El ataque contra la fortaleza de los Pardos se desencadenó dos o tres horas antes del alba. La primera oleada de diez ninja —los infames Furtivos— avanzó por los tejados de los edificios de enfrente, los cuales ya no estaban custodiados por los Grises. Lanzaron al otro tejado unos ganchos recubiertos con tela y sujetos a sogas, y saltaron al vacío como arañas. Iban vestidos de negro, con ropas muy ceñidas, y enmascarados. Incluso se habían pintado de negro cara y manos. Iban armados con cuchillos y shuriken (una especie de estrellas discoidales, de puntas afiladas y envenenadas, del tamaño de la palma de la mano). En las espaldas llevaban mochilas y unas finas saetas.
Los ninja eran mercenarios. Atacaban siempre por sorpresa y silenciosamente.
Los diez hombres alcanzaron el edificio sin hacer ruido. Cuatro de ellos recogieron los ganchos. Luego empezaron a descender hasta una terraza, seis metros más abajo. Una vez allí, y siempre en silencio, sus camaradas volvieron a recoger los ganchos, los lanzaron hacia abajo y se desplazaron sobre las tejas para alcanzar otro punto.
Tres pisos y dieciocho metros más abajo, Sumiyori se detuvo en su paseo y miró hacia arriba. Se esforzó en ver u oír algo, pero el tejado con los ninja estaba oculto por las sombras, y la luz de la Luna era débil. Los invasores se mantuvieron muy quietos. Sumiyori salió a la terraza para ver mejor. Cuatro de los ninja estaban al alcance de su vista, pero se mantuvieron tan inmóviles y silenciosos, que no pudo advertir nada.
Se dirigió a los guardias que había junto a la puerta, la cual estaba protegida por barras de hierro:
—¡Eh! ¿Veis u oís algo?
—No, capitán —contestaron los centinelas—. Las tejas hacen ruido, pero será cosa de la humedad o del calor.
—Sube, echa un vistazo y dile a los guardias de arriba que inspeccionen —ordenó Sumiyori a uno de los centinelas.
El soldado se apresuró a cumplir la orden, y Sumiyori continuó su ronda.
Los ninja esperaban, inmóviles, en el tejado y en la terraza. Estaban entrenados para no moverse durante horas, si era necesario. Al cabo de un rato, el jefe del grupo hizo una señal, y los ninja pasaron al ataque. Sus ganchos y sogas los transportaron a otra terraza, desde la que podrían penetrar por las estrechas ventanas abiertas en las murallas de granito. Debajo de este piso superior, todas las demás ventanas —posiciones defensivas para los arqueros— eran tan estrechas que resultaba imposible entrar por ellas. Al hacer otra señal, los dos grupos entraron simultáneamente.
Ambas habitaciones estaban a oscuras. Los Pardos dormían en filas. Fueron muertos rápidamente y en silencio, hundiéndoles un cuchillo en la garganta. Tras esta operación, el jefe cogió una vela, la encendió, se asomó a la ventana e hizo tres señales. Detrás de él, sus hombres se aseguraban de que todos los Pardos estuvieran muertos. El jefe repitió la señal, después se apartó de la ventana y, mediante signos, dio unas órdenes a sus hombres.
Los atacantes abrieron sus mochilas y sacaron las armas: cuchillos de doble filo falciformes, con una cadena sujeta al mango, shuriken y cuchillos arrojadizos. Al dar otra orden, los hombres más selectos echaron mano de sus saetas. Ya a punto todos los ninja, el jefe apagó la vela.
Cuando las campanas de la ciudad dieron la media de la Hora del Tigre —las cuatro de la mañana, una hora antes del amanecer—, penetró el segundo grupo de ninja. Eran veinte y llevaban sables. Como otras tantas sombras, se ocultaron entre los matorrales. Al mismo tiempo, otro grupo de veinte descendió mediante sogas y ganchos, para atacar el edificio que dominaba el patio y el jardín.
En los edificios había dos Pardos, vigilando los tejados vacíos de la avenida. Entonces, uno de los Pardos vio los ganchos y se dispuso a dar la alarma. Su compañero abrió la boca para gritar, pero el primer ninja le lanzó un shuriken a la cara, ahogando el grito. Se entabló una lucha, pero el samurai estaba envenenado y sólo pudo asestar un sablazo al invasor, antes de caer muerto. Su compañero también fue eliminado.
Todos los ninja treparon por las sogas y entraron en el edificio. Pasaron junto a su camarada herido. El jefe se acercó al herido y le ordenó que se suicidara. Se pinchó con un shuriken y luego se decapitó con el cuchillo. El jefe se cercioró de que su hombre estaba muerto y se acercó a la puerta que daba acceso al interior, la cual abrió cautelosamente. En aquel momento oyeron pasos que se aproximaban, y los ninja se dispusieron para una emboscada.
Sumiyori se acercaba con diez Pardos. Dejó dos soldados junto a la puerta del edificio y, sin detenerse, siguió hasta descender por unas escaleras circulares que conducían al fondo, en donde había otro puesto de guardia, los dos cansados samurais, al ser relevados, se inclinaron y se marcharon a descansar.
