—Hermoso, ¿neh? —dijo Yabú señalando hacia abajo, en dirección a los muertos.
—¿Qué dices? —le preguntó Blackthorne.
—Era un poema. ¿Sabes lo que quiere decir «poema»?
—Sí, entiendo la palabra.
—Era un poema, Anjín-san. ¿No lo crees así?
Si Blackthorne hubiera sabido las palabras necesarias, habría podido decir: «No, Yabú-san. Pero he podido ver claramente, por primera vez, qué pensaba en realidad cuando Mariko dio la primera orden y Yoshinaka mató al primer hombre. ¿Poema? Es un ritual horrible, sin sentido y extraordinario, donde la muerte se formaliza y se hace inevitable. Todos lo hemos llevado a cabo, Yabú-san: tú, yo, el castillo, Kiri, Ochiba, Ishido, todos. Y todo, porque ella había ya decidido lo que había que hacer, tras considerar que era necesario. ¿Y cuándo lo decidió? Hace mucho tiempo, ¿neh? Mejor dicho, Toranaga fue quien tomó la decisión por ella.»
—Lo siento, Yabú-san, pero no tengo palabras suficientes —manifestó.
Yabú apenas lo oyó. Todo estaba silencioso en las almenas y en la avenida, todo carecía de movimiento, como si se tratase de estatuas. Luego la avenida empezó a cobrar vida, se alzaron voces, se iniciaron movimientos, el sol batió con fuerza. Parecieron salir de un trance.
Yabú suspiró, mientras la melancolía se apoderaba de él.
—Era un poema, Anjín-san —manifestó de nuevo, y abandonó las almenas.
Una vez Mariko hubo guardado la espada y se volvió hacia atrás sola, Blackthorne habría deseado lanzarse a aquel escenario y acometer a su atacante para protegerla, decapitar al Gris antes de que pudiese herirla. Pero, como todos, no hizo nada. Y no por miedo. No tenía miedo a la muerte. Sus ojos contemplaron la muerte esparcida por la avenida. «Habría podido matar a aquel Gris, por ella —pensó—. Y tal vez a otro, o a varios, pero siempre habría habido otro, y mi muerte hubiera sido segura. No tengo miedo a morir. Lo único que siento es no poder hacer nada para protegerla.»
Los Grises se dedicaban ahora a recoger a los muertos. Los Pardos y los Grises eran tratados con la misma dignidad.
—¿Anjín-san, dónde vamos?
Se volvió. Se había olvidado de sus Grises. El capitán se encontraba ante él.
—¡Ah, lo siento! Vamos hacia allá —y señaló al patio.
El capitán de los Grises pensó unos momentos y luego, como forzado, se mostró de acuerdo.
—Muy bien. Sígueme.
Una vez en el patio, Blackthorne sintió la hostilidad de los Pardos hacia sus Grises. Yabú se encontraba al lado de las puertas, viendo cómo se retiraban los hombres. Kiri y dama Sazuko se abanicaban y una nodriza amamantaba al bebé. Los porteadores se habían hecho a un lado, formando un grupo temeroso en torno a los equipajes y los caballos de carga. Se adelantó hacia el jardín, pero los guardias movieron la cabeza.
—Lo siento, pero eso, por el momento, está fuera de nuestros límites.
—Muy bien, de acuerdo —respondió retrocediendo.
La avenida empezaba a quedarse vacía, aunque aún permanecían en ella quinientos Grises, sentados en cuclillas o con las piernas cruzadas, en un amplio semicírculo, frente a las puertas. El último de los Pardos pasó debajo de la arcada.
Yabú-san ordenó:
—Cerrad las puertas y barradlas.
—Perdona, Yabú-san —dijo el oficial—, pero dama Toda ha manifestado que han de quedar abiertas. Las guardamos contra toda clase de hombres, pero las puertas han de estar de par en par.
—¿Estás seguro?
—Excúsame, por favor. Claro que estoy seguro.
—Gracias. No he querido ofenderte, ¿neh? ¿Eres el oficial de mayor rango aquí?
—Sí, dama Toda me ha honrado con su confianza. Como es natural, tú estás por encima de mí.
—Yo soy el jefe, pero tú estás a cargo de todo esto.
—Gracias, Yabú-san, pero quien manda aquí es dama Toda. Tú eres el oficial de más rango. Me siento honrado de ser el segundo después de ti. Si me lo permites.
—Te lo permito, capitán. Sé muy bien quién manda aquí. ¿Cuál es tu nombre, por favor?
—Sumiyori Tabito.
—¿No fue también el primer Gris un Sumiyori?
—Sí, Yabú-san. Era mi primo.
—Cuando estés dispuesto, capitán Sumiyori, ¿podrás convocar una reunión de todos los oficiales?
—Desde luego, señor. Pero con el permiso de dama Toda.
Ambos hombres contemplaron a una dama que andaba cojeando por el patio. Era ya de edad, y samurai, avanzaba penosamente apoyada en un bastón. Sus cabellos eran blancos, pero aún se mantenía erguida. Se dirigió hacia Kiritsubo.
—¡Ah, Kiritsubo-san! —exclamó—. Soy Maeda Etsu, la madre del señor Maeda, y comparto los puntos de vista de dama Toda. Con el permiso de ella quisiera tener el honor de aguardarla.
—Siéntate, por favor y sé bien venida —dijo Kiri.
Una sirvienta trajo otro cojín, y ambas criadas ayudaron a la anciana dama a sentarse.
—Esto está mucho mejor —dijo dama Etsu, lanzando un grito de dolor—. ¡Oh, estas articulaciones cada día están peor! ¡Ah, qué alivio! Gracias.
—¿Quieres cha?
—Primero cha y luego saké, Kiritsubo-san. Grandes cantidades de saké.
Otras muchas damas se adelantaron.
