CAPÍTULO LIII

Blackthorne atravesaba el castillo con su guardia de honor, compuesta por treinta vasallos y una escolta de Grises diez veces mayor. Marchaba orgulloso con su nuevo uniforme, un quimono castaño con las cinco cifras de Toranaga y, por primera vez, cubierto con un solemne y amplio manto. Sus rubios cabellos estaban recogidos por detrás, en una pulcra cola. Las espadas que le había dado Toranaga colgaban perfectamente de su fajín. Calzaba tabis nuevos y sandalias con correa.

Blackthorne iba pensando en la mala suerte que había sido perder a Uraga, ignorando si el ataque había sido contra éste o contra él mismo. «He perdido mi mejor fuente de información.»

—A mediodía debes ir al castillo, Anjín-san —le había dicho Yabú aquella misma mañana, cuando regresó a la galera—. Los Grises vendrán a buscaros. ¿Comprendéis?

—Sí, Yabú-sama.

—Ahora estáis completamente seguro. Lamento lo del ataque. ¡Shigata ga nai! Los Grises os escoltarán para que lleguéis sano y salvo. Esta noche os quedaréis en el castillo, que será abandonado por Toranaga. Mañana nos iremos nosotros a Nagasaki.

—¿Tenemos permiso? —preguntó.

Yabú movió la cabeza, visiblemente exasperado.

—Mi plan es el de ir a Mishima a recoger al señor Hiro-matsu, así como al señor Sudara y a su familia. ¿Comprendéis?

—Sí.

—Muy bien. Ahora dormid, Anjín-san. No os preocupéis por el ataque. Se ha ordenado que, a partir de ahora, todos los navíos permanezcan alejados de aquí. Aquí hay kinjiru.

—Comprendo. Excusadme, ¿pero qué va a pasar esta noche? ¿Por qué tengo que ir al castillo?

Yabú sonrió. Le dijo que Ishido sentía curiosidad por volverlo a ver.

—Al ser su huésped, estaréis a salvo.

Y, una vez más, abandonó la galera.

Blackthorne volvió abajo, dejando como observador a Vinck. Dormía profundamente cuando Vinck lo despertó. Subió de nuevo rápidamente a cubierta.

En aquel momento entraba en el puerto una pequeña fragata portuguesa de veinte cañones.

—Debe de ser Rodrigues. No hay nadie que navegue con tanto velamen desplegado.

—Si yo fuese tú, piloto, saldría pitando, con marea o sin ella. Aquí somos como mariposas en una botella de grog. Vayámonos…

—¡Nos quedaremos! ¿Puedes meterte esto en la cabeza? Permaneceremos aquí hasta que se nos permita irnos. No nos moveremos hasta que lo ordene Ishido.

Volvió a bajar, pero ya no pudo dormir. A mediodía llegaron los Grises. Fuertemente escoltado, se dirigió con ellos hacia el castillo. Los Grises lo condujeron hacia la parte del castillo ocupada por Toranaga, que ya había visitado otra vez, donde Kiritsubo, dama Sazuko y sus hijos estaban cómodamente instalados, junto con el resto de los samurais de Toranaga. Se dio un baño y se puso las nuevas ropas que habían dejado para él.

—¿Está dama Mariko?

—No, señor, lo siento —le había dicho el criado.

—¿Dónde puedo encontrarla? He de entregarle un mensaje urgente.

—Lo siento, Anjín-san. No lo sé. Perdonadme.

Ningún otro criado mostróse más explícito. Todos se limitaban a decir:

—Lo siento. No lo sé.

Una vez vestido, recurrió a su diccionario para recordar las palabras clave que pudiese necesitar y prepararse lo mejor posible.

Ahora atravesaba la parte más interior del foso. Había antorchas por todas partes.

Trató de dominar su ansiedad mientras atravesaba el puente de madera. Otros invitados, escoltados por los Grises, seguían el mismo camino. Notó cómo le observaban.

Los Grises lo llevaron de nuevo a través del laberinto y de su amplia puerta y allí lo abandonaron. Lo mismo hicieron sus hombres. Se colocaron a un lado, junto con los otros samurais y se dispusieron a esperarlo. Se acercó a una enorme puerta alumbrada por antorchas.

Tras ella había una inmensa estancia con vigas y artesonado de oro. Sostenían las vigas columnas recubiertas de oro. Eran de maderas preciosas. Contempló las suntuosas colgaduras. En la estancia se encontraban unos quinientos samurais junto a sus damas. Las polícromas indumentarias se mezclaban con los perfumes y olores de las maderas preciosas que ardían en pequeños braseros. Los ojos de Blackthorne recorrieron la sala en busca de Mariko, de Yabú o de cualquier cara amiga. Pero no encontró ninguna. A un lado había una fila de invitados que aguardaban, para entrar, ante la plataforma levadiza. El príncipe Ogaki Takamoto se hallaba allí de pie. Blackthorne reconoció a Ishido —alto y acicalado—, que estaba también a un lado de la plataforma. Sola, al otro lado, se encontraba dama Ochiba, cómodamente sentada en unos cojines. Incluso a aquella distancia pudo distinguir la exquisita riqueza de su quimono, con hebras de oro sobre la rarísima seda azul oscura.

Las filas de invitados se adelantaron. Blackthorne permanecía de pie en un extremo, en un lugar iluminado y su cabeza sobresalía de los más cercanos. Cortésmente se hizo a un lado para dejar el paso a algunos huéspedes, y vio cómo los ojos de Ochiba se dirigían hacia él. También lo miró Ishido. Se dijeron algo, y el abanico de la dama se movió. Volvieron a mirarlo. Se dirigió hacia uno de los muros para no estar tan a la vista, pero un Gris le impidió el paso.

Dozo —le dijo amablemente el samurai, señalando hacia la fila.

Hai, domo —respondió Blackthorne, mientras se unía a los demás.

Todos lo miraban. Incómodos, los hombres y las mujeres de la fila se apartaron de él, hasta que no quedó nadie entre él y la plataforma. De momento quedó como rígido. Luego, rodeado de un profundo silencio, se adelantó.

