Por la avenida deslumbrante de sol, Mariko caminaba hacia las puertas del callejón sin salida. Detrás de ella había una guardia de diez Pardos. Vestía un quimono gris pálido, llevaba guantes blancos y se tocaba con un sombrero de viaje oscuro.
La avenida estaba muy tranquila. Los Grises se alineaban por todas las almenas. Pudo ver a Anjín-san en sus almenas. Yabú estaba junto a él. En el patio permanecía la columna que aguardaba, y allí se encontraban Kiri y dama Sazuko. Todos los Pardos estaban ataviados de ceremonia, excepto veinte de ellos, que permanecían con Blackthorne y dos en cada ventana, vigilando el patio delantero.
A diferencia de los Grises, ninguno de los Pardos llevaba armadura ni ballestas. Sus únicas armas eran las espadas.
Muchas mujeres, mujeres samurais, estaban también vigilando, algunas, desde las ventanas de las casas fortificadas que se alineaban en la avenida, y otras, desde las almenas. Finalmente, otras permanecían en la avenida, entre los Grises, llevando a algunos niños pulcramente vestidos. Todas las mujeres portaban sombrillas, y algunas también lucían espadas de samurai.
Kiyama estaba cerca de la puerta con cien de sus hombres, que no eran Grises.
—Buenos días, señor —le dijo Mariko. Él se inclinó, y Mariko cruzó la arcada.
—¡Hola, Kiri-san, Sazuko-san! ¡Qué hermosas estáis! ¿Todo está dispuesto?
—Sí —replicaron con falso entusiasmo.
—Muy bien. —Mariko subió a su palanquín abierto, y se sentó—. ¡Yoshinaka-san, empezad!
Al instante, el capitán empezó a impartir órdenes. Veinte Pardos formaron como una vanguardia y se pusieron en movimiento. Los porteadores cogieron el palanquín, sin cortinas, de Mariko y siguieron a los Pardos a través de la puerta. Kiri y dama Sazuko cerraban el cortejo, la muchacha llevaba a su hijo en brazos.
Cuando el palanquín de Mariko, ya a pleno sol, estuvo fuera de las murallas, un capitán de los Grises avanzó entre la vanguardia del palanquín y se plantó en medio del camino. La vanguardia se detuvo de repente, al igual que los porteadores.
—Excúsame —dijo a Yoshinaka—, ¿puedo ver tu autorización?
—Lo lamento, capitán, pero no nos hace ninguna falta —replicó Yoshinaka, entre un gran silencio.
—Lo siento, pero el señor general Ishido, gobernador del castillo, capitán del Cuerpo de guardia del Heredero, con la aprobación de los Regentes, ha impartido órdenes en el castillo, que deben cumplirse.
Mariko dijo solamente:
—Yo soy Toda Mariko-noh-Buntaro y he recibido órdenes de mi señor feudal, el señor Toranaga, de escoltar a sus damas para que se reúnan con él. Déjanos el paso libre, por favor.
—Lo siento mucho, señora —afirmó el samurai con tono de orgullo—, pero sin los papeles necesarios, nuestro señor feudal ha ordenado que nadie abandone el castillo de Osaka. Perdóname.
Mariko respondió:
—¿Cuál es, por favor, tu nombre, capitán?
—Sumiyori Danzenji, señora, capitán de la Cuarta Legión, y mi estirpe es tan antigua como la tuya.
—Lo siento, capitán Sumiyori, pero si no te apartas del camino ordenaré que te maten.
—¡No puedes pasar sin el permiso debido!
—Mátalo, Yoshinaka-san.
Yoshinaka se abalanzó con el sable desenvainado, el cual se hundió profundamente en un costado del hombre, luego retiró el acero y lanzó un golpe aún más violento a la cabeza del samurai, que rodó por el polvo un corto trayecto antes de inmovilizarse.
Yoshinaka limpió su sable.
—¡Adelante! —ordenó a la vanguardia.
La vanguardia se formó de nuevo y se pusieron otra vez en movimiento. Luego, sin saber de dónde procedía, una flecha se hincó en el pecho de Yoshinaka. El cortejo se detuvo otra vez. Yoshinaka rompió en silencio el dardo, luego sus ojos se pusieron vidriosos y se tambaleó.
De los labios de Kiri surgió un pequeño gemido. Todos aguardaron conteniendo el aliento.
