Los regentes se habían reunido en la Gran Sala, en el segundo piso de la torre del homenaje. Ishido, Kiyama, Zataki, Ito y Onoshi. El sol crepuscular proyectaba largas sombras y el olor a humo aún llenaba el aire. La dama Ochiba también estaba presente, visiblemente afectada.
—Lo siento, señor general, no estoy de acuerdo —decía Kiyama—. Es imposible pasar por alto el seppuku de dama Toda, la bravura de mi nieta, así como el testimonio y muerte de la dama Maeda. También han muerto ciento setenta hombres de Toranaga. Parte del castillo ha sido pasto de las llamas. ¡Esto no puede ser pasado por alto!
—Estoy de acuerdo —convino Zataki—. Si se le hubiese permitido irse ayer como yo aconsejé, ahora no nos hallaríamos en esta situación.
—No es tan grave como creéis. Los ninja sólo querían saquear —afirmó Ishido.
—¿Es el bárbaro parte del botín? —preguntó Kiyama—. ¿Habrán efectuado un ataque tan importante sólo por el bárbaro?
—¿Por qué no? Podría ser cambiado por un rescate, ¿neh? —dijo Ishido mirando al daimío que estaba flanqueado por Ito Teruzumi y Zataki—. Los cristianos de Nagasaki pagarían un alto precio por él, vivo o muerto, ¿neh?
—Es posible —convino Zataki.
—¿Estáis sugiriendo formalmente que los cristianos han planeado y pagado un ataque tan descabellado?
—Sí, es posible, pero no demostrable —dijo Ishido—. Sólo he sugerido que los ninja buscaban un botín.
—Esto me parece bastante plausible —dijo Ito, con un brillo malicioso en su mirada—. Sí, señor general. Pero quizá los ninja no querían cobrar su rescate en Nagasaki, sino en Yedo, y del señor Toranaga. ¿No trabaja aún para él?
—Estoy de acuerdo en que deberíamos ocuparnos más del señor Toranaga y no de los ninja —dijo Ishido, con el semblante oscurecido al oír el nombre de su enemigo—. Quizás él ordenó el ataque, ¿neh?
—No, él nunca ha empleado ninja —dijo Zataki—. Ha cometido traiciones, pero nunca se ha mezclado con semejante basura. Los mercaderes serían capaces de hacer algo así… o los bárbaros. No el señor Toranaga.
—Nuestros amigos portugueses no podrían ni querrían tal interferencia en nuestros asuntos. ¡Nunca! —aseguró Kiyama.
—¿Creerías que ellos o sus sacerdotes conspirarían con uno de los daimíos cristianos de Kyushu para luchar contra los no cristianos?
—¿Quién? Dímelo. ¿Tienes pruebas?
—Todavía no, señor Kiyama. —Zataki se dirigió a Ishido—: ¿Qué podemos hacer con respecto a este ataque? ¿Cuál es la solución del dilema?
—Todos estaremos de acuerdo en que resulta evidente que el señor Toranaga comprendió que Toda Mariko-sama nos tendería una trampa, a pesar de su honorabilidad. ¡Que Dios se apiade de ella!
—Pero, ¿no convendrán conmigo en que ha sido una estratagema perfecta del señor Toranaga atacar a sus vasallos de este modo? —preguntó Ito—. ¡Oh, señor Zataki, sé que él nunca habría empleado ninja, pero es muy hábil para que otros adopten sus ideas!, ¿neh?
—Todo es posible. Pero estoy seguro de que no le gustan los ninja. Es demasiado inteligente para emplearlos. Son gentes poco dignas de confianza. Y, ¿por qué forzar a Mariko-sama? Era mejor esperar y que nosotros cometiéramos el error. Estamos atrapados, ¿neh?
—Sí, aún estamos atrapados —dijo Kiyama, mirando a Ishido—. Y quienquiera ordenara el ataque, ha sido un estúpido y no nos ha hecho ningún servicio.
—Quizás el señor general tiene razón, la cosa no es tan grave como parece —dijo Ito—. Pero resulta triste, no ha sido una muerte elegante para la pobre dama.
—Ése era su karma, y no estamos atrapados —dijo Ishido, mirando a su vez a Kiyama—. Fue una suerte que ella contara con ese refugio para esconderse. De otro modo, esa basura la habría capturado.