—Recoged a los otros y volved a vuestros aposentos. Se os despertará de madrugada —dijo Sumiyori.
—Sí, capitán.
Los dos samurais estaban contentos porque hubiera terminado su turno de guardia. Por su parte, Sumiyori siguió relevando centinelas. Por fin se detuvo ante una puerta y llamó, iba acompañado por los dos últimos guardias que iban a entrar en servicio.
—¿Yabú-san?
—Sí —respondió una voz soñolienta.
—Relevo de guardia.
—Gracias. Por favor, entra.
En la estancia había otra cama, además de la de Yabú.
—Todo está en calma. Ella duerme ahora… al menos eso es lo que me ha dicho Chimmoko —musitó Sumiyori.
Sumiyori se dirigió a una mesa y se sirvió un vaso de cha. En la mesa estaba también su salvoconducto, que Yabú había traído del despacho de Ishido.
—¿Qué hace Anjín-san? —preguntó Yabú, mientras se estiraba en la cama, bostezando.
—Estaba despierto la última vez que pasé por su estancia. Eso fue a medianoche. Me pidió que no fuera por allí hasta el amanecer. No lo entendí muy bien. De todos modos es igual. La seguridad es perfecta, ¿neh? Kiritsubo-san y las otras damas están tranquilas.
Yabú se puso en pie, llevando sólo una tela que le cubría el abdomen. En seguida empezó a hacer ejercicio y, acto seguido, se vistió.
—Creo que todo esto es una trampa —comentó Sumiyori, dejando su vaso sobre la mesa.
—¿Cómo?
—No creo en Ishido.
—Tenemos autorizaciones firmadas. Ahí están. ¿Cómo podría romper un compromiso contraído en público con nosotros y con la dama Toda? Imposible, ¿neh?
—No sé. Discúlpame, Yabú-san, pero sigo creyendo que esto es una trampa.
—¿Qué clase de trampa? —preguntó Yabú.
—Nos van a tender una emboscada.
—¿Fuera del castillo?
—Sí, eso es lo que creo —aseguró Sumiyori.
—No se atreverían a hacerlo.
—Por supuesto que sí. Nos tenderán una emboscada. No comprendo por qué la dejaría marcharse a ella, o a dama Kiritsubo, o a dama Sazuko, o al niño. Ni siquiera a la vieja dama Etsu.
—Creo que te equivocas.
—Sospecho que hubiera sido mejor que ella se hubiera cortado el cuello y tú la hubieras matado —dijo Sumiyori moviendo la cabeza tristemente—. De este modo no hemos resuelto nada.
Yabú se metió los sables dentro del cinturón y pensó: «Si se hubiera dado muerte, nosotros podríamos vivir.» A Sumiyori le dijo:
—Creo que no has comprendido. Ella conquistó Ishido. Dama Toda ganó. Ishido no se atreverá a atacarnos.
Sumiyori se acercó a una ventana y miró atentamente. Exclamó:
—¡Espera un momento! ¿No has oído nada?
Yabú se acercó a Sumiyori mostrando intenciones de captar algún movimiento o ruido. Entonces, con una rapidez fulminante, hundió su corto sable en la espalda de Sumiyori, tapando la boca de éste para ahogar su grito. Depositó el cadáver sobre una de las camas, como si durmiera, y limpió cuidadosamente la hoja de su sable.
Cuando Yabú regresaba del despacho de Ishido con los salvoconductos, le había salido al paso un samurai al que no había visto antes.
—Queremos tu cooperación, Yabú-san.
—¿Para qué y quién la pide?
—Se trata de alguien a quien hiciste ayer una oferta.
—¿Qué oferta?
—A cambio de salvoconductos para ti y el Anjín-san. Ya viste que ella estaba desarmada durante la emboscada en vuestro viaje… Por favor, no toques tu sable, Yabú-san, tengo ahí cuatro arqueros esperando una señal mía.
—¿Cómo te atreves a desafiarme? ¿De qué emboscada me hablas?
Yabú no había dudado de que se trataba de un intermediario de Ishido. El día anterior por la tarde, él había hecho la oferta secreta en un desesperado intento de salvar algo del trastorno que Mariko había causado a sus planes con respecto al Buque Negro y el futuro. En seguida comprendió que era una idea descabellada. Iba a ser difícil, si no imposible, desarmarla y seguir vivo. Cuando Ishido, a través de intermediarios, había rechazado el plan, él no se había sorprendido.
—No sé nada de ninguna emboscada —había asegurado bruscamente, deseando que Yuriko estuviera allí para ayudarlo a salir del paso.
—De todos modos, estás invitado a una, aunque no de la manera en que tú planeaste.
—¿Quién eres?
—A cambio conseguirás Izú, el bárbaro y su barco, en el momento en que la cabeza del jefe enemigo esté sobre el polvo. A condición, por supuesto, de que ella sea capturada viva y tú permanezcas en Osaka hasta el día y de que jures fidelidad.
—¿Qué cabeza?
Yabú se había puesto a pensar, comprendiendo finalmente que Ishido había extendido los salvoconductos como una estratagema, de forma para establecer un acuerdo secreto.
—Responde sí o no —pidió el samurai.