—Miyai Kazuko-san —llamó Mariko—. Hazte cargo de todo esto.
Kazuko era un joven alto y muy orgulloso, carilampiño, de hundidas mejillas. Se destacó del grupo de Pardos y se acercó a Kiyama, que estaba de pie delante de la puerta. Cruzó con grandes zancadas frente a las literas de Kiri y Sazuko, alcanzó a la de Mariko y se inclinó reverentemente.
—Sí, señora. Gracias.
—¡Apartaos! —les gritó a los hombres que estaban delante. Temerosos y frenéticos, obedecieron y de nuevo la procesión se puso en movimiento, mientras Kazuko andaba al lado de la litera de Mariko. Entonces, a un centenar de pasos de ellos, veinte Grises se adelantaron de las hileras de samurais y se detuvieron silenciosos al otro lado del camino. Los veinte Pardos cerraron los huecos. Algunos titubearon y la vanguardia se detuvo otra vez.
—¡Apartaos del camino! —gritó Kazuko.
Inmediatamente, uno de los Pardos se echó hacia delante y los otros lo siguieron. Se inició una lucha cruel. Cada vez que caía un Gris, otro se adelantaba calmosamente para reunirse con sus camaradas en la matanza. Era un combate equitativo, pues ahora eran quince contra quince. Luego fueron ocho contra ocho, unos cuantos Grises heridos que se arrastraban por el polvo y, luego, sólo tres Pardos contra dos Grises. Cayó otro Gris y, pronto, sólo fueron uno contra uno, con el último Pardo herido y victorioso de cuatro duelos. El último Gris le despachó con facilidad y quedó solo entre los cuerpos, mirando hacia Miyai Kazuko.
Todos los Pardos habían muerto. Cuatro Grises yacían heridos y dieciocho muertos.
Kazuko se adelantó, desenvainando su espada ante un gran silencio.
—Espera —le dijo Mariko—. Espera, Kazuko-san.
Se detuvo, pero sin perder de vista al Gris, preparado para el combate. Mariko saltó del palanquín y se dirigió hacia Kiyama.
—Señor Kiyama, te pido formalmente que ordenes a esos hombres que despejen el camino.
—Lo siento, Toda-sama, pero las órdenes del castillo deben ser obedecidas. Las órdenes son legales. Pero, si lo deseas, puedo convocar una reunión de los Regentes y pedirles una decisión.
—Yo soy samurai. Mis órdenes son claras, con bushido y santificadas por nuestro código. Deben ser obedecidas y estar por encima de cualquier ordenamiento hecho por el hombre. Si no se me permite obedecer, no podré vivir con esa infamia.
—Voy a convocar una reunión inmediata.
—Excúsame, señor, lo que hagas estará relacionado con vuestros asuntos. Yo sólo me relaciono con las órdenes de mi señor y con mi propia deshonra. —Dio la vuelta y se dirigió en silencio hacia la cabeza de la columna—. ¡Kazuko-san! Te ordeno que nos dejéis salir del castillo…
Él se echó hacia delante.
—Yo soy Miyai Kazuko, capitán, de la estirpe Serata, del Tercer Ejército del señor Toranaga. ¡Salid del camino!
—Yo soy Biwa Jiro, capitán de la guarnición del señor general Ishido. Mi vida carece de valor, pero aún así no pasaréis —respondió el Gris.
Con un grito repentino de batalla de «Toranagaaaaa…», Kazuko se abalanzó al combate. Sus sables entrechocaron. El Gris era bueno, muy bueno, y también lo era Kazuko. Sus sables produjeron un gran estruendo. Nadie se movió.
Kazuko venció, aunque quedó muy malherido. Con el brazo que le quedaba sano levantó su sable al cielo, mientras resonaba su grito de guerra, que daba gracias por su victoria: «¡Toranagaaaaaa!» Pero no había entusiasmo en su victoria. Sólo pertenecía a un ritual en el que se veía envuelto.
Kazuko hizo un esfuerzo por mover un pie y luego el otro.
Después con voz potente ordenó:
—¡Seguidme!
Nadie vio de dónde llegaron las flechas, pero éstas hicieron con él una carnicería. Y el ánimo de los Pardos se cambió desde el fatalismo a la ferocidad al ver este insulto a la virilidad de Kazuko. Se estaba ya muriendo y había caído en seguida, solo, cumpliendo con su deber, conduciéndolos fuera del castillo. Otro oficial de los Pardos se echó hacia delante con veinte hombres para formar una nueva vanguardia. El resto se apretujó en torno de Mariko, Kiri y dama Sazuko.
