Dos auroras más tarde, Toranaga comprobó las cinchas de la silla. Las ajustó, esperó un momento, y tiró de nuevo con fuerza. El caballo gruñó y sacudió la brida, pero la silla quedó bien sujeta.
—Bien, señor. Muy bien —dijo el montero mayor, con admiración.
A su alrededor, en la zona de las caballerizas, había guardias y halconeros, con sus halcones encapuchados. Tetsu-ko, el peregrino, estaba en el sitio de honor, y parecía pequeño en comparación con el azor Kogo, único que no llevaba capirote y que lo escrutaba todo con sus ojos dorados e implacables.
Naga trajo su caballo.
—Buenos días, padre.
—Buenos días, hijo mío. ¿Dónde está tu hermano?
—El señor Sudara espera en el campamento, señor.
—Bien. —Toranaga sonrió al joven, y, como le apreciaba, se lo llevó a un lado—. Escucha, hijo, en vez de salir de caza, redacta las órdenes de combate para que yo las firme esta noche, a mi regreso.
—¡Oh, padre! —dijo Naga, muy orgulloso de tener el honor de recoger oficialmente el guante lanzado por Ishido, cumpliendo la decisión tomada ayer por el Consejo de Guerra de enviar tropas a los puertos de montaña—. Gracias, muchas gracias.
—Ítem más: el Regimiento de Mosqueteros saldrá para Hakone mañana al amanecer, ítem más: los bagajes llegarán a Yedo esta tarde. Asegúrate de que todo esté en regla.
—Sí, claro. ¿Cuándo empezará la lucha?
—Muy pronto. La noche pasada recibí noticias de que Ishido y el Heredero salieron de Osaka para revisar las tropas. La suerte está echada.
—Perdona que no pueda volar a Osaka como Tetsu-ko y matarlo, así como a Kiyama y a Onoshi, y resolver todo el problema sin necesidad de molestarte.
—Gracias, hijo mío. —Toranaga no quiso explicarle los enormes problemas que habría que resolver antes de que aquellas muertes fuesen una realidad. Miró a su alrededor. Todos los halconeros estaban a punto. Y sus guardias. Llamó al montero mayor—. Primero, voy a ir al campamento, después, seguiremos el camino de la costa hasta cuatro ri al Norte.
—Pero los batidores están ya en los montes… —El hombre se tragó el resto de su comentario—. Perdona, señor, mi… Debo haber comido algo que me ha sentado mal, señor.
—Es evidente. Tal vez deberías traspasar tus responsabilidades a otro —dijo Toranaga, que, si no hubiese utilizado la caza como tapadera, lo habría reemplazado—. ¿Eh?
—Sí. Lo siento, señor —dijo el viejo samurai—. ¿Puedo preguntarte… si quieres cazar en los sectores que elegiste anoche… o… o prefieres hacerlo en la costa?
—En la costa.
—Desde luego, señor. Si me lo permites, iré a preparar el cambio.
Se alejó corriendo. Entonces llegó Omi a las caballerizas, acompañado de un joven samurai que cojeaba mucho y que todavía conservaba en la cara la lívida marca de una terrible cuchillada recibida durante la lucha en Osaka.
Toranaga se llevó a los dos hombres aparte e interrogó minuciosamente al samurai. Lo hizo por cortesía hacia Omi, pues ya lo sabía todo, de la misma manera que se había mostrado cortés con Anjín-san al preguntarle qué le decía Mariko en su carta, aunque sabía perfectamente lo que ésta le decía.
—Pero, por favor, redáctala a tu manera, Mariko-san —le había dicho antes de salir ella de Yedo para Osaka.
—¿Tengo que entregar su barco a sus enemigos, señor?
—No, señora —había dicho él, al ver que sus ojos se llenaban de lágrimas—. No. Repito: murmurarás a Tsukku-san, inmediatamente, aquí, en Yedo, los secretos que me has confiado, y después, los revelarás al Sumo Sacerdote y a Kiyama, en Osaka, y les dirás que, sin su barco, Anjín-san no constituye una amenaza para ellos. Y ahora escribirás a Anjín-san la carta que te he dicho.
—Entonces, ellos destruirán el barco.
—Estará guardado por cuatro mil samurais.
—Pero, si lo consiguen… Anjín-san no vale nada sin su barco. Te pido por su vida.
—No hace falta que lo hagas, Mariko-san. Te aseguro que, con o sin su barco, es valioso para mí. Dile en la carta que, si su barco se pierde, construya otro.
—¡Oh, sí! ¡Qué inteligente eres! Sí, dijo muchas veces que era un buen constructor de buques.
—¿Estás segura, Mariko-san?
—Sí, señor.
—Bien.
—Entonces, ¿crees que los padres cristianos triunfarán, incluso contra cuatro mil hombres?
—Sí. Lo siento, pero los cristianos no permitirán que el barco siga existiendo, ni que él viva, mientras éste flote y esté a punto para hacerse a la mar. Es una amenaza demasiado grande para ellos. Este barco está condenado, por consiguiente, nada se pierde con resignarse a ello. Pero sólo tú y yo sabemos y debemos saber que su única esperanza es construir otro. Yo soy el único que puede ayudarle a hacerlo. Resuelve lo de Osaka y yo haré que él construya su barco.
«Le dije la verdad —pensó ahora Toranaga, en este amanecer de Yokohama, sin escuchar apenas al samurai herido ni a Omi, sintiéndose muy triste por Mariko—. La vida es triste», se dijo, cansado de los hombres y de Osaka y de un juego que causaba tantos sufrimientos a los vivos, por mucho que fuese lo que se jugaba.
—Gracias por contarme todo esto, Kosami —dijo, cuando terminó el samurai—. Lo has hecho muy bien. Por favor, venid conmigo. Los dos.
Al llegar al campamento de la meseta, detuvo su caballo. Buntaro estaba allí, con Yabú e Hiro-matsu y Sudara, y con un halcón peregrino sobre el puño.
—¿Listo, hijo mío?
—Sí, padre —dijo Sudara—. He enviado algunos de mis hombres a los montes, para asegurarme de que los batidores están en su sitio.
—Gracias, pero he resuelto cazar en la costa.
Sudara llamó inmediatamente a uno de su guardia y lo envió a buscar a los hombres que estaban en el monte y dirigirlos a la costa.
—Bien. ¿Cómo va la instrucción, Hiro-matsu-san?
—Todavía pienso que todo esto es indigno e innecesario. Pronto podremos olvidarlo. Celebraremos la derrota de Ishido, sin necesidad de apelar a esta especie de traición.
—Discúlpame, Hiro-matsu-san —terció Yabú—, pero, sin estas armas de fuego y esta estrategia, estaríamos perdidos. Es una guerra moderna, y, de esta manera, podemos ganar. —Se volvió a mirar a Toranaga, que no había desmontado—. Esta noche me enteré de que Jikkyu ha muerto.
—¿Estás seguro? —preguntó Toranaga, fingiendo sorpresa, aunque había recibido información secreta de ello el día en que había salido de Mishima.
—Sí, señor. Parece que llevaba algún tiempo enfermo. Su heredero es su hijo, Hikoju.
—¿Ese cachorro? —dijo Buntaro, desdeñosamente.
—Sí, no es más que un cachorro —dijo Yabú, que parecía haber crecido varias pulgadas—. Esto nos abre la ruta del Sur, señor. ¿Por qué no atacar inmediatamente por la carretera de Tokaido? Muerto el viejo zorro, Izú está segura, y Suruga y Totomi nada pueden contra nosotros. ¿Neh?
—¿Qué dices tú? —preguntó Toranaga a Hiro-matsu, apeándose reflexivamente del caballo.
El viejo general respondió inmediatamente:
—Si podemos apoderarnos de la carretera hasta el paso de Utsunoya, y de todos los puentes, y llegar rápidamente a Tenryu, con las comunicaciones aseguradas, sería un golpe bajo para Ishido. Podríamos contener a Zataki en las montañas, reforzar el ataque de Tokaido y caer sobre Osaka. Seríamos invencibles.
—Mientras el Heredero esté al frente de los ejércitos de Ishido, nos podrán vencer —dijo Sudara.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Toranaga, que todavía no les había hablado de un posible acuerdo con Zataki para que éste traicionase a Ishido en el momento oportuno.
«¿Por qué habría de decírselo? —pensó—. No es seguro. Todavía.
»Pero, ¿cómo podré cumplir la solemne promesa hecha a mi hermano de que se casará con Ochiba si me apoya, y casarme al propio tiempo con Ochiba, si éste es el precio que ella exige? Pero no es probable que Ochiba se avenga a traicionar a Ishido. En tal caso, mi hermano tendría que aceptar lo inevitable.»
Vio que todos le estaban mirando.
—¿Y bien?
Hubo un silencio. Después, dijo Buntaro:
—¿Qué pasará, señor, si nos enfrentamos con el estandarte del Heredero?
Ninguno de ellos le había hecho aún esta pregunta de un modo formal, directo y público.
—Si esto ocurre, habré perdido —dijo Toranaga—. Me haré el harakiri, y los que respeten el testamento del Taiko y la herencia indudablemente legal del Heredero, tendrán que someterse y pedir humildemente su perdón.
Todos asintieron, y él se volvió de nuevo a Yabú.
—Pero todavía no estamos en el campo de batalla, por consiguiente, continuaremos con el plan. Sí, Yabú-sama, la ruta del Sur es ahora posible. ¿De qué murió Jikkyu?
—De enfermedad, señor.
—¿Una enfermedad de quinientos kokús?
Yabú rió, aunque estaba furioso por dentro, al ver que Toranaga había penetrado su red de seguridad.
—Supongo que sí, señor. ¿Te lo dijo mi hermano?
Toranaga asintió con la cabeza y le pidió que lo explicase a los demás. Yabú obedeció y les dijo que su hermano, Mizuno, había entregado el dinero recibido de Anjín-san a un pinche de cocina introducido en el servicio de Jikkyu.
—Barato, ¿neh? —dijo Yabú, satisfecho—. Quinientos kokús por la ruta del Sur.
Discúlpame, señor —dijo Hiro-matsu a Toranaga, con voz seca—. Pero esta historia me parece repelente.
—El veneno, la traición y el asesinato —dijo Toranaga, sonriendo—, han sido siempre armas de guerra, amigo mío. Jikkyu era un enemigo y un estúpido. Yabú-sama me sirvió bien. Aquí y en Osaka. ¿Neh, Yabú-san?
—Siempre procuro servirte fielmente, señor.
—Sí, explica, por favor, por qué mataste al capitán Sumiyori antes del ataque de los ninja —preguntó Toranaga.
La cara de Yabú no cambió.
—¿Quién lo ha dicho, señor? ¿Quién me acusa de esto?
Toranaga señaló el grupo de Pardos, a cuarenta pasos de ellos.
—¡Aquel hombre! Kosami-san, ten la bondad de acercarte.
El joven samurai descabalgó, se acercó cojeando y se inclinó.
—¿Quién eres? —preguntó Yabú, echando chispas por los ojos.
—Sokura Kosami, de la Décima Legión, destinado a la guardia personal de dama Kiritsubo, en Osaka, señor —dijo el joven—. Tú me pusiste de guardia en el exterior de tus habitaciones, y de las de Sumiyori-san, la noche del ataque ninja.
—No te recuerdo. ¿Te atreves a decir que yo maté a Sumiyori?
El joven vaciló. Toranaga ordenó:
—¡Díselo!
Kosami dijo de un tirón:
—Cuando los ninja cayeron sobre nosotros, tuve el tiempo justo de abrir la puerta y gritar para avisar a Sumiyori-san, señor, pero éste no se movió. —Se volvió a Toranaga, acobardado ante las miradas de todos—. Él… tenía el sueño ligero, señor, y sólo hacía un momento que… Esto es todo, señor.
—¿Entraste en la habitación? ¿Le sacudiste? —apremió Yabú.
—No, señor, ¡oh no! Los ninja entraron tan de prisa, que nos retiramos al punto y contraatacamos lo más pronto posible…
Yabú miró a Toranaga.
—Sumiyori-san había estado dos días de guardia. Estaba rendido… como todos. ¿Qué prueba esto? —preguntó.
—Nada —replicó Toranaga, conservando su tono cordial—. Pero más tarde volviste a la habitación, Kosami-san. ¿Neh?