—¿Quién eres tú y de qué me estás hablando? Aquí está el salvoconducto del señor Ishido. Ni siquiera el señor general puede cancelar esto después de lo que ha sucedido.
—Esto es lo que dicen muchos. Pero, de todos modos, te será muy difícil insultar al señor Yaemón… Por favor, aparta la mano de la empuñadura de tu sable.
—Entonces ten cuidado con tu lengua.
—De acuerdo, lo siento. ¿Estás de acuerdo?
—Ahora soy señor de Izú, y se me ha prometido Totomi y Suruga —había dicho Yabú, empezando a negociar.
Yabú sabía que si bien estaba tan atrapado como Mariko, Ishido también lo estaba, a causa de que aún persistía el dilema ocasionado por Mariko.
—Sí, lo eres —había dicho el samurai—. Pero no estoy autorizado a negociar. Éstos son los términos: ¿sí o no?
Yabú acabó de limpiar su sable y cubrió el cadáver de Sumiyori con una sábana. Después salió fuera y los dos Pardos de guardia se inclinaron al verlo.
—Te despertaré de madrugada, Sumiyori-san —dijo Yabú a la oscuridad. Se dirigió a uno de los samurais—: Tú haz guardia aquí. Que no entre nadie. Asegúrate de que no molesten al capitán.
—Sí, señor.
Yabú se llevó a uno de los guardias hasta el corredor sin salida de la sala de audiencias. Los guardias se inclinaron y le permitieron entrar. Otro samurai le abrió la puerta que daba acceso a las estancias privadas. Llamó a una puerta.
—¿Anjín-san? —preguntó Yabú calmosamente.
No hubo respuesta. Empujó el shoji para abrirlo. La habitación estaba vacía y la shoji interior, entreabierta. Ordenó al guardia que lo acompañaba que esperase y echó a andar por el corredor interior, casi a oscuras. Chimmoko le cerró el paso, empuñando un cuchillo. Su lecho estaba en un pasillo fuera de una de las habitaciones.
—Lo siento, señor, estaba dormitando —dijo ella en son de disculpa y bajando el cuchillo.
Sin embargo, la mujer no se movió de su sitio.
—Estoy buscando al Anjín-san.
—Él y mi señora están hablando, señor, con Kiritsubo-san y la dama Achiko.
—Por favor, pregúntale si puedo hablar con él un momento.
—Desde luego, señor.
Chimmoko condujo cortésmente a Yabú hasta la otra habitación. El centinela que había en el pasillo miraba inquisitivamente.
Al cabo de un momento, la shoji se volvió a abrir y apareció Blackthorne. Estaba vestido y llevaba un sable corto.
—Buenas noches, Yabú-san —dijo Blackthorne.
—Lamento molestarte, Anjín-san. Sólo quiero cerciorarme de que todo está bien, ¿comprendes?
—Sí, gracias, no te preocupes.
—¿Qué tal está dama Toda?
—Ahora se encuentra bien. Muy cansada, pero bien. Pronto amanecerá, ¿neh?
—Sí. Sólo quería asegurarme de que todo estaba en orden.
—Sí. Esta tarde tú hablaste de un «plan», Yabú-san. ¿Recuerdas? Por favor, ¿a qué plan secreto te referías?
—Nada secreto, Anjín-san —respondió Yabú, lamentando haber sido tan indiscreto—. No me comprendiste. Sólo dije que debíamos tener un plan… es muy difícil escapar de Osaka, ¿neh? Se debe escapar o… —Yabú se pasó un cuchillo cerca de su cuello—. ¿Comprendes?
—Sí, pero ahora hay pase, ¿neh? Ahora podremos salir a salvo de Osaka…
—Sí. Pronto nos iremos, en bote. Conseguiremos hombres en Nagasaki. ¿Comprendes?
—Sí.
Yabú se fue con grandes muestras de cordialidad. Blackthorne regresó junto a Mariko, quien parecía más diminuta, más delicada y más hermosa que nunca. Kiri estaba arrodillada en un cojín. Achiko dormía.
—¿Qué quería, Anjín-san? —preguntó Mariko.
—Sólo ver si estábamos bien.
Mariko tradujo sus palabras a Kiri.
—Kiri me ha dicho si le has preguntado lo del «plan» —dijo Mariko.
—Sí, pero no ha querido darme explicaciones. Quizás estoy equivocado, pero creo que ha planeado algo esta tarde.
—¿Para traicionarnos?
—Por supuesto. Pero no sé cómo.
—A lo mejor te equivocas. Ahora estamos a salvo —dijo Mariko, sonriendo—. Es tan hermoso estar en paz.
—Sí —dijo él—. Estoy muy contento de que te halles viva, Mariko. Por un momento te vi muerta.
—Creí que lo estaba. Aún no puedo creer que Ishido cediera. ¡Cuánto adoro tus brazos cuando me coges, y tu fuerza!
—Esta tarde, desde el momento del desafío de Yoshinaka, no vi más que muerte: la tuya, la mía, la de todos.