—¡Adelante! —rugió el oficial.
Dio un paso adelante y los veinte silenciosos samurais le siguieron. Al igual que sonámbulos, los porteadores cogieron su carga y marcharon sobre los cadáveres. Luego, delante, a un centenar de pasos, veinte Grises más con un oficial se desplazaron en silencio desde los centenares de hombres que esperaban. Los porteadores se detuvieron. La vanguardia apresuró el paso.
—¡Alto!
Los oficiales se detenían los unos a los otros y mencionaban su respectivo linaje.
—Por favor, salid del camino…
—Enseñadnos vuestra autorización…
De nuevo empezó la carnicería entre gritos de guerra de «¡Toranagaaa!» y «¡Yaemooonnn!» En cuanto caía un Gris, otro se adelantaba hasta que todos los Pardos hubieron muerto.
El último Gris limpió su espada y permaneció de pie cerrando el paso. Otro oficial se adelantó con veinte Pardos desde la compañía que estaba situada detrás de las literas.
—Esperad —ordenó Mariko. Saltó del palanquín, cogió la espada de Yoshinaka, la desenvainó y se marchó sola hacia delante—. Ya sabéis quién soy. Apartaos de mi camino.
—Yo soy Kojima Harutamoto, de la Sexta Legión, capitán. Perdóname, pero no puedes pasar —dijo con orgullo el Gris.
Ella se echó hacia delante. El Gris retrocedió y permaneció a la defensiva, aunque hubiera podido matarla sin esfuerzo. Se retiró despacio por la avenida, mientras ella le seguía. Dudando, la columna arrancó detrás de ella. De nuevo Mariko intentó que el Gris se lanzase al combate, pero el samurai no hacía más que retroceder, sin atacar. Pero esto lo hacía gravemente, con dignidad, incluso brindándole toda su cortesía, brindándole el honor que le era debido. Ella atacó de nuevo, pero él retrocedió otro paso. Mariko empezó a sudar. Un Pardo se adelantó para ayudarla, pero su oficial le ordenó que se detuviera, sabiendo que nadie debía de interferirse. Los samurais de ambos bandos aguardaban una señal para iniciar la lucha.
Entre la multitud, un niño escondió sus ojos en las faldas de su madre. Gentilmente, ésta le retiró y se arrodilló.
—Mírala, hijo —le murmuró—. Tú eres un samurai.
Mariko sabía que no podía prolongar mucho tiempo la situación. Ahora jadeaba y podía percatarse de la malevolencia que la rodeaba. Unos cuantos Grises se adelantaron para intentar rodearla, ella detuvo su avance, sabiendo que podía, con mucha facilidad, ser atrapada, desarmada y capturada, con lo cual todo quedaría destruido al instante. Nuevos Pardos se adelantaron para ayudarla y el resto tomó posiciones alrededor de las literas. Ahora, los ánimos que reinaban en la avenida eran ominosos y aquellos hombres tenían en las narices el dulce olor de la sangre derramada.
—Esperad —gritó Mariko.
Todos se detuvieron. Se inclinó a medias hacia su rival. Luego, con la cabeza alta, le volvió la espalda y regresó hacia donde se encontraba Kiri.
—Lo siento, pero es imposible luchar contra esos hombres, por el momento —manifestó—. Por ahora, debemos regresar.
Cuando llegó ante Kiyama, se detuvo y se inclinó.
—Esos hombres me han impedido cumplir con mi deber, obedecer a mi señor feudal. Ya no puedo vivir con esta infamia, señor. Me haré el seppuku a la puesta del sol. Te pido formalmente que seas mi ayudante.
—No. No puedes hacer eso.
—A menos que se nos permita obedecer a nuestro señor feudal, como es nuestro derecho, me haré el seppuku al anochecer…
Hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta. Kiyama se inclinó ante ella, y sus hombres hicieron otro tanto. Todos cuantos se encontraban en la avenida, en las almenas y en las ventanas, se inclinaron, rindiéndole homenaje. Ella se dirigió hacia el jardín a través de la arcada y del patio central. Sus pasos la llevaron a la apartada, rústica y pequeña casa de té. Entró en ella y, una vez a solas, se echó a llorar en silencio. Lloró por todos los hombres que habían muerto.