CAPÍTULO XLVII
El Erasmus aparecía recién pintado y embreado, la cubierta estaba inmaculada, el casco había sido calafateado, y el aparejo, reparado. Incluso el palo de trinquete, arrancado por el temporal, había sido sustituido por el último de los de recambio y montado en un ángulo perfecto. Todos los cabos de las cuerdas estaban pulcramente enrollados, y todos los cañones resplandecían, bajo una capa de aceite protectora, en las portañolas. Y el León de Inglaterra ondeaba, orgulloso, sobre todo esto.
—¡Ah del barco! —gritó alegremente Blackthorne desde detrás de la barrera.
Pero no obtuvo respuesta. Uno de los centinelas le dijo que hoy no había bárbaros a bordo.
—Shigata ga nai —dijo Blackthorne—. Domo. —Dominó su ardiente impaciencia por subir a bordo y se inclinó ante Mariko—. Es como si acabase de salir del astillero de Portsmouth, Mariko-san. Mira sus cañones, los chicos deben de haber trabajado como perros. Es hermoso, ¿neh? ¡Cuánto deseo ver a Baccus, a Vinck y a los demás!
Mariko lo miraba a él, no al barco. Sabía que él la había olvidado y sustituido.
«No importa —se dijo—. Nuestro viaje ha terminado.»
Esta mañana habían llegado a la última barrera de las afueras de Yedo. Una vez más, habían sido comprobados sus papeles de viaje. Una vez más, les habían franqueado cortésmente el paso, pero esta vez les esperaba una nueva guardia de honor.
—Nos llevarán al castillo, Anjín-san. Tú te quedarás allí, y esta noche nos reuniremos con el señor Toranaga.
—Bueno, entonces nos sobra tiempo. Escucha, Mariko-san, los muelles no están a más de una milla de aquí, ¿neh? Mi barco está allí, en alguna parte. ¿Quieres preguntarle al capitán Yoshinaka si podemos ir a verlo?
—Dice que lo lamenta, pero que no tiene instrucciones en este sentido, Anjín-san. Ha de llevarnos al castillo.
—Por favor, dile… pero tal vez será mejor que lo intente yo. ¡Taicho-san! Okasbira, sukosbi no aida watakushi wa ikitai no desu. Watakushi no funega osoko ni arimasu. (Capitán, deseo ir allá un ratito. Mi barco está allí.)
—Iyé, Anjín-san, gomen nasai. Ima…
Mariko había escuchado, con aprobación y regocijo, los corteses argumentos y la firme insistencia de Blackthorne, hasta que Yoshinaka, de mala gana permitió que diesen un rodeo, pero sólo por un momento, ¿neh?, y porque Anjín-san había hecho valer su condición de hatamoto y había dicho que un rápido examen era importante para el señor Toranaga, pues le ahorraría un tiempo valiosísimo a su señor y era vital para la reunión de esta noche. Sí, Anjín-san podía echar un vistazo, pero, desde luego, estaba prohibido subir al barco sin una autorización firmada por el señor Toranaga.
—Domo, Taicho-san —dijo efusivamente Blackthorne, más que satisfecho de su creciente dominio de la lengua y de sus medios de persuasión.
Hasta entonces, todo había sido perfecto, salvo el primer día después de su salida de Mishima cuando volvieron a ser alcanzados por el padre Tsukku-san y se rompió la precaria tregua entre los dos hombres. Su discusión había sido repentina, violenta, alentada por el incidente de Rodrigues y por un exceso de brandy. Se sucedieron las amenazas y las maldiciones, hasta que el padre Alvito emprendió el galope hacia Yedo, destruyendo la placidez del viaje.
—No debemos permitir que ocurra esto, Anjín-san.
—Pero ese hombre no tenía derecho…
—¡Oh, sí! De acuerdo. Tienes razón. Pero no dejes que este incidente destruya tu armonía, o estaremos perdidos los dos. Por favor, pórtate como un japonés. Olvida este incidente, que es sólo uno entre diez mil.
Lo intentó y lo consiguió a medias, y al día siguiente, de nuevo amigos, de nuevo amantes y de nuevo en paz los dos, ella siguió enseñándolo, moldeándolo —sin que él se diese cuenta— según el modelo de las Ocho Vallas.
—Me alegro de que el sacerdote se haya ido y no vuelva, Anjín-san.
—Sí.
—Pero habría sido mejor que no hubiese habido discusiones. Temo por ti.
—Nada ha cambiado. Él fue siempre mi enemigo, y siempre lo será. Karma es karma. Pero no olvides que nada existe fuera de nosotros. Todavía no. Ni él, ni nadie. No, hasta Yedo. ¿Neh?
—Sí. Eres inteligente. Una vez más tienes razón. Y yo soy feliz de estar contigo.
La carretera de Mishima dejó rápidamente atrás los llanos y subió, serpenteando, por los montes en dirección al puerto de Hakoné. Permanecieron dos días allí, en la cumbre, gozosos y satisfechos, contemplando la maravilla del monte Fuji al salir y al ponerse el Sol, ceñido su pico por una corona de nubes.
—¿Es siempre así la montaña?
—Sí, Anjín-san, casi siempre está envuelta en brumas. Pero esto hace más clara y exquisita la vista de Fuji-san, ¿neh? Si se quiere, se puede subir hasta la cumbre.
—¡Hagámoslo ahora!
—Ahora no, Anjín-san. Un día lo haremos. Hemos de dejar algo para el futuro, ¿neh? Subiremos al Fuji-san en otoño…
Después, el grupo siguió hacia el Norte, por el frecuentado y bullicioso Tokaido, cruzando la gran taza de arroz del Imperio. Los llanos de aluvión eran ricos en agua y estaban cultivados hasta la última pulgada. El aire era ahora cálido y húmedo, y en él flotaba el hedor de excrementos humanos, que, después de mezclarlos con agua, servían de abono.