—Sí. Desde el día del terremoto, Anjín-san. Por favor, perdóname, pero yo no quería asustarte. Temía que no entendieses. Sí, desde aquel día comprendí que era mi karma sacar a los rehenes de Osaka. Sólo podía hacer aquello por el señor Toranaga. Y ahora está hecho. Pero, a qué precio, ¿neh? Virgen mía, perdóname.
Entonces llegó Kiri y debieron guardar silencio. Pero esto no les importó. Una sonrisa, una mirada o una palabra era suficiente.
Kiri se acercó a las ventanas. En el mar se veían luces de las barcas pesqueras.
—Pronto amanecerá —comentó Kiri.
—Sí —dijo Mariko—. Me voy a levantar.
—Luego. Todavía no, Mariko-sama —dijo Kiri—. Descansa, por favor. Necesitas reponer fuerzas.
—Quisiera que el señor Toranaga estuviese aquí.
—Sí.
—¿Has preparado otro mensaje acerca… acerca de nuestra marcha?
—Sí, Mariko-sama. De aquí saldrá otra paloma al amanecer. El señor Toranaga se enterará de tu victoria —dijo Kiri—. Se sentirá orgulloso de ti.
—Estoy muy contenta de que tuviera razón.
—Sí —dijo Kiri—. Por favor, perdóname por dudar de ti y de él.
Kiri se volvió hacia la ventana y miró hacia la ciudad. Quiso gritar que Toranaga estaba equivocado. «Nunca podremos salir de Osaka, por mucho que lo intentemos. Nuestro karma es quedarnos aquí, su karma es perder.»
En el ala occidental, Yabú se detuvo en el cuarto de guardia. Los centinelas estaban listos para el relevo.
—Voy a hacer una inspección.
—Sí, señor.
—El resto de vosotros esperadme aquí. Tú, ven conmigo.
Yabú bajó por la escalera principal, seguido por un solo guardia. Al pie de la escalera había más guardias, igual que en el antepatio y en el jardín.
Ante la sorpresa del centinela, Yabú descendió al fondo de la fortaleza, pasando por corredores poco frecuentados y llenos de humedad. No había guardias en las bodegas porque no había nada que proteger. Muy pronto empezaron a subir, acercándose a las murallas exteriores.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Yabú, deteniéndose de improviso.
El samurai se detuvo, intentó oír algo y murió. Yabú limpió la hoja de su sable y empujó el cadáver a un rincón oscuro. Después se dirigió apresuradamente a una pequeña puerta de hierro, protegida por fuertes barras asimismo de hierro, de la cual le había dado noticia el intermediario de Ishido. Descorrió los oxidados cerrojos. Cuando tras un esfuerzo, consiguió abrir la puerta, le dio en la cara el frío viento del exterior. Los ninja, estaban allí, con sus armas preparadas.
Yabú alzó una mano e hizo la señal que le habían indicado:
—Soy Kasigi Yabú —dijo.
El casi invisible jefe, vestido de negro, asintió con la cabeza, pero mantuvo su lanza en alto. Se acercó a Yabú y éste, obedientemente, retrocedió un paso. El jefe de los ninja se adentró en el corredor, era un hombre alto y fornido. Al ver el cadáver del centinela le arrojó su lanza, sujeta en su parte trasera por una ligera cadena. En silencio, recuperó su arma, enrollando la cadena a su muñeca, y escuchó con atención.
Después entraron aceleradamente veinte hombres y se precipitaron escaleras arriba. Aquellos hombres llevaban herramientas de asalto, asimismo iban armados con cuchillos falciformes, sables y shuriken. En el centro de sus capuchas ostentaban un círculo rojo.
El jefe no los miró, sino que fijó sus ojos en Yabú, mientras con los dedos de su mano izquierda inició una cuenta. Yabú advirtió la presencia de muchos hombres que lo estaban mirando al otro lado de la puerta. Sin embargo, no podía ver a ninguno.
En aquel momento, los atacantes del círculo rojo subían las escaleras de dos en dos peldaños. Pero al llegar al final tuvieron que detenerse: una puerta les cerraba el paso. Utilizaron sus herramientas y siguieron adelante. Por fin llegaron a un corredor en cuyo extremo había una puerta secreta de madera. Como había un agujero, uno de los atacantes miró a través de él. En una cámara había dos Grises y dos Pardos, montando guardia para custodiar los dormitorios.
Abajo, el jefe seguía contando, sin dejar de mirar a Yabú. Éste observaba y esperaba, podía oler su propio sudor producido por el miedo y que le llegaba hasta las ventanillas de su nariz. El jefe dejó de contar repentinamente y señaló hacia el corredor.
Yabú asintió y regresó por el camino que había recorrido antes. A sus espaldas prosiguió la inexorable cuenta: «uno… dos… tres…».
Yabú sabía el terrible riesgo que estaba corriendo, pero no tenía otra alternativa. Maldecía a Mariko por haberlo forzado a colaborar con Ishido. Una parte del trato era que él debía abrir aquella puerta secreta.
—¿Qué hay detrás de la puerta? —había preguntado, receloso.
—Amigos. Ésta es la señal, y el santo y seña será tu nombre.
—Entonces me matarán, ¿neh?
—No, tú eres demasiado valioso, Yabú-san. Deberás asegurarte de consolidar la infiltración.