—Sí, señor. Sumiyori-san yacía aún en su lecho, como antes… La habitación estaba en perfecto orden, señor, y él había sido apuñalado por la espalda. Yo creía que habían sido los ninja, hasta que Omi-san me interrogó.
—¡Ah! —Yabú se volvió a mirar a su sobrino, concentrando toda su hará en el hombre que le había traicionado y midiendo la distancia entre los dos—. Tú lo interrogaste, ¿neh?
—Sí, señor —respondió Omi—. El señor Toranaga me ordenó que comprobase todos los relatos, y en éste había algo extraño que pensé que debía notificar a nuestro señor.
—¿Algo extraño?
—Siguiendo las órdenes del señor Toranaga, interrogué a los dos criados que sobrevivieron al ataque. Ambos vieron que abrías una puerta secreta de la mazmorra y oyeron que decías a los ninja: «Soy Kasigi Yabú.» Gracias a esto, tuvieron tiempo de esconderse y librarse de la matanza.
La mano de Yabú se movió un poco. Inmediatamente, Sudara se plantó frente a Toranaga para protegerle, y, en el mismo instante, el sable de Hiro-matsu apuntó al cuello de Yabú.
—¡Alto! —ordenó Toranaga.
El sable de Hiro-matsu se inmovilizó, como por milagro. Yabú no hizo ningún movimiento ostensible. Los miró fijamente y rió con insolencia.
—¿Soy un sucio ronín capaz de atacar a su señor feudal? Soy Kasigi Yabú, señor de Izú, de Suruga y de Totomi, ¿neh? —Miró a Toranaga—. ¿De qué se me acusa, señor? ¿De ayudar a los ninja? ¡Es ridículo! ¿Qué importancia tienen las fantasías de unos criados? ¡Son unos embusteros! ¿O las de ese hombre, que explica algo que no puede demostrar, ni yo puedo rebatir?
—No hay prueba, Yabú-sama —dijo Toranaga—. Estoy completamente de acuerdo. No hay ninguna prueba.
—¿Hiciste esas cosas, Yabú-sama? —preguntó Hiro-matsu.
—¡No! —gritó.
—Pues yo creo que sí —opuso Toranaga—. Por consiguiente, todas tus tierras quedan confiscadas. Y te abrirás el vientre hoy mismo. Antes del mediodía.
La sentencia era definitiva. Había llegado el momento supremo para el que Yabú se había estado preparando durante toda su vida.
«Karma —pensó, mientras se estrujaba frenéticamente el cerebro—. Nada puedo hacer, la orden es legal. Omi me traicionó, pero era mi karma. Todos los criados debían morir, según el plan trazado, pero se salvaron dos, era mi karma. Pórtate dignamente, piensa con serenidad.»
—Señor —empezó a decir, en una exhibición de audacia—, en primer lugar, soy inocente de estos crímenes. Kosami se equivoca y los criados son unos embusteros. En segundo lugar, soy tu mejor general. Te pido el honor de mandar el ataque contra Tokaido, o de ocupar el primer puesto en la primera batalla, a fin de que mi muerte pueda serte útil.
Toranaga dijo, cordialmente:
—Es una buena sugerencia, Yabú-san, y estoy de acuerdo en que eres el mejor general para mandar el Regimiento de Mosqueteros, pero, desgraciadamente, no me fío de ti. Te abrirás el vientre antes del mediodía.
Yabú dominó su genio, resuelto a salvar su honor de samurai y de jefe de su clan con un sacrificio total.
—Absuelvo formalmente a mi sobrino Omi-san de cualquier responsabilidad en la traición de que he sido objeto, y lo nombro mi heredero.
Toranaga se quedó tan sorprendido como los otros. Después, dijo:
—Buntaro-san, tú actuarás como testigo oficial. Y ahora, Yabú-san, ¿a quién designas como tu ayudante?
—A Kasigi Omi-san.
Toranaga miró a Omi. Éste se inclinó, pálido el semblante.
—Será un honor —dijo.
—Bien. Entonces todo está arreglado.
Hiro-matsu dijo:
—¿Y el ataque a Tokaido?
—Estamos más seguros detrás de nuestros montes.
Toranaga respondió vivamente a sus saludos, montó a caballo y se alejó al trote. Sudara le siguió.
—¿Dónde quieres hacerlo, Yabú-sama? —preguntó Buntaro.
—Aquí, allí, en la playa o sobre un montón de estiércol, me da igual. No necesito traje de ceremonia. Pero tú, Omi-san, no descargarás el golpe hasta que me haya dado los dos cortes.
—Sí, señor.
—Con tu permiso, Yabú-san, yo seré también testigo —dijo Hiro-matsu.
—¿Tendrás valor para ello?
El general dio un respingo y dijo a Buntaro:
—Ten la bondad de enviarme a buscar cuando esté a punto.
—Ya lo estoy —dijo Yabú, escupiendo—. ¿Y tú?
Hiro-matsu giró sobre sus talones. Yabú reflexionó un momento y, después, se sacó del cinto el envainado sable Yoshimoto.
—Tal vez quieras hacerme un favor, Buntaro-san. Da esto a Anjín-san. —Le tendió el sable, pero frunció el ceño—. Aunque, pensándolo bien, y si no te molesta, ¿quieres enviarlo a buscar para que se lo dé yo mismo?
—Desde luego.
—Y ten también la bondad de traer a ese apestoso sacerdote, para que pueda hablar directamente con Anjín-san.
—Bien. ¿Qué más deseas?
—Sólo un poco de papel, tinta y un pincel, para redactar mi testamento y mi poema funerario. Y dos esterillas, pues no necesito dañarme las rodillas o arrodillarme en el polvo como un apestoso campesino, ¿neh? —dijo Yabú, con fanfarronería.
Buntaro se alejó. Yabú se sentó descuidadamente, cruzó las piernas y empezó a hurgarse los dientes con una brizna de hierba. Omi se sentó cerca de él, pero fuera del alcance de su sable.
—¡Ay! —exclamó Yabú—. ¡Cuán cerca tuve el triunfo! —Después, estiró las piernas y golpeó el suelo con ellas, en un acceso de ira—. ¡Ay, cuán cerca! Karma, ¿neh? ¡Karma! —Lanzó una estruendosa carcajada—. Pero muero feliz, Omi-san. Jikkyu ha muerto, y, cuando yo cruce el Ultimo Río y lo vea esperando allí, rechinando los dientes, podré escupirle a los ojos para siempre.
—Habéis prestado un gran servicio al señor Toranaga —dijo Omi, sinceramente, pero observándolo como un halcón—. Ahora la carretera de la costa está abierta. Tienes razón, señor, y Puño de Hierro y Sudara están equivocados. Deberíamos atacar en seguida: los mosquetes nos abrirían el camino.
—¡Ese viejo asqueroso y estúpido! ¿Samurai? Yo lo soy más que él. Y se lo demostraré. No golpearás hasta que yo te lo ordene.
—¿Puedo darte humildemente las gracias por este honor y por haberme nombrado tu heredero? Juro solemnemente que el honor de los Kasigi estará a salvo en mis manos.
—Si no lo creyese así, no lo habría hecho. —Yabú bajó la voz—. Hiciste bien en traicionarme frente a Toranaga. Yo habría hecho lo mismo si hubiese estado en tu lugar, aunque todo son mentiras. Es un pretexto para Toranaga. Siempre envidió mis proezas en la guerra y mi conocimiento de las armas de fuego y del valor del barco. Todo fue idea mía.
—Sí, señor. Lo recuerdo.
—Tú salvarás a la familia. Eres astuto como una rata vieja. Recuperarás Izú, y más…, que es lo que importa ahora, y sabrás dominar a tus hijos. Entiendes las armas de fuego. Y a Toranaga, ¿neh?
—Juro que lo intentaré, señor.
—Escúchame, Omi-san. Éstas son mis últimas órdenes como señor de los Kasigi. Aceptarás a mi hijo en tu casa, y te servirás de él, si es merecedor de ello. Segundo: busca buenos maridos para mi esposa y mi consorte, y dales a ellas las gracias por haberme servido tan bien. En cuanto a tu padre, Mizuno, ordeno que se haga inmediatamente el harakiri.
—¿Puedo pedir la alternativa de que se afeite la cabeza, y se haga monje?
—No. Es demasiado estúpido, y nunca podrías confiar en él. En cuanto a tu madre… —Mostró los dientes—. Ordeno que se afeite la cabeza, se haga monja e ingrese en un monasterio fuera de Izú, donde pasará la vida rezando por el futuro de los Kasigi. Budista o shintoísta, aunque prefiero el shintoísta. ¿Te parece bien un monasterio shintoísta?
—Sí, señor.
—Bien. Así —añadió con malicioso regocijo—, no te distraerá de los negocios de los Kasigi con sus continuos lamentos.
—Así se hará.
—Bien. Te ordeno que vengues los embustes de Kosami y de los criados traidores contra mí. Antes o después, lo mismo da, con tal de que lo hagas.
—Serás obedecido.
—¿He olvidado algo?
Omi se aseguró de que nadie podía oírlos.
—¿Qué dices sobre el Heredero? —preguntó, cautelosamente—. Si el Heredero está frente a nosotros en el campo de batalla, perderemos, ¿neh?
—Ábrete paso con el Regimiento de Mosqueteros, y mátalo, diga lo que diga Toranaga. Yaemón debe ser tu primer blanco.
—Lo mismo pensaba yo. Gracias.
—Bien. Pero, en vez de esperar todo ese tiempo, sería mejor poner precio a su cabeza en secreto y ahora mismo, valiéndote de los ninja, o del Amida Tong.
—¿Cómo encontrarlos? —preguntó Omi con la voz temblorosa.
—Esa vieja arpía, Gyoko Mamá-san, es una de las personas que lo sabe.
—¿Ella?
—Sí. Pero ten cuidado con ella y con los Amidas. No trates a éstos con ligereza, Omi-san. Y a ella, no la toques y protégela. Sabe demasiados secretos, y la pluma es un arma de largo alcance después de la muerte. Fue consorte oficial de mi padre durante un año… Quizá su hijo sea mi medio hermano.
—Pero, ¿dónde conseguiré el dinero?
—Eso es problema tuyo. Pero consíguelo. Donde sea, y como sea.
Yabú se acercó más a él.
—Entierra profundamente este secreto y escucha, sobrino: conserva la buena amistad con Anjín-san. Trata de dominar la flota que traerá un día. Toranaga no sabe el verdadero valor de Anjín-san, pero hace bien en quedarse detrás de los montes. Esto le da tiempo y también te da tiempo a ti. Tenemos que salir al mar con nuestras tripulaciones en sus barcos y con los Kasigi ostentando el mando supremo. Los Kasigi deben hacerse a la mar, dominar el mar. Es una orden.
—Sí, ¡oh, sí! —exclamó Omi—. Confía en mí. Así será.
—Por último, no confíes nunca en Toranaga.
—No confío en él, señor. No he confiado nunca, y nunca confiaré.
—Bien —suspiró Yabú, en paz consigo mismo—. Y ahora, discúlpame. Tengo que pensar mi poema funerario.
Omi se puso de pie, retrocedió de espaldas y, cuando estuvo a respetable distancia, saludó y se alejó otros veinte pasos. Ya seguro entre sus guardias, se sentó de nuevo y esperó.
Toranaga y su grupo trotaban a lo largo de la ruta de la costa que circundaba la amplia bahía, con el mar a la derecha y alcanzando casi la carretera. Aquí, el terreno era bajo y pantanoso. Unos cuantos ri al Norte, este camino se juntaba con la arteria principal de la carretera de Tokaido. A veinte ri más al Norte estaba Yedo.
Lo acompañaban cien samurais y diez halconeros, con otras tantas aves sobre los enguantados puños. Sudara iba con veinte guardias y tres halcones, y cabalgaba en vanguardia.
—¡Sudara! —gritó Toranaga, como si se le acabase de ocurrir la idea—. Detente en la próxima posada. Quiero desayunar.
Sudara hizo un ademán de asentimiento y emprendió el galope. Cuando llegó Toranaga, las doncellas esperaban, sonriendo y haciendo reverencias, lo mismo que el posadero y toda su gente.