—Excúsame, soy Achiko, esposa de Kiyama Nagamasa. Deseo también irme a casa —expuso con timidez una muchacha, que llevaba de la mano a su hijo pequeño—. Quiero ir a casa con mi marido. ¿Puedo también pedir permiso para aguardar?
—El señor Kiyama se pondrá furioso contra ti, señora, si permanecéis aquí.
—Lo siento, Kiritsubo-san, pero el abuelo apenas me conoce. Sólo soy la esposa de uno de sus nietos menores. Seguramente no se preocupará por mí. Por otra parte, no he visto a mi marido desde hace muchos meses. Y tampoco me inquieta lo que puedan decir. Nuestra señora tiene razón, ¿neh?
—Desde luego, Achiko-san —replicó con firmeza dama Etsu—. Claro que eres bien venida, muchacha. Siéntate. ¿Cuál es tu nombre? Tienes un hijo muy guapo.
—¿Cómo puede un hombre entender a las mujeres? —comentó Sumiyori.
—¡Es imposible! —corroboró Yabú.
—Están atemorizadas y lloran y, de pronto… Cuando vi cómo dama Mariko cogía la espada de Yoshinaka, pensé que iba a morirme de orgullo.
—Sí. Lástima que el último Gris fuese tan bueno. Me hubiera gustado ver cómo la mataba. Un hombre inferior la hubiese matado.
—¿Qué habrías hecho si hubieses sido él?
—La habría matado y luego habría cargado contra los Pardos. Habría corrido mucha sangre. Lástima no haber podido matar a todos los Grises que estaban cerca de mí durante la batalla.
—A veces es bueno matar. Muy bueno. En ocasiones resulta algo muy especial, mejor incluso que una mujer codiciada.
Las mujeres estallaron en carcajadas.
—Es algo bueno tener de nuevo aquí a los niños. Gracias a todos los dioses, los míos están ya en Yedo.
Yabú contempló analíticamente a aquella mujer.
—Me estoy preguntando lo mismo —dijo Sumiyori en voz baja.
—¿Cuál es tu respuesta?
—Ahora sólo puede haber una. Si Ishido nos deja marchar, todo irá bien. Si dama Mariko se hace el seppuku, entonces… Entonces ayudaremos a todas esas damas y empezará la matanza. No querrán vivir.
—Alguno deseará hacerlo —alegó Yabú.
—Puedes decidir esto después, Yabú-san. Quizá resulte beneficioso para tu amo si todos se hacen aquí el seppuku. Hasta los niños.
—Sí.
—Después acudiremos a las murallas y abriremos las puertas. Lucharemos hasta el mediodía. Eso bastará. Luego, los que aún queden en pie entrarán y prenderán fuego a su parte del castillo. Si para entonces aún estoy vivo, me sentiré honrado en que seas mi ayudante.
—De acuerdo. Óyeme, Sumiyori-san. Voy a ir a mi casa un momento. Ve por mí en cuanto regrese la señora.
Luego se acercó a Blackthorne, que estaba sentado, pensativo, en los escalones principales.
—Oye, Anjín-san —le dijo Yabú—. Tal vez haya una solución. Secreta, ¿neh? Secreta, ¿lo entiendes?
—Sí. Lo entiendo. ¿De qué se trata? —preguntó Blackthorne.
—Hablaremos después. No te alejes mucho ni comentes nada con nadie, ¿entendido?
—Sí.
—Es imposible, señor general —dijo Ochiba—. No puedes permitir que una dama de su rango se haga el seppuku. Lo siento, pero estás en una trampa.
—Lo sé —respondió Kiyama.
—Con la debida humildad, señora —dijo Ishido—, diga lo que diga, ella ya lo ha decidido, o lo ha hecho Toranaga.
—Claro que él está detrás de todo esto —observó Kiyama—. Lo siento, pero te ha burlado una vez más. ¡A no ser que le impidas llevar a cabo el seppuku!
—¿Por qué?
—Por favor, señor general, bajemos la voz —aconsejó Ochiba. Estaban esperando en la espaciosa antesala de la habitación de enferma de dama Yodoko, en las estancias interiores de la torre de homenaje, en el segundo piso—. Estoy seguro de que no tienes la culpa y de que se podrá encontrar una solución.
Kiyama comentó en voz baja:
—No puedes permitir que continúe sus planes, señor general. Esto puede rebelar a todas las damas del castillo.
—Olvidas que dispararon por error contra una pareja, lo cual no sólo no creó más problemas, sino que abortó cualquier otro intento de huida.
—Fue un terrible error, señor general —observó Ochiba.
—De acuerdo. Pero estamos en guerra. Toranaga no se halla en nuestras manos, y hasta que él muera, tú y el Heredero estaréis en un gran peligro.
—Lo siento… No me preocupo por mí, sino sólo por mi hijo —replicó Ochiba—. Volverá dentro de dieciocho días. Te aconsejo que dejes marchar a todos.
—Eso es correr un riesgo innecesario. Lo siento. No estamos seguros de que lo vaya a hacer.
—Lo hará —confirmó Kiyama—. Ella es un samurai.
—Sí —convino Ochiba—. Lo siento, pero estoy de acuerdo con el señor Kiyama. Mariko-san hará lo que ha dicho. Esas Maedas son muy orgullosas, ¿neh?
Ishido se acercó a la ventana y miró afuera.
—Por lo que a mí respecta, pueden reventar. Pero Toda es una mujer cristiana, ¿neh? ¿Y no es el suicidio algo prohibido por su religión? ¿Un pecado muy especial?
—Sí, pero tendrá un ayudante. Y así no constituirá un suicidio.
—¿Y si no lo hace?
—¿Qué?
—¿Si está desarmada y no tiene un ayudante?
—¿Cómo podríamos hacer eso?