Yabú se mostró de acuerdo, pero no le dijeron nada de los ninja, los odiados y temidos semilegendarios mercenarios, que eran fieles sólo a sus fuertemente unidos clanes familiares. Estos poseían una serie de secretos que jamás revelaban: cómo recorrer grandes distancias a nado debajo del agua, cómo escalar por paredes casi lisas, cómo hacerse invisibles y permanecer durante un día y una noche sin moverse, cómo matar con sus manos y pies, así como con cualquier otra cosa, como veneno, fuego y explosivos. Para los ninja, dar muerte violenta a cambio de dinero era su único propósito en la vida.
A Yabú le había impresionado mucho que los atacantes fueran ninja y no ronín. Ishido debería de estar loco, se dijo. Subió por las escaleras y se dirigió a los aposentos de la servidumbre.
El jefe de los ninja dejó de contar con los dedos, hizo una señal y corrió junto a Yabú. Veinte ninja lo siguieron en la oscuridad, y otros quince tomaron posiciones defensivas en ambos extremos del corredor, para vigilar esta vía de escape que conducía por un laberinto de olvidadas bodegas, así como pasadizos que conducían debajo del foso, a un punto secreto escogido por Ishido.
Yabú se precipitó en los dormitorios de los criados, haciendo caer a causa de su brusca irrupción multitud de objetos.
—¡Ninjaaa! —gritó Yabú.
Aquello no era parte de su trato, pero tuvo que seguir cumpliendo lo estipulado. Histéricamente, los sirvientes trataron de ocultarse donde pudieron, mientras Yabú seguía corriendo. Subió por unas escaleras y alcanzó uno de los principales corredores, en donde encontró a los primeros guardias Pardos, quienes ya tenían desenvainados sus sables.
—¡Dad la alarma! —bramó Yabú—. ¡Ninja, hay ninja entre los criados!
Un samurai subió precipitadamente por la escalera principal, el segundo, con el sable en alto, se quedó bravamente solo en espera de los atacantes. Al verlo, los sirvientes se detuvieron.
Yabú siguió corriendo hacia la puerta principal y gritó:
—¡Dad la alarma! ¡Nos atacan!
Esto era lo que había convenido hacer, para señalar la diversión fuera que cubriría el principal ataque por la puerta secreta en la cámara de audiencia, a fin de raptar a Mariko y llevársela de allí antes de que alguien se enterara.
Los samurais que había en las puertas y en el antepatio no sabían qué guardar. En aquel momento, los ninja ocultos en el jardín salieron de sus escondrijos y atacaron a los Pardos. Yabú se retiró al salón de entrada, mientras que otros Pardos bajaban apresuradamente desde el cuarto de guardia, dispuestos a apoyar a los hombres que había fuera.
El primero de los ninja procedente de las bodegas pasó como una exhalación junto a los sirvientes que había en la escalera y con shuriken eliminó al único samurai defensor que allí había. A los criados los mataron a lanzazos. Los ninja de las bodegas llegaron hasta el corredor principal, creando un tremendo alboroto. Los Pardos no sabían ya de dónde procedería el siguiente ataque.
La primera oleada de defensores fue fácilmente eliminada en el jardín, mientras los Pardos seguían afluyendo por la puerta principal. Sin embargo, otra oleada de Pardos lanzó un fuerte ataque y obligó a retroceder a los invasores. Al oír gritar una orden, los ninja, se retiraron, pues en la oscuridad, con su ropa negra, constituían difíciles blancos. Ingenuamente, los Pardos se precipitaron tras ellos, cayeron en la trampa y los ninja los liquidaron en la oscuridad.
Los atacantes del círculo rojo en la capucha estaban aún fuera de la sala de audiencia, mientras su jefe miraba por el agujero. Podía ver a los ansiosos Pardos y a los Grises de Blackthorne, quienes guardaban la puerta fortificada del corredor y, llenos de inquietud, oían los alaridos de los heridos y moribundos. De pronto, los oficiales de los Pardos y los Grises ordenaron a sus hombres que salieran y ocuparan posiciones defensivas en el extremo del corredor. Entonces el camino quedó despejado, y en la puerta del corredor interior, abierta, quedó sólo el capitán de los Grises, que en seguida se marchó. El jefe de los hombres con el círculo rojo en la capucha vio a una mujer que se aproximaba al umbral, acompañada por el alto bárbaro. En seguida reconoció su presa. Impaciente por cumplir su misión, así como impulsado por su afán de matar, el jefe de los ninja dio la señal e irrumpió poco antes de lo debido.
Al verlo, Blackthorne se sacó la pistola de debajo del quimono y abrió fuego. El jefe ninja cayó, quedando frenado el ataque. Simultáneamente, el capitán de los Grises entró en escena, pasando al ataque con inaudita ferocidad y matando de un sablazo a un ninja. Los restantes ninja se arrojaron sobre él para darle muerte. Aquellos escasos segundos permitieron a Blackthorne poner a Mariko a salvo y cerrar la puerta. Sin perder un instante, atrancó la puerta con la barra de hierro. Los ninja se habían abalanzado contra la puerta y trataban frenéticamente de derribarla.