—Buenos días, señor —dijo el posadero—, ¿qué quieres para comer? Gracias por honrar mi pobre posada.
—Cha… y unos fideos con un poco de soja, por favor.
Casi instantáneamente le trajeron la comida en un delicado tazón, cocinada tal como a él le gustaba, pues el posadero había sido previamente advertido por Sudara. Mientras tanto, Sudara recorrió los puestos de vigilancia, para asegurarse de que todo estaba en orden. Al terminar su ronda, informó a Toranaga.
—¿Te parece bien, señor? ¿Ordenas algo más?
—No, gracias. —Toranaga acabó de comer y sorbió lo que quedaba en la sopa. Después, dijo con naturalidad—: Tenías razón en lo referente al Heredero.
—Perdóname, señor, pero temía haberte ofendido sin proponérmelo.
—Tenías razón. ¿Por qué había de ofenderme? Cuando el Heredero se enfrente conmigo, ¿qué harás tú?
—Obedeceré tus órdenes.
—Por favor, ve a buscar a mi secretario y vuelve con él.
Sudara obedeció. Kawanabi, el secretario, ex samurai y sacerdote, que viajaba siempre con Toranaga, acudió inmediatamente con su estuche de viaje, lleno de papeles, tinta, sellos y pinceles.
—¿Señor?
—Escribe esto: «Yo, Yoshi Toranaga-noh-Minowara, vuelvo a nombrar heredero mío a mi hijo Yoshi Sudara-noh-Minowara, y le devuelvo todos sus títulos y rentas.»
Sudara se inclinó.
—Gracias, padre —dijo, con voz firme, pero preguntándose: ¿por qué?
—Jura formalmente cumplir todos mis decretos, mi testamento… y tus deberes de heredero.
Sudara obedeció. Toranaga esperó en silencio a que Kawanabi hubiese escrito su declaración. Después la firmó y la legalizó con el sello.
—Gracias, Kawanabi-san, ponle fecha de ayer. Esto es todo, de momento.
—Sí, señor.
El secretario se marchó. Toranaga miró a Sudara y estudió su cara afilada e inexpresiva. Cuando hizo su deliberadamente súbita declaración, la cara y las manos de Sudara no revelaron ninguna emoción: ni alegría, ni agradecimiento, ni orgullo, ni siquiera sorpresa, y esto lo entristeció. «Pero, ¿por qué estar triste?, —pensó Toranaga—, tienes otros hijos que sonríen y ríen, que cometen errores, y gritan, y se refocilan, y tienen muchas mujeres. Hijos normales. Este hijo seguirá tus pasos, gobernará cuando hayas muerto, tendrá a los Minowara en un puño y transmitirá el Kwanto y el poder a otros Minowara. Será frío y calculador, como tú. No, no como yo —se dijo, reflexivamente—. Yo puedo reír a veces y, en ocasiones, sentir compasión, y me gustan la juerga, el baile, y jugar al ajedrez y al Noh, y hay personas que me regocijan, como Naga y Kiri y Chano y Anjín-san, y me divierte cazar y triunfar, triunfar, triunfar. A ti, nada te alegra, Sudara, y lo siento. Nada, salvo tu esposa, dama Genjiko, es el único eslabón débil a tu cadena.»
—¿Cuánto tardarás en asegurarte de que Jikkyu está realmente muerto?
—Antes de salir del campamento, envié un mensaje urgente a Mishima, para el caso de que tú no supieses ya si era verdad o mentira, padre. Recibiré la respuesta dentro de tres días.
Toranaga bendijo a los dioses por haber tenido conocimiento anticipado del complot de Jikkyu, por Kasigi Mizuno, y rápida noticia de la muerte de aquel enemigo. Durante un momento, recapituló su plan y no encontró en él el menor fallo. Después, sintiéndose ligeramente mareado, tomó su decisión:
—Pon inmediatamente en pie de guerra a los Regimientos Once, Dieciséis, Noventa y Cuatro y Noventa y Cinco, de Mishima, y, dentro de cuatro días, lánzalos a la carretera de Tokaido.
—¿«Cielo Carmesí»? —preguntó Sudara, sorprendido—. ¿Vas a atacar?
—Sí. No esperaré a que ellos se lancen contra mí.
—Entonces, ¿está muerto Jikkyu?
—Sí.
—Bien —dijo Sudara—. ¿Puedo sugerirte que añadas los Regimientos Veinte y Veintitrés?
—No. Diez mil hombres deberían bastarnos, contando con el factor sorpresa. Debo guardar toda mi frontera, por si fracasamos o caemos en una trampa. Y hay que contener a Zataki.
—Sí —dijo Sudara.
—¿Quién crees que debería dirigir el ataque?
—El señor Hiro-matsu. Es una campaña perfecta para él.
—¿Por qué?
—Es resuelto, sencillo, anticuado y ordenancista, padre. Será perfecto para esta campaña.
—¿Pero no adecuado como general en jefe?
—Perdona, pero Yabú-san tenía razón: las armas de fuego han transformado el mundo.
—Entonces, ¿quién?
—Sólo tú, señor. Hasta después de la batalla, creo que nadie debe interponerse entre ésta y tú.
—Lo pensaré —dijo Toranaga—. Ahora ve a Mishima y prepáralo todo. La fuerza de asalto de Hiro-matsu tendrá veinte días para cruzar el río Tenryu y asegurar la carretera de Tokaido.
—Perdona, señor, pero, ¿puedo sugerir que vaya un poco más lejos, hasta la cresta de Shiomi? Podrías darles treinta días.
—No. Si diese esa orden, algunos hombres llegarían a la cresta. Pero la mayoría morirían y no podrían rechazar el contraataque ni hostigar al enemigo en nuestra retirada.
—Pero, ¿no enviarás en seguida refuerzos en su persecución?
—Nuestro ataque principal se desarrollará en las montañas de Zataki. Esto es una maniobra de diversión.
—¡Ah! Discúlpame, señor.
—Muerto Yabú, ¿quién debe mandar la fuerza de mosqueteros?
—Kasigi Omi.
—¿Por qué?
—Él conoce estas armas. Además, es moderno, muy bravo, muy inteligente, muy paciente… y también muy peligroso, más peligroso que su tío. Te aconsejo que, si ganas y él sobrevive, busques algún pretexto para enviarlo al Más Allá.
—¿Y Anjín-san? ¿Qué aconsejas acerca de Anjín-san?
—Estoy de acuerdo con Omi-san y Naga-san. Debería ser confinado. Sus hombres no valen nada, son eta y pronto se devorarán entre ellos, por consiguiente, no son nada. Aconsejo que todos los extranjeros sean confinados o expulsados. Constituyen una plaga, y se los debe tratar en consecuencia.
—Pero necesitamos la seda, y, para protegernos, debemos aprender de ellos, aprender lo que ellos saben, ¿neh?
—Deberían ser confinados en Nagasaki, bajo severa vigilancia, y limitarse estrictamente su número. Podrían comerciar una vez al año. ¿No es el dinero su motivo esencial? ¿No lo dice así Anjín-san?
—Entonces, ¿lo consideras útil?
—Sí. Mucho. Nos ha enseñado la prudencia de los Decretos de Expulsión. Anjín-san es muy inteligente y muy bravo. Pero es un juguete. Te divierte, señor, como Tetsu-ko, es valioso, sin dejar de ser un juguete.
—Gracias por tus opiniones —dijo Toranaga—. En cuanto empiece el ataque, volverás a Yedo y esperarás órdenes.
Lo dijo con voz dura y deliberadamente. Zataki retenía aún a dama Genjiko, a su hijo y a sus tres hijas, como rehenes, en su capital de Takato. A petición de Toranaga, Zataki había otorgado a Sudara un permiso de diez días, y Sudara había prometido solemnemente regresar dentro de dicho plazo. Zataki era famoso por su estricto sentido del honor. Podría eliminar legalmente a todos los rehenes, y sin duda lo haría, por esta cuestión de honor, independientemente de cualquier acuerdo o tratado secreto o abierto.
—Saldrás al punto hacia Mishima. Mañana te enviaré un mensaje.
Sudara montó a caballo y se alejó con sus veinte guardias.
Toranaga levantó el tazón y tomó un bocado de fideos, ahora fríos.
—¡Oh, perdona, señor! ¿Quieres un poco más? —dijo la joven doncella, desalentada y afanosa. Tenía la cara redonda y no era bonita, pero sí lista y observadora, tal como a él le gustaban las doncellas… y las mujeres.
—No, gracias. ¿Cómo te llamas?
—Yuki, señor.
—Di a tu amo que hace buenos fideos, Yuki.
—Sí, señor, gracias. Gracias, señor, por honrar nuestra casa. Levanta sólo un dedo cuando quieras algo, y lo tendrás inmediatamente.
Él le hizo un guiño, y ella rió, recogió la bandeja y salió corriendo.
Entonces, Toranaga empezó a pensar en dama Genjiko y en sus hijos, que eran una cuestión de importancia vital. «Si dama Genjiko no fuese hermana de Ochiba, su hermana mimada y predilecta —se dijo—, dejaría, sintiéndolo mucho, que Zataki les eliminase a todos, con lo que ahorraría a Sudara muchos peligros para el futuro, si yo muero pronto, pues son su único eslabón débil. Pero, afortunadamente, Genjiko es hermana de Ochiba y, por ende, una pieza importante en el Gran Juego, y no puedo permitir que ocurra tal cosa. Debería hacerlo, pero no lo haré. Esta vez jugaré fuerte. Y también debo recordar que Genjiko es valiosa en otros aspectos: es aguda como una espina de tiburón, cría bien a sus hijos y es tan fanática como Ochiba en lo que concierne a sus retoños, pero con una diferencia: Genjiko me es leal, más que a nadie, Ochiba lo es al Heredero.
»Bueno, cuestión resuelta. Antes del décimo día, Sudara debe ponerse de nuevo en manos de Zataki. ¿Una prórroga? No, esto podría aumentar los recelos de Zataki, y es el último hombre que quiero que se muestre receloso. ¿De qué lado se inclinará?
»Hiciste bien en favorecer a Sudara. Esta decisión complacerá a Ochiba.»
Por la mañana le había escrito una carta que le enviaría esta noche con una copia de la orden. «Sí, esto eliminará la espina que le clavé hace tiempo, para fastidiarla. Es bueno saber que Genjiko es uno de los puntos flacos, quizás el único, de Ochiba. ¿Cuál es el punto flaco de Genjiko? Ninguno. Al menos, no lo he descubierto, pero si lo tiene, lo descubriré.»
Observó a sus halcones, todos encapuchados, menos Kogo, cuyos penetrantes ojos observaban también todo, y con tanto interés como él.
«¿Qué dirías —le preguntó en silencio—, si supieses que voy a impacientarme y a atacar, y que mi ataque principal será por Tokaido y no en los montes de Zataki, como he dicho a Sudara? Probablemente dirías: “¿Por qué?” Y yo te respondería: “Porque no me fío de Zataki, aunque pueda volar. Y no puedo volar en absoluto. ¿Neh?”.»
Entonces vio que los ojos de Kogo se fijaban en el camino. Miró a lo lejos y sonrió, al ver los palanquines y los caballos de carga que se acercaban, después de doblar el recodo.
—¡Oh, Fujiko-san! ¿Cómo estás?
—Bien, gracias, señor, muy bien. —Se inclinó de nuevo, y él vio que ya no le dolían las cicatrices de las quemaduras. Ahora sus miembros eran ágiles como antes, y había un delicado rubor en sus mejillas—. ¿Puedo preguntarte cómo está Anjín-san, señor? —dijo—. Oí decir que el viaje desde Osaka había sido muy malo, señor.
—Está bien de salud, muy bien.
—Ésta es la mejor noticia que podía darme, señor.
Él se volvió al segundo palanquín para saludar a Kikú, y ésta sonrió alegremente y lo saludó afectuosa, diciendo que estaba muy contenta de verlo y que lo había echado mucho de menos.
—También yo me alegro de verte —dijo él, y miró la última litera—. ¡Ah! Gyoko-san, mucho tiempo sin verte —añadió secamente.
—Gracias, señor, sí, y me siento renacer, ahora que estos viejos ojos tienen el honor de verte otra vez. ¡Ah, qué vigoroso eres, señor! Un gigante entre los hombres —lo aduló.