—Capturándola. Confinándola con unas sirvientas cuidadosamente elegidas hasta que Toranaga cruce nuestras fronteras. —Ishido se rió—. Entonces hará lo que deseemos. Incluso será algo delicioso ayudarla.
—¿Y cómo podemos capturarla? —preguntó Kiyama—. Siempre tendrá tiempo de hacerse el seppuku o de emplear su puñal.
—Tal vez. Pero digamos que es capturada y desarmada, y la guardamos durante unos cuantos días. ¿No son esos «cuantos días» algo vital? ¿No ha insistido por ello en irse hoy, antes de que Toranaga cruce nuestras fronteras?
—¿Puede hacerlo? —preguntó dama Ochiba.
—Posiblemente —respondió Ishido. Kiyama ponderó esto.
—Dentro de dieciocho días, Toranaga debe estar aquí. Puede retrasarse en la frontera durante otros cuatro días más. Deberemos tenerla en nuestro poder todo lo más una semana.
—O para siempre —comentó Ochiba—. Toranaga se retrasa ya demasiado. A veces creo que no vendrá nunca.
—Tiene que estar aquí el vigésimo segundo día —comentó Ishido—. Ah, señora, eso es una idea muy brillante.
—¿Seguramente era idea tuya, señor general? ¿Y qué hay respecto del señor Sudara y de mi hermana? ¿Están ahora con Toranaga?
—No, señora. Aún no. Vendrán aquí por mar.
—A ella no hay que tocarla —dijo Ochiba—. Ni a su hijo.
—Su hijo es un heredero directo de Toranaga, el cual es heredero de los Minowara. Mi deber hacia el Heredero, señora, me hace resaltar de nuevo esto.
—Mi hermana no debe ser tocada. Ni tampoco su hijo.
—Como desees.
Entonces ella le preguntó a Kiyama.
—Señor, ¿hasta qué punto es buena cristiana Mariko-san?
—¿Os referís de nuevo a que el suicidio puede convertirse en un pecado? Creo que debe hacer honor a esto o bien perder su alma, señora. Pero no sé si…
—Entonces puede haber una solución simple —dijo Ishido sin pensar—. Manda al Sumo Sacerdote de los cristianos que la ordene que no arruine a los gobernantes legales del Imperio…
—No puede tener ese poder —respondió Kiyama. Luego añadió en tono más mordaz—. Eso sería una interferencia política, algo con lo que tú siempre has estado en contra.
La puerta interior se abrió y apareció en el umbral un médico. Su cara era muy grave y parecía agotado.
—Lo siento, mi dama, pero pregunta por vos.
—¿Se está muriendo? —inquirió Ishido.
—Está casi muerta, señor general. Pero ignoro cuándo acabará de morir.
Ochiba corrió al otro lado de la amplia habitación y atravesó la puerta interior, con su quimono azul colgando y sus faldas revoloteando graciosamente. Ambos hombres la contemplaron. La puerta se cerró. Durante un momento, los dos se rehuyeron la mirada. Luego Kiyama dijo:
—¿Crees realmente que dama Toda puede ser capturada?
—Sí —le respondió Ishido, mientras observaba la puerta.
Ochiba atravesó aquella habitación más lujosa y cayó de rodillas al lado de la esterilla. Las sirvientas y los médicos formaban un grupo. La cama de Yodoko estaba rodeada por biombos decorados. Parecía dormir, y Ochiba pensó lo triste que era hacerse viejo. La edad era más injusta con las mujeres, que con los hombres. «Que los dioses me protejan de la ancianidad —oró—. Que Buda proteja a mi hijo y le permita alcanzar a salvo el poder, y me proteja a mí sólo mientras sea capaz de protegerlo y de ayudarlo.»
Tomó la mano de Yodoko, rindiéndola honores.
—Señora…
—¿O-Chan? —musitó Yodoko empleando su sobrenombre.
—Soy yo…
—¡Ah, qué bonita eres, qué bonita has sido siempre! —La mano se alzó y acarició el hermoso cabello—. Tan joven y hermosa y oliendo siempre tan bien. Qué suerte tiene el Taiko.
—¿Tenéis dolores, señora? ¿Puedo hacer algo por vos?
—Nada…, nada. Sólo deseo hablar. —Aquellos ojos de anciana estaban hundidos, pero aún no habían perdido su sagacidad—. Echa a los demás.
Cuando se encontraron a solas, le preguntó:
—¿Qué deseáis, señora?
—Óyeme, querida, haz que el general la deje irse.
—No puedo, señora, en ese caso todos los rehenes se irían y perderíamos nuestra fuerza. Los regentes se muestran de acuerdo —respondió Ochiba.
—¡Los regentes! —exclamó Yodoko, con una mueca de desdén—. ¿Estáis vos de acuerdo?
—Sí, señora, además, anoche tú misma decías que no se debía marchar.
—Ahora debes permitir que se vaya, pues, tal vez, los otros la sigan en el seppuku. Tú y tus hijos os veríais rechazados a causa de la equivocación de Ishido.
—El señor general es leal, señora. Toranaga no lo es, lo siento.
—Podéis creer al señor Toranaga y no a él…
Ochiba movió la cabeza.
—Lo siento, pero estoy convencida de que Toranaga intenta convertirse en shogun y que destruirá a mi hijo.