—Pero ellos no la capturaron, señor general. Ella cometió una especie de seppuku, igual que las otras. Si no resolvemos esto, habrá más muertes en señal de protesta, lo cual es algo que no nos conviene —dijo Kiyama.
—No estoy de acuerdo. Todos deberíamos quedarnos aquí, al menos hasta que Toranaga-sama penetre en nuestros dominios.
—Ése sería un día memorable —dijo Ito, sonriendo.
—¿No crees que lo hará? —preguntó Zataki.
—Lo que yo piense no tiene ningún valor, señor Zataki. Pronto sabremos lo que se dispone a hacer. Aunque esto no importa demasiado. Toranaga debe morir, si es que el Heredero va a heredar. ¿Ya ha muerto también el bárbaro, señor general? —preguntó Ito a Ishido.
—Sería de muy mala suerte por su parte morir ahora…, un hombre tan valiente como él, ¿neh?
—Creo que es como una plaga y que cuanto antes muera, mejor.
—Nos podría resultar útil. Estoy de acuerdo con el señor Zataki en que Toranaga no es tonto.
—Sí, tiene razón —dijo Ito—. Anjín-san sentaba bien a un bárbaro, ¿verdad? Toranaga estuvo acertado al hacerlo samurai.
—¿Qué me dices de la competición poética, dama Ochiba? —preguntó Ito.
—Será suspendida, lo siento —respondió Ochiba.
—Sí —concedió Kiyama.
—En seguida ordenaré una investigación acerca del ataque de los ninja, dama Ochiba —dijo Ishido—. No sé si descubriremos alguna vez la verdad. Mientras tanto, por razones de seguridad, todos los pases serán cancelados y nadie podrá marcharse hasta el día vigésimo segundo.
—No —dijo Onoshi, último de los Regentes—. Lo siento, pero eso es exactamente lo que no puedes hacer. Ahora debes dejar que se marche todo el mundo.
—¿Por qué?
—Porque si no lo haces así, deshonrarás a la más valerosa mujer del Reino, deshonrarás a dama Kiyama Achiko y a la dama Maeda, que Dios se apiade de sus almas. Cuando este sucio asunto sea del dominio público, sólo Dios Nuestro Señor sabe el daño que le causará al Heredero, así como a todos nosotros, si no somos cuidadosos.
Ochiba recordó que un año antes, cuando Onoshi se había presentado a rendir sus honores al agonizante Taiko, los guardias habían insistido en que fueran descorridas las cortinas de la litera por si Onoshi llevaba armas escondidas. Entonces ella había visto aquella cara comida por la lepra: sin nariz, ni orejas, con unos ojos ardientes, de mirada fanática, su mano izquierda era un muñón, y la derecha, en buen estado, sujetaba un sable corto.
La dama Ochiba hizo fervientes votos porque ni ella ni Yaemón contrajeran nunca la lepra.
En aquel momento, dama Ochiba deseaba que en aquella conferencia se llegara a una conclusión, pues ella debía decidir qué hacer con respecto a Toranaga y a Ishido.
—Si utilizas ese sucio ataque como una excusa para retener a alguien aquí, darás a entender que nunca has tenido intención de dejar marcharse a nadie, a pesar de tu solemne y formal promesa escrita… Además, si no permites ahora que se vaya todo el mundo, después de lo que dijo públicamente la dama Etsu, la mayoría de los daimíos creerán que tú ordenaste el ataque.
—No necesito a ningún ninja.
—Por supuesto —dijo Onoshi, con voz venenosa—. Aquí ninguno los necesita. Sin embargo, es mi deber recordarte que hay doscientos sesenta y cuatro daimíos, y que la fuerza del Heredero se basa en una coalición de quizá doscientos. Así, pues, el Heredero no puede permitirse que tú, su más leal servidor y jefe supremo de sus tropas, seas sospechoso de utilizar unos métodos tan sucios que, además, han fracasado.
—¿Quieres decir que yo ordené el ataque?
—Claro que no, lo siento. Quiero decir que será conveniente que dejes marcharse a todo el mundo.
—¿Hay aquí alguien más que crea que yo ordené el ataque? —preguntó Ishido.
Nadie se atrevió a desafiar a Ishido, quien era todavía señor de Osaka, así como administrador del tesoro del Taiko, de modo que no podía ser sustituido.