—Gracias, también tú estás muy guapa.
Kikú aplaudió la broma, y todos rieron con ella.
—Escuchad —dijo él, alegre por su causa—. He tomado medidas para que os quedéis aquí algún tiempo. Y ahora, Fujiko-san, ten la bondad de acompañarme.
Se llevó a Fujiko aparte, le ofreció cha y refrescos y habló de naderías hasta llegar al punto importante.
—Convinimos un año y medio. Lo siento, pero debo saber si deseas cambiar el trato.
La carita cuadrada de Fujiko perdió su atractivo al ponerse seria.
—¿Cómo podría cambiarlo, señor?
—Fácilmente. Ya no hay trato. Yo lo ordeno.
—Discúlpame, señor —dijo Fujiko, con voz monótona—. No quise decir esto. Acepté libre y solemnemente el trato ante Buda y con el espíritu de mi esposo y de mi hijo muertos. No puede cambiarse.
—Yo ordeno el cambio.
—Lo siento, señor, perdóname, pero el bushido me releva de la obligación de obedecerte. Tu aceptación del contrato fue igualmente solemne y obligatoria, y cualquier cambio debe ser consentido por ambas partes.
—¿No te gusta Anjín-san?
—Soy su consorte. Tengo la obligación de complacerle.
—Yo había pensado que Anjín-san podría casarse contigo. Entonces no serías su consorte.
—El samurai no puede servir a dos señores, y la esposa no puede servir a dos maridos. El deber me liga a mi esposo muerto. Discúlpame, pero no puedo cambiar.
—Con paciencia, todo cambia. Anjín-san conocerá pronto mejor nuestras costumbres, y su casa tendrá también wa. Ha aprendido muchísimo desde que…
—¡Oh, señor! No me interpretes mal. Anjín-san es el hombre más extraordinario que jamás he conocido, y sin duda el más amable. Me ha hecho un gran honor y, sí, sé que su casa será muy pronto una casa de verdad, pero… debo cumplir con mi deber. Mi deber es para con mi marido, mi único marido. —Luchó por dominarse—. Debe ser así, señor, ¿neh? De lo contrario, la vergüenza, el sufrimiento y el deshonor no significarían nada, ¿neh? Su muerte y la de mi hijo, sus sables rotos y enterrados en la aldea eta… Sin mi deber para con él, ¿no sería nuestro bushido una enorme farsa?
—Entonces…
—Lo siento, señor, no puedo hacerlo.
—Sea como quieres, Fujiko-san. Discúlpame por habértelo preguntado, pero era necesario. —Toranaga no estaba enojado ni contento. La joven se portaba dignamente, y él sabía ya, cuando cerró el trato con ella, que nunca lo cambiaría. «Esto es lo que nos hace únicos en el mundo —pensó, con satisfacción—. Un trato con la muerte es un trato sagrado.» —Se inclinó ceremoniosamente—. Aplaudo tu sentido del honor y del deber para con tu marido, Usagi-san —dijo, dándole el nombre que había dejado de tener.
—¡Oh, gracias, señor! —exclamó ella, por el honor que él le hacía derramando lágrimas de dicha, porque sabía que con esto se lavaba la mancha del único marido que tendría en su vida.
—Escucha, Fujiko: veinte días antes del último día, saldrás para Yedo, con independencia de lo que me suceda a mí. Tu muerte se producirá durante el viaje, y deberá parecer accidental. ¿Neh?
—Sí. Sí, señor.
—Será nuestro secreto. Sólo tuyo y mío.
—Sí, señor.
—Mientras tanto, seguirás siendo ama de su casa.
—Sí, señor.
—Ahora, haz el favor de decir a Gyoko que venga aquí. Te llamaré otra vez antes de marcharme. Tengo que discutir algunas cosas contigo.
—Sí, señor —Fujiko hizo una profunda reverencia y añadió—: Bendito seas por librarme de la vida.
—Y se alejó. «Es curioso —pensó Toranaga— que las mujeres puedan cambiar como los camaleones: feas en un momento dado, atractivas al siguiente y, a veces, incluso hermosas, aunque en realidad no lo sean.»
—¿Me mandaste llamar, señor?
—Sí, Gyoko-san. ¿Qué noticias tienes para mí?
—Muchas, señor —respondió Gyoko, impávido el maquillado semblante, brillantes los ojos, pero sintiendo retortijones en las tripas. Sabía que este encuentro no era pura coincidencia, y su instinto le decía que Toranaga era más peligroso hoy que de costumbre—. La formación del Gremio de Cortesanas progresa satisfactoriamente, y se están redactando las normas y reglamentos para someterlos a tu aprobación. Al norte de la ciudad hay una zona muy bonita que podría…
—La zona que ya he escogido está cerca de la costa. El Yoshiwara.
Ella lo felicitó por su elección, pero gruñendo por dentro. El Yoshiwara (Cañaveral) era actualmente una ciénaga llena de mosquitos, que tendría que ser desecada antes de que pudiese vallarse y construir en ella.
—Excelente, señor. También se están preparando las normas y reglamentos de las gei-shas para tu aprobación.
—Bien. Que sean breves y concisos.
Toranaga rió, y ella sonrió, pero sin bajar la guardia, y dijo seriamente:
—De nuevo te doy las gracias en nombre de las futuras generaciones, señor.
—No lo he hecho por ellas —dijo Toranaga, y citó uno de los párrafos de su Testamento—: Los hombres virtuosos han censurado siempre las casas de lenocinio, pero, en general, los hombres no son virtuosos, y si un caudillo prohíbe estas casas es un tonto, porque pronto surgirá una plaga de males mayores.
—¡Qué sabio eres, señor!
—En cuanto a situar todos los burdeles en una zona única, significa que todos los hombres viciosos pueden ser vigilados, sujetos a impuestos y servidos, todo al mismo tiempo. ¿Qué más?
—Kikú-san ha recobrado totalmente su salud, señor.
—Sí, ya lo he visto. ¡Es deliciosa! Pero Yedo es cálido y desagradable en verano. ¿Estás segura de que se encuentra bien?
—¡Oh, sí! Sí, señor. Pero te ha añorado mucho. ¿Vamos a acompañarte a Mishima?
—¿Qué otros rumores has oído?
—Sólo que Ishido salió del castillo de Osaka. Los Regentes te han declarado oficialmente fuera de la ley. ¡Qué impertinencia la suya, señor!
—¿Cómo piensa atacarme?
—No lo sé, señor —respondió ella, cautelosamente—. Pero presumo que lo hará en dos direcciones: a lo largo de Tokaido, con Ikawa Hikoju, dado que su padre, el señor Jikkyu, ha muerto, y a lo largo de Koshu-kaido, desde Shinano, ya que el señor Zataki se ha aliado estúpidamente con el señor Ishido contra ti. Pero detrás de tus montes estás seguro. Con tu permiso, voy a trasladar todos mis negocios a Yedo.
—Sí. Mientras tanto, procura averiguar dónde se desencadenará el ataque.
—Lo intentaré, señor. ¡Terribles tiempos, señor, aquellos en que el hermano lucha contra el hermano, y el hijo contra el padre!
Toranaga tenía los ojos velados y tomó nota mentalmente de que había de aumentar la vigilancia sobre Noburu, su hijo mayor, que era fiel al Taiko.
—Sí —dijo—. Son tiempos terribles. Tiempos de grandes cambios. Buenos para algunos, malos para otros. Tú, por ejemplo, eres ahora rica, y también lo es tu hijo. ¿No está encargado de tu fábrica de saké en Odawara?
—Sí, señor —respondió Gyoko, palideciendo bajo el maquillaje.
—Ha ganado mucho, ¿neh?
—Es el mejor hombre de negocios de Odawara, señor.
—Creo que sí. Tengo un trabajo para él. Anjín-san va a construir un nuevo barco. Estoy buscando artesanos y materiales, y quiero que el aspecto monetario se lleve con gran cuidado.
Gyoko casi se desmayó de gozo. Había temido que Toranaga los eliminase a todos antes de salir para la guerra, o los ahogase con impuestos, porque había descubierto que ella le había mentido sobre Anjín-san y dama Toda, y sobre el desgraciado aborto de Kikú.
—Oh ko, señor. ¿Cuándo quieres que mi hijo esté en Yokohama? Él hará que tu barco sea el más barato que jamás se haya construido.
—No lo quiero barato. Quiero que sea lo mejor posible… a un precio razonable. Él será el administrador responsable, a las órdenes de Anjín-san.
—Señor, te garantizo, por mi futuro y por mis futuras esperanzas, que será como tú deseas.
—Si el barco está perfectamente construido, como quiere Anjín-san, en un plazo de seis meses, a contar desde que empiecen, haré samurai a tu hijo.
Ella se inclinó profundamente y, de momento, se quedó sin habla.
—Perdona a esta pobre estúpida, señor. Gracias, gracias.
—Tiene que aprender todo lo que sabe Anjín-san sobre construcción de barcos, para que pueda enseñar a otros cuando él se marche. ¿Neh?
—Así lo hará.
—Hablemos ahora de Kikú-san. Su talento merece un futuro mejor que estar sola en una jaula.
Gyoko le miró, esperando de nuevo lo peor.
—¿Vas a vender su contrato?
—No, no volverá a ser una cortesana, ni siquiera una de tus gei-shas. Debería estar en un hogar, entre pocas mujeres.
—Pero, señor, aunque sólo te vea ocasionalmente, ¿puede haber mejor vida para ella?
—Francamente, Gyoko-san, me estoy aficionando demasiado a ella, y no puedo permitirme distracciones. Es demasiado bonita para mí, demasiado perfecta… Perdona, pero éste debe ser otro de nuestros secretos.
—De acuerdo, señor, con todo lo que digas —dijo, fervientemente, Gyoko, pensando que era mentira y estrujándose el cerebro para descubrir la verdadera razón—. Si la persona fuese alguien a quien Kikú pudiese admirar, yo moriría contenta.
—Pero sólo después de que vea el barco de Anjín-san en condiciones de navegar, dentro de los seis meses —replicó secamente él.
—Sí, ¡oh sí…! Aunque Kikú-san quedará desolada al tener que abandonar tu casa.
—Desde luego. Pero ya encontraré la manera de recompensarla por su obediencia. Déjalo en mis manos… y no le digas nada de momento.
Ella se inclinó y se alejó renqueando. Toranaga fue a nadar un rato. Vio que el cielo hacia el Norte, estaba muy oscuro, y comprendió que la lluvia debía de ser muy fuerte por allí. Volvió cuando vio un grupito de jinetes que venían de la dirección de Yokohama.
Omi desmontó y desenvolvió la cabeza.
—El señor Kasigi Yabú obedeció, señor, justo antes del mediodía.
La cabeza había sido lavada y peinada y clavada en la espiga de un pequeño pedestal, como solía hacerse para su exhibición. Toranaga la observó y dijo:
—¿Murió bien?
—La mejor muerte que he visto, señor. El señor Hiro-matsu dijo lo mismo. Los dos cortes, y un tercero en el cuello. Sin ayuda y sin el menor sonido. —Y añadió—: Aquí está su testamento.
—¿Cortaste la cabeza de un solo golpe?
—Sí, señor. Pedí permiso a Anjín-san para usar el sable del señor Yabú.
—¿El Yoshimoto? ¿El que yo le había regalado? ¿Lo dio a Anjín-san?
—Sí, señor. Le habló por medio de Tsukku-san. Al principio, Anjín-san se resistió a tomarlo, pero Yabú insistió y le dijo: «Ninguno de esos comedores de estiércol es digno de esta hoja.» Por fin, aquél lo aceptó.
«Es curioso —pensó Toranaga—. Esperaba que Yabú daría el sable a Omi.»
—¿Cuáles fueron sus últimas instrucciones? —preguntó.
Omi se lo dijo. Exactamente. Porque estaban escritas en el testamento público y atestiguado por Buntaro, pues, en otro caso, se habría saltado algunas e inventado otras.
—Para honrar la bravura de tu tío, cumpliré sus últimos deseos. Todos y sin cambio alguno, ¿neh? —dijo Toranaga, poniéndole a prueba.
—Sí, señor.
—¡Yuki!
—¿Qué, señor? —dijo la doncella.
—Trae cha, por favor.