—Estáis equivocada. Él lo ha dicho miles de veces. Los otros daimíos están tratando de utilizarlo para sus propias ambiciones. Siempre las han tenido. Toranaga era el favorito del Taiko. Toranaga siempre ha sido honrado por el Heredero. Toranaga es un Minowara. No puede ser gobernado ni por Ishido ni por los regentes. Tiene su propio karma, sus propios secretos, O-chan. ¿Por qué no la dejas marcharse? Es algo muy simple. Prohíbe que se vaya por mar. Permanecerá cerca de nuestras fronteras. Estará rodeada por Grises. Hará lo que quiera Taiko o Toranaga. Tú y tu hijo seréis… —las palabras se rezagaron y sus cejas empezaron a agitarse. La anciana dama reunió sus últimas fuerzas y continuó—: Mariko-san nunca pondrá objeciones a los guardias. Sé que hará lo que afirma. Déjala marcharse…
—Naturalmente, todo eso ya ha sido pensado, señora —respondió Ochiba, con voz gentil y paciente—, pero, fuera del castillo, Toranaga tiene bandas secretas de samurais, escondidos en Osaka y en torno de la ciudad, no sabemos cuántos. También tiene aliados. No estamos seguros de quiénes son. Ella puede escapar. Una vez lo consiga, todos los demás podrán seguirla y, a partir de ese momento, habríamos perdido una gran parte de nuestra seguridad. Estabas de acuerdo, Yodoko-san, ¿no lo recuerdas? Lo siento, pero ya te lo pregunté la pasada noche. ¿No lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo, hija mía —dijo Yodoko, mientras su mente empezaba a divagar—. ¡Oh, cómo desearía que el señor Taiko estuviese de nuevo aquí para guiaros!
La respiración de la anciana empezó a hacerse muy trabajosa.
—¿Quieres que os traiga cha o saké?
—Cha, por favor.
Ella ayudó a la anciana a beber.
—Gracias, hija mía. Escúchame: debes confiar en Toranaga. Cásate con él y arregla lo de la sucesión.
—No, no —replicó Ochiba, impresionada.
—Yaemón podría mandar después de él. Los hijos de nuestro hijo jurarán honorablemente eterna fidelidad a esta nueva línea Toranaga.
—Los Toranaga siempre han odiado al Taiko. Ya lo sabes, señora. Toranaga es el origen de todos los problemas. Siempre él, durante años, ¿neh?
—¿Y tú? ¿Qué hay de tu orgullo, hija mía?
—Él es el enemigo, nuestro enemigo.
—Tú tienes dos enemigos, hija mía. Tu orgullo y la necesidad de tener un hombre para compararlo con nuestro esposo. Por favor, sé paciente conmigo. Eres joven y hermosa, así como fértil, mereces un esposo. Toranaga es digno de ti, y tú de él. Toranaga es la única oportunidad que tiene Yaemón.
—No, él es el enemigo.
—Él era el mayor amigo de tu esposo y su más leal vasallo. Sin… sin Toranaga… ¿no lo comprendes? Tú podrías… guiarlo…
—Lo siento, pero lo odio, me disgusta, Yodoko-san.
—Muchas mujeres… ¿Qué digo? Ah, sí: muchas mujeres se casan a disgusto con sus maridos. Doy gracias a Buda por no haber tenido que sufrir nada semejante —declaró la anciana sonriendo brevemente—. ¿Neh?
—Sí.
—¿Lo harás, por favor?
—Lo pensaré.
—Te ruego que me prometas que te casarás con Toranaga y así podré ir ante Buda sabiendo que la línea de los Taikos perdurará, con su nombre.
Por el rostro de Ochiba se deslizaron unas lágrimas.
—Debes dejar que Akechi Mariko se vaya. No dejes que se vengue de nosotros por lo que hizo el Taiko, por lo que éste le hizo a ella y a su padre —musitó trémula la anciana.
—¿Cómo? —preguntó Ochiba sorprendida.
No hubo respuesta. Más tarde, Yodoko empezó a murmurar:
—Querido Yaemón, mi querido hijo… eres un espléndido muchacho, pero tienes tantos enemigos… Eres como una ilusión…
La anciana sufrió un espasmo y Ochiba la acarició, diciéndole para consolarla:
—Namu Amida Butsu.
—Perdóname, O-Chan —dijo la vieja tras sufrir otro espasmo.
—No hay nada que perdonar, señora.
—Mucho que perdonar —dijo la anciana, con voz débil y semblante apagado—. Escucha, prométeme lo de Toranaga, Ochiba-sama… es importante… por favor… puedes confiar en él…
Ochiba no quería obedecer, pero sabía que acabaría haciéndolo. Estaba preocupada por lo que le había dicho acerca de Akechi Mariko, y aún resonaban en su mente las palabras del Taiko, repetidas mil veces: «Puedes confiar en Yodoko-sama, O-Chan. Ella es la Sabia, no lo olvides. Casi siempre tiene razón y en cualquier momento le puedes confiar tu vida, la de mi hijo y la mía…»
—Prom… —empezó a decir Ochiba, pero se detuvo en seco.
Yodoko-sama acabó extinguiéndose.
—Namu Amida Butsu —dijo Ochiba.
Ochiba se llevó a sus labios la mano de la difunta, después se la soltó y le cerró los ojos. Pensó en la muerte del Taiko, la única que había presenciado antes tan de cerca. En aquel momento, dama Yodoko había cerrado los ojos como un privilegio de mujer. Toranaga esperaba fuera, igual que Kiyama e Ishido, quienes habían comenzado la vigilia el día anterior.
—¿Por qué llamar a Toranaga, señor? —había preguntado ella—. Deberías descansar.
—Descansaré cuando haya muerto, O-Chan —había dicho el Taiko—. Debo arreglar lo de la sucesión, mientras tenga poder.
Toranaga había llegado, fuerte, lleno de vitalidad y de poder. Entonces los cuatro estaban solos: Ochiba, Yodoko, Toranaga y Nakamura, el Taiko, el señor del Japón yacente en su lecho de muerte. Todos esperaban órdenes que serían obedecidas.
—Tora-san —había dicho el Taiko, saludándolo con el apodo que Goroda había dado a Toranaga—. Me muero, voy a desaparecer. Vosotros seguiréis vivos y mi hijo está indefenso.