—El arroz nos da comida, Anjín-san, y tatamis donde dormir, sandalias para calzarnos, prendas de vestir para resguardarnos de la lluvia y del frío, bardas para conservar calientes nuestras casas, papel para escribir. Sin el arroz no existiríamos.
—¡Pero el hedor, Mariko-san!
—Es el pequeño precio que hemos de pagar por tanta abundancia, ¿neh? Haz como nosotros: abre los ojos, los oídos y la mente. Escucha el viento y la lluvia, los insectos y los pájaros, oye crecer las plantas, y, en tu mente, verás generaciones que se suceden hasta el fin de los tiempos. Si haces esto, Anjín-san, pronto olerás sólo la belleza de la vida.
—¡Oh, gracias, señora! Pero debo confesar que empieza a gustarme el arroz. Sí, lo prefiero a las patatas. ¿Y sabes otra cosa? Ya no echo de menos la carne. ¿No es raro? Soy menos glotón que antes.
Tres días después de abandonar el puerto de Hakoné, la madrugada fue tan deliciosa, que Mariko se sentó en la galería con Chimmoko a observar el nacimiento de un nuevo día.
—¡Oh! Buenos días, dama Toda —dijo Gyoko, saludándola desde la entrada del jardín—. Maravillosa, aurora, ¿neh?
—Sí, muy hermosa.
—Disculpa que te moleste. ¿Podría hablar contigo a solas? Sobre un negocio.
—Desde luego.
Mariko había bajado de la galería, deseosa de no turbar el sueño de Anjín-san. Envió a Chimmoko a buscar cha y ordenó que se tendiesen unas mantas sobre la hierba, cerca del surtidor.
Cuando estuvieron solas y juzgó correcto empezar, Gyoko dijo:
—He estado pensando en cómo podría ayudar más a Toranaga-sama.
—Mil kokús es una ayuda más que generosa.
—Pero tres secretos pueden serlo más.
—O uno solo, Gyoko-san, si es interesante.
—Anjín-san es un buen hombre, ¿neh? También hay que ayudar a su futuro, ¿neh?
—Anjín-san tiene su propio karma —respondió Mariko, sabiendo que había llegado el momento del regateo y preguntándose en qué debía transigir, si es que se atrevía a transigir en algo—. Estábamos hablando del señor Toranaga, ¿neh? ¿O acaso uno de los secretos se refiere a Anjín-san?
—¡Oh, no, señora! Anjín-san tiene su propio karma y estoy segura de que tiene también sus secretos. Sólo pensé que, siendo Anjín-san uno de los vasallos predilectos del señor Toranaga, cualquier ventaja que obtenga nuestro señor ayudará en cierto modo a su vasallo, ¿neh?
—De acuerdo. Y, desde luego, es deber de los vasallos transmitir cualquier información que pueda ayudar a su señor. Pero, ¿qué has dicho? ¿Cuatro secretos?
—Tres, señora. Me preguntaba si querrías hacer de intermediaria entre el señor Toranaga y yo. Sería inconcebible que yo le confiase directamente lo que sé que es verdad. Sería de mala educación, porque no sabría emplear las palabras adecuadas, ni cómo exponerle la información. En todo caso, en asuntos de cierta importancia, tenemos la buena costumbre de emplear un intermediario, ¿neh?
—¿No sería preferible Kikú-san? No sé cuándo me enviará a buscar ni cuánto tardaré en celebrar una entrevista con él, ni siquiera si le interesará escuchar lo que tenga que decirle.
—Discúlpame, señora, pero tú serías infinitamente mejor. Podrías valorar la información, cosa que ella no podría.
—No soy un consejero, Gyoko-san. Ni un tasador.
—Yo diría que vale mil kokús.
—¿So desu ka?
Gyoko se aseguró que nadie la escuchaba, y entonces contó a Mariko que el cura renegado había revelado lo que había dicho el señor Onoshi en confesión y él había relatado a su tío, el señor Harima, después, que el segundo cocinero de Omi había oído a éste y a su madre conspirar contra Yabú, y, por último, todo lo que sabía sobre Zataki, su visible deseo de dama Ochiba, y las relaciones de Ishido con ésta.
Mariko la escuchó atentamente sin hacer comentarios —aunque la revelación del secreto de confesión la había indignado profundamente—, pensando en la multitud de posibilidades que abría esta información. Luego interrogó detenidamente a Gyoko, para asegurarse de que había entendido perfectamente y grabar en su memoria cuanto le había dicho aquélla.
Cuando estuvo convencida de que sabía todo lo que Gyoko estaba dispuesta a revelar de momento —pues, sin duda, la astuta negocianta guardaba algo en reserva—, ordenó que trajeran más cha.
—No puedo saber cuán valiosa es esta información, Gyoko-san.
—Desde luego, Mariko-sama.
—Pero supongo que, junto con los mil kokús, el señor Toranaga se sentirá sumamente complacido.
Gyoko se tragó la palabrota que subía a sus labios.
—Perdona, pero el dinero no significa nada para un daimío tan importante, en cambio, mil kokús significan mucho para una campesina como yo, ¿neh? Hay que saber siempre lo que es uno, dama Toda, ¿neh? —dijo, con tono acerado.
—Sí, conviene saber lo que es y quién es cada uno, Gyoko-san. Ésta es una de las raras ventajas que tenemos las mujeres sobre los hombres. La mujer siempre lo sabe. Afortunadamente, yo sé quién soy. ¡Oh, sí! Por favor, vayamos al grano.
Gyoko no se acobardó ante la amenaza, sino que contraatacó.
—La cuestión es que ambas conocemos la vida y comprendemos la muerte, y ambas creemos que el trato que nos den en el infierno y todo lo demás dependen del dinero.
—¿De veras?
—Sí. Lo siento, pero creo que mil kokús es demasiado.
—¿Es preferible la muerte?
—Ya he escrito mi poema funerario, señora:
Cuando muera,
no me queméis,
no me enterréis,
arrojad mi cuerpo al campo para engordar a algún perro hambriento.
—Esto podría arreglarse fácilmente.