Ella se alejó a toda prisa, y Toranaga reflexionó sobre las últimas voluntades de Yabú. Todas eran prudentes. Mizuno era un estúpido, y la madre, una vieja e irritante arpía, y ambos eran un estorbo para Omi. Dijo a éste:
—Como recompensa por tu abnegación, te nombro Jefe del Regimiento de Mosqueteros. Naga será segundo en el mando. Otrosí: te nombro jefe de los Kasigi, y tu nuevo feudo lo constituirán las tierras fronterizas de Izú, desde Atami, al Este, hasta Nimazo, al Oeste, comprendida la capital, Mishima, y con una renta anual de treinta mil kokús.
—Sí, señor. Gracias, señor… No sé cómo agradecértelo. No merezco tantos honores.
—Haz por merecerlos, Omi-sama —dijo Toranaga, en tono bonachón—. Toma inmediatamente posesión del castillo de Mishima. Sal hoy mismo de Yokohama. Preséntate al señor Sudara en Mishima. El Regimiento de Mosqueteros será enviado a Hakoné y estará allí dentro de cuatro días. Otra cosa, en privado y sólo para tu conocimiento: envío a Anjín-san a Anjiro. Allí construirá un nuevo barco. Le transferirás tu feudo actual. En seguida.
—Sí, señor. ¿Puedo darle mi casa?
—Sí, puedes hacerlo —respondió Toranaga, aunque, desde luego, un feudo contenía todo lo que estaba dentro de él, casas, tierras, campesinos, pescadores y barcas.
Ambos desviaron la mirada al llegar hasta ellos la risa de Kikú, y vieron que estaba jugando a tirar el abanico en el lejano patio, con su doncella, Suisen, cuyo contrato había sido comprado también por Toranaga, como un regalo para consolar a Kikú después de su infortunado aborto.
La adoración de Omi se manifestó claramente, por más que tratase de disimularla, ante su súbita e inesperada aparición. Los miró. Una adorable sonrisa se pintó en su cara, y los saludó alegremente con la mano. Toranaga la saludó a su vez, y ella volvió a su juego.
—Es bonita, ¿neh?
—Sí —admitió Omi, sintiendo que le ardían las orejas.
Toranaga había comprado en principio su contrato para apartarla de Omi —porque era uno de los puntos flacos de éste, y un premio para dar o retener—, hasta que Omi hubiese declarado y probado su fidelidad y le hubiese ayudado o no a eliminar a Yabú. Y le había ayudado, milagrosamente, y había probado muchas veces su fidelidad. El interrogatorio de los criados había sido una sugerencia de Omi. Si no todas las buenas ideas de Yabú, muchas habían sido de Omi. Y hacía un mes, Omi había descubierto los detalles del complot de Yabú con algunos oficiales del Regimiento de Mosqueteros de Izú, para asesinar a Naga y a los otros oficiales Pardos durante la batalla.
Toranaga se había preguntado entonces si Mizuno y Omi no habrían inventado el complot para desacreditar a Yabú. Inmediatamente había encargado a sus propios espías que averiguasen la verdad. Pero el complot había sido auténtico, y el incendio del barco fue un magnífico pretexto para eliminar a los cincuenta y tres traidores, todos los cuales habían sido colocados entre los guardias de Izú aquella noche.
«Sí —pensó Toranaga, con gran satisfacción—, ciertamente mereces un premio, Omi.»
—Escucha, Omi-san, la batalla empezará dentro de pocos días. Me has servido lealmente. En el último campo de batalla, después de mi victoria, te nombraré señor de Izú y haré de nuevo hereditaria la estirpe de los daimíos Kasigi.
—Perdóname, señor, pero no merezco tanto honor —dijo Omi.
—Eres joven, pero prometes mucho, para los años que tienes. Tu abuelo se parecía mucho a ti, era muy listo, pero no tenía paciencia.
De nuevo sonaron las risas de las damas, y Toranaga observó a Kikú, tratando de resolver lo tocante a ella, tras descartar el plan primitivo.
—¿Puedo preguntar qué entiendes por paciencia, señor? —dijo Omi, sintiendo instintivamente que Toranaga quería que le hiciese esta pregunta.
Toranaga siguió mirando a la joven, atraído por ella.
—Paciencia significa dominarse. Hay siete emociones, ¿neh? Alegría, cólera, angustia, adoración, dolor, miedo y odio. El hombre que no se deja arrastrar por ellas es paciente. Yo no soy tan vigoroso como podría ser, pero soy paciente. ¿Comprendes?
—Sí, señor. Con toda claridad.
—La paciencia es muy necesaria en un caudillo.
—Sí.
—Esa dama, por ejemplo. Es una distracción para mí, demasiado hermosa, demasiado perfecta. Yo soy demasiado sencillo para una criatura tan extraña. Por consiguiente, he decidido que no me corresponde.
—Pero, señor, incluso como una de vuestras damas secundarias…
Omi murmuró la cortesía, que ambos sabían era fingida, aunque obligatoria, y, mientras tanto, rezaba como nunca había rezado, sabiendo lo que era posible y lo que nunca podría pedir.
—Tienes razón —dijo Toranaga—. Pero un gran talento merece sacrificio. —Seguía observando cómo ella arrojaba el abanico y recogía el de su doncella, con regocijo contagioso. Entonces, los caballos se interpusieron entre ellos y las damas. «Lo siento, Kikú-san —pensó—, pero tengo que disponer de ti, ponerte fuera de mi alcance. La verdad es que me estoy aficionando demasiado a ti, aunque Gyoko jamás creería que le he dicho la verdad, ni lo creería Omi, ni siquiera tú misma.» —Kikú-san merece tener casa propia. Y un marido propio.
—Vale más ser consorte del más humilde samurai, que esposa de un granjero o de un mercader, por ricos que sean.
—No estoy de acuerdo.
Con estas palabras terminaba la cuestión. «Karma —se dijo Omi, abrumado de pesar—. Aparta la tristeza, estúpido. Tu señor ha decidido, y con esto termina todo. Midori es una esposa perfecta. Tu madre se hará monja, y habrá armonía en tu casa.
»¡Cuánta tristeza para un día! Y también satisfacciones: futuro daimío de Izú, jefe del Regimiento, Anjín-san en Anjiro, para construir el barco en Izú, en mi feudo. ¡Basta de tristeza! Toda la vida es triste. Kikú-san tiene su karma. Yo tengo el mío, Toranaga, el suyo, y mi señor Yabú ha demostrado que es una tontería preocuparse por esto, o por aquello, o por lo de más allá.»
Omi miró a Toranaga, clara la mente y cada cosa en su compartimiento.
—Señor, te pido que me perdones. Mi mente estaba turbia.
—Puedes saludarla si lo deseas, antes de marcharte.
—Gracias, señor —dijo Omi, envolviendo la cabeza de Yabú.
—¿Cuál fue su poema funerario?
Omi dijo:
¿Qué son las nubes,
Si no un pretexto para el cielo?
¿Qué es la vida,
Si no una huida de la muerte?
Toranaga sonrió.
—Interesante —dijo.
Omi se inclinó, entregó la cabeza envuelta a uno de sus hombres y se dirigió al patio, entre los caballos y los samurais.
—¡Oh, señora! —exclamó, con amable cortesía—. Me alegro mucho de verte buena y feliz.
—Estoy con mi señor, Omi-san, y él está bien y contento. ¿Cómo podría no sentirme feliz?
—Sayonara, señora.
—Sayonara, Omi-san.
Se inclinó, consciente de un algo definitivo que no había advertido con anterioridad. Se enjugó una lágrima y volvió a inclinarse, mientras él se alejaba.
Observó su paso largo y firme, y a punto estuvo de estallar en sollozos, quebrado el corazón, pero, como siempre, recordó las palabras amables y prudentes: «¿Por qué lloras, pequeña? Nosotras, las del Mundo Flotante, vivimos el momento, consagrando todo nuestro tiempo a las flores del cerezo, a la nieve y a las hojas de meple, al canto del grillo, a la belleza de la Luna, creciendo y marchitándonos, y renaciendo, cantando y bebiendo cha y saké, oliendo perfumes y tocando sedas, acariciando por placer, dejándonos llevar por la corriente. No estés triste, niña, déjate arrastrar como un lirio por la corriente de la vida. Tienes suerte, Kikú-san, eres una princesa de Ukiyo, el Mundo Flotante, déjate llevar, vive el momento…»
Kikú enjugó otra lágrima, la última. «Llorar es tonto. ¡No llores más! —se dijo—. ¡Tu suerte es increíble! Eres consorte del daimío, más grande, aunque oficiosa y la más modesta, pero, ¿qué importa esto, si tus hijos nacerán samurais? ¿No es éste el don más inverosímil del mundo? ¿No predijo la adivina esta increíble buena suerte? Y ahora es verdad, ¿neh? Si quieres llorar, hay cosas más importantes por las que llorar. Por la semilla que el cha de extraño sabor destruyó en tu seno. Pero, ¿por qué llorar por esto? No era un hijo, sino un “algo”. ¿Y quién era el padre?»
—No lo sé de fijo, Gyoko-san, lo siento, pero creo que es de mi señor —había dicho, al fin, queriendo que su hijo forzase la promesa de samurai.
—Pero, ¿y si el hijo naciese con ojos azules y piel blanca? Podría ser, ¿neh? Cuenta los días.
—¡Los he contado y recontado muchas veces!
—Entonces, sé sincera contigo misma. Perdona, pero nuestros futuros dependen ahora de ti. Todavía tiene muchos meses por delante. Sólo tienes dieciocho años, pequeña, ¿neh? Es mejor estar segura, ¿neh?
«Sí —pensó de nuevo—, ¡qué inteligente eres, Gyoko-san, y qué tonta era yo! Sólo era un “algo”, y los japoneses sabemos muy bien que un hijo no es propiamente tal hasta treinta días después de su nacimiento, cuando su espíritu se ha fijado firmemente en su cuerpo y a su karma inexorable. ¡Oh! Tengo suerte, y quiero un hijo, y otro, y otro, y ninguna hija. ¡Pobres niñas! ¡Oh, dioses! Bendecid a la adivina, y gracias y gracias por mi karma, que hace que sea favorecida por el gran daimío, que mis hijos sean samurais, y hacedme digna de tales maravillas…»
—¿Qué pasa, señora? —preguntó la pequeña Suisen, asombrada por el gozo que parecía derramar Kikú.
—Estaba pensando en la adivina —suspiró Kikú, satisfecha—, en mi señor y en mi karma, dejando volar mi pensamiento…
Se adentró más en el patio, cubriéndose con su sombrilla escarlata, buscando a Toranaga. Éste estaba casi oculto por los caballos, los samurais y los halcones, pero pudo ver que estaba aún en la galería, sorbiendo cha, y con Fujiko inclinándose ante él. «Pronto llegará mi turno —pensó—. Tal vez esta noche podremos empezar un nuevo “algo”. ¡Ojalá…!» Y, muy satisfecha, volvió a su juego.
Delante del portal, Omi montó en su caballo y emprendió el galope. Sabía que dejaba atrás la pasión de su vida y todo lo que había adorado. Pero esto no le disgustaba. Al contrario, y pensó, con fría y nueva lucidez: «Bendigo a Toranaga por librarme de la servidumbre. Ahora, nada me liga. Ni mi padre, ni mi madre, ni Kikú. Ahora puedo ser también paciente. Tengo veintiún años, casi soy daimío de Izú y tengo todo un mundo por conquistar».
—¿Qué, señor? —decía Fujiko.
—Irás directamente de aquí a Anjiro. He resuelto cambiar el feudo de Anjín-san de los alrededores de Yokohama a Anjiro. Veinte ri en todas direcciones, desde este pueblo, y una renta anual de cuatro mil kokús. Ocuparéis la casa de Omi-san.
—¿Puedo darte las gracias en su nombre, señor? Perdona, pero, ¿debo entender que él no lo sabe todavía?
—No. Hoy se lo diré. Le he ordenado que construya otro barco, Fujiko-san, para sustituir al perdido, y Anjiro será un perfecto astillero, mucho mejor que Yokohama. He convenido con Gyoko en que su hijo mayor será el capataz de Anjín-san, y que todos los artesanos y los materiales serán pagados de mi tesoro. Tendrás que ayudarle a montar alguna forma de administración.
