CAPÍTULO LI

En la oscuridad, poco antes del amanecer, alguien levantó, silenciosamente, el rastrillo de una puerta lateral, y diez hombres atravesaron apresuradamente el estrecho puente elevadizo del recóndito foso. La reja de hierro se cerró tras ellos. En el extremo más alejado del puente, los centinelas les volvieron deliberadamente la espalda para que pasaran de largo sin problemas. Todos vestían quimonos oscuros y sombreros cónicos y empuñaban sables. Eran: Naga, Yabú, Blackthorne, Uraga-noh-Tadamasa y seis samurais. Les guiaba Naga, con Yabú a su lado, a través de un verdadero laberinto de pasadizos, subiendo y bajando escaleras y a lo largo de pasillos muy poco usados. Cuando se encontraban con patrullas o centinelas —siempre alerta—, Naga mostraba un monograma de plata, y el grupo seguía su camino sin ser sometido a preguntas de ninguna clase.

Alcanzaron la puerta Sur, único camino al otro lado del primer gran foso del castillo. Allí los esperaba una compañía de samurais. Silenciosamente, los hombres rodearon al grupo de Naga, protegiéndolos, y todos cruzaron el puente. Hasta ahora, nadie les había cerrado el paso. Siguieron caminando hasta el Primer Puente, procurando ocultarse entre las sombras. Una vez al otro lado del Primer Puente, giraron hacia el Sur y desaparecieron entre el laberinto de callejones que conducían al puerto.

El grupo de samurais que los acompañaba se detuvo fuera del cordón que rodeaba el embarcadero del Erasmus. Hicieron una seña a los diez hombres para que avanzaran, saludaron y se perdieron de nuevo en la oscuridad.

Naga los condujo a través de las barreras. Sin el menor comentario, fueron admitidos en el malecón. Había algunas hogueras encendidas y más guardias que antes.

—¿Todo preparado? —preguntó Yabú tomando el mando.

—Sí, señor —respondió el samurai jefe.

—Bien, Anjín-san, ¿has entendido?

—Sí, gracias, Yabú-san.

—Pues entonces, lo mejor será que te des prisa.

Blackthorne vio cómo sus samurais formaban en cuadro a un lado, e hizo una seña a Uraga, levantando una mano, para que se acercara a ellos, como se había acordado de antemano. Sus ojos recorrieron el buque de arriba abajo y de proa a popa, comprobándolo todo, al tiempo que subía a bordo y permanecía de pie en el alcázar, su alcázar. El cielo estaba aún oscuro y no había señal alguna de la aurora. Todo indicaba que el día sería bueno y que la mar permanecería en calma.

Miró hacia el muelle. Yabú y Naga conversaban. Uraga explicaba a sus vasallos lo que sucedía. Entonces se abrieron de nuevo las barreras, y Baccus, Van Nekk y el resto de la tripulación —con la inquietud pintada en los rostros— avanzaron dando tropezones, rodeados por fieros guardianes.

Blackthorne se acercó a la borda y gritó:

—¡Vamos, arriba!

Sus hombres parecieron tranquilizarse al verlo y avanzaron con más decisión, pero las maldiciones de los guardianes hicieron que se detuvieran instantáneamente.

—¡Uraga-san! —gritó Blackthorne—. Diles que dejen subir a bordo a mis hombres. ¡Inmediatamente!

Uraga obedeció con presteza. Los samurais escucharon, miraron hacia el buque y liberaron a la tripulación.

El primero en embarcar fue Vinck, y el último, Baccus. Los hombres estaban aún atemorizados.

—Bueno, piloto, ¿qué ocurre? —jadeó Baccus, logrando hacerse oír entre la catarata de preguntas de los demás.

—¿Va algo mal, piloto? —preguntó, a su vez, Vinck—. ¡Estábamos todos dormidos, cuando, de repente, estalló el infierno a nuestro alrededor, se abrió la puerta y esos monos nos obligaron a ponernos en marcha…!

Blackthorne levantó una mano.

—¡Escuchad!

Cuando se hizo el silencio, empezó a hablar con calma.

—Llevaremos al Erasmus a puerto seguro, al otro lado de…

—No tenemos hombres suficientes, piloto —le interrumpió Vinck—. Jamás los…

—¡Escucha, Johann! Nos van a remolcar. El otro buque llegará dentro de poco. Ginsel, ve a proa, y lanza el cable de amarre. Vinck, hazte cargo del timón, Jan Roper y Baccus, al malacate de proa, y Salamon y Croocq, a popa. Sonk, ve abajo y comprueba las provisiones que tenemos. Sube algo de grog, si lo encuentras. ¡Date prisa!

—¡Esperad un minuto, piloto! —chilló Jan Roper—. ¿Para qué tanta prisa? ¿Adónde vamos y por qué?

Blackthorne sintió que lo invadía una ola de indignación al ser interrogado de aquella manera. Pero se contuvo al pensar que los hombres tenían derecho a enterarse de ciertas cosas, que no eran sus vasallos ni tampoco eta, sino sus camaradas de a bordo, casi sus socios, su tripulación.

—Éste es el comienzo de una estación de tormentas. Tai-funs las llaman aquí, Grandes Tormentas. Esta ensenada no es segura. Al otro lado del puerto, algunas leguas al Sur, está el mejor y más seguro punto de amarre. Se halla cerca de un pueblo llamado Yokohama. El Erasmus estará seguro allí y podrá soportar cualquier tipo de tormenta. Ahora, ¡vamos!

Nadie se movió.

Van Nekk preguntó:

—¿Sólo unas cuantas leguas, piloto?

—Sí.

—Y después, ¿qué? Bueno, ¿a qué se debe tanta prisa?

—El señor Toranaga me ha permitido hacerlo ahora —respondió Blackthorne diciendo la verdad a medias—. «Cuanto antes, mejor —pensé yo—. Podría cambiar otra vez de idea, ¿neh? En Yokohama…»

Blackthorne miró hacia otro lado. Yabú subía a bordo con sus seis guardianes. Los hombres se apartaron apresuradamente de Blackthorne.

—¡Jesús! —exclamó Vinck, parpadeando—. ¡Es él! ¡El bastardo que dio lo suyo a Pieterzoon!