Se arrodilló ante la plataforma, y se inclinó, primero hacia la mujer y luego hacia Ishido, como había visto hacer a los demás. Al levantarse lo obsesionaba la idea de que las espadas se le pudiesen caer o él dar un resbalón, pero todo salió satisfactoriamente. Empezó a alejarse.

—Espera, por favor, Anjín-san —le dijo ella.

Se detuvo. Su deliciosa feminidad parecía envuelta en un halo luminoso.

—¿Es verdad lo que se dice? ¿Que habláis nuestra lengua?

—Excusadme, Alteza —musitó Blackthorne, empleando las frases que tenía preparadas—. Lo siento, pero sólo sé unas cuantas palabras y, respetuosamente, os ruego que utilicéis palabras simples al hablarme, así tendré el honor de entenderos. —Todos seguían atentamente la escena—. ¿Puedo, con todo el respeto, felicitaros por vuestro cumpleaños y rogar para que viváis y podáis cumplirlo mil veces más?

—¡Oh! Ésas no son palabras muy simples, Anjín-san —replicó dama Ochiba, muy impresionada.

—Excusadme, Alteza. Las aprendí anoche. La forma correcta de decirlas, ¿neh?

—¿Quién os lo ha enseñado?

—Mi vasallo, Uraga-noh-Tadamasa.

Dama Ochiba miró a Ishido, el cual empezó a hablarle muy rápidamente a Blackthorne, que sólo captó la palabra «flechas».

—¿El sacerdote cristiano renegado que fue muerto anoche en vuestro navío?

—¿Qué, Alteza?

—El samurai al que mataron, ¿neh? Anoche en el barco, ¿no?

—¡Ah! Sí, él. —Blackthorne miró primero a Ishido y luego a ella—. Perdonadme, Alteza, ¿me permitís dar la bienvenida al señor general?

—Sí, tenéis nuestro permiso.

—Buenas noches, señor general —dijo Blackthorne con afectada cortesía—. La última vez que nos vimos me comporté como un insensato. Perdonadme.

Ishido empleó de nuevo un tono superficial:

—Sí, os comportasteis como tal y os mostrasteis muy descortés. Espero que no ocurra más en lo sucesivo.

—Os ruego nuevamente que me disculpéis.

—Esas tonterías son corrientes entre los bárbaros, ¿neh?

Aquella rudeza en público con un invitado era excesiva. Durante unos segundos, los ojos de Blackthorne se dirigieron hacia dama Ochiba, y pudo comprobar que su mirada reflejaba también sorpresa.

—Señor general, estáis en lo cierto. Los bárbaros cometen siempre torpezas. Lo siento, pero ahora soy un samurai, hatamoto, lo cual es un gran honor para mí. Ya no soy un bárbaro. Ahora sé cómo debe comportarse un samurai y sé también algo de bushido. Y de wa. Perdonadme, pero ya no soy un bárbaro, ¿neh?

Pronunció la última palabra como un desafío. No ignoraba que los japoneses sabían lo que era la virilidad y el orgullo, y lo honraban. Ishido sonrió.

—Muy bien, samurai Anjín-san —replicó en tono jovial—. Acepto vuestras excusas. Son ciertos los rumores que corren sobre vuestro valor. Bien, muy bien. Yo debo, a mi vez, pediros disculpas. Es terrible que unos inmundos ronín hayan podido hacer algo semejante. ¡Un ataque nocturno!

—Estoy de acuerdo, señor. Fue horrible. Murieron cuatro hombres. Uno de los míos y tres Grises.

—Sí, fue horrible, Anjín-san, pero no volverá a ocurrir. Pondré guardias, unos celosos vigilantes. No habrá más ataques asesinos. ¡Ni uno más! Aquí estaréis tan seguro como en el castillo.

—Muchas gracias. Siento causar problemas.

—En absoluto. Sois muy importante, ¿neh? Sois un samurai. Ocupáis un lugar especial entre los samurais del señor Toranaga. No lo olvidaré… No tengáis miedo.

Blackthorne ofreció una flor a dama Ochiba, la cual la aceptó, tras un diálogo muy cortés. Todos aplaudieron. Al cesar los aplausos, dama Ochiba dijo:

—Mariko-san, vuestro pupilo es digno de elogio, ¿neh?

—Buenas noches, dama Toda —dijo Blackthorne. Y se arriesgó a añadir en latín, estimulado por su éxito—: La noche se ha hecho aún más bella con vuestra presencia.

—Gracias, Anjín-san —replicó ella, en japonés, con las mejillas encendidas. Luego se adelantó hacia la plataforma y se inclinó ante Ochiba—. Yo he hecho poco, Ochiba-sama. Todo el mérito es de Anjín-san y del diccionario que le dieron los padres cristianos.

—¡Ah, sí, el diccionario…!

Ochiba le dijo a Blackthorne que se lo enseñase y, con ayuda de Mariko, que se lo explicase detenidamente. Quedó fascinada. Se volvió hacia Ishido:

—Necesitaremos más ejemplares, señor general. Os ruego ordenéis que nos faciliten un centenar de estos diccionarios. Con ellos, nuestros jóvenes podrán aprender pronto el bárbaro, ¿neh?

—Sí, es una buena idea, mi dama. Pronto tendremos nuestros propios intérpretes, los mejores —sonrió Ishido—. Así acabaremos con el monopolio de los cristianos.

Un samurai de piel acerada de unos sesenta años, dijo:

—Los cristianos no poseen tal monopolio, señor general. Se trata de algo que pedimos nosotros a los padres cristianos… De hecho, insistimos en que fuesen intérpretes y negociadores, porque son los únicos que pueden hablar a ambas partes y tienen la confianza de ambos lados. El señor Goroda inició esta costumbre, ¿neh? Luego la continuó el Taiko.