—De acuerdo —dijo Ishido, con ánimo de zanjar la cuestión—. Los ninja buscaban un botín. Votaremos con respecto a los salvoconductos. Propongo que sean anulados.
—No estoy de acuerdo —dijo Zataki.
—Lo siento, pero yo también me opongo —dijo Onoshi.
—Debo convenir, de acuerdo con el señor Onoshi…, bueno, en realidad todo esto es muy difícil, ¿neh?
—Votad —dijo Ishido con semblante sombrío.
—Yo también me opongo a que se anulen —dijo Kiyama.
—Bueno —dijo Onoshi—. La cuestión está zanjada. Estoy de acuerdo con el señor general en que hay otros problemas acuciantes. Debemos saber lo que hará ahora el señor Toranaga. ¿Cuál es vuestra opinión?
—¿Cuál es tu respuesta? —preguntó Ishido a Kiyama.
Kiyama trató de poner en orden sus ideas. Debía hacer una elección definitiva: Ishido o Toranaga.
En todo ello había implicaciones religiosas.
«Que Dios me perdone —pensó Kiyama—. No pude ser padrino de Mariko-san, lo cual era mi deber como cristiano. El hereje la ayudó. ¿Quién es el cristiano? No lo sé. De cualquier modo, él tiene que morir.»
—¿Qué me dices de Toranaga, señor Kiyama? —preguntó nuevamente Ishido—. ¿Qué me dices del enemigo?
—Y, ¿qué hay del Kwanto? —preguntó Kiyama, dirigiéndose a Ishido.
—Cuando Toranaga sea destruido, propongo que el Kwanto sea dado a uno de los Regentes.
—¿A qué Regente?
—A ti —respondió Ishido suavemente—, o quizás a Zataki, señor de Shinano.
—Por supuesto, no soy el más indicado para tal honor —dijo Kiyama, tratando de observar quiénes estaban a su favor y quiénes en su contra.
—Esa sugerencia es digna de tenerse en cuenta —intervino Onoshi, tratando de disimular su desaprobación—. Pero eso se refiere al futuro. ¿Qué podemos decir del actual señor del Kwanto?
—El señor Toranaga nunca vendrá a Osaka —afirmó Kiyama.
—Bien —dijo Ishido—. Él está aislado, proscrito, y la invitación imperial para que cometa seppuku ya está preparada para la firma. Esto supondrá el final de Toranaga y de toda su línea. Para siempre.
—Sí, si el Hijo del Cielo viene a Osaka.
—¿Qué?
—Estoy de acuerdo con el señor Ito —dijo Kiyama—. El señor Toranaga es el más artero de los hombres. Creo que sería capaz de impedir la llegada del Hijo del Cielo.
—¡Imposible!
—¿Qué pasaría si se aplazara la visita? —preguntó Kiyama, disfrutando de la inquietud de Ishido, a quien detestaba por haber fracasado.
—¡El Hijo del Cielo vendrá tal como se ha planeado!
—¿Cómo podría impedirlo el señor Toranaga? —preguntó la dama Ochiba.
—No lo sé. Pero si el Hijo del Cielo quisiera retrasar un mes su visita… no podríamos hacer nada.
En la habitación reinó un silencio sepulcral. La enormidad de aquella idea y sus repercusiones preocupó hondamente a los reunidos.
—Perdón… así, pues, ¿cuál es la respuesta? —insistió la dama Ochiba.
—¡La guerra! —exclamó Kiyama—. Si se pospone la visita, será la señal para marchar contra el Kwanto, durante la estación lluviosa.
De improviso, el suelo empezó a moverse. El primer movimiento de la tierra fue ligero, pero hizo crujir las maderas. A continuación se produjo otro temblor más fuerte.
Ochiba sintió náuseas y, con aprensión, se preguntó si su karma sería morir allí, revuelta entre escombros.
Todos esperaron la gran sacudida fatal, pero ésta no se produjo. Recuperaron la serenidad.
—Shigata ga nai —dijo Ishido. Yo voto por la guerra.
Todos se declararon unánimemente partidarios de la guerra.
Cuando Blackthorne volvió en sí, supo que Mariko había muerto, así como la razón de su fallecimiento. Él estaba echado y los Grises lo custodiaban. El sol le daba con fuerza en el rostro. Un doctor lo estaba examinando. Al mismo tiempo, se disipó unos de sus grandes temores.