—¡Por Dios santo! ¿Qué sucede? —preguntó Blackthorne.
—¡Son ninja! —gritó Mariko.
Kiri, dama Sazuko, dama Etsu, Chimmoko y Ochiko salieron histéricamente de sus dormitorios, mientras se oían tremendos porrazos en la puerta principal.
—¡Rápido, por aquí! —gritó Kiri.
Blackthorne se precipitó hacia su dormitorio en busca de su cuerno de pólvora y los sables.
En la sala de audiencia, los ninja habían liquidado ya a los seis Pardos y Grises. Habían muerto dos ninja, y otros dos habían quedado heridos.
El nuevo jefe de los atacantes urgió a sus hombres para que derribaran la puerta. El jefe dio un puntapié al cadáver de su hermano, furioso porque la impaciencia de éste había eliminado el factor sorpresa en el ataque.
Mientras los ninja destrozaban la puerta, Blackthorne cargó su pistola.
—¡Anjín-san, date prisa! —gritó Mariko.
Él no hizo caso, se acercó a la puerta y apuntó a través de una abertura hecha en la madera. Abrió fuego y, desde el otro lado, se oyó un alarido. Cesó el asalto a la puerta.
Kiri descendía presurosa por un pasadizo interior. A pesar de las protestas de las demás mujeres, Kiri siguió corriendo por el pasadizo, hasta llegar a otra habitación, que cruzó y empujó un panel de la pared de shoji. En la pared de piedra había una puerta de hierro, fuertemente protegida. Kiri la abrió, pues estaba bien engrasada.
—Éste es el lugar de escape de mi señor… Pero, ¿dónde está Mariko?
Chimmoko desanduvo apresuradamente el camino recorrido.
Blackthorne volvió a disparar a través de la puerta, se oyó un lamento y el ataque se detuvo de nuevo.
—¡Anjín-san! —gritó Mariko.
Blackthorne recogió sus armas y se precipitó hacia ella. Por fin cedió la puerta e irrumpieron los ninja.
Los dos echaron a correr hasta encontrarse con Chimmoko, quien gritó:
—¡De prisa!
Chimmoko los dejó pasar, los siguió unos instantes y, de pronto, sacó su cuchillo y se quedó en el corredor.
Cuando aparecieron los ninja, Chimmoko se arrojó sobre el primer hombre, para acuchillarlo. Éste paró el golpe y la apartó de sí de un empellón. El último ninja le rompió el cuello a Chimmoko de un puntapié y corrió detrás de sus compañeros.
Mariko y Blackthorne consiguieron llegar al refugio con el tiempo tan justo, que las saetas y shuriken se estrellaron contra la puerta cuando ésta se cerraba.
Blackthorne dio gracias a Dios por haber escapado y por la solidez de la puerta de hierro. Junto a él estaba Mariko, muy fatigada, y seis doncellas, así como Achiko, Kiri, Sazuko y la vieja dama. La estancia era pequeña, con paredes de piedra. Otra puerta daba a una pequeña terraza. Él se asomó por una ventana y miró hacia la avenida y el antepatio. Pudo oír alaridos y lamentos.
—¿Qué diablos está sucediendo? —preguntó Blackthorne.
Nadie pudo responderle.
Yabú corría por un amplio pasillo del ala Oeste, dirigiéndose hacia los dormitorios de los centinelas. De pronto se encontró detrás de gran número de samurais que trataban de contener un feroz contraataque de los ninja, los cuales bajaban del piso superior.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Yabú, sorprendido del ataque ninja por aquella parte.
—Los tenemos encima —respondió un samurai—. Éstos vienen de arriba…
Yabú profirió una maldición, dándose cuenta de que lo habían engañado. Gritó:
—Id en busca de los arqueros.
Los hombres se precipitaron a cumplir su orden.
El samurai, con una herida sangrante en el rostro, volvió a dirigirse a Yabú y le preguntó:
—¿A qué obedece este ataque?
—No lo sé —respondió Yabú.
—Si Toranaga-sama estuviera aquí, podría entender que Ishido hubiera ordenado un ataque repentino. Pero, ¿por qué ahora? —dijo el samurai—. Aquí no hay nadie ni na… —se detuvo al descubrir la verdad—. ¡Dama Toda!
Yabú trató de hacerlo callar, pero el samurai gritó:
—¡Han venido por ella, Yabú-san! Buscan a dama Toda.
El samurai se precipitó hacia el ala oriental. Yabú dudó un momento y lo siguió.
Para llegar al ala Este debían cruzar el descansillo de la escalera central, que estaba en poder de los ninja. Al saber que su señora estaba en peligro, los samurais trataron fieramente de romper el cordón de ninja.
—¡Retiraos y reagrupaos! —ordenó Yabú.
