—¿Anjín-san?
Blackthorne oyó su nombre entre sueños. Le pareció que la voz llegaba desde muy lejos.
—Hai —respondió él.
Después oyó que repetían su nombre y una mano lo tocó. Abrió los ojos y se incorporó. El doctor estaba a su lado, de rodillas. Kiritsubo y la dama Ochiba también estaban presentes, mirándolo. En la amplia estancia había numerosos Grises. El lugar estaba iluminado con linternas de aceite.
El doctor volvió a hablarle. A pesar de que aún sentía molestias en los oídos, no cabía duda, podía oír de nuevo. Involuntariamente, se llevó las manos a las orejas y se las oprimió, para aclararse los oídos. Inmediatamente sintió un tremendo dolor y vio chispas y luces de colores.
—Lo siento —murmuró Blackthorne, esperando a que se le calmara el dolor—. Trataba de oír mejor. Ahora ya oigo, doctor. ¿Qué me dice?
—Digo que la dama Ochiba y Kiritsubo-sama quieren saber cómo está.
—Mejor, gracias —dijo Blackthorne, tras observar a Kiritsubo y a Ochiba—. Doctor-san, ¿he dormido un día y una noche?
—Sí, Anjín-san. Un día y una noche. Duerma de nuevo, por favor.
El doctor tomó el pulso a Blackthorne según el sistema chino, practicado desde un tiempo inmemorial.
Todos los allí presentes esperaban el diagnóstico. El doctor hizo una señal de aprobación con la cabeza, satisfecho.
—Parece que todo va bien, Anjín-san. No hay ninguna lesión grave. Mucho dolor de cabeza, ¿neh?
El médico dio explicaciones a dama Ochiba y a Kiritsubo.
—Anjín-san —dijo Ochiba—. Hoy es el funeral de Mariko-sama. ¿Comprendes? Funeral.
—Sí, señora.
—Bien. Su funeral será después del alba. Es tu privilegio ir, si lo deseas. ¿Comprendes?
—Sí, comprendo. Iré.
Sus visitantes se fueron. Blackthorne se puso de pie. Sentía un dolor de cabeza insoportable. Todo el cuerpo le dolía. Sintió una intensa náusea que le dejó un asqueroso sabor de boca. Con paso inseguro se acercó a la ventana.
—Estoy bien, gracias —dijo, yendo de nuevo a sentarse.
—Beba esto. Se sentirá mejor —dijo el doctor, sonriendo.
Blackthorne descubrió que aquella bebida tenía un olor insoportable y que sabía aún peor.
—Bébaselo rápido, lo siento.
Blackthorne se lo bebió haciendo un tremendo esfuerzo.
Llegaron unas doncellas y lo peinaron. Un barbero lo afeitó. Le envolvieron la cara y manos con toallas calientes, esto le hizo sentirse mejor. Sin embargo, persistía el dolor de cabeza. Otros sirvientes lo ayudaron a ponerse el quimono. También le entregaron un sable corto.
—Es un regalo, amo. Un regalo de Kiritsubo-sama —dijo una criada. Blackthorne aceptó el presente y lo unió al sable de guerra que le había dado Toranaga.
—Perdón, será en la torre del homenaje, ¿neh? —preguntó al capitán de los Grises.
—Sí, Anjín-san —respondió el capitán, de aspecto simiesco e inquietante.
—Por favor, ¿por qué estoy aquí?
—Porque el señor general lo ha ordenado —respondió el capitán, sonriendo.
—Pero, ¿por qué aquí?
—Han sido órdenes del señor general. Por favor, no puedo decir más —respondió el samurai.
Cuando estuvo preparado se sintió horriblemente mal. Tomó algo de cha, que le sentó bastante bien, pero en seguida sintió deseos de vomitar y lo hizo en una palangana que le sostuvo un criado. Sentía como intensos pinchazos martirizantes por todo el cuerpo.
—Lo siento —dijo el doctor, pacientemente—. Beba esto.
Blackthorne bebió más de aquel brebaje, pero no se sintió mejor.
Finalmente, Blackthorne se puso en marcha y se sumó al cortejo que asistiría al funeral. Él tenía clara consciencia de que era observado. Se esforzó por poner un semblante inexpresivo.
El cortejo pasó por entre filas de miles de silenciosos samurais. A nadie le pidieron ningún documento. Blackthorne notó que los Grises lo vigilaban atentamente y se acercaban mucho a él, para protegerlo. El cortejo cruzó un claro, pasó sobre un puente y se detuvo por último en la plaza situada junto a la orilla del río.
Aquel espacio tenía una superficie de trescientos por quinientos pasos. En el centro había un hoyo de quince pasos de extensión y de cinco de profundidad, lleno de leña. Sobre el hoyo había un techado cubierto con seda blanca y, rodeándolo, paredes formadas por lienzos de lino blanco, los cuales colgaban de bambús que apuntaban exactamente hacia el Este, Norte, Oeste y Sur. En el centro de cada pared había una puertecita de madera.
«Las puertas son para que el alma salga, Anjín-san, en su vuelo hacia el cielo», le había explicado Mariko en Hakone.
Los ojos de Blackthorne se llenaron de lágrimas al recordar las palabras de Mariko: «Quiero que mi funeral sea al alba. Lo que más me gusta es el alba. Y me agradaría tanto que, además, fuera en otoño…»
«Pobre querida mía —pensó Blackthorne—, siempre supiste que no sería en otoño.»
Pusieron su litera en un lugar de honor de la primera fila. Pudo ver a Kiyama, a Ochiba, a Zataki y a Ito. También estaba allí la litera cerrada de Onoshi. Los samurais de Kiyama y de Onoshi llevaban cruces.
Blackthorne miró atentamente, intentando ver a Yabú, pero no estaba por allí, así como tampoco los Pardos ni ningún rostro amigo. Kiyama lo estaba mirando duramente, y Blackthorne se alegró de tener con él sus guardias.
De pronto rasgaron el aire sonidos de tambores e instrumentos metálicos. Todas las miradas se dirigieron a la puerta principal del castillo, de la que salió un suntuoso palanquín cubierto, portado por ocho sacerdotes shintoístas, en él iba un sumo sacerdote, sentado como un Buda. Otros sacerdotes iban tocando tambores delante y detrás del palanquín. Los precedían doscientos monjes budistas con túnicas color naranja, así como sacerdotes shintoístas. Cerraba la comitiva el féretro, llevado por diez samurais Pardos, detrás de ellos iban dos sacerdotes con lanzas apuntando hacia atrás, lo cual indicaba que ella había sido una samurai. Seguían luego cuatro sacerdotes portando sendas antorchas apagadas. A continuación Saruji, su hijo, de rostro tan blanco como un quimono. Después iban Kiritsubo y dama Sazuko, ambas de blanco, con el pelo suelto. Cerraban la marcha los restos de la guarnición de Toranaga.