Yabú se acercó hasta llegar casi al alcázar y señaló hacia el mar:

—Anjín-san, ¡mira, allí! Todo va bien, ¿neh?

Cual gigantesca oruga de mar, una galera se deslizaba silenciosamente hacia ellos procedente del Oeste.

—Muy bien, Yabú-sama. ¿Quieres subir aquí?

—Luego lo haré, Anjín-san.

Yabú dio media vuelta para dirigirse a la pasarela de desembarco.

Blackthorne se volvió hacia sus hombres.

—¡Vamos, moveos! Siempre de dos en dos y cuidado con lo que decís. Hablad sólo en holandés. Hay uno a bordo que sabe portugués. Ya os lo explicaré todo cuando estemos en camino. ¡Vamos!

Los hombres se alejaron, contentos de librarse de la presencia de Yabú. Uraga y veinte samurais de Blackthorne subieron a bordo.

Los demás estaban formados en el malecón para embarcar en la galera.

Uraga dijo:

—Éstos son tus guardias personales, señor, si ello te complace.

—Me llamo Anjín-san, no señor —replicó Blackthorne.

—Por favor, perdóname, Anjín-san —repuso Uraga, mientras empezaba a subir la escalerilla.

—¡Alto! ¡Abajo! Nadie puede subir al alcázar sin mi permiso. Díselo a los demás.

—Sí, Anjín-san, perdóname.

Blackthorne se acercó a un lado del alcázar para ver cómo atracaba la galera, casi junto al Erasmus.

—¡Ginsel! Ve a tierra y vigila cómo toman nuestras estachas. Que queden bien aseguradas. ¡Vamos!

Una vez todo ordenado a bordo, Blackthorne examinó a los veinte hombres.

—¿Por qué han sido elegidos todos entre el grupo de los que estaban atados, Uraga-san?

—Forman un clan, sen… Anjín-san. Son como hermanos. Solicitan el honor de defenderte.

Anatawa-anatawa-anatawa —dijo Blackthorne, eligiendo a diez hombres para que desembarcaran y fueran reemplazados por sus demás vasallos, que elegiría Uraga al azar. Luego dijo a éste que advirtiese a todos acerca de la necesidad de comportarse como hermanos, de lo contrario, tendrían que hacerse el harakiri allí mismo.

¿Wakarimasu?

Hai, Anjín-san. Gomen nasai.

Las estachas quedaron aseguradas en el otro buque. Blackthorne lo inspeccionó todo y comprobó la dirección del viento, pues sabía que incluso en el interior del gran puerto de Yedo, la navegación podría resultar peligrosa si estallaba una tormenta.

—¡Fuera amarras! —gritó—. ¡Ima capitán-san!

El capitán del otro buque levantó una mano, y la galera se apartó suavemente del malecón. Naga iba a bordo del buque, abarrotado de samurais y del resto de los vasallos de Blackthorne. Yabú se encontraba en aquel momento junto a Blackthorne, en el alcázar. El buque giró, lentamente, sobre su quilla, y lo sacudió un ligero temblor cuando quedó inmerso en la fuerza de una corriente. Tanto Blackthorne como la tripulación estaban llenos de júbilo por hallarse de nuevo en el mar. Ginsel, apoyado en un lado de la pequeña plataforma de estribor, con la sondaleza en la mano, iba gritando las brazas de profundidad. El malecón empezó a quedar lejos.

—¡Adelante! ¡Yukkuri sei! ¡Más despacio!

Hai, Anjín-san —gritó de nuevo.

Juntos, los dos buques penetraron en la corriente central del puerto, a la vez que encendían luces de situación en lo alto de los mástiles.

—Bien, Anjín-san —dijo Yabú—. ¡Muy bien!

Yabú esperó hasta que se hallaron en alta mar. Luego llevó a Blackthorne aparte.

—Anjín-san —dijo cautelosamente—, ayer salvaste mi vida. ¿Comprendes? Al detener a los ronín. ¿Recuerdas?

—Sí. Era mi deber.

—No, no era tu deber. ¿Y recuerdas al otro hombre, al marino aquel de Anjiro?

—Sí.

Shigata ga nai. Karma. Eso ocurrió antes de que fueras samurai o hatamoto…

Brillaban los ojos de Yabú bajo la luz del fanal. Tocó ligeramente el sable de Blackthorne, y habló en voz baja y clara:

—… antes de lo del Vendedor de Aceite, ¿neh? De samurai a samurai, pido que se olvide todo lo de antes. Todo ha de ser nuevo. Esta noche. Por favor, ¿comprendes?

Blackthorne miró hacia la galera que navegaba delante de ellos, luego examinó la cubierta, miró a sus hombres y respondió:

—Sí. Comprendo.

—¿Comprendes la palabra «odio»?

—Sí.

—El odio nace del terror. Ni yo te temo ni tú tienes por qué temerme. Yo puedo ayudarte mucho. Ahora luchamos en el mismo lado. En el lado de Toranaga. Sin mí no hay wako, ¿comprendes? Deseo lo que tú deseas: tus nuevos buques aquí, tú, capitán de tus nuevos buques. Puedo ayudarte mucho: Primero el Buque Negro… ¡ah, sí, Anjín-san!, convenceré al señor Toranaga. Ya sabes que soy un luchador, ¿no? Yo dirigiré el ataque. Tomaré el Buque Negro para ti en tierra. Juntos tú y yo seremos más fuertes que uno solo, ¿no?

—Sí. ¿Es posible conseguir más hombres? ¿Más de doscientos para mí?

—Tanto si necesitas dos mil como cinco mil, no te preocupes, tú conduce el buque, y yo dirigiré la pelea. ¿De acuerdo?

—Sí. Es un trato justo. Gracias, estoy de acuerdo.

—Muy bien, muy bien, Anjín-san —replicó Yabú, contento.

Sabía que una mutua amistad beneficiaría a ambos, por mucho que lo odiase el bárbaro. Una vez más, la lógica de Yuriko resultaba impecable.

Antes, aquella misma noche, había visto a Toranaga y le había pedido permiso para ir inmediatamente a Osaka con objeto de prepararle el camino.

—Por favor, perdóname, pero creí que el asunto era muy urgente. Después de todo, señor, has de tener allí a alguien de categoría para asegurar que todas tus disposiciones son perfectas. Ishido es un campesino y no entiende de ceremonias, ¿neh?