—De acuerdo, señor Kiyama. No pretendo mostrarme irrespetuoso con los daimíos o samurais que se han hecho cristianos. Me refiero sólo al monopolio de los sacerdotes cristianos —replicó Ishido—. Sería mejor para nosotros que nuestro pueblo, y no los sacerdotes extranjeros (e incluso cualquier clase de sacerdotes), fuese el que controlase nuestro comercio con China.

—Nunca se ha producido un fraude —replicó Kiyama—. Los precios son correctos, el mercado es ágil y eficiente, y los padres manejan a su propia gente. Sin los bárbaros del Sur no habría seda ni comercio con China. Sin los padres tendríamos muchos problemas. Perdonadme por mencionar esto.

—¡Ah, señor Kiyama! —intervino dama Ochiba—. Estoy segura de que el señor Ishido se siente honrado de que lo hayáis corregido, ¿no es así, señor general? ¿Qué podría hacer el Consejo sin las observaciones del señor Kiyama?

—Desde luego —puntualizó Ishido.

Kiyama se inclinó, visiblemente complacido.

Luego Mariko advirtió que Kiyama no perdía de vista a Blackthorne.

—Perdonadme, señor Kiyama. ¿Puedo presentarle a Anjín-san?

Kiyama se volvió hacia Blackthorne y le preguntó cortésmente:

—¿Es verdad lo que afirman de que sois cristiano?

—¿Qué decís?

Kiyama no se dignó repetir la pregunta, y Mariko la tradujo.

—Lo siento, señor Kiyama —respondió Blackthorne en japonés—. Sí, soy cristiano… Pero de una secta diferente.

—Vuestra secta no es bien recibida en mis tierras. No en Nagasaki ni en Kyushu. Ni en ninguna de las tierras de mis daimíos cristianos.

Mariko se hizo violencia para mantener su sonrisa. Se estaba preguntando si Kiyama habría ordenado personalmente el asesinato de Amida y el ataque de la noche anterior. Se limitó a traducir, eliminando las descortesías de Kiyama, mientras todos escuchaban con gran atención.

—No soy ningún sacerdote, señor —prosiguió Blackthorne, dirigiéndose a Kiyama—. En nuestras tierras sólo se trata de comercio. No hay sacerdotes que hablen o enseñen. Sólo comerciamos.

—No deseo vuestro comercio. No deseo que estéis en mis posesiones. Os lo prohíbo bajo pena de muerte. ¿Me comprendéis?

—Sí, os comprendo —respondió Blackthorne—. Lo siento.

—Muy bien. —Kiyama se volvió hacia Ishido—. Deberíamos excluir por completo del Imperio a esa secta y a esos bárbaros. Lo propondré en la próxima reunión del Consejo. Debo declarar abiertamente que, según mi opinión, el señor Toranaga está mal aconsejado por los extranjeros con que se relaciona, y, en particular, por este samurai. Es un precedente muy peligroso.

—Seguramente esto carece de importancia. Todos los errores del actual señor del Kwanto se corregirán muy pronto. ¿Neh?

—Todos cometemos errores, señor general —respondió Kiyama con énfasis—. Sólo Dios es perfecto. El único error real del señor Toranaga es haber dado preferencia a sus propios intereses en vez de a los del Heredero.

—Sí —afirmó Ishido.

—Perdóname —terció Mariko—. Pero eso no es cierto. Lo siento, pero ambos estáis equivocados respecto a mi amo.

Kiyama se volvió hacia ella. Le contestó cortésmente.

—Es algo correcto para ti adoptar esa posición, Mariko-san. Pero, por favor, no discutas eso esta noche. De todos modos, señor general, ¿dónde está ahora el señor Toranaga? ¿Cuáles son sus últimas noticias?

—Ayer, según el portador de las palomas, creo que estaba en Mishima. En la actualidad, recibo informes diarios de su avance.

—¿Así que en dos días habrá abandonado sus propias fronteras? —preguntó Kiyama.

—Sí. El señor Ikawa Jikkyu está preparado para recibirlo según sus méritos.

—Muy bien. —Kiyama sonrió a Ochiba. Era muy indulgente hacia ella—. Ese día, señora, en honor de semejante ocasión, ¿podrás tal vez preguntar al Heredero si permitirá a los regentes inclinarse ante él?

—El Heredero quedará muy honrado, señor —replicó—. Y luego, tal vez, tú y cuantos están aquí, seáis los invitados a una competición poética. ¿Podrán hacer de jueces los regentes?

Aquello motivó aplausos.

—Gracias, pero, por favor, tal vez sea mejor que el príncipe Ogaki y alguna de las damas quieran actuar como jueces.

—Muy bien, si así lo deseas.

—Muy bien, señora. ¿Y cuál ha de ser el tema? ¿Y el primer verso del poema? —preguntó Kiyama muy complacido, dado que era muy renombrado por sus poesías, al igual que por su manejo de las armas y su ferocidad en la guerra.

—Por favor, Mariko-san, ¿puedes responder al señor Kiyama? —dijo Ochiba.

De nuevo, muchos admiraron su destreza, también Mariko tenía fama de poetisa.

Mariko quedó complacida ante aquello. Luego pensó un momento.

—El tema se referirá a hoy, y la primera línea del verso será: «Sobre una rama deshojada…»

—Excelente —respondió Kiyama—, nos complacerá mucho competir con vos, señora.

—Tendrás que excusarme, pero no podré hacerlo —respondió Mariko—. Mañana abandonaré Osaka junto con las damas Kiritsubo y Sazuko.

La sonrisa de Ishido se desvaneció.

—¿Y adónde iréis?

—A reunirnos con nuestro señor.

—Pero el señor Toranaga estará aquí dentro de pocos días, ¿neh?

—Hace meses que la dama Sazuko no ha visto a su marido y mi señor Toranaga aún no ha tenido el placer de contemplar a su último hijo. Como es natural, la dama Kiritsubo nos acompañará.

—El señor Toranaga llegará aquí tan pronto que no es necesario salir a su encuentro.

—Pero yo sí creo que es necesario, señor general. Además, esto es un asunto privado que no se debe discutir aquí. Me iré mañana a presentar mis respetos a mi señor, con sus damas.