Durante más de una hora, el sumo sacerdote entonó conjuros, y se oyó un intenso redoble de tambores. Después se produjo un repentino silencio, Saruji se adelantó, tomó una antorcha apagada y comprobó que no estaba obstruida ninguna de las cuatro puertecitas orientadas, respectivamente, al Este, Norte, Oeste y Sur.
Blackthorne vio que el niño estaba temblando. El féretro fue puesto cuidadosamente sobre la leña. Se oyó otro solemne conjuro. Entonces, Saruji introdujo la antorcha, empapada de aceite, en los carbones del brasero, ardió inmediatamente. El niño dudó, volvió hasta la puertecita del Sur y arrojó la antorcha en la pira. La madera impregnada asimismo de aceite, empezó a arder en seguida. Rápidamente, las llamas alcanzaron tres metros de altura. Saruji se vio obligado a apartarse a causa del calor. Se acercó de nuevo para arrojar al fuego maderas olorosas y aceites.
Todo ardió. Los espectadores exhalaron un suspiro. Unos sacerdotes se adelantaron y echaron más madera a la pira, lo cual avivó aún más las llamas.
Más tarde, Ishido, el testigo principal, bajó de su palanquín, se acercó al fuego e hizo el ofrecimiento ritual de la madera preciosa. Tras una ceremoniosa reverencia, volvió a ocupar su palanquín. Dio orden a sus hombres de que lo transportaran al castillo. Ochiba lo siguió.
Saruji se inclinó ante las llamas por última vez. Volvióse y se acercó a Blackthorne, para decirle:
—Gracias, Anjín-san.
El niño se marchó con Kiri y dama Sazuko.
—Todo ha terminado, Anjín-san —dijo el capitán de los Grises—. Kami está ahora a salvo. Vamos al castillo.
—Espera, por favor.
—Perdón, son órdenes, ¿neh? —dijo el capitán ansiosamente.
—Espera, por favor.
Blackthorne descendió de su litera, sentía un dolor terrible. El samurai se pegó a él, para cubrirlo, Blackthorne se acercó a la mesa y cogió algunos trozos de madera de alcanfor, después los echó al horno.
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —murmuró, haciendo la señal de la cruz.
Cuando Blackthorne se despertó, se encontraba mucho mejor, aunque agotado. Persistía el dolor de cabeza.
—¿Qué tal, Anjín-san? —preguntó el doctor—. Ha dormido mucho tiempo.
Blackthorne se incorporó, apoyándose en un codo, y miró hacia el cielo. «Ahora deben de ser las cinco —pensó—. He dormido más de seis horas.»
—He dormido todo el día, ¿neh?
—Todo el día de ayer, esta noche y casi todo el día de hoy —respondió el doctor, sonriendo.
—Algo de beber, por favor.
El médico le ofreció aquel detestable brebaje. Blackthorne hizo un esfuerzo y se lo bebió.
—Cha, por favor.
La criada le sirvió cha, y él le dio las gracias. Después de tomarse tres tazas, se sintió mejor.
—¿Cómo tienes los oídos, Anjín-san?
—Igual. Aún me cuesta oír.
—Tienes que comer, Anjín-san. ¿Comprendes?
Le trajeron una bandejita con arroz, sopa y pescado al horno. Su estómago no le pedía ningún alimento, pero recordó que llevaba dos días sin comer. Por tanto, se incorporó y procuró comer algo de arroz.
—Ha sido un honor servirte —dijo el médico.
El anciano doctor hizo una señal a la criada para que retirase la bandeja. Luego se inclinó y se marchó. Blackthorne se quedó solo. Volvió a tumbarse, se encontraba mucho mejor.
—Tenía hambre —dijo en voz alta.
De pronto notó una presencia extraña. Con dificultad volvió a incorporarse y miró hacia atrás, sintió un agudo dolor de cabeza y descubrió que lo observaba un jesuita japonés tonsurado. Estaba de rodillas junto a la puerta principal, con un crucifijo y un rosario en las manos.
—¿Quién eres?
—El hermano Miguel, señor —respondió el jesuita, de oscuros e inexpresivos ojos.
—¿Qué quieres de mí?
—Se me ha enviado a enterarme de quién eres —respondió tranquila mente Miguel, en un portugués bastante correcto.
—¿Quién te ha enviado?
—El señor Kiyama.
Blackthorne advirtió que estaban completamente solos.
—¿Dónde están mis guardias?
—No tienes ninguno, señor.
—¡Claro que tengo guardias! Veinte Grises. ¿Dónde están mis Grises?
—No había ninguno cuando llegué, señor. Lo siento. Entonces, aún dormías. Quizá deberías preguntar a esos samurais —dijo Miguel señalando hacia la puerta.
—Por favor, ¡apártate de la puerta! —gritó Blackthorne cogiendo el sable.
—No estoy armado, Anjín-san.
—Aun así, no te acerques. Los curas me ponen nervioso.
Obedientemente, Miguel se puso de pie y se apartó, sin perder en ningún momento la calma. Fuera había dos Grises, apoyados en la balaustrada del descansillo de la escalera.
—Buenas tardes —dijo Blackthorne cortésmente, sin reconocer a ninguno de los dos.
—Buenas tardes, Anjín-san —respondió uno de ellos, sin mucha deferencia.
—Por favor, ¿dónde están mis otros guardias?
—Todos los guardias fueron retirados a la Hora de la Liebre, esta mañana. ¿Comprendes? La Hora de la Liebre. Éste es nuestro puesto de guardia habitual.
—¿Quién ha ordenado que se retiraran los guardias? —preguntó Blackthorne mientras sentía correr por su espalda un sudor frío.
Los samurais se echaron a reír.
—Aquí, en la torre del homenaje, Anjín-san, el único que da órdenes es el señor general… o dama Ochiba. ¿Cómo te encuentras? —preguntó el más alto.
—Mejor, gracias.
El samurai alto llamó a alguien que estaba en el vestíbulo inferior. Al cabo de unos instantes apareció un oficial, al frente de cuatro samurais. El oficial era joven y caminaba muy erguido. Cuando vio a Blackthorne, sus ojos se iluminaron.