—¡Oh, sí! ¡Oh, sí! Discúlpame, pero no es baladronada decir que me educaron bien, señora, en ésta y otras muchas cosas. No temo morir. He redactado mi testamento, con detalladas instrucciones a los míos para el caso de una muerte repentina. Por favor, perdóname por decirlo, pero soy como tú: no temo nada. Pero, a diferencia de ti en esta vida…, no tengo nada que perder.
—No hablemos de cosas tristes, Gyoko-san, en una mañana tan deliciosa. Porque es deliciosa, ¿neh? —Mariko se dispuso a clavar sus colmillos—. Yo preferiría verte viva, que tuvieses una vejez honorable, como uno de los pilares de tu nuevo gremio. ¡Ah! Tuviste una buena idea. Magnífica, Gyoko-san.
—Gracias, señora. También yo preferiría verte viva, feliz y con todas las prosperidades que desees. Con todos los honores y diversiones que apetezcas. O que apetezca tu hijo.
Sin que ninguna de ambas lo advirtiese, el fino mango del abanico de Mariko se rompió entre sus dedos. La brisa había cesado, y el ambiente era ahora bochornoso en el jardín.
—¿Y qué…, qué honores o diversiones deseas para ti? —preguntó Mariko, mirando con maligna fascinación a la vieja, claramente consciente de que debía destruirla, si no quería que pereciese su hijo.
—Para mí, nada. El señor Toranaga me ha colmado de honores y riquezas que jamás había soñado. Pero, a mi hijo sí, el señor Toranaga podría ayudarle.
—¿Qué ayuda?
—Dos sables.
—Imposible.
—Habrá guerra. Harán falta muchos guerreros.
—Ahora, no la habrá. El señor Toranaga va a ir a Osaka.
—Dos sables. No es mucho pedir.
—Es imposible. Lo siento, pero yo no puedo darlos.
—Disculpa, pero a ti no te pido nada. Sin embargo, es lo único que me complacería. Sí. Lo único. —Una gota de sudor cayó de la cara de Gyoko a su falda—. Con gusto descontaría quinientos kokús del precio del contrato del señor Toranaga, en prueba de mi estima en estos duros tiempos. Los otros quinientos serían para mi hijo. Un samurai necesita una herencia, ¿neh?
—Condenarías a muerte a tu hijo. Todos los samurais de Toranaga morirán muy pronto o se convertirán en ronín.
—Karma. Mis hijos tienen ya hijos, señora. Estos podrán decir a los suyos que hubo un tiempo en que fuimos samurais. Es lo único que importa, ¿neh?
—Eso no está en mi mano.
—Cierto. Perdona. Pero es lo único que me satisfaría.
Toranaga movió la cabeza con irritación.
—Su información es interesante…, quizá…, pero no lo bastante para hacer samurai a su hijo.
—Parece ser un vasallo fiel, señor —replicó Mariko—. Dice que seria un honor para ella deducir otros quinientos kokús del contrato, para algún samurai necesitado. Y su idea sobre el gremio, sobre las gei-shas y la nueva clase de cortesanas, tendría efectos importantes, ¿neh? Creo que no perderías nada.
—No estoy de acuerdo. No. ¿Por qué había de recompensarla? No hay razón para otorgarle este honor. ¡Es ridículo! No creo que ella se atreviera a pedirlo, ¿verdad?
—Habría sido una impertinencia hacerlo, señor. Yo hice la sugerencia, porque pensé que ella podía ser valiosa para ti.
—Probablemente sus secretos son otros tantos embustes.
Toranaga tocó una campanilla, e inmediatamente apareció un escudero en la puerta del fondo de la estancia.
—¿Señor?
—¿Dónde está la cortesana Kikú?
—En tus habitaciones, señor.
—¿Está Gyoko con ella?
—Sí, señor.
—Echadlas a las dos del castillo. ¡Inmediatamente! Enviadlas de nuevo a… No, alojadlas en una posada, en una posada de tercera clase, y decidles que esperen hasta que mande a buscarlas. —Y, cuando el hombre se hubo marchado, añadió, enfurruñado—: ¡Qué asco! ¡Los patanes quieren ser samurais! ¿Qué se habrán imaginado esos puercos campesinos?
Estaban en el sexto piso del alto torreón, y las ventanas dominaban la ciudad en sus tres cuartas partes. El crepúsculo era lúgubre, con un retazo de luna sobre el horizonte, y el aire era húmedo y bochornoso, aunque aquí, casi a cien pies por encima de las murallas del castillo, la habitación recibía hasta la más mínima ráfaga de viento.
Toranaga cogió el mensaje que le había enviado Hiro-matsu por medio de Mariko y volvió a leerlo. Ella advirtió que su mano temblaba.
—¿Para qué quiere venir a Yedo? —preguntó, arrojando el pergamino con impaciencia.
—No lo sé, señor. Sólo me pidió que te entregase este mensaje.
—¿Hablaste con el cristiano renegado?
—No, señor. Toshinaka-san dijo que lo habías prohibido.
—¿Por qué no volvió con vosotros el cura Tsukku-san?
—Después de Mishima, señor, riñó con Anjín-san. Y decidió continuar solo el viaje.
—¿Por qué se pelearon?
—En parte, por mí, señor, por mi alma. Y, sobre todo, por sus diferencias religiosas y por la rivalidad entre sus jefes.
—¿Quién empezó?
—Ambos tuvieron la culpa. El origen fue un frasco de licor. —Mariko le contó lo que había pasado con Rodrigues, y añadió—: Tsukku-san había comprado un segundo frasco como regalo, para interceder, según dijo, por Rodrigues-san, pero Anjín-san le dijo que no quería ningún «licor papista», que prefería el saké y que no se fiaba de los curas. El santo padre se indignó y se mostró igualmente brutal, diciendo que él nunca había empleado un veneno, que nunca lo haría y que jamás perdonaría una cosa así.
—¡Ah! ¿Veneno? ¿Emplean el veneno como arma?