Ishido se limitó a decir con frialdad:

—Estás aquí, señora, por una invitación personal del Hijo del Cielo, con la complacencia de los regentes. Sé paciente. Tu señor estará aquí muy pronto.

—Estoy de acuerdo, señor. Pero la invitación de Su Majestad Imperial es para el vigésimo segundo día. No se le ha dado la orden, ni a mí ni a nadie, de que permanezcamos confinados en Osaka hasta ese momento. ¿O no es así?

—Olvidas el buen comportamiento, dama Toda.

—Perdóname, pero eso es la última cosa que pretendo. Lo siento. —Mariko se volvió hacia Ogaki, el cortesano—. ¿Señor, la invitación del Exaltado incluye el que permanezca aquí hasta que llegue?

—La invitación es para el vigésimo segundo día de este mes, dama. Entonces es cuando se requiere tu presencia.

—Gracias, señor. —Mariko se inclinó de nuevo y se colocó frente a la plataforma—. Se requiere mi presencia entonces, señor general. No antes. Por tanto, me iré mañana.

—Sé paciente, señora. Los regentes te han dado la bienvenida y hay muchos preparativos para los cuales se necesitará de tu ayuda antes de que llegue el Exaltado.

—Lo siento, señor, pero las órdenes de mi señor tienen prioridad. Debo irme mañana.

—No te irás mañana y se te pide, mejor, se te ruega, Mariko-san, que tomes parte en la competición de dama Ochiba…

—¿Así que he de considerarme confinada aquí contra mi voluntad?

Ochiba añadió:

—¿No será mejor que dejemos esto ahora, Mariko-san?

—Lo siento, Ochiba-sama, pero yo soy una persona sencilla. He de decir abiertamente que tengo órdenes de mi señor. Si no puedo obedecerlas, he de saber por qué. Señor general, ¿he de quedar confinada aquí hasta el vigésimo segundo día? Y si es así, ¿por orden de quién?

—Eres persona respetada —le dijo Ishido—. Y repito, señora, que tu señor estará aquí muy pronto.

Mariko sintió su poder, aunque luchó por resistirse.

—Sí, pero lo siento y, de nuevo, respetuosamente, pregunto: ¿estoy confinada en Osaka durante los próximos dieciocho días, y si es así, por orden de quién?

—No, no estás confinada —respondió Ishido clavando los ojos en ella.

—Gracias, señor. Te pido perdón por haber hablado tan directamente —añadió Mariko.

—Pero, dama Toda, puesto que has elegido hablar de esa forma tan presuntuosa, es mi deber pedir a los regentes que hagan una declaración formal, por si existen otras personas que comparten este malentendido. Hasta ese momento deberás estar preparada para responder a las preguntas que te hagan y recibir las órdenes que sean precisas.

—Lo siento, pero no puedo retrasar mi partida por unos cuantos días.

—¿Así que te niegas a obedecer al Consejo de Regentes? —inquirió airado Ishido.

—No, señor —respondió orgullosamente Mariko—. A menos que se hagan cargo de mis deberes hacia mi señor, dado que estos deberes son supremos al tratarse de un samurai…

—¡Has de estar dispuesta a reunirte con los regentes con filial paciencia!

—Lo siento. Tengo órdenes de mi señor de escoltar a sus damas para que se reúnan con él. Al instante.

Se sacó un rollo de escritura de una manga y lo entregó a Ishido.

Éste lo abrió y lo examinó. Luego levantó los ojos y dijo:

—Incluso así, deberás esperar las órdenes de los regentes. El incidente queda zanjado…

—¡El asunto quedará zanjado, señor general, cuando emplees mejores modales! No soy una campesina y no se me puede pisotear así. Soy Toda Mariko-noh-Buntaro-noh-Hiro-matsu, hija del señor Akechi Jinsai, del linaje Takashima. Hemos sido samurais durante mil años y afirmo que nunca me convertiré en cautiva, en rehén o en confinada. Durante los próximos dieciocho días, hasta que llegue el día, por mandato del Exaltado, soy libre de hacer lo que desee, lo mismo que cualquiera

—Óyeme cuidadosamente: aguardarás la decisión de los regentes.

—No, lo siento, mi primer deber radica en obedecer a mi señor.

Ishido, rabioso, se adelantó hacia ella.

Aunque Blackthorne no había entendido casi nada de lo que se había dicho, su mano derecha se introdujo, sin que se advirtiera, en su manga izquierda, a fin de tener dispuesto el cuchillo.

Ishido se detuvo ante ella:

—Deberás…

En aquel momento se produjo un movimiento en la puerta de entrada. Una doncella se abrió paso entre la multitud y corrió hacia Ochiba.

—Por favor, señora… —murmuró—. Se trata de Yodoko-sarna… Está preguntando por ti… Has de apresurarte, el Heredero ya está aquí.

Con preocupación, Ochiba miró hacia Mariko e Ishido. Luego se marchó.

Ishido dudó un momento.

—Ya llegaremos después a un acuerdo, Mariko-san —exclamó y luego siguió a Ochiba, con caminar pesado sobre sus tatamis.

Blackthorne se acercó a Mariko:

—Mariko-san —le preguntó—, ¿qué sucede?

—¡Mariko-san! —dijo Kiyama.

—¿Qué, señor?

—Te sugiero que regreses a casa. ¿Me puede ser permitido hablarte después…, digamos a la Hora del Verraco?

—Sí, de acuerdo.

—Éste es un día de mal presagio, Mariko-san. —Luego se volvió hacia la estancia y dijo con autoridad—: Sugiero que regresemos a nuestras casas a aguardar…, a aguardar y a orar para que el Infinito pueda llevarse a dama Yodoko suavemente y con honor hacia Su paz, si es que le ha llegado su hora. —Luego miró a Saruji y añadió—: Ven conmigo.

Luego salió. Saruji comenzó a seguirlo, aunque no deseaba abandonar a su madre, pero se vio impelido por la orden e intimidado por la atención fija en él.