—¡Ah, Anjín-san!, ¿cómo te encuentras?
—Mejor, gracias. Perdón, pero, ¿dónde están mis guardias?
—Se me ha ordenado decirte que, al despertar, te dirigieras a tu barco. Aquí tienes tu salvoconducto.
El capitán se sacó el documento de una manga y se lo entregó, al tiempo que señalaba a Miguel.
—Este compañero será tu mejor guía.
Blackthorne trató de poner en orden sus ideas y empezó a intuir peligro.
—Sí, gracias. Pero antes quisiera ver al señor Ishido. Es muy importante.
—Lo siento. Las órdenes con respecto a ti es que vuelvas a tu barco inmediatamente, ¿comprendes?
Ante la insistencia de Blackthorne, el oficial se fue a preguntar. Blackthorne examinó el salvoconducto, que estaba en regla.
—Eh, Anjín-san —dijo uno de los samurais—. Aquí mataste a cinco ninja. Algo grande, ¿neh?
—No, lo siento: sólo dos o tres.
—He oído que fueron muertos cincuenta y siete ninja y ciento dieciséis Pardos. ¿Fue así? —prosiguió el samurai.
—No lo sé. Lo siento.
—Las órdenes con respecto a ti es que te vayas a tu barco, Anjín-san. El sacerdote te acompañará.
—Sí, gracias. Sin embargo, primero quisiera ver a dama Ochiba. Es muy importante…
El capitán se dirigió a Miguel y le habló con cierta violencia. El jesuita, inmutable, dijo a Blackthorne:
—Lo siento, señor. Me ha dicho que su jefe está preguntando a su jefe. Entretanto, tienes que venir conmigo al barco.
—¡Ima! —añadió con énfasis el capitán.
Blackthorne comprendió que era hombre muerto.
—¡Al barco! —gritó el capitán.
Blackthorne intuyó que aquello era obra de Kiyama e Ishido. Se llevó la mano a la empuñadura del sable y se dijo que su suerte estaba echada, su karma, cumplido. Decidió que si tenía que morir, prefería que fuese en aquel momento, con honor.
—Soy John Blackthorne, Anjín-san —dijo con energía y arrogancia—. General del buque del señor Toranaga. Samurai y hatamoto. ¿Quién eres tú?
—Saigo Masaktsu de Kaga, capitán de la guarnición del señor Ishido —respondió el capitán, ruborizándose.
—Soy hatamoto. ¿Lo eres tú también? —preguntó Blackthorne.
—No, no lo soy.
—¿Eres samurai, o ronín?
Blackthorne advirtió que había hombres detrás de él. Pero lo único que le importaba era aquel capitán, de quien esperaba un ataque fatal, que él estaba dispuesto a devolver. Pero, con gran asombro por su parte, Blackthorne comprobó que el capitán cambió de actitud, pues se inclinó con toda humildad.
—Por favor, disculpa mis malos modales. Yo…, yo era ronín. Discúlpame, por favor, Anjín-san —dijo el oficial, avergonzado.
Blackthorne no las tenía aún todas consigo. Miró a los otros samurais, los cuales, como un solo hombre, le hicieron una reverencia, igual que su capitán. Blackthorne correspondió a ella.
Luego se puso en marcha, seguido de Miguel y de los samurais de escolta, los cuales se mantenían cuidadosamente apartados del campo de acción de su sable. Un hombre se adelantó al grupo.
En el siguiente puesto de guardia, el nuevo oficial se inclinó cortésmente, y Blackthorne hizo otro tanto. El salvoconducto fue examinado detenidamente. Otra escolta lo acompañó hasta el nuevo puesto de guardia, donde se repitieron las mismas formalidades.
Nadie les interceptó el paso. Ningún samurai se fijó demasiado en Blackthorne.
Advirtió que cada vez le dolía menos la cabeza y que ya no sudaba. Apartó la mano de la empuñadura del sable y flexionó los dedos. Se detuvo en una fuente, cuya agua brotaba de un muro, bebió y se lavó la cara.
Los Grises de la escolta se detuvieron y esperaron deferentemente. Durante todo el tiempo intentó explicarse por qué habría perdido el favor y la protección de Ishido y de dama Ochiba. De pronto advirtió que Miguel lo estaba observando.
—¿Qué quieres?
—Nada, señor —respondió Miguel cortésmente—. Me ha complacido mucho la forma en que has tratado a ese oficial. Gracias.
—No lo he hecho por ti —replicó Blackthorne en portugués, pues no deseaba hablar en latín.
—De acuerdo. Pero ha sido algo loable. Ya sabemos que los designios de Dios son inescrutables. Ha sido un servicio prestado a todos los hombres. Ese ronín se ha quedado avergonzado, y se lo merecía. Es algo sucio abusar del bushido.
—¿Eres también samurai?
—Sí, señor, tengo ese honor —respondió Miguel—. Mi padre es primo del señor Kiyama, y mi clan pertenece a la provincia de Hizen, en Kyushu. ¿Cómo supiste que él era ronín?
—No estoy seguro —contestó Blackthorne, tratando de recordar—. Quizá porque me dijo que es de Kaga. No sé…
—Perdóname, por favor, Anjín-san —dijo el oficial de la escolta—. ¿Te está molestando este hombre?
—No, no, en absoluto —aseguró Blackthorne.
Volvieron a examinarle el salvoconducto, cortésmente.
En aquel momento empezaba a ponerse el Sol, aunque aún faltaban algunas horas para que oscureciese. El viento, cálido, levantaba nubecillas de polvo.
Pasaron junto a numerosos establos, donde se veían lanzas y sillas de montar preparadas para una marcha inmediata.
Los samurais cuidaban de los caballos y revisaban el equipo. A Blackthorne le asombró su número.
—¡Cuántos caballos! —exclamó Blackthorne, dirigiéndose al capitán.
—Miles, Anjín-san. Diez, veinte, treinta mil aquí y en otros lugares del castillo.
Cuando cruzaban el penúltimo foso Blackthorne hizo una seña a Miguel para que se acercase.
—¿Me conduces a la galera?
—Sí. Eso es lo que me ordenaron, señor.
—¿A ningún otro sitio?
—No, señor.
—¿Quién te lo ordenó?
—El señor Kiyama. Y el padre Visitador, señor.
—¡Ah, él! Prefiero que me llames Anjín-san, y no señor, Padre.
—Perdón, Anjín-san, pero no soy Padre, no he sido ordenado.