—No, señor. Todos los daimíos lo honrarán igual que a ti.
—Sí, lo harán —dijo el Taiko, riéndose—. Hoy, mientras vivo. ¿Cómo puedo estar seguro de que Yaemón gobernará después de mí?
—Nombra un Consejo de Regencia, señor.
—Regentes —dijo el Taiko, en tono despectivo—. A lo mejor te nombro mi heredero y te permito juzgar si Yaemón podrá sucederte.
—No soy digno de tal cosa. Tu hijo te sucederá.
—Sí, y los hijos de Goroda lo habrían sucedido.
—No, ellos rompieron la paz.
—Y tú los suprimiste por órdenes mías.
—Tú tenías el mandato del emperador. Ellos se rebelaron contra tu mandato legal, señor. Dame órdenes ahora y las obedeceré.
—Por eso he hecho que vengas. Es raro tener un hijo a los cincuenta y siete años y algo estúpido morirse a los sesenta y tres, sobre todo si el hijo es único y se es señor del Japón, ¿neh?
—Sí —convino Toranaga.
—Quizás habría sido mejor que no hubiera tenido un hijo. De este modo te habría conferido el mando a ti, según convinimos. Tú tienes infinidad de hijos.
—Karma.
El Taiko se había reído, al tiempo que surgió de su boca un esputo sanguinolento, el cual limpió Yodoko cuidadosamente.
—Gracias, Yo-chan, gracias.
El Taiko miró a Ochiba, la cual sonrió un instante. Ella pensaba una y otra vez: «¿Es Yaemón realmente mi hijo?»
—Karma, O-chan. ¿Neh?
Ochiba empezó a llorar.
—No tienes que llorar, O-chan. La vida sólo es un sueño dentro de un sueño —dijo el viejo, quien añadió con inesperada energía, dirigiéndose a Toranaga—: ¡Vaya, viejo amigo, qué mujer tenemos!, ¿neh? ¿Y las batallas? Luchando juntos, invencibles. Realizamos increíbles proezas, ¿neh? Los dos lo hicimos: un campesino y un Minowara. Mira, si llego a vivir más años, habría acabado con los Comedores de Ajos. Con las legiones coreanas y las nuestras habríamos llegado a Pekín y me habría sentado en el Trono del Dragón de China. Entonces te hubiera dado Japón, que es lo que quieres, yo también habría cumplido mis deseos. Un campesino puede sentarse con honor en el Trono del Dragón, no como aquí, ¿verdad?
—China y Japón, son diferentes, señor.
—Sí, los chinos son sabios. Allí, el primero de una dinastía siempre es un campesino, o el hijo de un campesino. El trono siempre se toma por la fuerza, con manos ensangrentadas. En China no hay castas hereditarias… ¿no es ésa la fuerza de China? Fuerza y manos ensangrentadas… así soy yo.
—Sí, pero tú eres también samurai. Aquí cambiaste las reglas. Eres el primero de una dinastía.
—Siempre me agradaste, Tora-san. Sí, imagínate que me hubiera sentado en el Trono del Dragón… como emperador de China. Yodoko habría sido emperadora y, después de ella, Ochiba la Hermosa, y después de mí Yaemón. Y China y Japón siempre juntos, como es debido. ¡Habría sido tan fácil! Después, con nuestras legiones y las hordas chinas, habríamos conquistado los imperios de toda la Tierra.
—Somos invencibles, tú y yo somos invencibles. Los japoneses somos invencibles. ¿Neh?
—Sí.
—¿A qué se debe? —preguntó con ojos brillantes.
—Trabajo, disciplina y arrojo —aseguró Toranaga.
El Taiko, cada vez más débil, sonrió. Su voz sonó firme al preguntar:
—¿Qué regentes elegirías?
—A los señores Kiyama, Ishido, Onoshi, Toda Hiro-matsu y Sugiyama.
—Tú eres el hombre más inteligente del Imperio, después de mí. Explica a mis damas por qué elegirás a esos cinco.
—Porque ellos se odian entre sí, pero, combinados, podrán gobernar de modo efectivo y acabar con cualquier oposición.
—¿Incluso contigo?
—No, conmigo no, señor. Para que Yaemón herede el poder se habrán de esperar nueve años —dijo Toranaga dirigiéndose a Ochiba—. Para ello, deberás mantener la paz del Taiko. He pensado en Kiyama porque él es el principal jefe daimío cristiano, un gran general y un leal vasallo. Sugiyama porque es el daimío más rico del país, de familia antigua, detesta cordialmente a los cristianos y ganaría mucho si Yaemón accede al poder. Onoshi desprecia a Kiyama, es también cristiano, aunque le gusta la vida, vivirá durante otros veinte años y odia a todos los demás con monstruosa violencia, particularmente a Ishido. Ishido siempre husmea conspiraciones, es un campesino, odia a los samurais hereditarios y se opone violentamente a los cristianos. Toda Hiro-matsu es honrado, obediente y fiel, tan constante como el sol y hábil con el sable. Debería ser presidente del Consejo.
—¿Y tú?
—Yo me haré seppuku con mi hijo mayor, Noboru. Mi hijo Sudara está casado con la hermana de dama Ochiba, de modo que no es ninguna amenaza. Podría heredar el Kwanto, si te complace, a condición de que jure eterna fidelidad a tu casa.
A nadie le había sorprendido que Toranaga ofreciese lo que tenía en mente el Taiko. Toranaga era la única amenaza entre los daimíos.
—¿Cuál es tu consejo, O-chan? —preguntó el Taiko.
—Todo lo que el señor Toranaga ha dicho, señor. Deberías ordenar que mi hermana se divorciara de Sudara, que se haría el seppuku. El señor Noboru sería heredero del señor Toranaga, heredando las dos provincias de Musashi y Shimusa, y el resto del Kwanto pasaría a tu heredero, Yaemón. Te aconsejo que ordenes esto hoy.