«Puedo ver.»
El doctor sonrió, y dijo algo, pero Blackthorne no pudo oírlo. Intentó incorporarse, pero sintió un intenso dolor y zumbidos en sus oídos. El acre sabor de la pólvora persistía en su boca y todo su cuerpo estaba dolorido. Por un momento volvió a perder el sentido. Después notó que unas manos amorosas le levantaban la cabeza y le pusieron una taza en los labios. El sabor dulce-amargo del cha con esencia de jazmín eliminó de su paladar los restos de pólvora. Hizo un esfuerzo para abrir los ojos. Vio que el doctor le decía algo que él no podía oír. Por un momento siguió una terrible angustia, pero recordó que, en otra ocasión, en una batalla naval, también se había quedado sordo por unos días. Tal recuerdo lo tranquilizó.
Dio gracias a Dios por haber conservado la vista. Cuidadosamente palpó su rostro, pero no tenía en él ninguna herida, así como tampoco sentía dolor. Después se pasó las manos por el cuello, brazos y pecho. Tampoco estaba herido en esos lugares. Bajó sus manos hasta la entrepierna y tocó suavemente sus órganos genitales, los cuales estaban intactos.
Tuvo que descansar durante un momento, pues le dolía horriblemente la cabeza. De nuevo volvió a tocarse, esta vez las piernas y los pies, tampoco ahí había sufrido ninguna mutilación. Cuidadosamente se puso las manos sobre los oídos e hizo presión, después entreabrió la boca y tragó, haciendo un esfuerzo para bostezar un poco, a fin de aclarar algo sus oídos. Sin embargo, sólo consiguió intensificar su dolor.
El doctor lo tocó e intentó decirle algo.
—No puedo oírte, lo siento —respondió Blackthorne calmosamente. El doctor asintió y volvió a hablar. Ahora Blackthorne leyó en los labios del hombre: «Comprendo. Por favor, ahora duerme.»
Pero Blackthorne sabía que no podría dormir. Debía levantarse, marcharse de Osaka y llegar a Nagasaki. Allí tendría que conseguir soldados y marinos para apoderarse del Buque Negro. Ya no había ninguna razón para seguir jugando a ser samurai o japonés. Ahora todas sus deudas de amistad estaban saldadas. Ella había muerto.
De nuevo intentó levantar la cabeza y volvió a sentir el mismo intenso dolor. De todos modos, a pesar de que la cabeza le daba vueltas, se puso en pie. Tras un rato de esfuerzos, su vista se normalizó y dejó de sentir náuseas.
—Cha, dozo —dijo él, al sentir de nuevo el sabor a pólvora.
Le dieron de beber y los Grises lo ayudaron a sentarse de nuevo. Él se echó un momento.
Al cabo de un rato, alguien lo tocó. Era Yabú, quien le decía algo.
—Lo siento —dijo Blackthorne lentamente—. Aún no puedo oír, Yabú-san. Pronto estaré bien. Tengo los oídos lastimados.
Yabú asintió e hizo comprender a Blackthorne que regresaría pronto y que, mientras tanto, descansara.
Cuando Yabú se hubo marchado, Blackthorne pidió que le dieran un baño y un masaje.
Después de que hicieron lo que había pedido, se entregó al sueño. Mientras dormía, los Grises llegaron y se lo llevaron en la camilla hacia las dependencias interiores de la torre del homenaje.
—Él estará ahora a salvo, señora —dijo Ishido.
—¿De Kiyama? —preguntó Ochiba.
—De todos los cristianos.
Ishido hizo una señal a los guardias para que estuvieran muy alerta y se fue con la dama Ochiba hasta un jardín bañado por el sol.
—¿Fue muerta la dama Achiko por eso, por ser cristiana?
Ishido lo había ordenado por si ella se disponía a asesinar a Blackthorne por orden de su abuelo Kiyama.
—No lo sé —respondió Ishido—. Estoy pensando en que Onoshi quiere la cabeza de Kiyama. Kiyama, por su parte, quiere el Kwanto, igual que Zataki.
—¿Y tú, señor general? ¿Qué quieres tú?
—En primer lugar, que el Heredero cumpla los quince años. Hasta entonces deseo que tú y él estéis bien protegidos. Nada más.
—¿Nada más?
—Así es, señora.