—¿Cuándo será eso?
—Cuando Dios disponga —respondió Miguel en tono confiado.
—¿Dónde está Yabú-san?
—No lo sé, lo lamento.
—¿Me llevas a mi barco? ¿A ningún otro sitio?
—Sí, Anjín-san.
—¿Y entonces seré libre? ¿Libre para ir adonde quiera?
—Me han dicho que preguntara cómo estaba y le llevara a su barco, nada más. Soy un simple mensajero, un guía.
—¿Me lo juras por Dios?
—Sólo soy un guía, Anjín-san.
—¿Dónde has aprendido a hablar tan bien el portugués? ¿Y el latín?
—Yo era uno de los cuatro… los cuatro acólitos que el padre Visitador envió a Roma. Yo tenía trece años y Uraga-noh Tadamasa, doce.
—Ahora recuerdo. Uraga-san me dijo que tú eras uno de ellos. Eras amigo suyo. ¿Sabes que murió?
—Sentí gran pena cuando me lo dijeron.
—Lo hicieron los cristianos.
—Lo hicieron unos asesinos, Anjín-san. Unos asesinos. Pero serán juzgados, no hay miedo.
Después de un momento, Blackthorne dijo:
—¿Te gustó Roma?
—Me pareció detestable. A mí y a todos. La comida, la basura, la fealdad. Allí son todos eta. ¡Increíble! Tardamos ocho años en regresar. ¡Y cómo bendije a la Virgen cuando al fin volví!
—¿Y la Iglesia? ¿Y los Padres?
—Detestables. Muchos de ellos —dijo Miguel con calma—. Me parecía escandalosa su moral, sus amantes, su codicia, su vanidad, su hipocresía, sus modales… y sus dos leyes, una para el rebaño y otra para los pastores. Era odioso y, sin embargo, entre algunos de ellos encontré a Dios, Anjín-san. ¡Qué extraño! Encontré la Verdad en las catedrales, en los conventos y entre los Padres. —Miguel lo miraba con expresión de sinceridad, exhalando ternura—. Cierto, Anjín-san, que fueron pocas, muy pocas las veces que vi ese destello. Pero encontré la Verdad y a Dios y sé que el cristianismo es el único camino que lleva a la vida eterna… quiero decir, y perdone, el cristianismo católico.
—¿Viste los autos de fe… la Inquisición… las cárceles… los juicios de brujas?
—Vi cosas terribles. Son muy pocos los hombres justos… los más son pecadores y en este mundo se hace mucho mal en nombre de Dios. Pero no es de Dios. Esto es un valle de lágrimas y sólo una preparación para la Paz Eterna. —Oró en silencio un momento y levantó la mirada, reconfortado—. Incluso hay herejes que pueden ser buenos, ¿neh?
—Tal vez —respondió Blackthorne mirándole con simpatía.
El último foso y la última puerta, la puerta principal del Sur. El último puesto de guardia donde tuvo que entregar su salvoconducto. Miguel cruzó la última reja. Blackthorne lo siguió. Fuera del castillo aguardaban cien samurais. Los hombres de Kiyama. Vio sus crucifijos y su actitud hostil y se detuvo. Miguel no. El oficial hizo seña a Blackthorne de que siguiera andando. Él obedeció. Los samurais cerraron filas detrás de él, rodeándole. Los porteadores y mercaderes se apartaban del camino, haciendo grandes reverencias, para dejarles paso. Algunos levantaban patéticas cruces y Miguel los bendecía, mientras iba bajando la ladera, en dirección a la ciudad y a la costa. Unos Grises y algunos samurais que venían en dirección contraria miraron a Miguel torvamente y le hubieran apartado a un lado, de no ser por la barrera que formaban los samurais de Kiyama.
Blackthorne seguía a Miguel. Ya no sentía miedo, pero sí deseos de huir. De todos modos, no había dónde esconderse. En tierra. El único lugar seguro era el Erasmus, proa a alta mar, con toda su tripulación, armas y provisiones.
—¿Qué ha pasado en la galera, hermano?
—No lo sé, Anjín-san.
Habían llegado a las calles de la ciudad, cerca del mar. Miguel dobló una esquina y llegó a un mercado de pescado situado al aire libre. La gente lo miró atónita y en seguida empezó a saludar inclinándose. Blackthorne seguía a los samurais por entre los puestos, los canastos y bandejas de bambú llenos de toda clase de pescado, fresco, reluciente, primorosamente presentado —algunas especies, nadando en tanques—, gambas y langostinos, langostas y cangrejos. «No está tan limpio en Londres —pensó distraídamente—. Ni el pescado ni los que lo venden.» Vio entonces una hilera de tenderetes de comidas, cada uno con su fogón de carbón vegetal y sintió el denso aroma del marisco asado a la parrilla.
—¡Jesús! —Sin pensar, cambió de dirección. Inmediatamente, los samurais le cortaron el paso.
—Gomen nasai, kinjiru —dijo uno de ellos.
—¡Iyé! —respondió Blackthorne con la misma aspereza—. Watashi tabetai desu, ¿neh? Watashi Anjín-san, ¿neh? Tengo hambre. Soy el Anjín-san.
Blackthorne empezó a abrirse camino a empujones. El oficial fue rápidamente a su encuentro, para cortarle el paso. Miguel volvió apresuradamente sobre sus pasos y dijo unas palabras en tono conciliador, pero con autoridad. Finalmente, a regañadientes, fue concedido el permiso.
—Dice el oficial que coma si quiere, Anjín-san.
—Que me pongan de eso. —Blackthorne señaló unos langostinos gigantes, blancos y sonrosados—. Di al oficial que hace casi dos días que no como. De manera que lo siento…
El vendedor, un viejo con tres dientes, la piel curtida y rugosa y un taparrabos, muy satisfecho de que su tenderete hubiera sido el elegido, cogió los cinco mejores langostinos con unos palillos y los puso en una fuente de bambú.
—¡Dozo, Anjín-sama!
—Domo. —Blackthorne sintió un ruido en las tripas. De buena gana, se hubiera puesto a devorar, pero se limitó a coger uno con los palillos, lo untó en salsa y lo comió con deleite. Estaba delicioso.
—¿Hermano Miguel? —preguntó, presentándole la fuente. Miguel tomó uno, pero sólo por educación. El oficial rehusó, pero le dio las gracias.
Blackthorne terminó la ración y pidió dos más, que remató con el obligado eructo de cortesía.
—Domo. Bimi desu. Exquisito.