Se sintió muy satisfecho al ver la facilidad con que aceptó Toranaga.

—Por otra parte, tenemos el buque del bárbaro, señor. Lo mejor es llevarlo en seguida a Yokohama, por si se precisara, en caso de tai-fun. Con tu permiso, yo mismo me encargaré de ello antes de irme. El Regimiento de Mosqueteros puede guardarlo. Luego iré directamente a Osaka con la galera. Por mar sería más rápido y mejor, ¿no?

—Muy bien. Si crees que eso es prudente, hazlo, Yabú-san. Pero llévate a Naga-san. Y déjalo a cargo de todo en Yokohama.

—Sí, señor.

A continuación, Yabú habló a Toranaga acerca de la cólera de Tsukku-san.

El sacerdote estaba muy indignado. Lo bastante como para lanzar a sus conversos contra Anjín-san.

—¿Estás seguro?

—Quizá sería conveniente que, de momento, tomase a Anjín-san bajo mi protección. —Luego, como obedeciendo a un segundo pensamiento, añadió—: Lo más sencillo sería llevar a Anjín-san conmigo. Podría empezar los preparativos en Osaka, continuar hasta Nagasaki, conseguir a los nuevos bárbaros y luego, a mi regreso, acabar todas las disposiciones.

—Haz lo que creas conveniente —había respondido Toranaga—. Dejaré que decidas tú, amigo mío.

Yabú se sentía feliz al poder hacer, al fin, lo que le gustaba. Sólo la presencia de Naga no se había planeado, pero tal detalle no importaba, y sería sin duda muy prudente tenerlo en Yokohama.

Yabú contemplaba a Anjín-san, alto, con los pies ligeramente separados, balanceándose con gran facilidad ante el movimiento del buque, como si formara parte de él, enorme, indiferente. Muy distinto de cuando se hallaba en tierra. Sin darse cuenta, Yabú empezó a adoptar una postura similar, observándolo cuidadosamente.

—Quiero algo más que el Kwanto, Yuriko-san —musitó al oído de su esposa, antes de dejar su casa—. Quiero algo más. Quiero mandar en el mar. Quiero ser el señor del Almirantazgo. Emplearemos todos los ingresos del Kwanto, obtenidos con el plan Omi en escoltar al bárbaro a su patria, en comprar más barcos y traerlos hasta aquí. Omi irá con él, ¿no?

—Sí —había replicado ella, con tono de felicidad—. Podemos confiar en él.

El muelle de Yedo estaba totalmente desierto. El último de los guardianes samurai había desaparecido en uno de los callejones que conducían al castillo. El padre Alvito salió de las sombras, seguido por el hermano Miguel. Alvito miró hacia el mar.

—¡Que Dios lo maldiga y maldiga a cuantos viajan en él!

—Excepto a una persona, padre. Uno de los nuestros viaja en el buque. Y Naga-san. Naga-san ha jurado convertirse en cristiano en el primer mes del próximo año.

—Si es que hay un próximo año para él —respondió Alvito con tristeza—. Ese buque nos destruirá y no podremos evitarlo.

—Dios nos ayudará.

—Sí, pero mientras tanto seguimos siendo soldados de Dios y hemos de ayudarle. Hay que avisar inmediatamente al padre Visitador y al capitán general. ¿No has encontrado todavía una paloma mensajera para Osaka?

—No, padre, a ningún precio. Ni siquiera una para Nagasaki. Hace meses, Toranaga ordenó que se le llevaran todas.

El padre Alvito pareció aún más triste.

—¡Debe de haber alguien que tenga una! Paga lo que sea. Los herejes pueden asestarnos un golpe terrible, Michael.

—Quizá no, padre.

—¿Por qué se llevan el buque? Desde luego, para su seguridad, pero también para ponerlo fuera de nuestro alcance. ¿Por qué Toranaga ha entregado al hereje doscientos wako y devuelto su oro? Por supuesto, para emplearlo como fuerza de ataque y para pagar más piratas, artilleros y marineros. ¿Por qué conceder la libertad a Blackthorne? Para que nos aniquile con el Buque Negro. ¡Que Dios nos ayude! Toranaga también nos ha abandonado.

—Nosotros lo hemos abandonado, padre.

—¡Nada podemos hacer para ayudarle! Lo hemos intentado todo con los daimíos. Estamos desamparados.

—Si rezáramos más, posiblemente Dios nos mostraría el camino.

—Yo rezo y rezo, pero… quizá Dios nos ha abandonado y con razón, Michael. Tal vez no merezcamos su gracia. Al menos yo no la merezco.

—Es posible que Anjín-san no encuentre artilleros o marineros. También es posible que jamás llegue a Nagasaki.

—Su plata le puede proporcionar todos los hombres que necesite. Incluso católicos, incluso portugueses. Estúpidamente, los hombres piensan más en este mundo que en el otro. No abrirán los ojos. Venden sus almas demasiado fácilmente. Sí, yo rezo para que Blackthorne nunca llegue allí. O sus emisarios.

En compañía del hermano, Alvito, completamente deprimido, caminó hacia la misión jesuita, que se hallaba a una milla al Oeste, cerca de los muelles, tras uno de los grandes almacenes donde normalmente se guardaban las sedas y el arroz de la temporada.

Alvito se detuvo de pronto y miró de nuevo hacia el mar. Amanecía. Ya no se veían los buques.

—¿Qué oportunidad hay de que sea entregado nuestro mensaje?

El día anterior, Miguel había descubierto que uno de los nuevos vasallos de Blackthorne era cristiano. Cuando se filtró la noticia de que algo iba a ocurrir con Anjín-san y su buque, Alvito garrapateó apresuradamente un mensaje para Dell’Aqua, en el que daba las últimas noticias, y rogó al hombre que lo entregara secretamente si alguna vez llegaba a Osaka.

—El mensaje llegará —aseguró el hermano Miguel—. Nuestro hombre sabe que navega con el enemigo.

—¡Ojalá Dios lo guíe! —exclamó Alvito mirando más allá del joven hermano—. ¿Por qué? ¿Por qué se habrá convertido en apóstata?