Yabú creía presentir que Mariko había sido ya capturada y llevada a la bodega de salida, abajo. Esperaba oír de un momento a otro la ansiada señal para que los ninja se retirasen. Entonces, un grupo de Pardos se lanzó, en un ataque suicida, y rompió el cordón ninja. Los samurais atacantes murieron, pero otros, desobedeciendo las órdenes de Yabú, embistieron con todas sus fuerzas. Los ninja empezaron a utilizar el fuego, y ardieron samurais, colgaduras y algunos ninja. Un samurai, envuelto en llamas, utilizó su sable como un hacha de batalla para abrir paso entre los invasores. Diez samurais lo siguieron, murieron dos y otros tres resultaron mortalmente heridos, el resto consiguió avanzar hacia el ala Este. Los ninja que quedaban se retiraron ordenadamente hacia el piso inferior y su camino de escape subterráneo. Entonces empezó la batalla por la posesión del ala Este.
En la pequeña habitación, todos miraban hacia la puerta. Podían oír a los atacantes, los cuales utilizaban martillos. Oyeron asimismo una voz imperativa.
Dos de las doncellas empezaron a sollozar.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Blackthorne.
—Pues que abramos la puerta y nos rindamos. Si no, la volará —contestó Mariko, humedeciéndose los labios con la lengua.
—¿Pueden hacerlo, Mariko-san?
—No lo sé. Pueden utilizar pólvora, por supuesto.
La voz del ninja se hizo más agria e imperativa. Las miradas de las mujeres se clavaron en Blackthorne. Mariko sabía que estaba perdida y que había llegado su hora.
—Ha dicho que si abrimos la puerta y nos rendimos, todos quedaremos libres, excepto tú —tradujo Mariko—. Te quiere como rehén, Anjín-san.
Blackthorne se adelantó para abrir la puerta, pero Mariko se interpuso en su camino.
—No, Anjín-san, es una trampa. En realidad no te quieren a ti, sino a mí.
Él sonrió a Mariko, le dio un suave apretón en un brazo y alargó la mano para descorrer uno de los cerrojos.
—No han venido por ti, sino por mí. ¡Es una trampa, te lo juro!
Con un movimiento rápido, Mariko intentó desenvainar el sable de Blackthorne. Él se dio cuenta y la detuvo.
—¡No! ¡No lo hagas!
—¡No dejes que caiga en sus manos! No tengo cuchillo. ¡Por favor, Anjín-san!
Él descorrió otro cerrojo.
—Me quieren viva —dijo Mariko con vehemencia—. ¿Es que no lo ves? Quieren capturarme. Ten en cuenta que Toranaga habrá cruzado mañana la frontera. Es una trampa, ¡por favor!
Blackthorne descorrió el cerrojo central.
—¡Por el amor de Dios! No permitas una matanza inútil. ¡Recuerda tu promesa!
Blackthorne rindióse, al fin, ante el razonamiento de Mariko y con pánico, volvió a correr los cerrojos.
Golpearon de nuevo brutalmente la puerta con objetos de hierro. Volvió a oírse la voz.
—¡Apartaos de la puerta! —gritó Mariko—. ¡La van a volar!
—Conténlos, Mariko-san —dijo Blackthorne, saltando a la puerta lateral que conducía a los edificios—. Nuestros hombres estarán pronto aquí. Ve moviendo los cerrojos y diles que están oxidados.
Mariko le obedeció y fingió que intentaba descorrer el cerrojo central, al tiempo que dirigía palabras al ninja que estaba fuera. Después empezó a mover el cerrojo inferior. De nuevo la voz volvió a sonar con insistencia, y Mariko se excusó.
Blackthorne hacía todo lo posible por abrir la otra puerta.
El jefe de los ninja atacantes estaba loco de rabia. Aquel refugio secreto había sido algo imprevisto. Las órdenes que recibiera del jefe del clan habían sido las de capturar viva a Toda Mariko, asegurarse de que estuviese desarmada, y entregársela a los Grises, los cuales esperaban en el extremo del túnel que empezaba en las bodegas. El ninja sabía que el tiempo transcurría inexorablemente y oía la feroz lucha que se desarrollaba en el corredor. Decidió encender una vela para proceder a la voladura de la puerta. Sin embargo, aquello le planteaba un dilema. Para penetrar allí no había más remedio que volar la puerta. Pero dama Toda estaba al otro lado de la puerta, y la explosión podría matar a todo el mundo, lo cual haría fracasar su misión.
De improviso se oyeron los pasos de alguien que se acercaba corriendo.
—¡De prisa! —gritó el ninja—. No podremos contenerlos mucho más tiempo.
El jefe tomó una decisión. Hizo señas a sus hombres para que se pusieran a cubierto y gritó una advertencia:
—¡Apartaos los de dentro! ¡Voy a volar la puerta!
Blackthorne consiguió, por fin, abrir la puerta. Entró una ráfaga del aire fresco de la noche.
Trató de recoger a Mariko y oyó que ésta decía:
—Yo, Toda Mariko, protesto por este vergonzoso ataque y por mi muerte…
Blackthorne se acercó a ella, pero la explosión lo lanzó a un lado. La pesada puerta de hierro cayó estruendosamente. La estancia se llenó de humo. Los ninja penetraron rápidamente.
El jefe ninja se arrodilló junto a Mariko, la cual agonizaba. «Karma», pensó, y se puso de pie. Blackthorne estaba petrificado por el estupor.
El jefe ninja dio un paso al frente y se detuvo. Apareció Achiko. El ninja la reconoció. Después miró a Blackthorne. Sintió deseos de matarlo por haberles disparado. Volvió a mirar a Achiko, se sacó un cuchillo, le clavó el arma en el seno izquierdo y la mató.