El hombre se inclinó y los de los puestos vecinos también. Entonces Blackthorne descubrió con horror que no tenía dinero. Enrojeció.
—¿Qué sucede? —preguntó Miguel.
—No tengo dinero ni nada que darle. ¿Podrías prestarme algo?
—Nosotros nunca llevamos dinero, Anjín-san.
Se hizo un silencio violento. El vendedor sonreía y esperaba pacientemente. Miguel se volvió hacia el oficial y le habló en voz baja, turbado. El oficial miró a Blackthorne con sorda indignación, dijo airadamente unas palabras a uno de sus hombres que se adelantó y pagó con largueza al vendedor que correspondió con grandes muestras de agradecimiento.
—Di al oficial que cuando lleguemos al barco le pagaré —dijo Blackthorne a Miguel cuando éste, colorado y sudoroso, se disponía a reanudar la marcha—. Lo siento… No pensé. Por extraño que parezca, es la primera vez que he comprado algo. Nunca he necesitado dinero…
—Por favor, olvídelo, Anjín-san. No tiene importancia.
Anduvieron un trecho en silencio. Blackthorne se orientó. Al final de aquella calle estaba la playa. Señaló hacia una ancha bocacalle a la izquierda.
—Vamos por ahí.
—Por aquí se llega antes, Anjín-san.
—Pero se pasa por la misión de los jesuitas y la lorcha portuguesa. Preferiría dar un rodeo.
—A mí me ordenaron ir por aquí.
—Tomemos el otro camino. —Blackthorne se detuvo. El oficial preguntó qué ocurría y Miguel se lo explicó. El oficial señaló el camino que proponía Miguel.
Blackthorne comprendió que, si se negaba, lo llevarían por la fuerza. Se encogió de hombros y siguió andando.
Salieron al camino que bordeaba la playa. A medio ri de allí estaban los muelles y almacenes de los jesuitas, cien pasos más allá, se veía el barco portugués y, otros doscientos pasos más lejos, su galera. Estaba demasiado lejos para ver gente a bordo.
Blackthorne arrojó una piedra al mar.
—Vayamos por la playa —dijo.
—Como quiera, Anjín-san. —Miguel bajó a la arena. Blackthorne iba por la orilla, gozando de la frescura del agua y la caricia del leve oleaje.
—Hace buen día, ¿neh?
—¡Ah! Anjín-san —dijo Miguel con súbita afabilidad—, hay momentos en los que, que la Virgen me perdone, quisiera no ser un hombre de Iglesia, sino simplemente el hijo de mi padre, y éste es uno de ellos.
—¿Por qué?
—Me gustaría ayudarte a escapar en tu extraño barco que está en Yokohama. Os llevaría a Hizen, a nuestro gran puerto de Sasebo. Entonces te pediría que hiciéramos un trato. Tú nos enseñarías a mí y a nuestros capitanes tu barco y tu manera de navegar, y yo te ofrecería los mejores maestros del reino en bushido, cha-no-yu, haragei, ki, meditación zazen, adornos con flores y todas las artes que sólo nosotros poseemos.
—Me gusta eso. ¿Por qué no lo hacemos ahora mismo?
—Hoy no es posible. Pero tú has aprendido ya muchas cosas en poco tiempo, ¿neh? Mariko-sama era una gran maestra. Tú eres un digno samurai. Y posees una cualidad muy rara entre nosotros: nunca se sabe lo que vas a hacer. Taiko la tenía y Toranaga-sama la tiene también. Normalmente, nosotros hacemos lo obligado, nuestra conducta siempre puede predecirse.
—Entonces adivina cómo puedo escapar de esta trampa.
—Eso no es posible, Anjín-san. Lo siento.
—No te creo. ¿Cómo sabes que mi barco está en Yokohama?
—Todos lo saben.
—¿Estás seguro?
—Se sabe casi todo lo que tú haces: tu defensa del señor Toranaga, de la dama María y de la dama Toda. Y todo el mundo te respeta por ello.
—Eso tampoco lo creo. —Blackthorne cogió una piedra plana y la hizo saltar sobre las olas. Siguieron andando. Blackthorne iba canturreando una canción marinera. Sentía gran simpatía por Miguel.
Su guía se dirigió hacia la puerta de la misión jesuita y Blackthorne se dijo que tendrían que golpearlo hasta dejarle inconsciente antes de obligarle a entrar allí y entregar las armas.
—¿Conque sólo me llevas a mi galera, eh?
—Sí, Anjín-san. —Blackthorne vio con extrañeza que Miguel le indicaba que esperase fuera—. Nada ha cambiado. Me ordenaron que al pasar advirtiera al padre Visitador. Pido perdón, tendrás que esperar un momento.
Desconcertado, Blackthorne le vio entrar en la misión. Él creía que aquél iba a ser el final de su viaje. Primero, una inquisición y juicio, con tortura y después, sería entregado al capitán general. Miró hacia la lorcha que se hallaba a cien pasos de allí. Ferriera y Rodrigues estaban en la popa. La cubierta principal estaba llena de hombres armados. Más allá del barco, el muelle describía una suave curva y en el extremo se divisaba su galera. Había hombres asomados a la borda y creyó reconocer a Yabú y a Vinck, pero no estaba seguro. Parecía haber también algunas mujeres a bordo, pero no sabía quiénes eran. Alrededor de la galera había Grises. Muchos Grises.
Se volvió hacia Ferriera y Rodrigues. Los dos estaban fuertemente armados. También lo estaban los marineros. Reconoció la corpulenta figura de Pesaro que bajaba por la pasarela con un grupo de hombres. Les siguió con la mirada y sintió que se le helaba la sangre. Al otro lado del muelle, se levantaba una alta estaca con leña amontonada alrededor de su base.
—Hola, capitán-piloto, ¿cómo estás?
Dell’Acqua salía en aquel momento por la verja. A su lado, Miguel parecía un enano. El Padre Visitador vestía la túnica de jesuita. Su gran estatura y su barba blanca le imprimían la severa majestad de un patriarca bíblico. Un inquisidor de pies a cabeza, pensó Blackthorne. Benévolo en apariencia.
—Hola, padre Visitador —respondió, sintiendo en el estómago los langostinos como plomo—. ¿Podemos seguir?
—¿Cómo no?
«De modo que la Inquisición será a bordo —pensó Blackthorne, asustado, deseando tener sus pistolas al cinto—. Usted sería el primero en morir, Eminencia.»