—Anjín-san me dijo que algunos lo hacen, señor. Esto provocó frases más violentas, y ambos discutieron sobre religión, sobre mi alma, sobre los católicos y los protestantes… Yo fui a buscar a Yoshinaka en cuanto pude, y él puso fin a la querella.
—Los bárbaros sólo causan disturbios, ¿neh?
Ella no respondió. Su mal humor la inquietaba. Era algo impropio de él, y no parecía haber motivo para este derrumbamiento de su legendario aplomo. «Tal vez la impresión de la derrota es demasiado fuerte para él —pensó—. Sin él, todos estamos perdidos, mi hijo está perdido, y el Kwanto no tardará en cambiar de manos.» Se estaba contagiando de su aire lúgubre.
—Yo nací el año en que llegaron los primeros cristianos, y, desde entonces, parecen haber embrujado al país —dijo Toranaga—. Durante cincuenta y ocho años, todo han sido desdichas, ¿neh?
—Lamento que te ofendiesen, señor. ¿Querías algo más? Con tu permiso…
—Siéntate. Todavía no he terminado. —Toranaga volvió a tocar la campanilla—. ¡Que venga Buntaro-san!
Buntaro entró, hosco el semblante. Se arrodilló y se inclinó. Mariko se inclinó a su vez, sin decir nada, pero él no le correspondió.
—Pediste verme lo antes posible, en presencia de tu esposa, ¿no es cierto, Buntaro-san?
—Sí, señor.
—¿Qué deseas?
—Te pido humildemente permiso para cortarle la cabeza a Anjín-san —dijo Buntaro.
—¿Por qué?
—Perdóname, señor, pero… no me gusta la manera en que mira a mi esposa. También me insultó en Anjiro, y no puedo vivir con esta vergüenza.
Toranaga miró a Mariko, que parecía petrificada.
—¿La acusas a ella de incitarlo?
—Yo… sólo pido permiso para cortarle la cabeza a él.
—¿La acusas a ella de incitarlo? ¡Responde a mi pregunta!
—Perdona, señor, pero si lo creyese, mi deber me obligaría a decapitarla a ella al mismo tiempo —replicó fríamente Buntaro, mirando al suelo—. El bárbaro trastorna continuamente mi armonía. Y creo que es una molestia para ti. Deja que le corte la cabeza. O deja que me lleve ahora a mi esposa, y esta noche saldremos los dos… para prepararte el camino.
—¿Qué dices a esto, Mariko-san?
—Es mi marido. Haré lo que él ordene, a menos que tú lo prohíbas, señor. Es mi deber.
Él los miró a los dos. Entonces, su voz se endureció y, por unos instantes, volvió a ser el Toranaga de los viejos tiempos.
—Mariko-san, saldrás para Osaka dentro de tres días. Tú me prepararás el camino y me esperarás allí. Buntaro-san, tú me acompañarás como jefe de mi escolta cuando yo parta. Después de haber actuado como mi ayudante, tú o uno de tus hombres haréis lo mismo por Anjín-san…, con su consentimiento o sin él.
Buntaro carraspeó.
—Por favor, señor, ordena Cielo Car…
—¡Calla la boca! ¡Te he dicho tres veces que no! La próxima vez que tengas la impertinencia de dar un consejo que no se te ha pedido, ¡tendrás que abrirte la panza en una letrina de Yedo!
Ambos se quedaron horrorizados ante las groseras palabras de Toranaga, el cual se apresuró a añadir:
—Disculpad mi mal genio. Accedo a tu petición, Buntaro-san, pero sólo cuando me hayas secundado en el harakiri.
—Gracias, señor. Perdóname por haberte ofendido.
—Bien. Mariko-san, esta noche volverás con Anjín-san a la Hora del Perro. Ahora, puedes marcharte.
Cuando lo hubo hecho, Toranaga miró fijamente a Buntaro.
—Bueno, ¿la acusas a ella?
—Es…, es inconcebible que me traicione, señor —respondió torpemente Buntaro.
—De acuerdo. —Toranaga espantó una mosca con su abanico. Parecía muy cansado—. Y ahora escucha: quiero que vayas inmediatamente a Mishima, para relevar a tu padre por unos días. Él ha pedido autorización para venir a consultarme algo. No sé lo que será… Sea como fuere, debo tener a alguien de confianza en Mishima. Ten la bondad de partir al amanecer… por la ruta de Takato.
—¿Señor?
Buntaro vio que Toranaga hacía un gran esfuerzo por conservar la calma, pese a lo cual, le temblaba la voz.
—Tengo un mensaje privado para mi madre en Takato. No debes decir a nadie que vas allí. Cuando hayas salido de la ciudad, dirígete al Norte.
—Comprendo.
—El señor Zataki puede tratar de impedir que lo entregues. Pero debes dárselo a ella en propia mano. ¿Lo entiendes? Llévate veinte hombres y partid al galope. Enviaré una paloma mensajera, a fin de que te entreguen un salvoconducto.
—Tu mensaje, ¿será verbal o escrito, señor?
—Escrito.
—¿Y si no puedo entregarlo?
—Destrúyelo antes de suicidarte. En el momento en que la mala noticia llegue a mis oídos, rodará la cabeza de Anjín-san. Y… ¿qué me dices de Mariko-san? ¿Qué debo hacer, si las cosas van por mal camino?
—Por favor, haz que se mate antes de morir tú, señor. Sería un honor para mí si… Ella merece un digno ayudante.
—No morirá con infamia, te lo prometo. Yo cuidaré de ello. Personalmente. Por favor, ven a buscar el mensaje al amanecer.
Buntaro le dio las gracias de nuevo y salió, avergonzado de las muestras de temor de Toranaga.
Una vez solo, éste sacó un pañuelo y se secó el sudor de la cara. Le temblaban los dedos. Trataba de dominarlos, pero no podía. Había necesitado toda su fuerza de voluntad para seguir representando el papel de estúpido patán, para disimular su excitación por los secretos que, fantásticamente, le prometían la tan esperada oportunidad.