—¿Yodoko-sama?
Ante su asombro, Yodoko había dicho:
—Ah, Tokichi, ya sabes que te adoro con todo mi corazón y a O-chan, y Yaemón es mi propio hijo. Quisiera que el único regente fuera Toranaga.
—¿Qué?
—Si le ordenas morir, creo que matarás a nuestro hijo. Sólo el señor Toranaga tiene suficiente habilidad, prestigio y valor para heredar ahora. Pon a Yaemón a su cuidado hasta que cumpla la edad debida. Ordena a Toranaga que adopte a nuestro hijo formalmente.
—No, eso no se debe hacer —había protestado Ochiba.
—¿Qué dices tú a esto, Tora-san? —preguntó el Taiko.
—Debo rechazarlo humildemente, señor. No puedo aceptar eso y pedir que se me permita realizar el seppuku, yéndome antes que tú.
—Tú serás el único regente.
—Nunca me negué a obedecerte desde que llegamos a nuestro acuerdo. Pero no quiero acatar esta orden.
Ochiba recordaba que había hecho lo posible para que el Taiko dejara que Toranaga se eliminara a sí mismo cuando supo que el Taiko había tomado una decisión. Pero el Taiko había cambiado de idea, aceptando en parte lo aconsejado por Yodoko y comprometiéndose a que Toranaga fuera regente y presidente de los regentes. Toranaga había jurado eterna fidelidad a Yaemón, pero aún estaba tejiendo la red que los enredaría a todos, como la crisis que Mariko había provocado.
—Sé que eran sus órdenes —murmuró Ochiba.
«¿Casarme con Toranaga? Que Buda me preserve de la vergüenza de tener que darle la bienvenida y soportarlo. ¿Cuál es la verdad, Ochiba? —se preguntó a sí misma—. La verdad es que lo quisiste una vez, antes que al Taiko, ¿neh? En el fondo de tu corazón has conservado cierto amor, ¿neh? La Sabia mujer tenía nuevamente razón. ¿Por qué no aceptar a Ishido? Él te honra y te ama, además, va a ganar. Sería fácil de manejar. ¿Neh? Sí, ya conozco las sucias calumnias extendidas por los enemigos. Juro que antes me acostaría con mis doncellas y pondría mi fe en un barigata, durante otras mil vidas, que mancillar la memoria de mi señor con Ishido. Sé honesta, Ochiba. Considera a Toranaga. ¿No lo odias precisamente porque te vio en aquel día de sueño?»
Había sucedido seis años antes, en Kyushu, cuando ella y sus damas habían estado cazando con halcones. Habían recorrido una extensa zona y ella había perseguido al galope a un halcón, separándose de los demás. Subió a las colinas y se adentró en un bosque, en donde encontró a un campesino que recogía bayas. Su primer hijo ya había muerto hacía dos años y no podía concebir otro, a pesar de sus reiterados intentos. El Taiko tenía la obsesión de dejar un heredero.
El encuentro con el campesino fue inesperado. Él la miró como si ella hubiera sido una kami y ella a él porque era la viva imagen del Taiko: pequeño y simiesco. Pero era joven.
En seguida comprendió que era un regalo de los dioses. Desmontó, dio unos pasos y se mostró como una perra en celo.
Aquello había sido como un sueño. Yació sobre el suelo entregada al frenesí sexual del campesino. Después éste le inspiró un tremendo disgusto y lo apartó de sí. El infeliz pretendió seguir con el acto, pero ella le dijo que era una kami y que lo castigaría. El campesino se arrodilló, pidiendo perdón.
En el otro extremo del bosque la aguardaba Toranaga. Ella, llena de pánico, se preguntó si él la habría visto.
—Estaba preocupado por ti, señora —había dicho Toranaga.
—Estoy perfectamente, gracias.
—Pero tienes el quimono desgarrado y el pelo revuelto…
—Mi caballo me ha desarzonado. No es nada.
Ella lo desafió a una carrera hasta la casa, a fin de demostrarle que no pasaba nada. Aquella noche realizó el acto sexual con su dueño y señor. Nueve meses más tarde, dio a luz a Yaemón.
—Por supuesto, nuestro marido es el padre de Yaemón —dijo Ochiba categórica a Yodoko—. Él ha sido el padre de mis dos hijos… el otro fue un sueño.
«¿Por qué engañarte a ti misma? No fue un sueño. Hiciste el amor con el campesino porque necesitabas un hijo a fin de unir al Taiko a ti. Si no, habría tomado otra consorte, ¿neh?»
—¿Qué me dices de tu primogénito?
—Karma —dijo Ochiba.
—Bebe esto, hija —había dicho Yodoko.
Yodoko y ella nunca habían hablado del asunto.
«Tú eres inocente, Yodoko-sama, y no ocurrió nada. Y, si así fue, descansa en paz, Anciana, ahora que el secreto está sepultado contigo. Si él hubiera vivido otros diez años, yo habría sido emperatriz de China, pero, ahora… estoy sola. Es extraño que mueras antes de que pueda prometerme, señora. Me hubiera prometido, pero tú te moriste antes. ¿Será esto mi karma? Hijo mío, me siento tan desamparada.»
Entonces ella recordó algo que la Sabia mujer le había dicho:
«Piensa como el Taiko… o como Toranaga.»
Ochiba notó que renacían las fuerzas en ella. Se dispuso a obedecer.
Sigilosamente, Chimmoko salió por la pequeña puerta y anduvo por el jardín hasta llegar junto a Blackthorne, ante el que se inclinó.
—Anjín-san, perdóname, por favor. Mi señora desea verte. Si lo deseas, te conduciré a su presencia.