De este modo cumplía la última parte de las órdenes que había recibido de sus superiores —él creía que el plan era cosa de Ishido, aunque jamás lo descubriría—. Si fracasaba y dama Toda conseguía darse muerte, él no debería tocar su cuerpo ni cortarle la cabeza. Asimismo, debería proteger al bárbaro y procurar que las demás mujeres no sufrieran ningún daño, con excepción de Kiyama Achiko. No sabía por qué le habían ordenado que la matara, pero como le habían pagado por ello, lo cumplió.
Dio orden de retirada, y uno de sus hombres se llevó a los labios un cuerno y lanzó un estridente sonido, que se oyó en todo el castillo. El jefe echó una última ojeada a Mariko, a Achiko y al bárbaro, al que hubiera deseado dar muerte. Finalmente, los ninja se marcharon corriendo.
Al cabo de un rato se presentaron los Pardos y miraron a su alrededor, horrorizados.
Kiri estaba de rodillas, junto a Mariko. Un samurai la levantó, otros los rodearon. Los samurais se marcharon cuando Yabú entró en la habitación, con el rostro de tono ceniciento. Cuando vio que Blackthorne estaba aún vivo, pareció mitigarse su ansiedad.
—¡Que venga un médico, rápido! —ordenó Yabú, arrodillándose junto a Mariko.
Mariko estaba aún viva, pero se extinguía rápidamente. Tenía el cuerpo terriblemente mutilado. Yabú se quitó el quimono y la tapó hasta el cuello.
—¡De prisa, un médico! —insistió Yabú, al tiempo que ayudaba a Blackthorne a recostarse contra la pared.
—¡Anjín-san! ¡Anjín-san!
Blackthorne, con el rostro cubierto de heridas, estaba aún bajo los efectos del shock. Por fin, su vista se aclaró algo y vio a Yabú, aunque de una forma distorsionada. No sabía dónde estaba ni quién era, creía estar a bordo de un navío, en una batalla naval, y que lo necesitaban. Entonces vio a Mariko y recordó. Se puso en pie ayudado por Yabú y se acercó a ella.
Mariko parecía dormir en paz. Se arrodilló trabajosamente y apartó el quimono que la cubría, acto seguido, la volvió a tapar. El pulso de Mariko era casi imperceptible. Poco después, se detuvo.
Blackthorne se quedó mirándola fijamente, casi a punto de perder el conocimiento. Por fin llegó el doctor, el cual, tras examinarla, movió la cabeza y dijo algo que Blackthorne no pudo entender. Sólo sabía que Mariko había muerto y que a él, en cierto modo, le pasaba igual.
Blackthorne hizo la señal de la cruz sobre ella y pronunció en latín las palabras sagradas de ritual. Luego se puso de pie, pero su mente pareció estallar y cayó desvanecido. Unas manos solícitas lo detuvieron en su caída y lo depositaron cuidadosamente en el suelo.
—¿Está muerto? —preguntó Yabú.
—Casi. No sé cómo tendrá los oídos, Yabú-sama —respondió el doctor—. Debe de tener una hemorragia interna.
—Será mejor que nos apresuremos —dijo un samurai, nervioso—. El fuego puede extenderse y quedaremos atrapados.
—Sí —dijo Yabú.
La vieja dama Etsu se incorporó ayudada por su doncella y dijo:
—Yo, Maeda Etsu, esposa de Maeda Arinosi, señor de Nagato, Iwami y Aki, declaro que Toda Mariko-sama dio su vida por evitar caer deshonrosamente en manos de esos horribles y execrables hombres. Atestiguo que Kiyama Achiko optó por atacar a los ninja, sacrificando su vida por no sufrir la deshonra de ser capturada. Si no llega a ser por la valentía del samurai bárbaro, dama Toda habría sido capturada y deshonrada, igual que todas nosotras… Acuso al señor Ishido de organizar este vergonzoso ataque… y traicionar al Heredero y a la dama Ochiba… Asimismo, el señor Ishido ha traicionado al Consejo de Regentes. También te pido que te lleves el testimonio de que no puedo seguir viviendo con esta vergüenza.
—No, no, señora —dijo la doncella llorando—. No te dejaré hacerlo…
—¡Apártate! Kasigi Yabú-san, ayúdame, por favor. ¡Apártate, mujer!
Yabú ordenó a la doncella que se retirase y cogió en sus brazos a la frágil dama Etsu. Ésta respiraba dificultosamente.
—Doy testimonio de esto en el momento de mi muerte. Sería para mí un gran honor el que sirvieras de ayudante…
—No, señora, no hay necesidad de morir.
—Ya me estoy muriendo, Yabú-sama. Tengo una hemorragia interna. Algo se me debe de haber roto… a causa de la explosión. Ayúdame…
Yabú la ayudó a poner los pies en el suelo. Todos se inclinaron ante ella.
—He dicho la verdad. Lo atestiguo en el momento de mi muerte.
La mujer cerró los ojos en señal de gratitud y se desplomó hacia delante, para dar la bienvenida a la muerte.