pronto, lanzó un grito de dolor. Mura le había golpeado el codo con el canto de la mano y el brazo de Blackthorne pendía momentáneamente paralizado. El capitán cargó, furioso. Pero la habitación empezó a dar vueltas y Blackthorne se encontró de bruces en el suelo. Sentía un dolor agudo en la espalda y no podía moverse.
—Por Dios que…
Trató de levantarse, pero las piernas no le obedecieron. Entonces, Mura alargó un pequeño pero acerado dedo y tocó un centro nervioso del cuello de Blackthorne. Otro dolor agudísimo.
—¡Jesús…!
—¿Baño? Por favor.
—Sí…, sí… —jadeó Blackthorne, en medio de su malestar, pasmado de haber sido dominado tan fácilmente por aquel hombrecito.
Hacía años, Mura había aprendido las artes del judo y del karate, así como a luchar con el sable y la lanza. Esto había sido cuando era guerrero y combatía por Nakamura, el campesino general, el Taiko —mucho antes de que fuese el Taiko—, cuando los campesinos podían ser samurais y los samurais podían ser campesinos, o artesanos o incluso viles mercaderes, y convertirse de nuevo en guerreros. «Es extraño —pensó Mura mientras contemplaba al gigante caído—. Lo primero que hizo el Taiko al asumir el poder fue ordenar a todos los campesinos que dejaran de ser soldados y entregaran todas las armas.» El Taiko había establecido también el inmutable sistema de castas que hoy regía en todo el Imperio. El primer lugar, los samurais, debajo de éstos, los campesinos, después, los artesanos, después, los mercaderes, seguidos de los cómicos, los parias y los bandidos, y por último, en el peldaño más bajo de la escala, los eta, los infrahumanos, que eran los enterradores, los curtidores y también los verdugos y los mutiladores públicos. Desde luego, los bárbaros no figuraban siquiera en esta escala.
—Por favor, disculpar, Capitán-san —dijo Mura inclinándose, pero avergonzado de la falta de dignidad del bárbaro, que gemía en el suelo como un niño.
«Me provocaste de un modo irracional, incluso para un bárbaro —pensó—. Sí, lo siento mucho, pero he tenido que hacerlo. Además, ha sido por tu bien. Y, en realidad, como los bárbaros no tenéis dignidad, no podéis perderla. Salvo los sacerdotes… que son distintos. Cierto que huelen horriblemente, pero están ungidos por Dios Padre y por esto tienen mucha dignidad. En cambio, tú eres mentiroso además de pirata. ¡Y dices que eres cristiano! Desgraciadamente, esto no te servirá de nada. Nuestro daimío odia la verdadera fe y odia a los bárbaros, y si los tolera es porque no tiene más remedio. Pero tú no eres portugués ni cristiano. Por consiguiente, no estás protegido por la ley, ¿neh? Pero, aunque seas hombre muerto, o al menos mutilado, tengo el deber de enviarte limpio a tu destino.»
—¡Baño muy bueno! —dijo.
Ayudó a los otros hombres a transportar al todavía aturdido Blackthorne a través de la casa. Después, lo sacaron al jardín, lo llevaron por un caminito cubierto del que estaba Mura muy orgulloso y lo introdujeron en la casa del baño. Las mujeres les siguieron.
Fue una de las grandes experiencias de la vida de Mura, que sabía que lo contaría una y otra vez a sus incrédulos amigos, frente a las jarras de saké caliente, que era el vino nacional del Japón. Y sus hijos lo contarían a sus hijos, y el nombre de Mura, el pescador, viviría eternamente en el pueblo de Anjiro, que estaba en la provincia de Izú, en la costa meridional de la gran isla de Honshu.