«Ochiba… —se decía, gozando con la idea—. ¡Conque esa arpía es el cebo para sacar a mi hermano de su nido de águilas! Mi hermano desea a Ochiba. Pero ahora es evidente que quiere algo más que a ella, y algo más que el Kwanto. Quiere el reino. Detesta a Ishido, odia a los cristianos, y ahora está lleno de celos a causa de la relación de Ishido con Ochiba. Por consiguiente romperá con Ishido, con Kiyama y con Onoshi. Porque lo que mi traidor hermano quiere realmente es ser shogun. Es un Minowara, con el linaje necesario y la ambición necesaria, pero sin el mandato. Y sin el Kwanto. Primero debe hacerse con el Kwanto, para conseguir todo lo demás.»
Toranaga se frotó las manos, satisfecho, al pensar en todas las posibilidades y maravillosas armas que este recién adquirido conocimiento le daba contra su hermano.
¡Y Onoshi, el leproso! Una gota de miel en el oído de Kiyama a su debido tiempo, retorciendo y mejorando discretamente la delación del renegado, y Kiyama reuniría sus legiones y se lanzaría inmediatamente contra Onoshi. «Gyoko está completamente segura, señor. El acólito hermano José dijo que el señor Onoshi había confesado que había celebrado un trato secreto con Ishido contra un daimío también cristiano, y que había pedido la absolución. Según este solemne convenio, Ishido le prometió, a cambio de su apoyo actual, que, el mismo día en que tú murieses, aquel daimío cristiano sería inculpado de traición y enviado al Vacío, por la fuerza si fuese necesario, y que el hijo y heredero de Onoshi heredaría todas sus tierras. Pero no dio el nombre del daimío cristiano, señor.»
«¿Kiyama, o Harima de Nagasaki? —se preguntó Toranaga—. No importa. Me conviene que sea Kiyama.»
Se levantó, nervioso, a pesar de su entusiasmo, se dirigió a una de las ventanas y se apoyó en el antepecho de madera. Contempló la luna y el cielo. Las estrellas tenían un brillo apagado. Se estaban formando nubes de lluvia.
«¡Oh, Buda! ¡Oh, dioses! ¡Haced que mi hermano muerda el cebo! ¡Haced que sea verdad lo que dijo la mujer!»
No apareció ninguna estrella fugaz demostrativa de que el mensaje había sido recibido por los dioses. No se levantó viento, ni veló una nube la Luna en cuarto creciente. Pero aunque hubiese aparecido alguno de estos signos celestes, él lo habría considerado mera coincidencia.
Sabía que la tensión empezaba a delatarlo, pero era vital que ninguno de sus amigos ni vasallos —y, por ende, ningún espía de Yedo— sospechase un solo instante que sólo fingía la rendición y su papel de hombre derrotado. En Yokosé se había dado cuenta en seguida de que aceptar el segundo pergamino de su hermano habría significado su sentencia de muerte, y había decidido que su única posibilidad de supervivencia estaba en convencer a todos, e incluso a sí mismo, de que aceptaba la derrota, aunque en realidad sólo pretendía ganar tiempo, proseguir su táctica inveterada de ganar tiempo, negociar y simular la retirada, hasta que viese una rendija en la armadura del enemigo, sobre la yugular, para descargar en ella un golpe mortal.
Para pasar mejor el tiempo, siguió retocando su testamento. Éste contenía una serie de instrucciones secretas a sus sucesores, elaboradas durante años, para que, al morir él, pudiesen gobernar como era debido. Sudara había jurado ya observar estas instrucciones.
El testamento empezaba así: «El deber del señor de una provincia es dar paz y seguridad al pueblo, y no consiste en vestir de oropeles a sus antepasados o en trabajar por la prosperidad de sus descendientes…»
Una de sus máximas era: «Recordad que la fortuna y la desgracia son cosas del cielo y de la ley natural. No se compran con oraciones ni con astucia, por ningún hombre o presunto santo.»
Toranaga tachó lo del «presunto santo».
Normalmente, habría disfrutado aguzando su ingenio para escribir con claridad y concisión, pero durante los últimos y largos días y noches había necesitado toda su fuerza de voluntad para seguir representando su fingido papel.
El éxito obtenido hasta ahora le satisfacía y, al mismo tiempo, le repugnaba. ¿Cómo podía ser tan crédula la gente?
«Da gracias a los dioses de que lo sea —se respondió por enésima vez—. Al aceptar la “derrota” has evitado dos veces la guerra. Aún estás atrapado, pero ahora tu paciencia ha sido, al fin, recompensada y tienes una nueva oportunidad.
»Tal vez la tienes —se corrigió—. A menos que los secretos sean falsos y hayan sido inventados por un enemigo para enredarte más.»
Se dirigió a su mesa y empezó a escribir. Pedía a su madre que actuase de mediadora entre su medio hermano y él y que le presentase un plan para el futuro de su clan. En primer lugar, pedía a su hermano que considerase la conveniencia de casarse con dama Ochiba: «… desde luego, sería inconcebible que yo lo hiciese. Muchos daimíos se indignarían por mi “ambición insaciable”. En cambio, su enlace contigo cimentaría la paz del Reino y aseguraría la sucesión de Yaemón, pues nadie duda de tu lealtad, aunque algunos duden erróneamente de la mía. Una vez eliminados los traidores a Su Alteza Imperial y repuesto yo en el cargo que me corresponde de Presidente del Consejo de Regencia, invitaría al Hijo del Cielo a patrocinar este matrimonio, si tú estuvieses dispuesto a aceptar dicha carga. Creo sinceramente que el sacrificio es la única manera que tenemos ambos de asegurar la sucesión y de cumplir nuestro deber, según juramos al Taiko. Segundo: recibirías todas las propiedades de los traidores cristianos Kiyama y Onoshi, que están tramando actualmente, junto con los sacerdotes bárbaros, una traidora guerra contra todos los daimíos no cristianos, apoyados por invasores bárbaros armados con mosquetes, como ya hicieron antaño contra nuestro señor el Taiko. Además, recibirías las tierras de todos los cristianos de Kiusiu que se aliasen con el traidor Ishido contra mí, en la batalla definitiva. (¿Sabías que este campesino advenedizo ha tenido la impertinencia de decir que, cuando yo esté muerto y él gobierne a los regentes, disolverá el Consejo y se casará con la madre del Heredero?)