Mariko hizo una medio reverencia hacia la estancia y empezó a alejarse. Kiri se pasó la lengua por los labios resecos. Dama Sazuko estaba al lado de ella. Kiri cogió a dama Sazuko la mano y ambas mujeres siguieron a Mariko. Yabú se adelantó junto con Blackthorne, conscientes de que eran los únicos samurais presentes que llevaban el uniforme de Toranaga.

Afuera, los aguardaban los Grises.

—¿Pero qué dioses te han poseído para adoptar esta postura? Es algo estúpido, ¿neh?

—Lo siento —respondió Mariko, ocultando sus verdaderas razones y deseando que Yabú la dejase en paz, furiosa por sus pocos correctos modales—. Ocurrió de repente, señor. Durante un momento no era otra cosa que la celebración de un cumpleaños, pero luego… No lo sé. Excúsame, Yabú-sama. Te pido perdón, Anjín-san.

—Has desencadenado una tormenta que nos engullirá a todos… Es estúpido, ¿neh?

—Sí, pero no es cierto que debamos permanecer aquí, y el señor Toranaga me dio órdenes de que…

—¡Esas órdenes son de locos! ¡Los diablos se han debido de meter en tu cabeza! ¡Tienes que presentar excusas y retractarte! Ishido podría cancelar nuestros permisos para marcharnos y lo arrumarías todo.

—Lo siento —repuso—. Nada ha cambiado. Dentro del castillo podemos movernos con entera libertad, a pesar de la escolta.

—Te detendrán. ¿Por qué lo hiciste…?

—Mariko-san tiene razón —intervino Kiri—. Nada ha cambiado. Nos veremos pronto, Mariko-san.

Luego siguió andando por su ala del castillo, y los Pardos cerraron la puerta fortificada. Mariko se dirigió hacia su casa con Yabú y Blackthorne.

Ahora recordaba haber visto cómo la mano de Blackthorne aferró el cuchillo. «Sí, Anjín-san —pensó—. Eres el único con quien puedo contar. Estarás allí cuando te necesite.» Luego dijo, en voz alta:

—Perdona mi estupidez, Yabú-sama. En realidad, tienes razón. Lo siento. Soy una mujer estúpida.

—¡Desde luego! Porque es estúpido oponerse a Ishido en su propio cubil, ¿neh?

—Lo siento. Perdóname. ¿Puedo ofreceros saké o cha? —Dio una palmada. Al instante se abrió la puerta interior y apareció Chimmoko—. Trae cha y saké para mis invitados. Y comida. ¡Y ponte presentable! ¿Cómo te atreves a aparecer así?

Chimmoko se deshizo en lágrimas.

—Lo siento, señor. Disculpad su insolencia.

—No tiene importancia, ¿neh? ¿Y qué pasa con Ishido? Te has referido a que no erais campesinos y eso hirió al señor general. ¡Te has creado un enemigo!

—¿Lo crees así? Perdóname, por favor. No quería insultarle precisamente a él.

—Pero él es un campesino, siempre lo ha sido, siempre lo será, y siempre ha odiado a quienes, como tú, sois auténticos samurais. Fue algo estúpido atacar a Ishido delante de todos.

—Sí, tienes razón. Es una lástima que todos nuestros jefes no sean tan fuertes e inteligentes como tú, señor. Si fuese así, el señor Toranaga no tendría ahora problemas.

—Lo cierto es que me has puesto en un verdadero compromiso.

—Excúsame, por favor. Ha sido culpa mía. —Mariko intentó contener las lágrimas—. ¿Puedo explicar mi estupidez a Anjín-san? Tal vez él pueda sugerir alguna solución…

—Sí. Muy bien.

Mariko se volvió hacia Blackthorne y le habló en portugués:

—Escucha, por favor. Anjín-san. Escucha y no hagas preguntas por el momento. Lo siento, pero antes hemos de calmar a este malhumorado bastardo, ¿no lo dices así?

Le explicó lo ocurrido y por qué se había marchado Ochiba.

—Malo, ¿neh?

—Sí. El señor Yabú te pide consejo. ¿Qué podemos hacer para arreglar esta estupidez mía?

—¿Qué estupidez? —Blackthorne la miró fijamente y su inquietud aumentó. Mariko bajó la cabeza. Luego dijo a Yabú—: Ahora entiendo… Ahora he de pensar…

Yabú le contestó en tono áspero:

—¿En qué hay que pensar? Estamos en un verdadero compromiso.

Mariko tradujo, sin levantar la mirada.

—Es cierto, ¿verdad, Mariko-san? —opinó Blackthorne—. Siempre ha sido verdad, ¿neh?

—Sí, lo siento.

Miró hacia fuera. Habían colocado antorchas en unos soportes de las murallas de piedra que rodeaban el jardín central. Hacia el Oeste se veía la puerta de hierro, guardada por algunos Pardos.

—Tengo que hablarte en privado —dijo Mariko, sin volverse.

—Y yo a ti.

—Esta noche nos veremos —añadió ella. Luego miró a Yabú—. Anjín-san está de acuerdo contigo, en lo referente a mi estupidez. Lo siento.

—Sí, pero, ¿qué soluciona eso?

—Anjín-san —siguió Mariko—, a última hora de esta noche iré a ver a Kiritsubo-san. Sé dónde está tu estancia. Te encontraré.

—Muy bien.

—Yabú-sama —siguió Mariko humildemente—, esta noche iré a ver a Kiritsubo-san. Es un hombre sabio y tal vez nos dé una solución.

—Sólo existe una solución —respondió Yabú—. Mañana presentarás tus excusas. Y permanecerás aquí.

Kiyama llegó puntualmente. Saruji iba con él.

Tras las presentaciones, Kiyama observó, con gravedad:

—Ahora, Mariko-san, explícanos el porqué.

—No hay guerra, señor. No podemos ser confinados ni tratados como rehenes. Puedo ir donde me plazca.

—No hace falta estar en una guerra para hacer rehenes. Ya lo sabes. Dama Ochiba fue mantenida como rehén en Yedo, en atención a la segundad de su amo aquí, y no estábamos en guerra. El señor Sudara y su familia son mantenidos hoy como rehenes y tampoco hay guerra, ¿neh?