—Muy bien, gracias —dijo Blackthorne, levantándose.
Chimmoko se acercó a Sumiyori y le dijo:
—Perdóname, capitán. Mi señora me ha ordenado le ruegue que lo prepare todo.
—¿Dónde quiere que lo prepare?
—Allí, señor —respondió la doncella señalando hacia el arco.
—¿Deberá ser público? —preguntó Sumiyori sorprendido—. ¿No se hará en privado, con unos pocos testigos?
—Sí.
—Pero, bueno… si ha de ser ahí… ¿dónde está su ayudante?
—Ella cree que el señor Kiyama le hará tal honor.
—¿Y si él no lo hace?
—No lo sé, capitán. Ella no me lo ha dicho.
Chimmoko hizo una reverencia, cruzó la galería y se inclinó de nuevo.
—Kiritsubo-san, mi señora dice que volverá en breve.
—¿Se encuentra bien?
—Oh sí —respondió Chimmoko, orgullosa.
Kiri y los demás ya estaban preparados. Cuando oyeron lo que Chimmoko le dijo al capitán, también se preocuparon.
—¿Ya sabe que otras damas esperan saludarla?
—Oh, sí, Kiritsubo-san. Yo estaba al tanto y se lo he dicho. Me ha comunicado que se siente muy honrada con su presencia y que les dará las gracias personalmente. Perdóname, por favor.
Todos contemplaron cómo Chimmoko volvía hacia la puerta y saludaba a Blackthorne. Los Grises empezaron a seguirla, pero Chimmoko los detuvo con un movimiento de cabeza. El capitán permitió ir a Blackthorne.
Detrás de la puerta del jardín existía un mundo diferente, lleno de verdor y serenidad. A pesar de la hermosura natural del lugar, Blackthorne no pudo vencer su pesimismo.
Chimmoko se detuvo y señaló a la pequeña casa cha-no-yu. Él siguió adelante solo. Se descalzó y subió los tres escalones. Para entrar tuvo que inclinarse.
—Tú —dijo ella.
—Tú —dijo él.
Ella estaba de rodillas, de cara a la puerta, maquillada y con un perfecto peinado, vestía un lujoso quimono.
—Eres muy hermosa.
—Y tú —dijo ella con una dulce sonrisa—. Siento que hayas tenido que esperar.
—Era mi deber.
—No —repuso ella—. No esperaba tantas muertes.
—Karma —Blackthorne dejó de hablar en latín—. Tú has estado planeando tu suicidio desde hace mucho tiempo, ¿neh?
—Mi vida nunca me ha pertenecido, Anjín-san. Siempre ha sido de mi señor. Así es nuestra ley.
—Es una mala ley.
—Sí y no. ¿Es que vamos a discutir sobre cosas que no pueden ser cambiadas?
—No, claro. Perdóname.
—Te amo —dijo ella en latín.
—Sí, ahora lo sé. Yo también te amo. Pero tu objetivo es la muerte, Mariko-san.
—Estás equivocado, amado mío. Mi objetivo es la vida de mi señor.
—También tu vida. Y, de verdad, Virgen mía, perdóname, pero hay veces en que tu vida es más importante.
—Ahora no hay escapatoria para nadie.
—Ten paciencia. El sol aún no se ha puesto.
—Yo no confío en este Sol, Mariko-san. Gomen nasai.
—Te prometí que esta noche sería como la Posada de los Capullos. Ten paciencia. Conozco a Ishido, a Ochiba y a los demás.
—Que va de los demás —dijo él en portugués, cambiando de humor—. Quieres decir que Toranaga sabe lo que hace, ¿neh?
—Que va de tu mal humor —replicó ella suavemente—. Este día es demasiado corto.
—Lo siento, tienes razón de nuevo. Hoy no tenemos tiempo para el mal humor.
Él contempló su rostro, en el cual se proyectaban las sombras de unas cañas de bambú. Las sombras desaparecieron cuando el Sol se ocultó tras un edificio.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó él.
—Cree en que hay un mañana.
Por un momento, él percibió en los ojos de ella un sentimiento de terror. Él la abrazó, para hacer menos terrible aquel instante.
Se oyeron unos pasos.
—Sí, Chimmoko.
—Ya es hora, señora.
—¿Está todo listo?
—Sí, señora.
—Espérame junto al estanque de los lirios —dijo Mariko, besando amorosamente a Blackthorne.
—Te amo —dijo ella.
—Te amo —repitió él, como en un eco.
Se inclinó ante él y salió por la puerta. Él la siguió.
Mariko se detuvo junto al estanque y deshizo su obi. Chimmoko la ayudó a quitarse el quimono azul. Mariko llevaba debajo los más brillantes quimonos y obis que Blackthorne había visto en su vida.
Al otro lado del jardín, todos los Pardos estaban formados en una plaza circuida de árboles, alrededor de ocho tatamis colocados en el centro de la puerta principal. Yabú, Kiri y el resto de las damas estaban sentadas en línea en el lugar de honor, mirando hacia el Sur. En la avenida, los Grises estaban también formados ceremoniosamente, los acompañaban otros samurais con sus esposas. A una señal de Sumiyori, todos se inclinaron. Ella les hizo una reverencia. Cuatro samurais se adelantaron y pusieron sobre los tatamis una cubierta carmesí.
Mariko se dirigió a Kiritsubo y la saludó, así como a Sazuko y a todas las demás damas.
Blackthorne observó cómo Mariko se apartaba de las damas y se acercaba a la cubierta carmesí, arrodillándose en su centro, frente al pequeño cojín blanco. Con la mano derecha se sacó del obi una daga y la depositó en el cojín. Chimmoko se adelantó y, arrodillándose también, le ofreció una manta blanca y un cordón. Mariko se arregló el quimono con la ayuda de su doncella, después se sujetó la manta alrededor de la cintura, utilizando el cordón. Blackthorne sabía que aquello era para evitar que se manchara de sangre el quimono.