»Y, a cambio de lo expresado, sólo esto, hermano: un tratado secreto de alianza ahora mismo, garantía de paso de mis ejércitos por los montes de Shinano, un ataque conjunto contra Ishido, bajo mi mando supremo y en el momento y de la manera que yo decida. Por último, como prueba de mi buena fe, enviaría inmediatamente a mi hijo Sudara, con su esposa dama Genjiko, sus hijos e incluso mi único nieto, a Takato, bajo tu custodia…»
«¿Es verdad que Zataki desea a Ochiba? —pensó—. En realidad, arriesgo mucho basándome sólo en las presuntas revelaciones de una tosca doncella y un hombre murmurador. ¿No puede mentir Gyoko, esa sanguijuela, buscando sólo su provecho? ¡Su hijo samurai! Ésta es la verdadera llave que abre todos sus secretos. Debe de tener alguna prueba contra Mariko y Anjín-san. ¿Por qué, si no, me habría hecho Mariko esta proposición? ¡Toda Mariko y el bárbaro! ¡El bárbaro y Buntaro! ¡Uf! ¡Qué extraña es la vida!»
Sintió otra punzada en el corazón. Luego, escribió el mensaje que había de llevar la paloma mensajera y subió al desván. Escogió cuidadosamente una paloma de Takato de una de las muchas cestas y le colocó la anilla. Después, puso la paloma en la percha de una jaula abierta, para que pudiese emprender el vuelo al despuntar el día.
En el mensaje pedía a su madre que solicitase un salvoconducto para Buntaro, que llevaría importantes comunicaciones para ella y para Zataki. Y lo había firmado, igual que la proposición, con el nombre de Yoshi Toranaga-noh-Minowara, título que empleaba por primera vez en su vida.
Una vez más, contempló la ciudad a sus pies. Junto a los muelles pudo ver los puntos de luz que rodeaban el barco bárbaro.
«Hay otra llave», pensó, y empezó a reflexionar sobre los tres secretos. Sabía que algo le había pasado por alto.
«¡Ojalá estuviese Kiri aquí!», exclamó, como hablando con la noche.
Mariko estaba arrodillada ante el espejo de metal pulimentado. Entre sus manos, la daga reflejaba la vacilante luz de la lámpara de aceite.
«Debería usarte —se dijo, llena de dolor. Sus ojos buscaron la Virgen y el Niño, en su hornacina rodeada de flores, y se llenaron de lágrimas—. Sé que el suicidio es un pecado mortal, pero, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo podría vivir con esta vergüenza? Es mejor que lo haga yo misma, antes de que me delaten.»
La habitación, como toda la casa, estaba en silencio. Era ésta su casa familiar, construida dentro del recinto de las murallas interiores y del ancho foso del castillo, donde sólo podían alojarse los más fieles y distinguidos hatamotos.
Mariko oyó pasos. Chirrió la puerta principal, al abrirse, y se oyó el ruido de los criados que corrían a recibir a su amo. Ella escondió rápidamente el cuchillo en su obi y se secó las lágrimas. Oyó unos pasos que se acercaban y abrió la puerta.
Buntaro, malhumorado, le dijo que Toranaga había cambiado nuevamente de idea y lo enviaba a Mishima por una temporada.
—Es como una caña rota. Me avergüenza decirlo. Terrible, pero es verdad. Tendríamos que ir a la guerra. Es mucho mejor ir a la guerra que saber que Ishido se reirá en mis barbas, burlándose de mi karma.
—Sí, lo siento. ¡Ojalá pudiese hacer algo por ayudarte! ¿Quieres tomar saké o cha?
Buntaro se volvió y gritó a un criado que esperaba en el pasillo:
—¡Trae saké! ¡En seguida!
—No te inquietes, señor —dijo ella, apaciguadora—. El baño está a punto y he enviado a buscar a tu favorita.
—Si no tiene agallas para seguir mandando —insistió él—, debería renunciar en favor del señor Sudara. Es su hijo y heredero legal, ¿neh?
—Sí, señor.
—Sí. O, mejor aún, debería hacerse lo que sugirió Zataki. El harakiri. Entonces, Zataki y sus ejércitos lucharían a nuestro lado. Con ellos y los mosquetes, podríamos llegar a Kioto, sé que podríamos. Y aunque fracasáramos, sería mejor que rendirnos como sucios y cobardes comedores de ajos. Nuestro señor ha perdido todos sus derechos, ¿neh? ¿NEH? —rugió, volviéndose a ella.
—Perdona, pero yo no soy nadie para decirlo. Es nuestro señor feudal.
Buntaro se volvió una vez más de espaldas y, enfurruñado, contempló el torreón. Había luces en todos los pisos. Particularmente, en el sexto.
—Hay que invitarlo a morir, y, si no quiere…, ayudarle a hacerlo. Muchos comparten mi opinión, pero no el señor Sudara. Cuando veas a su esposa, a dama Genjiko, háblale y convéncela. Entonces, ella lo convencerá a él, pues lo tiene en un puño. Sois amigas y te escuchará.
—Creo que sería una traición, señor.
—¡Te ordeno que le hables!
—Te obedeceré.
—¡Obedecer! —gruñó él—. ¿Por qué eres siempre tan fría conmigo? —La observó un momento en silencio, y después dijo—: Yo no te acusé. Si hubiese pensado que…, no habría vacilado.
—No habrías vacilado en hacer… ¿qué? —le escupió Mariko, sin proponérselo—. ¿En matarme, señor? ¿O en dejarme vivir para avergonzarme más?
—No te acusé. ¡Sólo a él! —rugió Buntaro.
—Me acusaste ante nuestro señor, y no te atreves a cumplir con tu deber. ¡Tienes miedo! ¡Eres un cobarde! ¡Un sucio y cobarde comedor de ajos!