—Os lo dije, padre —replicó el hermano Miguel—. Quería ser sacerdote, ordenado en nuestra sociedad. No era mucho pedir… ser un orgulloso servidor de Dios.

—Era demasiado orgulloso, hermano.

Alvito pasó de largo ante la misión y se dirigió al gran solar que Toranaga había cedido para la catedral, que pronto se alzaría para mayor gloria de Dios. El jesuita ya la veía en su mente, alta, majestuosa, dominando la ciudad, con sus campanas fundidas, quizás en Macao, Goa o Portugal, y con sus enormes puertas de bronce ampliamente abiertas a los fieles. Hasta podía oler el humo del incienso y oír los cantos en latín.

«Pero la guerra destruirá ese sueño —se dijo—. La guerra arruinará esta tierra y será como siempre ha sido.»

—¡Padre! —exclamó en voz baja el hermano Michael, avisándole.

Ante ellos había una mujer contemplando los cimientos, que ya se habían abierto parcialmente. A su lado había dos doncellas. Alvito esperó, inmóvil, observando a las tres mujeres bajo la difusa luz del amanecer. La mujer llevaba la cara cubierta con un velo y estaba ricamente vestida. El hermano Miguel se movió ligeramente. Sus pies tocaron una piedra, y ésta, rodando, fue a dar contra una pala. La mujer se volvió, sorprendida, Alvito la reconoció.

—¿Mariko-san? Soy yo, el padre Alvito.

—¿Padre? ¡Oh! Yo venía… venía a verlo. Partiré en breve, pero deseaba verlo antes de irme.

Alvito se acercó a ella.

—Me alegro mucho de verte, Mariko-san. Sí. He oído decir que te marchabas. He tratado de verte varias veces, pero siempre se me ha prohibido la entrada en el castillo.

En silencio, Mariko observó de nuevo los cimientos de la catedral. Alvito miró de reojo al hermano Miguel, asombrado también al ver una dama de tal importancia vagando a aquellas horas por los muelles.

—¿Has venido sólo a verme, Mariko-san?

—Sí, y para ver zarpar el barco.

—¿Qué deseas de mí?

—Quiero confesar.

—Entonces, hazlo aquí mismo —dijo el padre Alvito—. Que la tuya sea la primera confesión que se haga en este lugar.

—Por favor, perdóname, pero, ¿no podrías decir misa aquí, padre?

—Aquí no hay iglesia, ni altar, ni indumentaria litúrgica, ni, por supuesto, Eucaristía. Puedo hacerlo en nuestra capilla, si vienes…

—¿Podríamos beber cha en copa vacía, padre? Por favor, es que dispongo de muy poco tiempo.

—Sí —replicó el padre Alvito, comprendiéndola.

El padre se dirigió hacia el punto en el que quizás algún día se levantaría el altar bajo un techo abovedado. En aquellos momentos, la bóveda era el cielo, y las aves y el ruido del mar, los majestuosos cantos del coro. El padre empezó a cantar la misa y el hermano Michael le ayudó, hasta que, juntos trajeron el Infinito a la Tierra.

Pero antes de dar la comunión, el padre se detuvo y dijo:

—Ahora debo oírte en confesión, Mariko-san, María.

Hizo una seña al hermano Miguel para que se alejara y añadió:

—Ante Dios, María…

La mujer se arrodilló y dijo:

—Antes de empezar, padre, ruego un favor.

—¿De mí o de Dios, María?

—Pido un favor ante Dios.

—¿Cuál es?

—La vida de Anjín-san a cambio del conocimiento.

—Su vida no es mía, por lo tanto no la puedo ni conceder ni retener.

—Sí, lo siento, pero se podría dar una orden a todos los cristianos para que su vida no sea sacrificada en nombre de Dios.

—El Anjín-san es el enemigo. Un terrible enemigo de nuestra fe.

—Sí, pero aun así, suplico se salve su vida. A cambio, quizá, podré ser de gran ayuda.

—¿Cómo?

—¿Se me concede el favor, padre? ¿Ante Dios?

—No puedo conceder tales favores. Repito que no es cosa mía conceder, retener ni suprimir. No puedes comerciar con el Señor.

Mariko, dudó, arrodillándose en tierra ante el padre. Luego se inclinó y comenzó a levantarse.

—Muy bien. Entonces, por favor, perdóname…

—Presentaré esa petición al padre Visitador —dijo Alvito.

—Eso no es suficiente, por favor, padre, perdóname.

—Se lo haré saber y le diré que considere tu petición en nombre de Dios. Se lo rogaré.

—Si lo que yo te diga tiene algún valor, ¿jurarás ante Dios que harás todo lo posible para que se salve y lo protejan, siempre y cuando tal protección no vaya en contra de la Iglesia?

—Sí, si no es en contra de la Iglesia.

—¿Y presentarás mi petición al padre Visitador?

—Sí, ante Dios.

—Gracias, padre. Escuche entonces…

Acto seguido, Mariko le expuso sus razonamientos sobre Toranaga y el engaño.

Repentinamente Alvito se dio cuenta de que todo encajaba.

—Tienes razón. ¡Debes tener razón! Que Dios me perdone, ¿cómo pude ser tan estúpido?

—Por favor, escucha de nuevo, padre, he aquí más hechos.

Y a continuación, Mariko musitó en su oído los secretos acerca de Zataki y Onoshi.

—¡No es posible!

—También circula el rumor de que el señor Onoshi proyecta envenenar al señor Kiyama.

—¡Imposible!

—Perdóname, pero sí es muy posible. Son antiguos enemigos.

—¿Quién te ha contado todo esto, María?

—El rumor es que Onoshi envenenará al señor Kiyama durante la fiesta de San Bernardo de este año —replicó María, con tono de cansancio, eludiendo responder directamente a la pregunta del padre.

Hubo un silencio y añadió:

—El hijo de Onoshi pronto será dueño de las tierras de Kiyama, el nuevo señor. El general Ishido lo ha aceptado así, con tal que mi dueño ya haya entrado en el Gran Vacío.

—Pruebas, Mariko-san. ¿Dónde están las pruebas?

—Lo siento, pero no tengo ninguna. Pero el señor Harima lo sabe también.

—¿Cómo sabes esto? ¿Cómo estás enterada de que el señor Harima lo sabe también? ¿Acaso forma él parte de esa conspiración?