Ella mantuvo la cabeza inclinada.

—Aquí hay muchos que son rehenes sólo para que sus señores muestren obediencia al Consejo de Regentes, los gobernantes legales del reino. Eso es una cosa prudente. Es una costumbre, ¿neh?

—Sí, señor.

—Muy bien. Pues dinos la verdadera razón.

—¡Señor!

—¡No admito juegos! —gritó Kiyama—. ¡Yo tampoco soy un campesino! Deseo saber por qué has obrado así esta noche.

Mariko levantó la vista.

—Lo siento, pero el señor general me enojó con su arrogancia, señor. Tengo órdenes. No hay ningún mal en que me lleve a Kiri y a dama Sazuko durante unos días para que vean a su amo.

—Sabes muy bien que eso es imposible. El señor Toranaga también debe de saberlo.

—Lo siento, pero mi amo me dio esas órdenes. Un samurai no debe poner reparos a las órdenes de su señor.

—Sí, pero yo los pongo porque eso carece de sentido. Tu amo no puede decidir disparates ni cometer errores. Y debo insistir en que he de haceros estas preguntas.

—Perdóname, señor, os lo ruego. Pero no hay nada que discutir.

—¿Que no? ¿Y Saruji? Por otra parte, debo conocer toda tu vida, pues siempre la he honrado. Hiro-matsu-sama es mi más antiguo amigo viviente, y tu padre fue un amigo muy querido y un honrado aliado de mi padre hasta el fin de sus días.

—Un samurai nunca debe discutir las órdenes de su señor natural.

—Ahora, Mariko-san, sólo puedes hacer una de estas dos cosas: o presentar excusas y quedarte, o intentar marcharte. Y entonces te detendrán.

—Sí. Lo comprendo.

—Deberás presentar tus excusas mañana. Convocaré una reunión de los Regentes, y ellos emitirán una resolución respecto a todo este asunto. Entonces se te permitirá irte con Kiritsubo y con dama Sazuko.

—Perdón, pero ¿cuánto tiempo exigirá eso?

—No lo sé. Unos cuantos días.

—Lo siento, pero no tengo esos días. Se me ha ordenado que me vaya al instante.

—¡Mírame! —Ella obedeció—. Yo, Kiyama Ukon-noh-Odanaga, señor de Higo, Satsuma y Osumi, un Regente del Japón, de la línea Fujimoto, daimío cristiano del Japón, te pido que te quedes.

—Lo siento. Mi señor natural me prohíbe que me quede.

—¿No comprendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, señor. Pero no tengo elección. Perdóname.

Saruji empezó a decir algo, pero luego cambió de idea y declaró:

—Perdóname, madre, pero… ¿no es tu deber hacia el Heredero más importante que tu deber hacia el señor Toranaga? El Heredero es nuestro señor real, ¿neh?

Mariko pensó en ello.

—Sí, hijo mío. Y no. El señor Toranaga tiene jurisdicción sobre mí y el Heredero no.

—Perdóname, madre. No lo entiendo pero, según mi parecer, si el Heredero da una orden, ésta estará por encima de nuestro señor Toranaga.

Ella no replicó.

—Respóndeme.

—¿Eso es lo que piensas, hijo mío? ¿O alguien te lo ha metido en la cabeza?

Saruji frunció el entrecejo, tratando de recordar.

—Nosotros, el señor Kiyama y su dama, lo hemos discutido. Y el padre Visitador. No recuerdo. Creo que se me ha ocurrido a mí. El padre Visitador me dijo que estaba en lo cierto, ¿no es así, señor?

—Dijo que el Heredero es más importante en el Reino que el señor Toranaga. Legalmente. Respóndele directamente, Mariko-san.

Mariko dijo:

—Si el Heredero fuera un hombre de edad, Kwampaku, el verdadero gobernante de su Reino, al igual que lo fue el Taiko, su padre, entonces lo obedecería en esta cuestión por encima del señor Toranaga. Pero ahora Yaemón es un chiquillo, incluso legalmente, incapaz de adoptar resoluciones. ¿Es bastante con esta respuesta?

—Pero…, sigue siendo el Heredero, ¿neh? Los regentes lo escuchan… el señor Toranaga lo honra. ¿Qué significa un año, o unos cuantos años, madre? Si no presentas excusas… Lo siento, perdóname, pero estoy preocupado por ti.

Mariko hubiera deseado ir hacia él, abrazarlo y protegerlo. Pero no lo hizo.

—Yo no tengo miedo, hijo mío. No temo a nada de esta tierra. Sólo temo al juicio de Dios —exclamó volviéndose hacia Kiyama.

—Sí —respondió Kiyama—. Sé lo que es eso. La Virgen te bendiga por ello. —Luego hizo una pausa—. Mariko-san, ¿presentarás tus excusas en público ante el señor general?

—Sí, gustosa, cuando retire todas las tropas de mi camino y me dé a mí, a la dama Kiritsubo y a la dama Sazuko permiso por escrito para poderme ir mañana.

—¿No vas a obedecer una orden de los regentes?

—Perdóname, señor, pero, en este asunto, no.

—¿No respetarás un requerimiento de ellos?

—Perdóname, pero en este asunto, no.

—¿Estarías de acuerdo ante un requerimiento del Heredero y de la dama Ochiba?

—Perdóname, ¿qué requerimiento?

—El de visitarlos, el de permanecer con ellos unos cuantos días, mientras se resuelve todo este caso.

—Perdóname, señor, pero, ¿qué hay que resolver?

—El futuro y buen orden del Reino, por una parte, y el futuro de la Madre Iglesia, por otra… ¡Y tú por otra! Está clarísimo que ese trato tan próximo con los bárbaros ha perturbado tu cerebro…

Mariko no respondió nada y le volvió la espalda.

Con un esfuerzo, Kiyama intentó autodominarse.