—Quédate aquí, Miguel —dijo Dell’Acqua.
El padre Visitador miró la fragata portuguesa y su expresión se endureció. Luego, echó a andar.
Blackthorne vaciló. Miguel y los samurais le miraban de un modo extraño.
—Sayonara, Anjín-san —dijo Miguel—. Vaya con Dios.
Blackthorne asintió levemente y cruzó por entre los samurais, esperando que se abalanzaran sobre él para quitarle el sable. Pero ellos lo dejaron pasar. Se detuvo y se volvió con el corazón desbocado.
Pensó en desenvainar el sable y atacar. Pero no serviría de nada. No pelearían. Ellos tenían lanzas. Podrían desarmarlo, atarlo y entregarlo, «Atado no iré», se prometió a sí mismo. Sólo podía ir hacia delante. Pero allí sus sables nada podrían contra las pistolas. Podía atacar, pero ellos le dispararían a las rodillas, lo dejarían lisiado y lo atarían…
—Capitán Blackthorne, sígame —gritó Dell’Acqua.
—Un momento. —Blackthorne hizo una seña a Miguel—. Hermano, abajo en la playa me dijiste que yo era un buen samurai. ¿Hablabas en serio?
—Sí, Anjín-san.
—Entonces, como samurai, he de pedirte un favor —dijo en voz baja y tono apremiante.
—¿Qué favor?
—El de morir como un samurai.
—Tu muerte no está en mis manos, sino en las de Dios, Anjín-san.
—Sí. Pero te pido el favor de ti. —Blackthorne señaló la estaca—. Ésa no es forma de morir. Es denigrante.
Miguel, desconcertado, miró hacia la lorcha y entonces descubrió la estaca.
—Santa Madre de Dios…
—Por favor, capitán Blackthorne, vámonos —insistió Dell’Acqua.
Blackthorne dijo con mayor énfasis.
—Habla con el oficial. Tiene aquí bastantes samurais para hacerse oír, ¿neh? Explícaselo. Tú has estado en Europa y sabes lo que ocurre allí. No es pedir mucho, ¿neh? Por favor, soy un samurai. Uno de ellos podría ser mi ayudante.
—Se lo… se lo preguntaré. —Miguel se volvió hacia el oficial y empezó a hablarle en voz baja y tono persuasivo.
Blackthorne se volvió y concentró su atención en el barco. Luego, echó a andar. Dell’Acqua esperó hasta que estuvo a su lado y reanudó la marcha.
Blackthorne vio a Ferriera contoneándose por la cubierta principal con las pistolas al cinto y el florete al costado. Rodrigues lo miraba con la mano derecha en el cañón de una larga pistola de duelo. Pesaro y diez marineros estaban en el espigón, apoyados en mosquetes con bayoneta. Y la larga sombra de la estaca se proyectaba hacia él.
«Oh, Dios, si tuviera un par de pistolas, diez barriles de pólvora y un cañón —pensaba mientras la distancia iba acortándose inexorablemente—. Oh, Dios que no tenga que sufrir la indignidad…»
—Buenas tardes, Eminencia —dijo Ferriera con los ojos fijos en Blackthorne—. Vaya, Ing…
—Buenas tardes, capitán general. —Dell’Acqua señaló la estaca con gesto de indignación—. ¿Ha sido suya la idea?
—Sí, Eminencia.
—Vuelvan a su barco.
—Esto es una decisión militar.
—¡Vuelvan a su barco!
—¡No! ¡Pesaro!
De inmediato, el contramaestre y los hombres de las bayonetas se pusieron en guardia y empezaron a avanzar hacia Blackthorne.
—Vaya, inglés, volvemos a encontrarnos —dijo Ferriera sacando la pistola.
—Es algo que no me complace lo más mínimo. —Blackthorne sacó el sable y lo sostuvo torpemente con las dos manos. La empuñadura rota le lastimaba.
—Esta noche te complacerás en el infierno —dijo Ferriera con voz ronca.
—Si tuvieras valor, pelearías… de hombre a hombre. Pero tú no eres hombre. Eres un cobarde, un cobarde español sin agallas.
—¡Desarmadlo! —ordenó Ferriera.
Los diez hombres se adelantaron, apuntando con las bayonetas. Blackthorne retrocedió, pero lo rodearon. Las bayonetas le pinchaban en las piernas y él cargó contra uno de sus atacantes, el hombre retrocedió pero otro le atacó por la espalda. Entonces Dell’Acqua reaccionó y gritó:
—¡Abajo las armas! ¡En nombre de Dios os ordeno que os detengáis!
Los marineros quedaron confundidos. Todos los mosquetes apuntaban a Blackthorne, que se mantenía a cierta distancia, sable en alto.
—¡Atrás todos! —gritó Dell’Acqua—. ¡Atrás por Dios! ¿Sois animales?
—¡Quiero a ese hombre en mi poder! —dijo Ferriera.
—Lo sé. Y ya os dije que eso no puede ser. ¿Estáis sordo? Que Dios me dé paciencia. Ordenad a vuestros hombres que suban a bordo.
—¡Os ordeno a vos que os marchéis de aquí!
—¿Me ordenáis a mí?
—Sí, a vos. ¡Yo soy el capitán general gobernador de Macao y la primera autoridad de Portugal en Asia y ese hombre es una amenaza para el Estado, la Iglesia, el Buque Negro y Macao!
—¡Por Dios que os he de excomulgar a vos y a toda vuestra tripulación si ese hombre sufre daño! ¿Me habéis oído? —Dell’Acqua dio media vuelta y se fue hacia los marineros, los cuales retrocedieron, intimidados. Todos, excepto Pesaro que lo miró retadoramente, pistola en mano, esperando las órdenes de Ferriera.
—¡Subid a ese barco y marchaos de aquí! —insistió Dell’Acqua.
Estáis cometiendo un error —dijo Ferriera airadamente—. Ese hombre es una amenaza. Como gobernador militar de Asia, yo…
—Ése es un asunto de la Iglesia y no concierne a la autoridad militar…
Blackthorne estaba atontado, no podía pensar ni casi ver. Volvía a dolerle la cabeza. Parecía que iba a estallarle. Todo había sucedido tan aprisa. Un momento, prisionero. Al siguiente, libre. Después, denunciado a la Inquisición, evadido, traicionado de nuevo y, ahora, defendido por el Gran Maestre de la Inquisición en persona. Era un disparate.
—¡Tened cuidado, os prevengo! —gritaba Ferriera—. Dios es testigo de que estáis cometiendo una equivocación. Informaré a Lisboa.