—No, padre. Es parte del secreto.

—¡Imposible! Onoshi es persona que habla muy poco y es demasiado listo. Si hubiera proyectado eso, nadie lo sabría. Debes de estar equivocada. ¿Quién te dio esta información?

—No puedo decírselo, lo siento. Pero estoy segura de que es cierto.

Alvito pensó en las posibilidades que aquello ofrecía. Luego exclamó:

—¡Uraga! ¡Uraga era el confesor de Onoshi! ¡Oh, Madre de Dios! Uraga ha violado el secreto de confesión y le ha dicho a su señor…

—A lo mejor este secreto no es cierto, padre. Pero yo creo que sí. Solamente Dios puede saber la verdad, ¿neh?

Mariko no había apartado los velos que la cubrían y Alvito no veía su rostro. Amanecía. Miró hacia el mar. Entonces pudo ver a los dos buques en el horizonte, navegando rumbo al Sur. Tuvo la sensación de que le dolía el pecho. Y rezó pidiendo ayuda al cielo.

—¿Y dices que el señor Toranaga ganará?

—No, padre. Nadie ganará, pero, sin su ayuda, el señor Toranaga perderá. No se puede confiar en el señor Zataki. Zataki siempre constituirá la mayor amenaza para mi señor. Zataki sabrá esto y que todas las promesas de Toranaga son papel mojado, porque Toranaga debe intentar eliminarlo. Si yo estuviera en el lugar de Zataki destruiría a Sudara, a la dama Genjiko y a todos sus hijos en el momento en que estuvieran en mis manos. Inmediatamente atacaría las defensas de Toranaga en el Norte. Lanzaría mis legiones contra el Norte y esto haría que Ishido, Ikawa, Jikkyu y todos los demás despertaran de su estúpido letargo. Toranaga podría ser derrotado muy fácilmente, padre.

Alvito esperó unos segundos antes de decir:

—Levanta tus velos, María.

Vio que la mujer se mantenía inmóvil, mostrando un rostro impasible.

—¿Por qué me has contado todo esto?

—Para salvar la vida del Anjín-san.

—¿Traicionas por él, María? Tú, Toda Mariko-noh-Buntaro, hija del señor general Akechi Jinsai, ¿traicionas por un extranjero? ¿Me pides que crea eso?

—No. Lo lamento… también es para proteger a la Iglesia. Primero proteger a la Iglesia, padre… no sé qué hacer. Creí que podría… el señor Toranaga es la única esperanza de la Iglesia. El señor Toranaga debe recibir ayuda ahora. Es un hombre inteligente y bondadoso, la Iglesia prosperará con él. Sé que Ishido es el verdadero enemigo.

—La mayoría de los daimíos cristianos creen que Toranaga destruirá la Iglesia y al Heredero en cuanto derrote a Ishido y se haga con el poder.

—Puede, pero lo dudo. Tratará a la Iglesia con nobleza. Siempre lo ha hecho. Ishido es violentamente anticristiano. Y lo mismo ocurre con la dama Ochiba.

—Todos los cristianos prominentes están en contra de Toranaga.

—Ishido es un campesino. Toranaga-sama es noble, prudente, y desea negociar, comerciar.

—Siempre habrá comercio, gobierne quien gobierne.

—El señor Toranaga siempre ha sido su amigo y, si es honesto con él, él lo será con usted.

Mariko señaló hacia los cimientos y añadió:

—¿No es eso una medida de honestidad? Regaló su tierra incluso cuando usted le falló y él lo había perdido todo… incluso su amistad.

—Quizá.

—Por último, padre, sólo Toranaga-sama puede evitar una guerra perpetua, y esto debe de saberlo bien. Como mujer, le pido que no suframos una interminable guerra.

—Sí, María. Quizá sea él el único que pueda lograr eso.

Alvito miró hacia otro lado. El hermano Miguel se hallaba arrodillado, ausente en sus oraciones, y cerca de la orilla del agua esperaban pacientemente los dos sirvientes. El jesuita dijo:

—Me alegro de que hayas venido a decirme esto. Gracias. Gracias en nombre de la Iglesia y en el mío. Haré todo lo que pueda para cumplir lo que prometí.

Mariko se inclinó sin decir nada.

—¿Llevarás un despacho, Mariko-san? Es para el padre Visitador.

—Sí, si está en Osaka.

—Se trata de un despacho privado.

—Sí.

—Es verbal. Le contarás todo cuanto me has dicho a mí y lo que yo te he dicho. Todo.

—Muy bien.

—¿Tengo tu promesa, ante Dios?

—No tiene necesidad de decirme eso, padre. De acuerdo.

Alvito la miró fijamente y murmuró:

—Por favor, perdóname ahora, pero quiero escuchar tu confesión.

Mariko se cubrió de nuevo con los velos.

—Por favor, perdóname, padre, pero ni siquiera soy digna de confesarme.

—Todo el mundo es digno a los ojos de Dios.

—Excepto yo. No, no soy digna de eso, padre.

—Debes confesarte, María. No puedo continuar diciendo misa para ti. Has de presentarte ante Él limpia.

Mariko se arrodilló:

—Perdóname, padre, pues he pecado y sólo puedo confesar que no soy digna de la confesión.

Con ademán de infinita compasión, el padre Alvito apoyó una mano, ligeramente, en su cabeza.

—Hija mía, permíteme pedir a Dios perdón por tus pecados. En su nombre te absuelvo y te concedo Su gracia.

La bendijo y después siguió con la misa en aquella imaginaria catedral bajo el cielo que se estaba iluminando… el servicio más hermoso que jamás se hubiera celebrado para él y para ella.

El Erasmus se hallaba anclado en el mejor puerto contra tormentas que había visto Blackthorne, suficientemente lejos de la costa como para concederle espacio marino y, sin embargo, lo suficientemente cerca como para brindarle seguridad. Había seis brazas de profundidad y exceptuando el estrecho cuello de entrada, las tierras altas que rodeaban al puerto evitaban cualquier embate de una tormenta exterior.