—Oh ko, señor —dijo ella, preocupada de pronto—. El tiempo que me resta de estar con Anjín-san es muy corto.
—Sí. Tendré que buscarle otra consorte, o una esposa, ¿neh?
Fujiko le miró, entrecerrando los párpados. Después, dijo:
—Por favor, ¿en qué puedo ayudar?
—¿A quién sugerirías tú? —dijo Toranaga—. Quiero que Anjín-san esté contento. El hombre contento trabaja mejor, ¿neh?
—Sí. —Fujiko rebuscó en su mente. ¿Quién podría compararse con Mariko-sama? Después, sonrió—. La actual esposa de Omi-san, señor, Midori-san. La madre de él la odia y quiere que Omi se divorcie. Perdona, pero tuvo la desfachatez de decirlo en mi presencia. Midori-san es una dama adorable y muy inteligente.
—¿Crees que Omi quiere divorciarse?
Otra pieza del rompecabezas encontraba su sitio.
—¡Oh, no, señor! Estoy segura de que no. ¿Qué hombre quiere realmente obedecer a su madre? Pero ésta es nuestra ley, y él hubiese tenido que divorciarse de ella la primera vez que lo dijeron sus padres, ¿neh? No quiero ofender a nadie, señor, pero el deber filial para con los padres es uno de los pilares de nuestra ley.
—De acuerdo —admitió Toranaga, sopesando esta afortunada y nueva idea—. ¿Consideraría Anjín-san que es ésta una buena proposición?
—No, señor, si tú ordenas esta boda… Pero no creo que haya necesidad de que la ordenes.
—¿No?
—Sin duda puedes encontrar una manera de que se le ocurra a él. Esto sería lo mejor. En cuanto a Omi-san, bastaría con que tú se lo ordenases.
—Desde luego. ¿Te gusta Midori-san?
—¡Oh, sí! Tiene diecisiete años y un hijo lleno de salud, procede de buena estirpe samurai y daría buenos hijos a Anjín-san. Además, sus padres han muerto, por consiguiente, no pueden oponerse a que ella se case con un… con Anjín-san.
Toranaga diole vueltas a la idea. «He de tener cuidado con Omi —se dijo—, ya que puede convertirse fácilmente en una espina en mi costado. Pero no tendré que hacer nada para que se divorcie de Midori. Sin duda su madre insistirá cerca de su marido, antes de que éste se haga el harakiri, para que él lo ordene en su testamento. Sí, Midori estará divorciada dentro de pocos días. Y sería una buena esposa.»
—Si no fuese ella, Fujiko-san, ¿qué me dices de Kikú-san?
Fujiko se quedó boquiabierta.
—¡Oh! Perdona, señor, pero, ¿vas a dejarla en libertad?
—Podría hacerlo. ¿Y bien?
—Creo que Kikú-san sería una perfecta consorte no oficial, señor. Pero creo que Anjín-san tardaría años en apreciar la rara calidad de su canto, su baile y su inteligencia. Como esposa…, las damas del Mundo de los Sauces no suelen ser educadas como… como las otras, señor.
—Podría aprender.
Fujiko vaciló largo rato.
—Lo ideal para Anjín-san sería Midori-san como esposa y Kikú-san como consorte.
—¿Podrían aprender a vivir con… con su especial manera de ser?
—Midori-san es samurai, señor. Sería su deber. Tú se lo ordenarías. Y también a Kikú-san.
—Toda Mariko-san habría sido la esposa perfecta para él, ¿neh?
—Una idea extraordinaria, señor —dijo Fujiko, sin pestañear—. Desde luego, ambos se respetaban mutuamente.
—Sí —respondió él secamente—. Bueno, gracias, Fujiko-san. Pensaré en lo que me has dicho. Él estará en Anjiro dentro de unos diez días.
—Gracias, señor. ¿Puedo sugerir que el puerto de Ito y el balneario de Yokosé se incluyan en el feudo de Anjín-san?
—¿Por qué?
—Porque tal vez el puerto de Anjiro no sea lo bastante grande. Yokosé, porque un hatamoto debería tener un lugar en la montaña donde pudiera recibirte como corresponde a tu persona.
Toranaga la observaba fijamente. Fujiko parecía muy dócil y modesta, pero él sabía que era inflexible y que no cedería en nada, a menos que él lo ordenase.
—Concedido. Y pensaré en lo que has dicho sobre Midori-san y Kikú-san.
—Gracias, señor —dijo humildemente, contenta de haber cumplido su deber para con su señor y de haber pagado su deuda con Mariko.
«¡Bendita sea su memoria! —pensó Fujiko—. Mariko, y nadie más, había salvado a Anjín-san, ni los dioses, ni el propio Anjín-san, ni siquiera Toranaga. Sólo Toda Mariko-noh-Akechi Jinsai le había salvado.»
—¿Quieres que me marche en seguida, señor?
—Quédate esta noche, y vete mañana. No por Yokohama. Y ahora, ten la bondad de enviarme a Kikú-san.
Fujiko saludó y se alejó.
Toranaga gruñó. «¡Lástima que esa mujer vaya a destruirse! Es casi demasiado valiosa para perderla, y demasiado lista. ¿Ito y Yokosé? Ito es comprensible. ¿Por qué Yokosé? ¿Y qué más bullía en su cabeza?»
Vio que Kikú se acercaba cruzando el patio quemado por el sol, calzados sus menudos pies con tabis blancos, casi bailando, dulce y elegante con sus sedas y su sombrilla carmesí, codiciada por todos los hombres. «¡Ah, Kikú! —pensó—, no puedo permitir ese afán, lo siento. No puedo permitir tu presencia en esta vida, los siento. Deberías haberte quedado donde estabas, en el Mundo Flotante, como cortesana de Primera Clase. O, mejor aún, como gei-sha. ¡Buena idea la de la vieja arpía! Entonces estarías a salvo, propiedad de muchos, adorada por muchos, causa principal de trágicos suicidios, y querellas violentas, y maravillosas hazañas, adulada y temida, con abundancia de dinero, que tratarías con desdén, una leyenda…, mientras durase tu hermosura. Pero, ¿ahora? No puedo conservarte, lo siento. Cualquier samurai a quien te diese como consorte, metería en su lecho un cuchillo de doble filo: una distracción total, y la envidia de todos los demás hombres. ¿Neh? Pocos se avendrían a casarse contigo, lo siento, pero ésta es la verdad, y hoy es día de verdades.
»Guárdala para ti durante el resto de tus días —le decía en secreto su corazón—. Ella lo merece. No te engañes como engañas a los otros. La verdad es que podrías conservarla fácilmente, tomando un poco de ella, dejándole mucho, igual que a tu favorita Tetsu-ko o a Kogo. ¿No es Kikú un halcón para ti? Valioso, sí, único, sí, pero sólo un halcón, al que alimentas en tu puño, al que lanzas contra una presa y atraes después con un señuelo, al que abandonas a su suerte después de un par de temporadas, y desaparece para siempre. No te engañes a ti mismo, esto es fatal. ¿Por qué no la conservas? Sólo es un halcón más, aunque muy especial, de altos vuelos, muy bello para observarlo, pero nada más, raro, sí, único, sí, y bueno para los juegos de almohada…»
—¿Por qué te ríes? ¿Por qué estás tan contento, señor?
—Porque da gusto verte, señora.
Blackthorne cargó todo su peso en uno de los tres cables sujetos a la quilla del buque naufragado.
—¡Hipparuuu! (¡Tirad!) —gritó.
Había un centenar de samurais, sin más ropa que el taparrabo, tirando fuertemente de las cuerdas. Era por la tarde, la marea estaba baja, y Blackthorne confiaba en arrastrar el barco hasta la playa y salvar todo lo posible. Había adoptado su primer plan al descubrir, entusiasmado, que todos los cañones habían sido pescados el día después del holocausto y estaban casi tan bien como cuando salieron de la fundición, cerca de Chatman, en su natal condado de Kent. Y también habían sido recuperadas casi mil balas de cañón, metralla, cadenas y muchos objetos de metal. Muchos de ellos estaban torcidos y averiados, pero él tenía los elementos de un barco, más de los que había considerado posibles.
—¡Maravilloso, Naga-san! ¡Maravilloso! —lo había felicitado, al enterarse de la importancia de lo recuperado.
—Gracias, Anjín-san. Hemos hecho lo que hemos podido.
—¡Magnífico! Ahora, ¡todo irá bien!
—Sí, se había alegrado. Ahora La Dama podía ser una pizca más largo y una pizca más ancho, pero conservaría su aspecto ágil y sería capaz de vencer a cualquier otro barco.
«¡Ah, Rodrigues! —había pensado, sin rencor—. Me alegro de que estés lejos y a salvo este año, y de que el año próximo tenga que hundir a otro. Si Ferriera volviese a ser capitán general, lo consideraría un don del cielo, pero no cuento con ello y me alegro de que tú estés a salvo. Te debo la vida y eres un gran marino.»
—¡HipparuMuuuuu! —gritó de nuevo, y las cuerdas se tensaron chorreando agua, pero el buque naufragado no se movió.
—¡Hipparuuuuuuu!
De nuevo se dispusieron los samurais a arrancar su presa a la arena y al mar, y, entonando una canción, tiraron al unísono. El pecio se movió un poco, y ellos redoblaron su esfuerzo, entonces, aquél se desprendió y ellos rodaron por el suelo. Se levantaron, riendo y felicitándose, y tiraron de nuevo de las cuerdas. Pero la nave había encallado de nuevo.
Blackthorne les enseñó a tirar de las cuerdas hacia un lado y después hacia el otro, pero ahora la nave parecía haber quedado anclada.
—Tendré que boyarla y esperar a que la pleamar la ponga a flote —dijo en inglés.
—¿Dozo? —dijo Naga, sin comprender.
—¡Ah! Gomen nasai, Naga-san.
Con señales y dibujando sobre la arena, le explicó la manera de construir una almadía y fijarla a los costados del pecio durante la marea baja, después, al subir ésta, haría flotar la nave y podrían arrastrarla y vararla en la playa.
—¡Ah so desu! —exclamó Naga, impresionado.
Cuando lo explicó a los otros oficiales, éstos se sintieron también llenos de admiración, y los propios vasallos de Blackthorne empezaron a darse importancia y a fanfarronear.
Blackthorne lo advirtió y señaló a uno de ellos.
—¿Dónde están tus modales?
—¿Qué? ¡Oh, perdona, señor, si te he ofendido!
—Hoy te perdono, pero no lo haré otra vez. Ve nadando hasta el barco y desata esta cuerda.
El ronín-samurai se estremeció y puso los ojos en blanco.
—Lo siento, señor, pero no sé nadar.
Se hizo el silencio en la playa, y Blackthorne comprendió que todos esperaban a ver lo que pasaba. Se enfureció consigo mismo, pues una orden era una orden, e involuntariamente había dictado una sentencia de muerte, esta vez inmerecida. Pensó un momento.
—Por orden de Toranaga-sama, todos los hombres deben saber nadar, ¿neh? Todos mis vasallos sabrán nadar dentro de treinta días. Que procuren aprender. Y tú, ¡al agua! Será tu primera lección.
El samurai entró, temeroso, en el mar, sabiendo que era hombre muerto. Blackthorne se puso junto a él, y, cuando el agua cubrió su cabeza, se la levantó sin demasiada suavidad y lo obligó a nadar, dejando que se hundiese un poco, pero nunca peligrosamente, y empujándolo hacia la nave, mientras el hombre tosía, escupía y aguantaba. Después lo empujó de nuevo hacia la playa y, a veinte yardas de los bajíos, le soltó.
—¡Nada! —le gritó.
El hombre lo hizo como un gato medio ahogado. Nunca volvería a fanfarronear delante de su amo. Sus compañeros aplaudieron, y los que sabían nadar se desternillaron de risa.
—Muy bien, Anjín-san —dijo Naga—, prudente decisión. —Rió de nuevo y añadió—: Con tu permiso, enviaré hombres a buscar bambú. Para la almadía, ¿neh?
—Gracias.
—¿Hay que tirar más?
—No, no, gracias…
Blackthorne se interrumpió y se puso la mano en la frente a guisa de visera. El padre Alvito los observaba desde una duna.