—Pero, mientras tanto, ordenad a vuestros hombres que suban a bordo si no queréis que os destituya de vuestro cargo de capitán general del Buque Negro.
—No tenéis facultad para ello.
—Si no ordenáis a vuestros hombres que suban a bordo y liberáis al inglés de inmediato, os excomulgo a vos y a todo aquel que os obedezca, os excomulgo y os maldigo a vos y a vuestra gente en el nombre de Dios.
—¡Por la Virgen…! —Ferriera se interrumpió. No temía por sí mismo, pero comprendía que su Buque Negro estaba en peligro. Sabía que, si no obedecía, la mayoría de sus hombres lo abandonarían. Pensó en matar al sacerdote, pero ello no anularía la maldición y transigió—. ¡Bien está! ¡Todos a bordo! ¡Atrás!
Los hombres obedecieron y se dispersaron, contentos de rehuir la ira del sacerdote. Blackthorne estaba desconcertado y se preguntaba si su cabeza no estaría engañándolo. De pronto, en medio de la confusión, estalló el odio de Pesaro. Levantó el arma y apuntó. Dell’Acqua advirtió el movimiento y se interpuso, protegiendo a Blackthorne con su propio cuerpo. Pesaro apretó el gatillo, pero en aquel mismo instante unas flechas se clavaron en él, el arma se disparó al aire y él se desplomó gritando.
Blackthorne se volvió y vio a seis arqueros de Kiyama con nuevas flechas en sus arcos. Cerca de ellos estaba Miguel. El oficial hablaba con severidad. Pesaro lanzó un último grito, se retorció y murió.
Miguel dijo, temblando:
—El oficial dice que lo lamenta, pero que temía por la vida del padre Visitador.
Miguel pedía a Dios que lo perdonara por haber dado la orden de disparar. Pero, alegaba, Pesaro estaba advertido. Y era su deber cuidar de que se obedecieran las órdenes del padre Visitador, proteger su vida, combatir a los asesinos y procurar que nadie fuera excomulgado.
Dell’Acqua se arrodilló junto al cadáver de Pesaro. Lo bendijo y pronunció la fórmula de la absolución. Los portugueses miraban a los samurais, ansiosos de oír la orden de matar a los asesinos. El resto de los hombres de Kiyama acudían desde las puertas de la misión y varios Grises venían también procedentes de la zona de la galera, para investigar. Aunque casi le cegaba el furor, Ferriera comprendió que en aquellas circunstancias no podía presentar batalla.
—¡Todos a cubierta! ¡Subid el cuerpo de Pesaro!
Hoscamente, el grupo que había desembarcado se dispuso a obedecer.
Blackthorne bajó el sable, pero no lo envainó. Se quedó esperando, atónito, temiendo alguna artimaña, aún podían apresarlo y llevarlo a bordo.
—En el alcázar —Rodrigues dijo suavemente:
—Preparados para repeler el abordaje, pero con cuidado, por Dios. —Al momento, los hombres se dirigieron a sus puestos—. ¡Cubrid al capitán general! Preparad la lancha.
Dell’Acqua se puso en pie y se volvió hacia Ferriera, que se había situado en la escalera de la cámara en actitud arrogante, dispuesto a defender el barco.
—Vos sois el responsable de la muerte de ese hombre —masculló el padre Visitador—. Vuestro fanatismo, vuestro afán de venganza y vuestro maldi…
—Antes de decir públicamente algo de lo que pueda arrepentirse Vuestra Eminencia —le interrumpió Ferriera—, pensadlo bien. Yo acaté vuestra orden a pesar de que sabía que cometíais un tremendo error. Me oísteis mandar a mis hombres a bordo. Pesaro os desobedeció a vos, no a mí y la verdad es que si hay algún responsable, ése sois vos. Vos impedisteis que él y nosotros cumpliéramos con nuestro deber. Ese inglés es el enemigo. ¡Por Dios que fue una decisión militar e informaré a Lisboa!
Ferriera comprobó con una mirada los preparativos hechos a bordo para el combate y calculó la fuerza de los samurais que se acercaban.
Rodrigues se había situado en el portalón de la cubierta principal.
—Capitán general, no podemos hacernos a la mar con este viento y esta marea.
—Preparad una lancha para que nos remolque si es necesario.
—La estamos preparando.
Ferriera gritó a los hombres que llevaban a Pesaro que se dieran prisa. Pronto estuvieron todos a bordo. Los hombres se apostaron discretamente en los cañones, cada uno con dos mosquetes a su lado. A derecha e izquierda, en el muelle, se agolpaban los samurais, pero no parecían dispuestos a intervenir.
Desde el embarcadero, Ferriera dijo a Miguel con acento perentorio:
—Diles que se dispersen, que no tienen nada que hacer aquí. Hubo un error, un error muy lamentable, pero hicieron bien en matar al contramaestre. Diles que se vayan.
A Ferriera le dolía decirlo y deseaba matarlos a todos, pero en aquel momento casi podía oler el peligro en el muelle y no tenía más remedio que retroceder.
Miguel hizo lo que le pedía. Los oficiales no se movieron.
—Será mejor que os vayáis, Eminencia —dijo Ferriera con amargura—. Pero esto no puede acabar así. Lamentaréis haberlo salvado.
Dell’Acqua percibía también la tensión que le rodeaba. Pero no hacía mella en él. Bendijo a Ferriera y dio media vuelta.
—Vamonos, piloto.
—¿Por qué me dejáis marchar? —preguntó Blackthorne, sin atreverse a creerlo. El dolor de cabeza era un martirio.
—Vámonos, piloto.
—¿Por qué me dejáis marchar? No lo entiendo.
—Ni yo tampoco —dijo Ferriera—. Me gustaría conocer el verdadero motivo, Eminencia. ¿Acaso no sigue siendo una amenaza para nosotros y para la Iglesia?
Dell’Acqua lo miró fijamente. «Sí —deseaba decirle, para borrar aquella expresión de arrogancia de la cara del botarate—, pero ahora la amenaza más grave es la guerra inmediata. Es preciso ganar tiempo para vosotros, para que pueda haber, por lo menos, otros veinte años de Buques Negros y para elegir entre Toranaga e Ishido. No entiendes nuestros problemas, Ferriera, ni sabes lo que se juega, ni tienes idea de lo delicado de nuestra posición ni de los peligros que nos amenazan.»