«Mentiroso», pensó Ochiba, mientras abría los pétalos de una flor fragante y olía su interior.
—Kiyama tiene razón al sugerirnos que seamos pacientes —dijo Ishido—. Deberemos esperar hasta el día oportuno. Entonces nos pondremos en marcha.
—¿Por qué esperar?
—¿No puedes iniciar la marcha ahora? ¿Cuántos hombres podrás reunir contra Toranaga?
—Trescientos mil hombres. Como mínimo tres veces más que Toranaga —respondió Ishido.
—¿Y mi guarnición?
—Dejaré ochenta mil hombres selectos detrás de las murallas, otros cincuenta mil en los pasos.
—¿Y Zataki?
—Traicionará a Toranaga.
—Esta mañana he sentido miedo —dijo la dama Ochiba—. He pretendido tranquilizarme, pero no he podido olvidarme del adivino.
—¿Cómo? Ah, sí, el adivino. Lo había olvidado —dijo Ishido haciendo una mueca.
Se trataba del adivino chino que había predicho que el Taiko moriría en su lecho dejando un heredero sano, que Toranaga moriría por el sable en la mitad de su vida y que Ishido moriría a una edad avanzada, siendo el más famoso general del reino. Según el adivino, Ochiba acabaría sus días en el castillo de Osaka, rodeada por los principales nobles del Imperio.
—Sí —dijo Ishido—. Me había olvidado de él. Toranaga morirá a una edad mediana, ¿neh?
De improviso, Ochiba deseó que Toranaga hubiese estado a su lado, en lugar de Ishido, que Toranaga fuera dueño del castillo de Osaka, así como administrador del tesoro del Taiko, protector del Heredero y general en jefe de los Ejércitos del Oeste, en lugar de Ishido.
«Deja de soñar, Ochiba. Sé realista, como el Taiko… o Toranaga», pensó Ochiba.
—¿Qué vas a hacer con el Anjín-san? —preguntó ella.
—Tenerlo a salvo —respondió Ishido, riéndose—. Permitirle quizá coger el Buque Negro, o utilizarlo como una amenaza contra Kiyama u Onoshi. Ambos lo odian, ¿neh? Sí, él es como un sable en sus gargantas y en la de su asquerosa Iglesia.
—En el juego de ajedrez del Heredero contra Toranaga, ¿qué valor le atribuirías al Anjín-san? ¿El de un peón, o el de un caballo?
—Pues, en el gran juego, sólo el de un peón —respondió Ishido—. Pero, en el juego del Heredero contra los cristianos, el de una torre, o quizás el de dos.
—Corre el rumor de que Anjín-san y Mariko-san habían hecho el amor juntos —comentó Ochiba para cambiar de tema.
—Sí, yo también he oído algo de eso. ¿Quieres conocer la verdad sobre el asunto?
—Sería incomprensible que los dos no hubieran hecho algo así.
—¿Quieres decir que sería de alguna utilidad destruir el honor de ella? —preguntó Ishido con mirada escrutadora—. ¿Ahora? ¿Y, al mismo tiempo, el de Buntaro-san?
—No, no he pretendido decir eso —respondió Ochiba—. En cuanto a Buntaro-san, quizá ni él ni el señor Hiro-matsu lucharán con el señor Toranaga en la batalla.
—¿Es un hecho?
—No, no es un hecho, pero sí posible —contestó Ochiba.
—Pero, ¿hay algo que tú puedas quizás hacer?
—Nada, excepto pedirles su apoyo para el Heredero, y a todos los generales de Toranaga, una vez haya comenzado la batalla.
—Las operaciones ya han empezado, se efectuará un movimiento en tenaza en dirección norte-sur para dar la batalla en Odawara.
—Sí, pero los Ejércitos todavía no se han enfrentado en el campo de batalla. Perdón, pero ¿crees que es prudente que el Heredero dirija las tropas?
—Yo mandaré las tropas —dijo Ishido—. Pero el Heredero estará presente. Toranaga no puede vencer. Ni siquiera Toranaga atacará el estandarte del Heredero. No te preocupes, no te fallaré.
Ella hizo una reverencia y se marchó. «¡Qué impertinencia, como si hubiera tomado un campesino como esposo! Ahora, ¿debo realmente descartar a Toranaga?»