—No, gracias, Naga-san —dijo—. Hoy, todo terminado aquí. Discúlpame un momento.
Fue a recoger sus ropas y sus sables, pero sus hombres se los trajeron rápidamente. Se vistió sin prisa e introdujo los sables en el cinto.
—Buenas tardes —dijo Blackthorne, acercándose a Alvito.
El sacerdote parecía cansado, pero su expresión era amistosa, como lo había sido antes de su violenta discusión en las afueras de Mishima. El recelo de Blackthorne aumentó.
—Buenas tardes, capitán. Me marcho esta mañana. Quería hablar un momento con vos. ¿Os molesta?
—No, en absoluto.
—¿Qué vais a hacer? ¿Tratar de poner a flote el casco?
—Sí.
—Temo que no lo consigáis.
—De todos modos, lo intentaré.
—¿Creéis realmente que podéis construir otro barco?
—¡Oh, sí! —exclamó pacientemente Blackthorne, preguntándose qué se proponía Alvito.
—¿Traeréis el resto de vuestra tripulación para que os ayude?
—No —replicó Blackthorne, después de pensar un momento—. Están mejor en Yedo. Tendré tiempo de sobra para traerlos… cuando el barco esté casi terminado.
—Viven con los eta, ¿no?
—Sí.
—¿Es ésa la razón de que no los queráis aquí?
—Una de las razones.
—No os lo censuro. Creo que son muy pendencieros y están casi siempre borrachos. ¿Sabéis que, según se dice, hubo una pequeña algarada, hace cosa de una semana, y su casa ardió por completo?
—No. ¿Hubo algún herido?
—No, gracias a Dios. Pero si se repite… Parece que uno de ellos ha construido un alambique. Las consecuencias de la bebida pueden ser terribles.
—Sí. Siento lo de su casa. Pero construirán otra.
Alvito asintió con la cabeza y contempló el pecio lamido por las olas:
—Quería deciros, antes de marcharme, que sé lo que significa para vos la pérdida de Mariko-san. Vuestro relato sobre Osaka me llenó de tristeza, pero, en cierto modo, me edificó. Comprendo lo que significa el sacrificio de ella… ¿Os contó lo de su padre y toda aquella tragedia?
—Sí. Parte de ella.
—¡Ah! Entonces, vos comprenderéis también. Yo conocía mucho a Jusan Kubo.
—¿Qué? ¿Queréis decir Akechi Jinsai?
—¡Oh! Perdonad. Éste es el nombre por el que se le conoce ahora. ¿No os lo contó Mariko-sama?
—No.
—El Taiko, en son de burla, le dio este apodo: Ju-san Kubo, Shogun de los Trece Días. Y es que su rebelión duró sólo trece días. Era un buen hombre, pero nos odiaba, no porque fuésemos cristianos, sino por ser extranjeros. Con frecuencia me he preguntado si Mariko se había hecho cristiana para aprender nuestras costumbres y destruirnos. Él solía decir que yo había envenenado a Goroda para que lo culpasen a él.
—¿Lo hicisteis?
—No.
—¿Cómo era él?
—Bajo, calvo, muy orgulloso, buen general y magnífico poeta. Es triste que los Akechi terminasen así. Y ahora, la última de ellos. ¡Pobre Mariko…! Pero lo que hizo salvó a Toranaga, con la ayuda de Dios. —Alvito tocó su rosario y, al cabo de un momento, dijo—: También quiero, capitán, antes de marcharme, pediros disculpas por… Bueno, me alegro de que el padre Visitador estuviese allí para salvaros.
—¿Pedís también disculpas por mi barco?
—No por el Erasmus, aunque nada tuve que ver en ello. Sólo pido disculpas por Pesaro y el capitán general. Me alegro de que vuestro barco se hundiese.
—Shigata ga nai, padre. Pronto tendré otro.
—¿Qué clase de embarcación trataréis de construir?
—Una lo bastante grande y fuerte.
—¿Para atacar al Buque Negro?
—Para navegar a Inglaterra… y defenderme contra todos.
—Será trabajo perdido.
—¿Habrá otro «Acto de Dios»?
—Sí. O sabotaje.
—Si lo hay y pierdo mi barco, construiré otro, y si lo pierdo, otro. Y, cuando llegue a Inglaterra, compraré o pediré prestado o robaré una patente de corso, y volveré.
—Sí, lo sé. Sois un hombre valiente, un noble adversario digno de respeto, y yo os respeto. Por esto debería haber paz entre nosotros. Nos veremos mucho en los años venideros… si ambos sobrevivimos a la guerra. Temo que nuestros destinos están ligados. ¿Os dijo esto Mariko? A mí, sí.
—No. ¿Qué más os dijo?
—Me pidió que fuese vuestro amigo y que os protegiese, si podía hacerlo. No he venido a pincharos ni a reñir con vos, Anjín-san, sino a hacer las paces antes de marcharme.
—¿Adónde vais?
—Primero, a Nagasaki, en barco desde Mishima. Tengo que hacer allí unas negociaciones. Después, adonde esté Toranaga, dondequiera que haya guerra.
—¿Os dejarán viajar libremente, a pesar de la guerra?
—¡Oh, sí! Ellos nos necesitan, gane quien gane. Creo que vos y yo debemos mostrarnos razonables y hacer las paces. Os lo pido por Mariko-sama.
Blackthorne permaneció un momento callado.
—Una vez establecimos una tregua porque ella lo quiso. Os ofrezco esto: una tregua, no la paz…, siempre que prometáis no acercaros a menos de cincuenta millas de donde esté mi astillero.
—De acuerdo, capitán, de acuerdo, pero nada debéis temer de mí. Una tregua, pues, en memoria de ella. —Alvito tendió la mano—. Gracias.
Blackthorne la estrechó con fuerza. Después, Alvito dijo:
—Pronto se celebrarán sus funerales en Nagasaki. En la catedral. El padre Visitador dirá la misa, Anjín-san. Parte de sus cenizas serán enterradas allí.
—Hay una cosa que… no mencioné a Toranaga. Antes de morir ella, le impartí una bendición, tal como suelen hacer los sacerdotes, y los últimos ritos, lo mejor que pude. No había nadie más, y ella era católica. ¿Habrá valido para algo? Traté de hacerlo en nombre de Dios, no en el mío ni en el vuestro, sino en el de Dios.
—No, Anjín-san. Nuestra doctrina dice que no. Pero, dos días antes de morir, ella pidió y recibió la absolución del padre Visitador y se santificó.
—Entonces…, ella sabía que iba a morir… pasase lo que pasase…
—Sí. ¡Que Dios la tenga en la gloria!
—Gracias por decírmelo —murmuró Blackthorne—. Yo… siempre temí que mi intercesión no serviría de nada, aunque yo… Gracias por decírmelo.
—Sayonara, Anjín-san —dijo Alvito, tendiéndole de nuevo la mano.
—Sayonara, Tsukku-san. Por favor, quemad una vela por ella… en mi nombre.
—Lo haré.
Blackthorne volvió junto a Naga, a fin de hacer los planes para mañana. Después subió a su casa provisional, cerca de Toranaga. Allí comió arroz y unas tajadas de pescado crudo, que sus cocineros le habían preparado, y lo encontró delicioso. Se sirvió más y se echó a reír.
—¿Señor?
—Nada.
Pero le parecía ver a Mariko y oír cómo decía: «¡Oh, Anjín-san! Tal vez un día haremos que te guste el pescado crudo, y entonces estarás en el camino del Nirvana, el lugar de la paz perfecta.»
«¡Ah, Mariko! —pensó—. Me alegro de que recibieses la verdadera absolución. Y te doy las gracias.»
«¿De qué, Anjín-san?», le pareció que le decía ella.
«De la vida que me diste, querida Mariko. Tú…»
Muchas veces, de día o de noche, le hablaba mentalmente, sintiendo muy cerca su presencia, tan cerca que, en ocasiones, miraba por encima del hombro, esperando verla allí.
«Esta mañana lo he hecho, Mariko, pero, en vez de ti, era Buntaro, con Tsukku-san a su lado, mirándome ambos fijamente. Yo tenía mi sable, pero él tenía su gran arco entre las manos. ¡Ay, mi amor! Necesité todo mi valor para acercarme a ellos y saludar ceremoniosamente. Pero él dijo, por medio de Tsukku-san: “Dama Kiritsubo y dama Sazuko me informaron de que protegiste el honor de mi esposa y también el de ellas. Que las salvaste de la vergüenza. Te doy las gracias, Anjín-san. Disculpa mi anterior mal genio. Te pido perdón y te doy las gracias.” Entonces hizo una reverencia y se alejó, y yo habría querido que estuvieses allí, que supieses que todo está guardado y que nadie lo sabrá nunca…»
Toranaga subió la cuesta, cerca del campamento, rodeado de los suyos. Llevaba a Kogo sobre el guante: había cazado en la costa y ahora se adentraría en los montes. Aún quedaban dos horas de sol y no quería desperdiciarlas, pues no sabía cuándo podría volver a cazar.
«Este día es para mí —pensó—. Mañana, iré a la guerra; pero hoy tenía que poner orden en mi casa, fingiendo que el Kwanto está a salvo y que Izú está a salvo, y también mi sucesión…, que viviré para ver otro invierno y para cazar a gusto en primavera. ¡Ah! Hoy ha sido un buen día.»
Había cobrado dos piezas con Tetsu-ko, y éste había volado como en un sueño, mejor que nunca, incluso mejor que aquella vez en que había cazado con Naga cerca de Anjiro: aquel hermoso e inolvidable picado para apresar la tenaz paloma salvaje. Hoy había pillado una grulla que tenía varias veces su tamaño, y había acudido perfectamente al señuelo. Después, los perros levantaron un faisán, y él lanzó el halcón. Había sido una presa magnífica, y de nuevo había acudido Tetsu-ko al señuelo y se había alimentado, orgulloso, en su puño.
Ahora iba a la caza de la liebre. Había pensado que a Anjín-san le gustaría comer carne. Aceleró la marcha, deseoso de no fracasar.
Sus ojeadores dejaron atrás el campamento, subieron a la cresta por el serpenteante camino, y él se sintió satisfecho de la jornada.
Su aguda mirada resiguió el campamento, buscando peligros, y no descubrió ninguno. Vio a marineros adiestrándose en el empleo de las armas —la instrucción de regimiento y los disparos estaban prohibidos mientras Tsukku-san anduviese por allí—, y aquello le gustó. A un lado, brillando bajo el sol, estaban los veinte cañones que habían sido recuperados con tanto esfuerzo, y observó que Blackthorne estaba sentado en el suelo, cerca de allí, con las piernas cruzadas, estudiando algo en una mesa baja. Allá abajo estaba el pecio, advirtió que no se había movido y se preguntó cómo lo llevaría a la playa Anjín-san si no podía remolcarlo.
«Porque Anjín-san lo traerá a la playa», se dijo Toranaga, con absoluta convicción.
«¡Oh, sí! Y construirás tu barco, y yo lo destruiré como destruí el otro, o lo entregaré, otro regalo para los cristianos, que son más importantes que tus barcos para mí, amigo mío, y conste que lo siento. Tus paisanos me traerán los otros barcos que esperan en tu país, y el tratado con tu reina. Pero no tú, porque te necesito aquí.
»Cuando llegue el momento, Anjín-san, te diré por qué tuve que quemar tu barco, y entonces ya no te importará, porque estarás ocupado en otras cosas, y comprenderás que lo que te dije era verdad: era tu barco o tu vida. Y escogí tu vida. Fue correcto, ¿neh? Entonces, tú y yo nos reiremos al recordar el “Acto de Dios”. ¡Oh! Fue fácil poner una guardia especial de hombres de confianza a bordo, con instrucciones secretas de derramar gran cantidad de pólvora en la noche señalada, después de decir a Naga que, en el momento en que Omi revelase el complot de Yabú, cambiase la guardia de manera que, tanto la de la playa como la de a bordo, estuviese compuesta por hombres de Izú y, en particular, los cincuenta y tres traidores. Entonces bastó que saliese un solo ninja, de la oscuridad, con un pedernal, para que tu barco se convirtiese en una antorcha. Desde luego, ni Omi ni Naga sabían nada del sabotaje.