La jornada de viaje desde Yedo había sido fatigosa, aunque sin incidencias. A medio ri hacia el Norte ancló la galera, en un muelle cercano a Yokohama, puerto de pescadores, y en aquellos instantes se hallaban solos a bordo Blackthorne y todos sus hombres, tanto holandeses como japoneses. Yabú y Naga se hallaban en tierra, inspeccionando el Regimiento de Mosqueteros.

—¿Por qué ahora, Uraga-san? —preguntó Blackthorne desde el alcázar, todavía con los ojos enrojecidos por no haber dormido.

Se le había ordenado que la tripulación no se moviera y Uraga le había dicho que aguardase un poco para ver si había algún cristiano entre los vasallos.

Blackthorne añadió al cabo de un breve silencio:

—¿No puede esperar esto a mañana?

—No, señor, lo lamento.

Uraga lo miró, alzando la cabeza hacia el alcázar. Se encontraba ante el grupo de vasallos samurais mientras que el grupo holandés se encontraba más cerca del alcázar. Uraga añadió:

—Por favor, perdóname, pero es muy importante saber esto inmediatamente. Son tus peores enemigos. Por lo tanto, debes estar seguro en beneficio de tu protección. Por mi parte, sólo deseo servirte. No se tardará mucho.

—¿Están todos en cubierta?

—Sí, señor.

Blackthorne se acercó más a la balaustrada del alcázar y preguntó en japonés:

—¿Hay aquí alguien que sea cristiano?

No hubo respuesta.

—Ordeno a todo aquel que sea cristiano que dé un paso al frente.

Nadie se movió, y Blackthorne se volvió hacia Uraga.

—Nombra a diez centinelas para cubierta y que ocupen sus puestos.

—Con tu permiso, Anjín-san…

Uraga sacó de debajo de su quimono un pequeño icono pintado que había traído de Yedo. Lo arrojó boca arriba sobre la cubierta y, acto seguido, lo pisoteó rabiosamente. Blackthorne y la tripulación se sintieron incómodos ante aquel acto, excepto quizá Roper.

—Por favor, haz que cada vasallo haga lo mismo —sugirió Uraga.

—¿Por qué?

—Conozco a los cristianos. Por favor, señor. Es importante que cada hombre haga eso. Ahora mismo.

—Está bien —convino Blackthorne de mala gana.

Uraga se volvió hacia la tripulación de vasallos y dijo:

—A petición mía, nuestro jefe pide que cada uno de nosotros haga esto.

Los samurais gruñeron unos segundos, y uno de ellos manifestó:

—Ya hemos dicho que no somos cristianos. ¿Qué es lo que demuestra pisar un grabado del dios de los bárbaros? Nada.

—Los cristianos son nuestro enemigo principal. Los cristianos son traicioneros. Por favor, perdonadme, pero conozco bien a los cristianos… lo lamento, pero esto es muy necesario para la seguridad de nuestro jefe.

En el acto, uno de los samurais avanzó unos pasos y dijo:

—¡Yo no adoro a ningún dios bárbaro! ¡Vamos, haced vosotros lo mismo!

Y, tras pronunciar estas últimas palabras, pisoteó el icono con fuerza.

Uno por uno fueron realizando la misma operación todos los hombres. Blackthorne contemplaba la escena con gesto de desprecio.

Van Nekk murmuró:

—Eso no está bien.

Vinck miró hacia el alcázar y dijo:

—¡Asquerosos bastardos! ¡Nos cortarán el cuello sin pensarlo un segundo! ¿Estás seguro de poder confiar en ellos, piloto?

—Sí.

Ginsel dijo:

—Ningún católico haría eso, ¿verdad, Johann? Es listo ese Uraga-sama.

—¿Y qué importa si esos mendigos son papistas o no? Todos son sucios samurais.

—Sí —asintió Croocq.

—Aun así, no está bien hacer eso —repitió Nekk.

Los samurais continuaron pisoteando el icono sobre la cubierta y, a continuación, se alejaron formando grupos sueltos. Fue una fea escena y Blackthorne lamentó haberla permitido, ya que había cosas mucho más importantes que hacer antes del crepúsculo. Sí, mucho que hacer, pensó ansioso de bajar a tierra y contemplar el feudo que Toranaga le había regalado, el cual comprendía Yokohama. «El Señor Dios en las alturas —se dijo a sí mismo—, y yo señor de uno de los mayores puertos de la Tierra.»

De repente, un hombre pasó junto al icono, desenvainó el sable y se lanzó hacia Blackthorne. Una docena de sorprendidos samurais le cerraron el paso al alcázar, mientras que Blackthorne apuntaba ya con una pistola. Otros hombres se apartaron, tropezando aquí y allí y lanzando gritos de aviso. El samurai se detuvo, bramando de rabia, y atacó a Uraga, quien se las pudo arreglar para esquivar el golpe. El hombre giró sobre sus talones para hacer frente a los demás samurais, luchó con todos ellos ferozmente durante unos segundos y luego saltó hacia un lado y se arrojó de cabeza por la borda.

Cuatro hombres que sabían nadar arrojaron los sables sobre la cubierta, sujetaron los cuchillos entre los dientes y saltaron tras él, al mismo tiempo que los holandeses se asomaban a la borda.

Blackthorne corrió hacia la borda, pero no pudo ver nada. Al cabo de unos segundos vio cómo se movían unas sombras en el agua y un hombre surgió a la superficie en busca de aire, después se distinguieron cuatro cabezas. Entre ellas flotaba un cadáver con un cuchillo clavado en la garganta.

—Lo siento, Anjín-san, fue su propio cuchillo —exclamó uno de los hombres.

—Uraga-san, diles que lo registren y luego que lo abandonen a los peces.

El registro no reveló nada. Cuando todos regresaron a cubierta, Blackthorne señaló hacia el icono con su pistola.

—Todos los samurais… ¡una vez más!

Lo obedecieron instantáneamente. Y todos pasaron por la prueba. Después, y a causa de la presencia de Uraga, al que debía alabar, ordenó que se repitiera la escena por tercera vez. Hubo un inicio de protesta.

—¡Vamos! —bramó Blackthorne—. ¡Rápidamente, si no queréis que os aplaste como cucarachas!

—No hay necesidad de decir eso, piloto —repuso Van Nekk—. ¡No somos malolientes paganos!

—¡No son malolientes paganos! ¡Son samurais!