Dell’Acqua estaba de rodillas, rezando frente al altar en las ruinas de la pequeña capilla. La mayor parte del tejado estaba destruido, así como una pared, pero el terremoto no había dañado el entrecoro. También estaban indemnes la ventana de cristal policromo y la Virgen.
Por unos instantes, Dell’Acqua recordó su hogar de Nápoles, en donde la fragancia de los naranjos y limoneros se mezclaba con el olor del mar.
—¡Oh, Virgen mía! ¡Déjame regresar pronto a mi hogar! —pidió el sacerdote—. Estoy fuera de él desde hace demasiado tiempo.
El sacerdote oyó que alguien avanzaba por la nave. Cuando hubo acabado con sus oraciones, se levantó y dio la vuelta.
—Siento interrumpirlo, Eminencia —dijo el padre Soldi—. Ha llegado un mensaje del padre Alvito, desde Mishima. Acaba de llegar la paloma.
—¿Y…?
—Dice que verá hoy a Toranaga. La pasada noche no fue posible porque Toranaga estaba ausente de Mishima, pero se espera que regrese éste mediodía. El mensaje ha sido enviado esta madrugada.
Dell’Acqua trató de dominar su desazón, miró hacia las nubes tratando de cobrar aplomo. El padre Alvito le había enviado noticias del ataque ninja y de la muerte de Mariko. El mismo mensaje había llegado con dos palomas mensajeras, por si acaso.
—La noticia ya habrá llegado —dijo Soldi.
—Sí, sí. Así lo espero.
Dell’Acqua salió de la capilla y se dirigió a sus aposentos. Soldi se esforzó por no quedar rezagado con respecto al padre Visitador.
—Hay algo de extrema importancia, Eminencia —dijo Soldi—. Nuestros informadores nos han comunicado que, después del alba, los Regentes han votado por la guerra.
—¿Guerra? —preguntó Dell’Acqua, deteniéndose.
—Parece que están convencidos ahora que Toranaga nunca vendrá a Osaka. Tampoco el emperador. Así, pues, han decidido marchar contra el Kwanto.
—¿Es eso verdad?
—Sí, Eminencia. Es la guerra. Kiyama lo ha comunicado por mediación del hermano Miguel, lo cual confirma nuestros informes. Miguel acaba de regresar del castillo. El voto fue unánime.
—¿En qué momento?
—Cuando supieron con seguridad que el emperador no va a venir aquí.
—La guerra nunca se detendrá. ¡Que Dios se apiade de nosotros! ¡Bendita sea Mariko! Por fin Kiyama y Onoshi han comprendido la perfidia de Toranaga.
—¿Qué me dice de Onoshi, Eminencia? ¿Qué hay de su perfidia contra Kiyama?
—No tengo pruebas de ello, Soldi. No creo a Onoshi capaz de semejantes cosas.
—Pero, ¿y si es así, Eminencia?
—Ahora no es plausible. En este momento se necesitan.
—Hasta que acaben con el señor Toranaga.
—¿Por qué no confía en Onoshi? —preguntó Dell’Acqua, mirando fijamente a su secretario.
—Lo siento, Eminencia. Quizás es porque se trata de un leproso y me produce cierta aprensión. Le pido perdón.
—Pídeselo a él, Soldi. No se le puede culpar por haber contraído semejante enfermedad —dijo Dell’Acqua—. No tenemos pruebas acerca de ninguna conspiración.
—Todas las demás cosas que dijo la señora han resultado ciertas. ¿Por qué ésta no?
—No tenemos pruebas. Es una suposición. De todos modos, pienso que esta guerra nos perjudicará. Dañará terriblemente a la Iglesia y a nuestros fieles.
—No, Eminencia, Kyushu será cristiano, gane quien gane —dijo Soldi, deseoso de animar a su superior.
—Por desgracia, lo que suceda en Osaka y Yedo repercutirá en Kyushu. ¿Qué podemos hacer? —Dell’Acqua trató de vencer su melancolía—. ¿Dónde se encuentra ahora el inglés?
—Aún custodiado en la torre del homenaje.
—Déjeme un momento solo, viejo amigo. Tengo que pensar.
Al ver que fray Pérez se aproximaba, Soldi se dirigió a cerrarle el paso.
—No —dijo el padre Visitador—. Quiero verlo ahora.
—Buenas tardes, Eminencia. ¿Quería verme? He oído que su capilla ha quedado destruida.