El sable se le salió de la vaina, y ella se alegró de haberlo puesto, al fin, en el disparadero.
Pero el sable permaneció inmóvil en el aire… Después, ciegamente, con toda la fuerza de sus manos, Buntaro lo descargó sobre el poste de un rincón, y la hoja casi partió el duro madero, de un pie de grueso. Luego tiró del sable, pero éste no cedió. Enloquecido, lo torció y retorció, hasta que la hoja se rompió con un chasquido. Con una última maldición, arrojó contra la pared la rota empuñadura y salió de la estancia como un borracho.
Mariko permaneció inmóvil un momento, como en trance. Después, el color retornó a sus mejillas. Volvió en silencio a su espejo. Estudió su imagen por un instante. Después, con toda calma, acabó de aplicarse los afeites.
Blackthorne subió los peldaños de dos en dos, seguido de sus guardias. Estaban en la escalera principal del torreón, y se alegraba de qué los sables no le estorbasen. Los había entregado formalmente en el patio, a los primeros guardias, los cuales le habían registrado cortés, pero minuciosamente. La escalera y los rellanos estaban iluminados con antorchas.
El sexto piso estaba fuertemente custodiado, como todos los demás. Los samurais de su escolta se acercaron a los que guardaban la última puerta fortificada, y saludaron. Éstos devolvieron el saludo e hicieron señal a Blackthorne de que esperase.
Mariko apareció en el último recodo de la escalera y se colocó al lado de él.
—¿Estás bien? —preguntó Blackthorne.
—Sí, gracias —respondió ella, ligeramente sofocada.
Pero aún mostraba la misma curiosa serenidad o indiferencia que él había advertido al verla en el patio y que nunca había observado en ella hasta entonces.
«No te preocupes —se dijo, confiadamente—. Es por el castillo y Toranaga y Buntaro, y por hallarse en Yedo. Ahora sé lo que he de hacer.»
Desde que viera el Erasmus, sentíase invadido de una inmensa alegría. En realidad, no había esperado encontrarlo tan perfecto, tan limpio, tan bien cuidado y tan a punto. «Ya no hay por qué quedarse en Yedo», había pensado entonces.
—¡Anjín-san!
—¿Hai?
—Dozo.
La puerta fortificada se abrió sin ruido. Toranaga estaba sentado en el fondo de la cuadrada habitación, sobre un tatamis elevado. Solo.
Blackthorne se arrodilló e hizo una profunda reverencia, planas las manos en el suelo.
—Konwanwa, Toranaga-sama. ¿Ikaga desu ka?
—Okagesana, de genki desu. ¿Anata wa?
Toranaga parecía más viejo y ajado y mucho más delgado. «Shigata ga nai —se dijo Blackthorne—. El karma de Toranaga no tocará el Erasmus, sino que será su salvador.»
Respondió a las preguntas formularias de Toranaga en japonés sencillo, pero con buen acento, empleando una técnica de simplificación que le había enseñado Alvito. Toranaga lo felicitó por sus progresos y empezó a hablar más rápidamente.
Blackthorne le respondía en forma adecuada, aunque vacilando un poco y empleando un vocabulario limitado, hasta que Toranaga le hizo una pregunta cuyas palabras clave no comprendió en absoluto.
—¿Dozo? Gomen nasai, Toranaga-sama —dijo, disculpándose—. Wakarimasen (No comprendo.)
Toranaga repitió la pregunta, con palabras más sencillas. Blackthorne se volvió a Mariko.
—Perdona, Mariko-san. ¿Qué quiere decir sonkei su beki umi?
—«Apto para navegar», Anjín-san.
—¡Ah! Domo. —Blackthorne se volvió. El daimío le había preguntado si podía asegurarse en seguida de que su barco estaba completamente listo para navegar, y cuánto tardaría en saberlo. Él respondió: «Sí. Fácil. Medio día, señor.»
Toranaga pensó un momento y, después, le dijo que lo hiciese al día siguiente y que le informase por la tarde, a la Hora de la Cabra.
—¿Wakarimasu?
—Hai.
—Entonces podrás ver a tus hombres —añadió Toranaga.
—¿Señor?
—A tus vasallos. Te envié a buscar para decirte que mañana tendrás tus vasallos.
—¡Ah, comprendo! Vasallos samurais. Doscientos hombres.
—Sí. Buenas noches, Anjín-san. Hasta mañana.
—Discúlpame, señor. ¿Puedo preguntarte respetuosamente tres cosas?
—¿Cuáles?
—Primera: ¿Podría ver en seguida a mi tripulación? Ganaríamos tiempo, ¿neh? Por favor.
Toranaga accedió y dio una breve orden a uno de los samurais, para que lo guiase.
—Llévate una guardia de diez hombres. Conduce a Anjín-san allí y tráelo de nuevo al castillo.
—Sí, señor.
—¿Qué más, Anjín-san?
—¿Es posible hablar a solas? Poco rato. Por favor, perdona mi rudeza.
Blackthorne procuró ocultar su ansiedad, mientras Toranaga preguntaba a Mariko de qué se trataba. Ella le respondió, sinceramente, que sólo sabía que Anjín-san tenía que decirle algo reservado, pero que no le había preguntado lo que era.
—Está bien, Anjín-san —respondió Toranaga—. Ten la bondad de esperar fuera, Mariko-san. —Ella se inclinó y salió—. ¿Y bien?
—Perdón, pero oí decir que el señor Harima de Nagasaki es ahora enemigo.
Toranaga se sorprendió, porque él sólo se había enterado del público compromiso de Harima con Ishido al llegar a Yedo.
—¿Dónde obtuviste esa información?
—¿Perdón?
Toranaga repitió la pregunta más despacio.
—¡Ah! Comprendo. Oí sobre señor Harima en Hakoné. Gyoko-san lo dijo. Gyoko-san lo oyó en Mishima.
—Esa mujer está bien informada. Tal vez demasiado.