La cólera mezclada con el temor se extendió entre los hombres. Van Nekk comenzó a decir algo, pero Ginsel se adelantó:

—Bastardos idólatras samurais y ellos, o los hombres como ellos, asesinaron a Pieterzoon, nuestro capitán general, y a Maetsukker.

—Sí, pero sin estos samurais, jamás llegaríamos a casa, ¿entendido?

Todos los samurais guardaban silencio mirándoles. Cautelosamente se acercaron más a Blackthorne para protegerlo. Van Nekk dijo:

—Dejémoslo estar, ¿eh? Creo que nos sentimos un poco nerviosos y muy fatigados. Ha sido una noche muy larga. Aquí no somos nuestros propios dueños, no, no lo somos, ninguno de nosotros. Ni tampoco el piloto. Sabe lo que está haciendo, él es el jefe.

—Sí, lo es. Pero no tiene derecho a ponerse junto a esos puercos y en contra de nosotros. Somos iguales a él —masculló Jan Roper—. Sólo porque está armado como ellos, viste como ellos, y puede hablarles en su lengua, eso no lo convierte en nuestro amo. Tenemos nuestros derechos y ésa es nuestra ley y la suya, aunque sea inglés. Juró obedecer las normas. ¿No fue así, piloto?

—Sí —respondió Blackthorne—. Es nuestra ley en nuestros mares, donde somos los amos. Ahora no lo somos, de manera que a obedecer y rápido.

Mascullando maldiciones, los hombres obedecieron.

—¡Sonk! ¿Encontraste algún grog?

—No señor, ni una sola gota.

—Entonces haré que suban saké a bordo.

Acto seguido, añadió en portugués:

—Uraga-san, vendrás a tierra conmigo y que alguien bogue. Vosotros cuatro —dijo luego en japonés señalando a los que se habían arrojado por la borda—, ahora sois capitanes, ¿entendido? Tomad quince hombres cada uno.

Hai, Anjín-san.

—¿Cómo te llamas? —preguntó a uno de ellos, un tipo alto con una cicatriz en la mejilla.

—Nawa Chisato, señor.

—Hoy serás capitán. En todo el buque, hasta que yo regrese.

—Sí, señor.

Blackthorne se acercó hasta la pasarela de desembarco. Más abajo había amarrado un esquife.

—¿A dónde vas, piloto? —preguntó ansiosamente Van Nekk.

—A tierra. Regresaré más tarde.

—Bien, ¡iremos todos!

—¡En nombre de Dios, yo iré también!

—¡Y yo!

—¡No! Iré solo.

—¡Por Jesucristo! ¡No nos vas a dejar aquí…! —exclamó Van Nekk—. ¿Qué vamos a hacer? No nos dejes, piloto.

—¡Esperad! —mandó Blackthorne—. Enviaré a bordo comida y bebida.

Ginsel dio un paso hacia Blackthorne y comentó:

—Creí que regresaríamos esta misma noche. ¿Por qué no lo hacemos?

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí, piloto?

—Piloto, ¿y qué hay de Yedo? —preguntó en voz alta Ginsel—. ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí en compañía de estos monos malditos de Dios?

—Sí, monos, como hay Dios en el cielo —dijo alegremente Sonk—. ¿Y qué hay de nuestro equipo y nuestra propia familia?

—Sí, ¿qué hay sobre todo eso, piloto?

—Llegará mañana —respondió Blackthorne conteniendo una maldición—. Tened paciencia. Regresaré tan pronto como pueda. Baccus, quedas al mando.

Y, tras estas palabras, se volvió para irse.

—Voy contigo —manifestó con cierta truculencia Jan Roper siguiéndolo—. Estamos en puerto, así que tenemos preferencia y, además, necesito algunas armas.

Blackthorne se volvió hacia él y una docena de sables abandonaron sus vainas, dispuestos a matar a Roper.

—Una palabra más y eres hombre muerto.

El alto y delgado marino se detuvo y enrojeció violentamente. Blackthorne añadió:

—Frena tu lengua acerca de estos samurais, porque cualquiera de ellos te decapitaría de un solo tajo antes de que yo pudiera detenerlo, y todo por culpa de tus malos modales. Son gente muy quisquillosa y yo también cuando estoy cerca de ti. Tendrás armas cuando las necesites. ¿Entendido?

Jan Roper asintió con un movimiento de cabeza y retrocedió. Blackthorne se dirigió a los samurais.

—Regresaré pronto.

Descendió por la pasarela y luego embarcó en el esquife. Los samurais todavía adoptaban una actitud amenazadora. Uraga y otro samurai siguieron a Blackthorne. Chisato, el capitán, se acercó a Jan Roper, quien inmediatamente se inclinó y se retiró.

Cuando Blackthorne y sus acompañantes estuvieron alejados del buque, el primero dio las gracias a Uraga por haber descubierto al traidor.

—Por favor, nada de gracias. Fue solamente un deber.

Blackthorne dijo en japonés, para que el otro hombre pudiera entenderlo:

—Sí, tu deber, pero tu kokú cambia ahora mismo. Ahora no serán veinte, sino cien al año.

—¡Oh, señor, gracias! No lo merezco. Sólo cumplí con mi obligación y…

—Habla más despacio. No te entiendo.

Uraga se disculpó y lo dijo con más lentitud.

Blackthorne le alabó de nuevo y luego se acomodó en la popa de la embarcación, casi vencido por el cansancio físico. Logró mantener los ojos abiertos y miró hacia el buque. Van Nekk y los demás hombres se apoyaban sobre la borda. Blackthorne lamentó haberles hecho embarcar, aunque sabía que no tenía otro remedio. Sin ellos el viaje no hubiese sido seguro.

Durmió. Cuando el esquife estuvo cerca del muelle despertó. Al principio no pudo recordar dónde se encontraba. Había estado soñando que estaba en el castillo y entre los brazos de Mariko, exactamente igual que en la pasada noche.

Tras hacerse el amor, en la noche pasada, habían permanecido ambos despiertos cuando Yabú y su samurai había llamado en la puerta. La tarde y parte de la noche habían transcurrido tan maravillosamente bien, que Fujiko había invitado discretamente a Kikú y él jamás la había visto tan bella y exuberante. Cuando las campanas terminaron de dar la Hora del Jabalí, Mariko llegó puntualmente. Hubo entonces alegría y saké, pero muy pronto Mariko hizo que el hechizo de la noche se quebrara.