Después, serenamente, Mariko miró hacia la torre del homenaje del castillo. El Sol aún iluminaba el piso superior, pero la luz desapareció al cabo de un instante.
Mariko parecía muy pequeña allí, inmóvil, como una mancha blanca en el cuadrado carmesí.
Como ya había oscurecido, los servidores encendieron luces.
Mariko se inclinó hacia delante y cogió el cuchillo. Miró nuevamente a través de la puerta, hasta el final de la avenida, la cual estaba tan silenciosa y vacía como siempre. Volvió a mirar el cuchillo.
—¡Kasigi Yabú-sama!
—Sí, Toda-sama.
—Parece que el señor Kiyama se ha negado a asistirme. Por favor, sería un honor para mí que fueras mi ayudante.
—El honor sería para mí —replicó Yabú.
El hombre se inclinó y se colocó detrás de ella, a la izquierda. Desenvainó ruidosamente su sable. Apoyó firmemente los pies y, con ambas manos, alzó el sable.
—Estoy dispuesto, señora —anunció Yabú.
—Por favor, espera a que me haya hecho el segundo corte.
Ella tenía los ojos fijos en el cuchillo. Con la mano derecha hizo la señal de la cruz, acto seguido, se inclinó hacia delante y cogió el cuchillo, sin temblar. Pasó el filo por sus labios, como para gustar la pulida hoja. Después asió enérgicamente el cuchillo con la mano derecha y lo puso bajo el lado derecho de su cuello. En aquel momento aparecieron unas luces en el extremo de la avenida. Se acercaban gentes, e Ishido iba en cabeza.
Ella no movió el cuchillo.
—Señora —dijo Yabú, concentrado en su misión—, ¿esperas o vas a continuar? Quisiera hacerlo a la perfección.
—Yo… esperemos… yo… —murmuró Mariko, haciendo un esfuerzo.
Se apartó el cuchillo del cuello, estaba temblando. Yabú cambió de postura y envainó su sable.
—Todavía no se ha puesto el sol, señora, está aún sobre el horizonte. ¿Tienes tantos deseos de morir?
—No, señor general. Sólo quería obedecer a mi señor.
Los Pardos se encolerizaron ante la arrogancia de Ishido, y Yabú estuvo a punto de saltar sobre él, pero se detuvo cuando Ishido dijo en voz alta:
—Dama Ochiba ha pedido a los regentes, en nombre del Heredero, que se haga una excepción en tu caso. Nosotros aceptamos su petición. Aquí te traigo salvoconductos para que te marches mañana al alba.
Ishido entregó los documentos a Sumiyori, que estaba a su lado:
—¿Señor? —preguntó Mariko, sin acabar de creer aquello.
—Eres libre de marcharte mañana, al amanecer.
—¿Y Kiritsubo-san, y dama Sazuko?
—¿Es que eso no forma también parte de tu «deber»? He traído asimismo sus salvoconductos.
—¿También su hijo…? —preguntó Mariko, tratando de concentrarse.
—También él, señora —respondió Ishido, riéndose—. Y todos tus hombres.
—¿Todos tenemos salvoconductos? —preguntó Yabú.
—Sí, Kasigi Yabú-san —respondió Ishido—. Tú eres jefe de oficiales, ¿neh? Por favor, dirígete en seguida a mi secretario. Está acabando de extender los pases.
—¿Y yo, señor general? —preguntó, atemorizada, la vieja dama Etsu.
—Por supuesto, dama Maeda. ¿Por qué íbamos a retener a alguien en contra de su propia voluntad? ¿Es que somos carceleros? ¡Claro que no! —Ishido se dirigió al resto de los presentes—: Todas las damas y samurais pueden solicitar salvoconductos. De todos modos, resulta ofensivo marcharse por diecisiete días y no dar la bienvenida al Heredero, a dama Ochiba y a los regentes… o presionarlos con amenazas de hacerse el seppuku, el cual debería realizar una dama en privado, no como un espectáculo público.
Ishido se volvió, gritó una orden a los Grises y se marchó. Todos los capitanes repitieron inmediatamente la orden, y los Grises formaron para salir por la puerta, con excepción de unos pocos, que se quedaron para rendir honores a los Pardos.
—Señora —dijo Yabú, muy agitado—, ya está. Has ganado… has ganado.
—Sí, sí —repuso Mariko.
Mariko, con manos trémulas, buscó los nudos del cordón blanco. Chimmoko se puso junto a ella para soltarle los nudos y quitarle la manta blanca, retirándose después de la cubierta carmesí. Todos sentían curiosidad por ver si Mariko podría andar.
Mariko fracasó en un par de intentos de ponerse en pie. Impulsivamente, Kiri se precipitó hacia ella para ayudarla, pero Yabú movió la cabeza, diciendo:
—No, es su privilegio.
Kiri se volvió a sentar, jadeando.
Blackthorne, junto a la puerta, sentíase emocionado y feliz. Recordaba cuando él mismo estuvo a punto de hacerse el seppuku y después tuvo que ponerse en pie, como un hombre, y dirigirse a su casa, como un hombre, sin ayudas. De este modo se convirtió en samurai. Admirado, contempló el valor de Mariko.
Por fin, ella consiguió ponerse de pie y, vacilando, sin ayuda de nadie, se encaminó hacia la puerta principal. Blackthorne decidió que ella ya había hecho bastante, que había sufrido lo suficiente. Se acercó a Mariko y la cogió en sus brazos, alzándola en el momento en que ella perdía el conocimiento.
Por un momento, él se sintió orgulloso de estar allí solo. Mariko parecía una muñeca rota entre sus brazos. La llevó al interior de la vivienda, sin que nadie le impidiera el paso.