—¿Señor?
—Nada. Prosigue. ¿Qué hay del señor Harima?
—Señor, permite que diga respetuosamente: mi barco, arma grande contra Buque Negro, ¿neh? Si yo tomo rápidamente Buque Negro, sacerdotes muy enfadados, porque no dinero cristiano aquí, no dinero portugués otros países. Año pasado, no Buque Negro aquí, y no dinero, ¿neh? Si yo tomo Buque Negro rápidamente, y también año próximo, todos los sacerdotes mucho miedo. Esto verdad, señor. Piensa sacerdotes deben ceder, si amenazados. ¡Toranaga-sama tendrá sacerdotes así! —exclamó, cerrando el puño, para recalcar sus palabras.
Toranaga lo había escuchado atentamente, observando sus labios mientras hablaba.
—Te entiendo, pero, ¿con qué fin, Anjín-san?
—Señor Onoshi, señor Kiyama y señor Harima.
—Ya. ¿Quieres entremeterte en nuestra política como los sacerdotes? ¿También tú te imaginas que sabes cómo regir este país, Anjín-san?
—Discúlpame, señor. No comprendo.
—No importa. —Toranaga reflexionó un buen rato y dijo al fin—: Los sacerdotes dicen que no tienen poder para dar órdenes a los daimíos cristianos.
—No verdad, señor, perdona. Dinero gran poder sobre sacerdotes. Verdad, señor. Si no Buque Negro este año, y no Buque Negro próximo año, ruina. Muy malo para sacerdotes. Verdad, señor. Dinero es poder. Por favor, piensa: Si Cielo Carmesí mismo tiempo o antes, yo ataco Nagasaki. Nagasaki enemigo ahora, ¿neh? Yo tomo Buque Negro y ataco rutas marítimas entre Kiusiu y Hondo. ¿Tal vez amenaza bastante para convertir enemigo en amigo?
—No. Los sacerdotes interrumpirán el comercio. Yo no estoy en guerra con los sacerdotes ni con Nagasaki. Con nadie. Voy a ir a Osaka. No habrá Cielo Carmesí. ¿Wakarimasu?
—Hai.
Blackthorne no se turbó en absoluto. Sabía que Toranaga comprendía perfectamente que esta posible maniobra atraería a una parte importante de las fuerzas de Kiyama-Onoshi-Harima, todas las cuales tenían su base en Kiusiu. Y el Erasmus podía ciertamente hacer fracasar el transporte en gran escala de tropas por mar, desde aquella isla a la principal.
—Anjín-san, ¿porqué no has dicho esto en presencia de Mariko-san? ¿Crees que lo habría dicho a los sacerdotes?
—No, señor. Pero guerra no asunto de mujeres. Una última pregunta, Toranaga-sama —dijo Blackthorne—: Hatamoto piden favores a veces. ¿Puedo respetuosamente pedir uno?
Toranaga dejó de abanicarse.
—¿Qué favor?
—Yo sé que divorcio fácil si señor quiere. Pido Toda Mariko-sama por esposa. —Toranaga se quedó pasmado, y Blackthorne temió haber ido demasiado lejos—. Perdona mi rudeza —añadió.
Toranaga se recobró rápidamente.
—¿Está de acuerdo Mariko-san?
—No, Toranaga-sama. Secreto mío. Nunca decir a ella, a nadie. Secreto sólo mío. No decir a Mariko-san. Nunca. Kinjiru, ¿neh? Pero sé marido y mujer enfadados. Divorcio fácil en Japón. Esto sólo secreto mío. Pido sólo señor Toranaga. Muy secreto. Nunca Mariko-san. Perdóname si te he ofendido, por favor.
—Una petición muy presuntuosa para ser hecha por un extranjero. ¡Algo inaudito! Como eres hatamoto, tengo el deber de pensarlo, pero te prohíbo que se lo digas a ella en ninguna circunstancia. Ni a ella, ni a su marido. ¿Está claro?
—¿Perdón? —dijo Blackthorne, que no había entendido una palabra y era incapaz de pensar.
—Mal pensado y pedido, Anjín-san. ¿Comprendes?
—Sí, señor. Lo sien…
—No me enfado, porque Anjín-san es hatamoto. Lo pensaré. ¿Entendido?
—Sí, creo que sí. Gracias. Perdona mi mal japonés, lo siento.
—No hables con ella, Anjín-san, sobre el divorcio. Ni con Mariko-san, ni con Buntaro-san. Kinjiru. ¿Wakarimasu?
—Sí, señor. Comprendo. Secreto sólo tuyo y mío. Gracias. Perdona mi rudeza y gracias por tu paciencia.
Blackthorne hizo una reverencia y salió. La puerta se cerró a su espalda. Todos los del rellano le observaron con curiosidad.
Habría querido compartir su entusiasmo con Mariko. Pero se lo impidió la distraída serenidad de ella y la presencia de los guardias.
—Siento haberte hecho esperar —se limitó a decir.
—Lo hice con gusto —respondió ella, en el mismo tono de total indiferencia.
Él se dijo: «No debes preocuparte, Mariko, ni adoptar esta actitud tan solemne. Lo he resuelto todo. Toranaga accederá a todas mis peticiones.»
Al llegar al extremo del iluminado Ichi-bashi —Primer Puente— que conducía a la ciudad propiamente dicha, ella se detuvo.
—Ahora debo dejarte, Anjín-san.
—¿Cuándo te veré?
—Mañana. A la Hora de la Cabra. Te esperaré en el patio.
—¿No podré verte esta noche, si vuelvo pronto?
—No, lo siento. Discúlpame, pero no esta noche. —Le hizo una reverencia formal—. Konbanwa, Anjín-san.
Él se inclinó a su vez. Como un samurai. Y la observó mientras ella volvía a cruzar el puente, acompañada de algunos portadores de antorchas, como insectos luminosos. Pronto desapareció entre la gente y en la noche.
Entonces, con creciente excitación, Blackthorne dio la espalda al castillo y se echó a andar detrás de su guía.