—Lo siento, pero corres un gran peligro, Anjín-san —explicó.

Y cuando acto seguido relató lo que Gyoko había dicho acerca de desconfiar de Uraga, tanto Kikú como Fujiko se mostraron igualmente nerviosas.

—Por favor, no te preocupes. Lo vigilaré, todo saldrá bien —les había asegurado él.

—Probablemente debas vigilar también a Yabú-sama, Anjín-san —dijo Mariko.

—¿Cómo?

—Esta tarde vi cómo se reflejaba el odio en su rostro, y en el tuyo.

—No tiene importancia. Shigata ga nai, ¿no?

—No, lo siento. Fue un error. ¿Por qué detuviste a tus hombres cuando al principio rodearon a Yabú-sama? Seguramente ésa también fue una equivocación. Lo hubiesen matado rápidamente y tu enemigo habría muerto sin ningún riesgo para ti.

—Eso no hubiera estado bien, Mariko-san. Tantos hombres contra uno. No es honesto.

—Mariko había explicado a Fujiko y a Kikú lo que Blackthorne acababa de decir.

—Por favor, Anjín-san, pero todos creemos que ésa es una forma muy peligrosa de pensar y te rogamos que la dejes a un lado. Es una equivocación ingenua. Por favor, perdóname por ser tan sincera. Yabú-san te destruirá.

—No. Todavía no. Aún soy demasiado importante para él. Y para Omi-san.

—Kikú dice: «Por favor di a Anjín-san que tenga cuidado con Yabú-san, y con ese Uraga. El Anjín-san puede hallar difícil juzgar lo que aquí tiene “importancia”».

—Sí, estoy de acuerdo con Kikú-san —había dicho Fujiko.

Más tarde, había partido para entretener a Toranaga. Entonces Mariko quebró de nuevo la paz que reinaba en la estancia.

—Esta noche debo decir sayonara, Anjín-san. Parto al amanecer.

—No, ahora no hay necesidad de hacer eso. Ahora que ya tengo permiso para zarpar te llevaré a Osaka. Conseguiré una galera o un buque costero. En Nagasa…

—No, Anjín-san, lo siento, pero debo obedecer.

Ninguna clase de persuasión pudo hacerla cambiar de idea.

Blackthorne vio cómo Fujiko lo contemplaba en silencio, dándose cuenta de que recibía un terrible disgusto ante la marcha de Mariko. Luego Blackthorne había clavado sus ojos en Fujiko y ella les rogó que la excusaran un momento. Cerró el shoji tras ella, se quedaron solos, y sabiendo que Fujiko no regresaría, se sintieron seguros por cierto tiempo. Se hicieron el amor de forma vehemente y precipitada. Luego se oyeron pasos y voces en el exterior, y apenas tuvieron tiempo de arreglarse cuando Fujiko se unió a ellos y Yabú entró en la estancia. Traía las órdenes de Toranaga para una inmediata partida secreta.

—… Yokohama, y luego Osaka para una breve parada, Anjín-san, y de nuevo Nagasaki, vuelta a Osaka y de nuevo aquí, a casa. He enviado a buscar tu tripulación para que se presenten todos los hombres a bordo.

La emoción había hecho presa en Blackthorne ante aquella victoria que parecía llover del cielo.

—Sí, Yabú-san, pero Mariko-san también irá a Osaka, ¿no? Será mejor que venga con nosotros. Será más rápido y seguro.

—No es posible, lo siento. Debes darte prisa. ¡Vamonos! La marea, ¿entiendes la palabra «marea», Anjín-san?

Hai, Yabú-san, pero Mariko-san va a Osaka…

—Lo lamento mucho. Ha recibido órdenes igual que nosotros. ¡Mariko-san! ¡Explícaselo! ¡Dile que se apresure!

Yabú se había mostrado inflexible, y en aquellas horas de la noche no era posible visitar a Toranaga para que retirara la orden. No había podido, pues, hablar más en la intimidad con Mariko o con Fujiko, a no ser despedirse de ellas cortésmente. Pero se encontrarían pronto en Osaka.

—Muy pronto, Anjín-san —había asegurado Mariko.

—Dios del cielo, no me hagas perderla —había musitado para sí Blackthorne.

Sin embargo, Yabú-san le había oído.

—¿Perderla? —interrogó.

—Nosotros tratamos a los buques —respondió Blackthorne— con el pronombre femenino «ella». Para nosotros, los buques son femeninos y no masculinos.

Hai.

Blackthorne aún podía ver las diminutas figuras de su tripulación. Se enfrentaba una vez más con el insoluble dilema. Y los nuevos hombres no tratarían amablemente a los samurais, y en su mayoría serían también católicos. ¿Cómo dominarlos a todos? Mariko tenía razón. Cerca de los católicos, él era hombre muerto.

—Incluso yo, Anjín-san —le había dicho la noche anterior.

—No, Mariko-san, tú no.

—Esta tarde dijiste que éramos tus principales enemigos.

—Dije que la mayoría de los católicos lo eran.

—Te matarán, si pueden.

—Sí. Pero tú… ¿nos encontraremos de verdad en Osaka?

—Sí. Yo te amo, Anjín-san, y recuerda, cuidado con Yabú-san.

«Tenía razón acerca de Yabú-san —pensó Blackthorne—. Todo cuanto dice, todo cuanto promete… cometí un terrible error al detener a mi tripulación cuando estaba rodeado y atrapado. Ese bastardo me cortará el cuello tan pronto como yo haya dejado de ser útil por mucho que él simule otra cosa. Y, sin embargo, Yabú también tiene razón. Lo necesito. Nunca llegaré a Nagasaki. Él posiblemente podría prestar su ayuda para persuadir a Toranaga. Contando con él para ponerse al frente de dos mil fanáticos más, podríamos ocupar Nagasaki, e incluso Macao…

»¡Virgen del cielo! Yo, solo, me siento desamparado.»

Entonces recordó lo que Gyoko había contado a Mariko sobre Uraga, sobre la importancia de desconfiar de él. Gyoko estaba equivocada acerca de él. ¿En qué más podría equivocarse la muchacha?