—Sólo dañada. Siéntese, por favor —dijo Dell’Acqua—. Gracias a Dios, nadie ha resultado herido. Dentro de unos días lo habremos reconstruido todo. ¿Qué me dice de su Misión?
—Indemne —respondió el fraile, con evidente satisfacción—. Dios vela por nosotros. A propósito, he oído que unos paganos dieron muerte a otros paganos, la pasada noche, en el castillo.
—Sí, una de nuestras más importantes conversas, la dama María, resultó muerta en la lucha.
—Ésas son las noticias que tengo. Incluso creo que ella trató de matar a algunos antes de suicidarse.
—Usted no entiende nada de los japoneses, a pesar del tiempo que lleva aquí —dijo Dell’Acqua, poniéndose colorado—. Incluso habla un poco su idioma.
—Comprendo la herejía, la estupidez, el asesinato y la interferencia política. Además, hablo muy bien la lengua pagana. Entiendo mucho a esos paganos.
—Pero no sus costumbres.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció Soldi con la carta del Papa, la cual entregó a Dell’Acqua. Acto seguido, se marchó.
El padre Visitador pasó la carta al fraile, saboreando su victoria.
—Esta carta es de Su Santidad. Llegó ayer mediante un mensajero especial procedente de Macao.
El fraile cogió la orden papal y la leyó. En ella se ordenaba, con la formal aquiescencia del rey de España, que, en el futuro, todos los miembros de todas las Ordenes religiosas, viajarían a Japón sólo vía Lisboa, Goa y Macao. Según la orden, a todos les quedaba prohibido, so pena de inmediata excomunión, ir desde Manila directamente al Japón, y finalmente, todos los religiosos, con excepción de los jesuitas, deberían abandonar el Japón en seguida, para dirigirse a Manila, desde donde podrían, si tal era el deseo de sus superiores, regresar al Japón, pero sólo vía Lisboa, Goa y Macao.
—Se les ordena que se marchen. Si no lo hacen, serán excomulgados —dijo Dell’Acqua.
—Por supuesto, acepto este documento, a menos que esté pasado de fecha. Veo que está fechado el dieciséis de septiembre de 1598, casi hace dos años. Esto debe ser comprobado. No lo podemos aceptar apresuradamente. La comprobación costará cuatro años, por lo menos.
—Por supuesto que la orden tiene vigencia.
—Está equivocado. Dentro de unas semanas, como máximo dentro de unos meses, tendremos un arzobispo del Japón. ¡Un obispo español!
—¡Imposible! Esto es territorio portugués, y nuestra provincia.
—Era portugués. Era jesuita. Pero todo esto ha cambiado ahora. Con la ayuda de nuestros hermanos y de la Divina Providencia las cosas resultarán como le he dicho. Esperamos un obispo español, un virrey español y un nuevo capitán del Buque Negro… también español. ¡Quede usted con Dios, Eminencia! —Fray Pérez se levantó, abrió la puerta y se marchó.
Cuando hubo salido el fraile, entró apresuradamente Soldi. Asustado por el mal color del rostro de Dell’Acqua, se apresuró a servirle una copa de aguardiente.
—¿Qué le sucede, Eminencia?
Dell’Acqua miraba al vacío. Durante el pasado año ya había empezado a recibir noticias inquietantes.
—No puede ser cierto, Eminencia. Los españoles no pueden venir aquí.
—Puede ser muy bien cierto. Entretanto, preparémonos para lo que tenga que venir e intentemos hacer las cosas de la mejor manera posible. Dígale al hermano Miguel que vaya en busca de Kiyama y le pida que se presente aquí en seguida.
—Sí, Eminencia. Sin embargo, Kiyama no ha estado aquí anteriormente. No es seguro que venga ahora.
—Dígale a Miguel que emplee toda la persuasión necesaria, pero que traiga a Kiyama antes de la puesta de sol. En segundo lugar, envíe inmediatamente las noticias de la guerra a Martín, a fin de que se las transmita a Toranaga. Escriba los detalles, pero quiero enviar asimismo un mensaje cifrado. Después, envíe a alguien para que traiga aquí a Ferriera.
—Sí, Eminencia. No obstante, con respecto a Kiyama, no sé si Miguel será capaz…
—Dígale a Miguel que lo traiga aquí aunque sea en nombre de Dios. ¡De prisa!