»Lo siento, pero era necesario, Anjín-san. Salvé tu vida, a la que querías aún más que a tu barco. Más de cincuenta veces pensé en quitártela, pero siempre pude evitarlo. Y espero hacerlo en lo sucesivo. ¿Por qué? Hoy es el día de la verdad, ¿neh? La respuesta es: porque me hiciste reír y porque necesito un amigo. No me atrevo a hacer amistades entre mi gente ni con los portugueses. Pero necesito un amigo. Y también tus conocimientos. Mariko-sama tenía también razón en esto. Antes de que te vayas, quiero saber todo lo que tú sabes. Ya te dije que ambos teníamos tiempo para esto.
»Quiero saber cómo dar la vuelta al mundo en barco y comprender cómo una pequeña nación isleña puede vencer a un enorme imperio. Tal vez esto pueda aplicarse a nosotros y a China, ¿neh? ¡Oh, sí! El Taiko tenía razón en algunas cosas.
»La primera vez que te vi, te dije: “No hay excusa para la rebelión.” Y tú replicaste: “Hay una… ¡cuando se gana!”» Sí, Anjín-san, esto me ligó a ti. Estoy de acuerdo. Todo está bien cuando se gana. El fracaso es estúpido. Imperdonable.
»Tú no fracasarás y vivirás seguro y feliz en tu gran feudo de Anjiro, donde Mura, el pescador, te protegerá de los cristianos y seguirá dándoles informaciones falsas, siguiendo mis indicaciones. ¡Qué ingenuo fue Tsukku-san al creer que uno de mis hombres, incluso cristiano, robaría tus libros de ruta y los entregaría en secreto a los curas, sin yo saberlo y sin orden mía! ¡Ah, Mura! Has sido fiel durante treinta años o más, y pronto tendrás tu recompensa. ¿Qué dirían los curas si supiesen que su verdadero nombre es Akira Tonomoto, samurai, espía a mis órdenes, pescador, jefe de aldea y cristiano? Echarían chispas, ¿neh?
»No temas, Anjín-san, pues pienso en tu futuro. Estás en buenas manos.»
—¿Yo, consorte del bárbaro? ¡Oh, oh, oh! —gimió Kikú.
—Sí, dentro de un mes. Fujiko-san está de acuerdo. Y mil kokús al año —añadió—, cuando nazca el primer hijo de Anjín-san.
—¡Oh! Mil… ¿Qué has dicho?
Él repitió su promesa y añadió suavemente:
—A fin de cuentas, un samurai es un samurai, y dos sables son dos sables, y sus hijos serán samurais. Además, es hatamoto y uno de mis vasallos más importantes, almirante de todos mis barcos, consejero personal… e incluso amigo mío. ¿Neh?
—Perdona, señor, pero…
—Primero tienes que ser su consorte.
—¿Primero, señor?
—Tal vez puedas ser su esposa. Fujiko-san me dijo que ella no volvería a casarse nunca, pero creo que él debería hacerlo. ¿Por qué no contigo? Si le gustas lo bastante, y creo que puedes gustarle…, ¿neh? Sí, creo que podrías ser su esposa.
—¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Oh, sí!
Ella lo abrazó y se disculpó por sus impulsivos modales, por interrumpirlo y no escucharle sumisamente, y se marchó, apartándose cuatro pasos del risco donde momentos antes había estado a punto de arrojarse.
«¡Ah, señoras! —pensó Toranaga, satisfecho—. Ahora, ella tiene todo lo que quiere, y también Gyoko, si el barco es construido a tiempo, y lo estará, y también los curas, y también…»
—¡Señor! —exclamó uno de los cazadores, señalando hacia unos arbustos próximos al camino.
Toranaga detuvo su caballo y preparó a Kogo, aflojando las correas que lo sujetaban a su puño.
—¡Ahora! —ordenó, en voz baja.
Soltaron al perro. La liebre salió de los matorrales, corrió en busca de refugio y, en el mismo instante, él soltó a Kogo. Éste, con grandes y fuertes aletazos, voló en su persecución, como una flecha. Más adelante, a unos cien pasos sobre el ondulado campo, había unos espesos matorrales, a los que se dirigió la liebre a toda velocidad, buscando su salvación, mientras Kogo acortaba distancias, atajando en los ángulos y acercándose más y más, a pocos pies del suelo. Cuando estuvo sobre su presa, se dejó caer, y la liebre chilló, se detuvo y corrió hacia atrás, todavía perseguida por Kogo, que graznaba iracundo por haber fallado. La liebre giró de nuevo y emprendió su última carrera en busca de refugio, pero Kogo atacó de nuevo, clavándole las garras en el cuello y la cabeza. Un último chillido. Kogo soltó la presa, dio un salto en el aire, sacudió las erizadas plumas y volvió a posarse sobre el cuerpo palpitante y cálido, clavándole de nuevo sus mortíferas garras. Entonces, y sólo entonces, lanzó su grito de triunfo y miró a Toranaga.
Éste se acercó al trote, desmontó y mostró el señuelo. El azor, obediente, soltó su presa y se posó en el guante, mientras el hombre escondía hábilmente el señuelo y recompensaba al ave con un pedazo de oreja de la liebre que el batidor había cortado para Kogo.
El batidor sonrió y levantó la liebre.
—¡Señor! Debe de pesar tres o cuatro veces más que el halcón. El mejor ejemplar que he visto desde hace semanas, ¿neh?
—Sí, envíala al campamento para Anjín-san.
Toranaga saltó de nuevo sobre la silla e hizo ademán a los otros para que siguiese la caza.
Sí, había sido una buena presa, pero sin la emoción de la caza por el halcón peregrino. El azor no era más que esto: un ave de cocinero, un asesino, hecho para matar cualquier cosa que se moviese.
«Como tú, Anjín-san, ¿neh?
»Sí, tú eres un azor de alas cortas. En cambio, Mariko era un peregrino.»
La recordaba con toda claridad y lamentaba sin querer, que hubiese sido necesario enviarla a Osaka y al Vacío.
«Pero no había más remedio —se dijo, con paciencia—. Había que liberar a los rehenes. No sólo a los de mi familia, sino a todos los demás. Ahora tengo otros cincuenta aliados en secreto. Tu valor y el valor y el sacrificio de dama Etsu los han atraído, con todos los Maedas, a mi bando, y, con ellos, a toda la costa occidental. Había que sacar a Ishido de su inexpugnable madriguera, dividir a los regentes y tener en un puño a Ochiba y a Kiyama. Tú hiciste todo esto y más: me diste tiempo. Y sólo el tiempo fabrica cepos y proporciona señuelos. Con un solo ataque en picado, como Tetsu-ko, mataste a todas tus presas, que eran las mías.
»Lástima que ya no existas. Pero tu lealtad merece una recompensa especial.»
Toranaga estaba ahora en la cresta, se detuvo y ordenó que le trajesen a Tetsu-ko. El halconero se llevó a Kogo, y Toranaga acarició por última vez al peregrino encapuchado, le quitó el capirote y lo lanzó al aire.
«La libertad de Tetsu-ko es el regalo que te hago, Mariko-san», dijo al espíritu de ésta, mientras el halcón trazaba círculos en el cielo, elevándose más y más.
—Sabia medida, señor —dijo el halconero.
—¿Qué?
—Soltar a Tetsu-ko, liberarla. La última vez que lo echaste a volar, pensé que no volvería, pero no estaba seguro. ¡Ah, señor! Eres el mejor halconero del Reino, el más grande, pues sabes cuándo hay que devolver un ave al cielo.
Toranaga emitió una risita burlona. El halconero palideció, no comprendiendo el motivo de aquélla, y se apresuró a devolver a Kogo y alejarse rápidamente.
El pueblo aparecía diáfano a la luz del Sol poniente, Anjín-san seguía en su mesa, los samurais hacían ejercicios, y surgía humo de las fogatas. Al otro lado de la bahía, a unos veinte ri, estaba Yedo. A cuarenta ri al Sudoeste se hallaba Anjiro. A doscientos noventa ri al Oeste, Osaka, y al norte de ésta, apenas a treinta ri, Kioto.
«Allí es donde debería desarrollarse la batalla principal —pensó—. Cerca de la capital. Hacia el Norte, alrededor de Gifú, Ogaki o Hashima, sobre la Nakasendó, la Gran Carretera del Norte. Tal vez donde la carretera tuerce al Sur, hacia la capital, cerca del pequeño pueblo de Sekigahara, en la montaña. Por uno de esos lugares. ¡Oh! Podría estar años a salvo detrás de mis montes, pero ésta es la ocasión que estaba esperando: la yugular de Ishido está sin protección.
»Mi principal ataque será a lo largo de la Carretera del Norte, no de la costera de Tokaido, aunque fingiré cambiar cincuenta veces. Mi hermano cabalgará a mi lado. Sí, creo que Zataki se convencerá de que Ishido lo ha traicionado en favor de Kiyama. Mi hermano no es tonto. Y yo cumpliré mi solemne juramento de llevarle a Ochiba. Creo que Kiyama cambiará de bando durante la batalla. Creo que lo hará, y, si lo hace, caerá sobre Onoshi, su odiado rival. Ésta será la señal para el ataque con los cañones. Envolveré los flancos de sus ejércitos y triunfaré. ¡Oh, sí! Triunfaré, porque Ochiba, prudentemente, nunca permitirá que el Heredero se alce contra mí. Sabe que, si lo hiciese y aun sintiéndolo mucho, me vería obligado a matarlo.»
Toranaga empezó a sonreír para sus adentros.
«En cuanto haya vencido, daré a Kiyama todas las tierras de Onoshi y lo invitaré a nombrar heredero suyo a Saruji. Tan pronto como yo sea presidente del nuevo Consejo de Regencia, transmitiremos la petición de Zataki a dama Ochiba, la cual se indignará tanto por esta impertinencia que, para aplacar a la primera dama del país y al Heredero, los regentes no tendrán más remedio que invitar a mi hermano a pasar al Más Allá. ¿Y quién ocupará su puesto de regente? Kasigi Omi. Kiyama será la presa de Omi… Sí, esto es lógico, y muy fácil, porque seguramente, en aquellos tiempos, Kiyama, señor de todos los cristianos, hará ostentación de su religión, que sigue siendo contraria a nuestra ley. Los Decretos de Expulsión del Taiko sigue en vigor, ¿neh? Y, sin duda, Omi y los demás dirán: “Voto porque se apliquen los Decretos.” Y cuando Kiyama se haya ido y no vuelva a haber ningún regente cristiano, apretaremos pacientemente las clavijas sobre el peligroso dogma extranjero, que es una amenaza para el País de los Dioses, que siempre ha amenazado nuestro wa… y que, por tanto, debe ser destruido. Los regentes animaremos a los paisanos de Anjín-san a apoderarse del comercio portugués. Lo antes posible, los regentes ordenaremos que todo el comercio y todos los extranjeros queden confinados en Nagasaki, en una pequeña parte de Nagasaki, sometidos a severa vigilancia. Y nuestro país quedará cerrado definitivamente… para ellos, para sus cañones y para sus venenos.
»Será una edad de oro. Ochiba y el Heredero tendrán su majestuosa Corte en Osaka, y de vez en cuando, les rendiremos pleitesía y seguiremos gobernando en su nombre, fuera del castillo de Osaka. Dentro de unos tres años, el Hijo del Cielo me invitará a disolver el Consejo y a convertirme en shogun durante el resto de la minoría de edad de mi sobrino. Aceptaré, y, al cabo de un par de años, renunciaré sin ceremonia alguna en favor de Sudara, y retendré el poder como de costumbre, sin perder de vista el castillo de Osaka. El día menos pensado, los dos usurpadores cometerán un error y desaparecerán, y desaparecerá el castillo de Osaka, como un sueño más dentro de un sueño, y al fin ganaré el verdadero premio del Gran Juego que empezó al morir el Taiko: el Shogunado.
»Esto es lo que he planeado y por lo que he luchado toda la vida. Soy el único heredero del Reino. Seré shogun. E iniciaré una dinastía.
»Todo es posible ahora, gracias a Mariko-san y al bárbaro extranjero que llegó de los mares de Oriente y cuyo karma es no abandonar nunca este país. Como el mío es ser shogun.»
Toranaga sonrió a Kogo, el azor. «Yo no escogí ser como soy. Es mi karma.»