—Excusa mi…, mi mal gusto. Y mis malos modales. Mi única justificación es que me encuentro gravemente implicado. —Se inclinó con dignidad—. Presento mis excusas…

—Es falta mía, señor. Perdóname por destruir tu armonía y por causarte problemas. Pero no me queda alternativa.

—Tu hijo te da una. Yo te puedo dar varias.

Ella no respondió.

En aquella estancia, el aire se había hecho sofocante para todos, aunque la noche era fría y la brisa hacía oscilar la llama de las antorchas.

—Así, pues, ¿qué resuelves?

—No tengo elección, señor.

—Muy bien, Mariko-san. No hay nada más que decir. Sólo puedo decirte de nuevo que no fuerces tu marcha. Te lo pido.

Ella inclinó la cabeza.

—Saruji-san, espérame fuera, por favor —ordenó Kiyama.

El joven estaba muy turbado y casi era incapaz de hablar.

—Sí, señor. —Se inclinó hacia Mariko—. Excúsame, madre.

—Dios te conserve en Sus manos durante toda la eternidad.

—Y a ti.

—Amén —dijo Kiyama.

—Buenas noches, hijo mío.

—Buenas noches, madre.

Cuando estuvieron solos, Kiyama dijo:

—El padre Visitador está muy preocupado.

—¿Por mí, señor?

—Sí. Y por la santa Iglesia… Y por los bárbaros. Y por el buque de los bárbaros. Háblame primero de él.

—Es un hombre único, muy fuerte y muy inteligente. En el mar es… Le pertenece. Parece formar parte del navío y del mar. Y, fuera del mar, no existe un hombre que se le pueda comparar en valentía.

—¿Incluso el Rodrigues-san?

—El Anjín-san vale por lo menos el doble.

—Háblame del navío.

Ella obedeció.

—Háblame de sus vasallos.

Ella le contó lo que había sucedido.

—¿Le dará el señor Toranaga su navío, dinero, vasallos y la libertad?

—Mi amo nunca me lo ha dicho, señor.

—Dame tu opinión.

—En este caso particular —dijo Mariko— los enemigos particulares del Anjín-san son los mismos que los de mi señor: los portugueses, los Padres sagrados que ayudan a los portugueses y los señores Harima, Onoshi y tú mismo, señor.

—¿Y por qué nos considera Anjín-san sus enemigos especiales?

—Por Nagasaki, por el comercio y por vuestro control costero de Kyusu, señor. Y porque tú eres el jefe de los daimíos católicos.

—La Iglesia no es enemiga del señor Toranaga. Ni tampoco los Padres sagrados.

—Lo siento, pero creo que el señor Toranaga cree que los Padres sagrados apoyan al señor general Ishido, lo mismo que tú.

—Yo apoyo al Heredero. Estoy en contra de tu amo porque quiere arruinar nuestra Iglesia.

—Lo siento, pero eso no es verdad. Señor, mi amo es muy superior al señor general. Vos habéis combatido veinte veces más como su aliado que contra él. ¿Por qué estás de parte de su reconocido enemigo? El señor Toranaga siempre ha deseado el comercio y no es simplemente anticristiano, como el señor general y la dama Ochiba.

—Perdóname, Mariko-san, pero ante Dios, creo que el señor Toranaga detesta en secreto nuestra fe cristiana, secretamente abomina de nuestra Iglesia y se ha comprometido en secreto a destruir la sucesión y eliminar al Heredero y a la dama Ochiba. Su meta es el shogunado. Sólo eso… En secreto, desea ser shogun, está planeando ser shogun y todo apunta a ese único fin.

—Ante Dios, señor, no lo creo.

—Tú misma lo has admitido, ese Anjín-san y su navío es muy peligroso para la Iglesia, ¿neh? Rodrigues conviene con vos en que si ese Anjín-san captura el Buque Negro en el mar, eso puede ser muy malo.

—Sí, yo también lo creo, señor.

—Ello lastimaría mucho a nuestra Madre Iglesia, ¿neh?

—Sí.

—¿Pero no querréis ayudar a la Iglesia contra ese hombre?

—No está en contra de la Iglesia, señor, ni realmente contra los Padres, aunque desconfíe de ellos. Sólo está contra los enemigos de su reina. Y el Buque Negro es su objetivo, para beneficiarse con él.

—Pero se opone a la verdadera fe y, además, es un hereje, ¿neh?

—Sí. Pero no creo que nada de lo que hemos dicho respecto de los Padres sea verdad. Y muchas cosas no se nos han dicho. Tsukku-san admite muchas cosas. Mi señor feudal me ordenó que me convirtiera en el confidente del Anjín-san, para enseñarle nuestro idioma y nuestras costumbres, para aprender también de él lo que pueda ser de valor para nosotros.

—¿Crees ser valiosa para Toranaga? ¿Neh?

—Señor, la obediencia a un señor feudal es la primera regla en la vida de un samurai. ¿No es obediencia lo que exiges de tus vasallos?

—Sí. Pero la herejía es terrible y, al parecer, estás aliada con el bárbaro contra nuestra Iglesia y has sido contagiada por él. Ruego a Dios que te abra los ojos, Mariko-san, antes de que te condenes. Finalmente, el padre Visitador me ha dicho que tienes algunas informaciones privadas para mí.

—¿Señor?

Aquello era por completo inesperado.

—Me ha dicho que se ha recibido hace unos pocos días un mensaje del Tsukku-san. Un mensaje especial de Yedo. Tienes ciertas informaciones acerca…, acerca de mis aliados.

—He pedido ver al padre Visitador mañana por la mañana.

—Sí. Me lo ha dicho. ¿Y bien?

—Excúsame, pero hasta que lo haya visto mañana…

—¡No mañana, ahora! El padre Visitador me ha contado que esto tiene que ver con el señor Onoshi y que se refiere a la Iglesia. Y debes decírmelo al instante. Ante Dios, eso es lo que me dijo. ¿Hay cosas que no quieres confiarme?

—Lo siento. Pero he llegado a un acuerdo con el Tsukku-san. Me ha pedido que hable abiertamente al padre Visitador. Eso es todo, señor.