—Os ruego que lo penséis, señor Kiyama. Propongo que elijáis al señor Toranaga —había dicho la víspera al daimío utilizando a Miguel como intérprete, pues no confiaba en sus propios conocimientos de japonés, que eran apenas medianos.
—Eso es una injustificable injerencia en los asuntos internos del Japón y está fuera de vuestra incumbencia. Además, el bárbaro debe morir.
Dell’Acqua utilizó toda su habilidad diplomática, pero Kiyama se mostró inflexible. Y aquella mañana, cuando fue a ver a Kiyama para decirle que, gracias a la voluntad de Dios, el inglés había sido neutralizado, advirtió un destello de esperanza.
—He pensado en lo que me dijisteis —manifestó Kiyama—. No voy a aliarme con Toranaga. Desde hoy hasta la batalla observaré atentamente a ambos contendientes. En el momento adecuado decidiré. Y ahora consiento en dejar marchar al bárbaro… no por lo que vos me habéis dicho, sino a causa de la dama Mariko, para complacerla… y porque el Anjín-san es samurai…
Ferriera seguía mirándole fijamente.
—¿Es que acaso el inglés ha dejado de ser una amenaza?
—Que tengáis buen viaje, capitán general y que Dios os guarde. Piloto, os llevaré a vuestra galera… ¿Estáis bien?
—Mi cabeza… Creo que la explosión… ¿De verdad me dejáis marchar? ¿Por qué?
—Porque la dama María, la dama Mariko, nos pidió que os protegiéramos —dijo Dell’Acqua echando a andar.
—Pero eso no lo explica. No lo harías sólo para complacerla…
—Lo mismo digo —terció Ferriera—. ¿Por qué no decirle toda la verdad, Eminencia?
Dell’Acqua no se detuvo. Blackthorne empezó a seguirlo, pero sin volver la espalda al barco, temiendo todavía una traición.
—Esto no me lo explico. Sabéis que os destruiré, que tomaré vuestro Buque Negro.
Ferriera se echó a reír burlonamente.
—¿Con qué, inglés? ¡No tienes barco!
—¿Qué dices?
—Tu barco ha sido destruido. De no ser así, yo no te dejaría marchar, a pesar de las amenazas de Su Eminencia.
—Eso no es verdad…
A través de la niebla que le llenaba la cabeza, Blackthorne oyó a Ferriera repetir la frase y echarse a reír y después decir algo sobre un accidente y la Mano de Dios y que su barco se había quemado.
—De manera que ya no podrás intentar nada contra mi barco, aunque eso no quita que seas un hereje, un enemigo y una amenaza para la fe. —Luego vio claramente a Rodrigues que lo miraba con compasión y murmuraba estas palabras: es verdad.
—No puede ser, no puede ser…
Luego, el cura de la Inquisición le dijo desde una distancia de un millón de leguas:
—Esta mañana recibí un mensaje del padre Alvito. Parece ser que una ola gigante…
Pero Blackthorne ya no le escuchaba. En su mente resonaban estas palabras:
«Tu barco ha muerto, tú tienes la culpa por haberlo abandonado. Ya no tienes barco, no tienes barco…»
—¡Eso no es verdad! Mentís. Mi barco está en puerto seguro, custodiado por cuatro mil hombres. ¡Está seguro!
Alguien dijo:
—Pero la Mano de Dios le ha alcanzado.
El Inquisidor continuó:
—La ola gigante hizo que el barco se ladeara. Dicen que en cubierta se volcaron las lámparas de aceite y el fuego se extendió. Quedó destruido.
—¡Es mentira! ¿Y la guardia del puente? —gritó, pero comprendía que en cierto modo el barco había sido el precio de su vida.
—Está varado, inglés —dijo Ferriera—. Y ahora tendrás que quedarte aquí para siempre. No conseguirás pasaje en ninguno de nuestros barcos.
Estaba ahogándose. Luego se le aclaró la vista. Oyó los gritos de las gaviotas, olió el hedor de la playa y vio a Ferriera, su enemigo, y comprendió que todo aquello era una mentira para hacerle volverse loco. Lo comprendió claramente y se dijo que los curas entraban en la conspiración.
—¡Que Dios os confunda! —gritó y se abalanzó sobre Ferriera con el sable en alto.
Pero sólo hubo lucha en su imaginación. Unas manos lo sujetaron con facilidad, le quitaron los sables y le colocaron entre dos Grises que lo condujeron hasta la pasarela de la galera donde le devolvieron sus sables y lo dejaron libre.
Le costaba trabajo ver y oír, ya que su cerebro apenas trabajaba a causa de aquel dolor, pero estaba seguro de que todo era una artimaña para volverlo loco y que, si él no hacía un gran esfuerzo, daría resultado. «Que alguien venga en mi ayuda», pensaba. A su lado estaban Yabú y Vinck y sus siervos y él no entendía su lengua. Lo llevaron a bordo. Allí estaban Kiri y Sazuko y un niño que lloraba en brazos de una criada. Llenaban la cubierta los restos de la guarnición de los Pardos, remeros y marinos.
Olor a sudor, sudor de miedo. Yabú le hablaba. Y Vinck. Le costó trabajo concentrarse.
—¿Por qué te han dejado en libertad?
—Yo… ellos… —no podía decirlo.
Sin saber cómo, se encontró en el alcázar. Yabú decía al capitán qué se hiciera a la mar antes de que Ishido cambiara de opinión y antes de que los Grises del muelle se arrepintieran de dejar salir la galera. «Rápido, rumbo a Nagasaki…», pero Kiri decía, «pido perdón, Yabú-sama, pero antes hay que ir a Yedo…».
Los remeros llevaron a la nave contra la marea y contra el viento hacia la corriente, seguida por el grito de las gaviotas. Blackthorne hizo un esfuerzo para salir de su letargo y decir:
—No, lo siento. A Yokohama. Primero a Yokohama.
—Antes buscar hombres en Nagasaki, Anjín-san —dijo Yabú—, ¿comprendes? Primero hombres. Tengo plan.
—No, Yokohama. Mi barco… mi barco… peligro.
—¿Qué peligro? —preguntó Yabú.
—Cristianos decir… fuego.
—¡Cómo!
—¡Por el amor de Dios, piloto! ¿Qué sucede? —gritó Vinck.
Blackthorne señaló a la lorcha con una mano temblorosa.
—Ellos me han dicho que el Erasmus ha sido destruido, Johann. Nuestro barco se ha perdido… Incendiado. —Luego exclamó—: ¡Dios, que no sea verdad!