—El padre Visitador te diría que me lo contases ahora.

Mariko se percató de que no tenía alternativa. La suerte estaba echada. Le contó la conjura contra su vida. Todo lo que ella sabía. También le contó exactamente de dónde procedía la información.

¿De su confesor? ¿Él…?

—Sí, lo siento.

—Lamento la muerte de Uraga. —Kiyama dijo, incluso mortificado, que el ataque nocturno contra el Anjín-san había sido un fracaso, como la emboscada anterior, y ahora habían matado al único hombre que podía demostrar que su enemigo Onoshi era un traidor—. Uraga arderá para siempre en el fuego del infierno por ese sacrilegio. Fue terrible lo que hizo. Merece la excomunión y el fuego del infierno, pero, a pesar de ello, me hizo un servicio al contarme eso…, si es verdad. —Kiyama se la quedó mirando convertido de pronto en un anciano—. No puedo creer que Onoshi pudiera hacerlo. O que el señor Harima quisiera formar parte de ello.

—Sí. ¿Podéis…, podéis preguntarle al señor Harima si es cierto?

—Sí, pero nunca revelaría una cosa así. Es muy triste, ¿neh? Es terrible la forma de ser del hombre.

—Sí.

—No lo creo, Mariko-san. La muerte de Uraga no nos proporcionará nunca las pruebas. Tomaré precauciones, pero…, no puedo creerlo.

—Sí. Una cosa, señor. ¿No es muy extraño que el señor general haya puesto una guardia al Anjín-san?

—¿Qué hay de extraño?

—¿Por qué protegerlo? ¿No lo detesta en realidad? Es muy extraño, ¿neh? ¿No será que el señor general también considera ahora al Anjín-san como una posible arma contra los daimíos católicos?

—No puedo seguiros.

—Si, Dios no lo quiera, si tú murieras, el señor Onoshi se convertiría en el jefe supremo de Kyushu, ¿neh? ¿Qué puede hacer el señor general para dominar a Onoshi? Nada…, excepto, tal vez, emplear al Anjín-san.

—Es posible —respondió despacio Kiyama.

—Sólo existe una razón para proteger al Anjín-san: emplearlo. ¿Dónde? Sólo contra los portugueses y, por ende, contra los daimíos cristianos de Kyushu. ¿Neh?

—Es posible.

—Creo que el Anjín-san es tan valioso para ti como para Onoshi o para mi amo. Vivo. Sus conocimientos son enormes. Sólo él nos puede proteger contra los bárbaros, incluso contra los portugueses.

—Los podemos aplastar y expulsar en el momento que queramos —respondió Kiyama—. Son como tábanos en un caballo, nada más.

—Si la Santa Madre Iglesia vence y todas las tierras se convierten en cristianas, como rogamos que ocurra, ¿qué pasará entonces? ¿Podrán sobrevivir nuestras leyes? ¿Sobrevivirá el bushido? ¿Contra los Mandamientos? Sugiero que eso sucederá, como en todas partes del mundo católico, no cuando los Padres sagrados sean los jefes supremos, sino cuando nosotros estemos preparados.

Él no respondió. Luego Mariko siguió:

—Señor, te pido que preguntes al Anjín-san qué es lo que ha ocurrido en otras partes del mundo.

—No lo haré. Creo que te ha embrujado, Mariko-san. Yo creo en los Padres sagrados. Creo que vuestro Anjín-san está dominado por Satanás, y te pido que compruebes si su herejía ya os ha contaminado. Por tres veces has usado la palabra «católicos» cuando querías decir cristianos. ¿No significa eso que convienes con él en que existen dos fes, dos versiones igualmente ciertas de la verdadera fe? ¿No vais contra los intereses de la Iglesia? —Se levantó—. Gracias por tu información. Queda con Dios.

Mariko se sacó de la manga un rollo sellado de papel.

—El señor Toranaga me pidió que te diera esto.

Kiyama miró el intacto sello.

—¿Sabes lo que es, Mariko-san?

—Sí. Se me ordenó que lo destruyera o que pasase el mensaje verbalmente si me interceptaban.

Kiyama rompió los sellos. El mensaje reiteraba el deseo de Toranaga de conseguir la paz entre ellos, su total ayuda al Heredero y a la sucesión y, brevemente, daba información acerca de Onoshi. Acababa así: «Carezco de pruebas respecto del señor Onoshi, pero Uraga-noh-Ta-damasa las obtendrá y, de un modo deliberado, se pondrá en contacto contigo en Osaka para preguntarte si lo deseas. No obstante, poseo pruebas de que Ishido también ha traicionado el acuerdo secreto entre tú y él, de conceder el Kwanto a tus descendientes una vez que yo muera. El Kwanto ha sido prometido en secreto a mi hermano, Zataki, a cambio de traicionarme, pero tú has sido traicionado también. Una vez que yo haya muerto, tú y vuestro linaje seréis aislados y destruidos, al igual que toda la Iglesia cristiana. Te ruego que reconsideres todo esto. Pronto tendrás pruebas de mi sinceridad.»

Kiyama releyó el mensaje y ella lo observó como se le había ordenado.

«Obsérvalo cuidadosamente, Mariko-san —le había dicho Toranaga—. No estoy convencido de su acuerdo con Ishido respecto al Kwanto. Los espías me han informado de ello, pero no estoy seguro. Sabrás lo que ha hecho —o no ha hecho— si le das el mensaje en el momento oportuno.»

Vio la reacción de Kiyama. «¡Así que era verdad!», pensó.

El anciano daimío levantó la vista y dijo rotundamente:

—Y tú eres la prueba de su sinceridad ¿neh? ¿La víctima propiciatoria?

—No, señor.

—No te creo. Y no lo creo a él. Quizá sí lo de la traición de Onoshi. Pero el resto… Es uno de los viejos trucos del señor Toranaga, el mezclar las verdades a medias junto a la miel y el veneno. Me temo que serás tú, Mariko-san, la que acabarás siendo traicionada.