CAPÍTULO XLIX

—¡Cuánto tiempo sin saber de ti! —exclamó él, en inglés—. Temía que estuvieses muerta.

Dozo goziemashita, Anjín-san, ¿nan desu ka?

Nani mo, Fujiko-san —respondió él, avergonzado—. Gomen nasai. Hai. Gomen nasai. Ma-suware odoroita honto ni mata, aete ureski. (Discúlpame… Una sorpresa… Me alegro de verte. Siéntate, por favor.)

Domo arigato goziemashita —dijo ella, y le dijo, con su voz fina y aguda, cuánto se alegraba de verlo, que su japonés había mejorado mucho, que tenía muy buen aspecto y que se sentía muy contenta de estar allí.

Él vio que le costaba arrodillarse en el cojín opuesto.

—Piernas… —Blackthorne quiso decir «quemaduras», pero no pudo recordar la palabra, por consiguiente, dijo—: Daño, piernas, fuego. ¿Mal?

—No. Lo siento. Pero todavía me duelen un poco al sentarme —manifestó Fujiko, concentrándose y observando los labios de él—. Piernas duelen, lo siento.

—Por favor. Enséñamelas.

—Lo siento, Anjín-san. No quiero molestarte. Tienes otros problemas. Yo…

—No comprendo. Demasiado aprisa, perdona.

—¡Ah! Perdón. Piernas bien. No preocuparte.

—Preocuparme. Eres consorte, ¿neh? No vergüenza. ¡Enseña ahora!

Ella se levantó, sumisa. Saltaba a la vista que se sentía incómoda, pero cuando se hubo levantado, empezó a desatarse los cordones del obi.

—Por favor, llama doncella —ordenó él.

Ella obedeció. El shoji se abrió inmediatamente, y una mujer a la que él no reconoció se apresuró a ayudar a Fujiko.

—¿Cómo te llamas? —preguntó bruscamente a la mujer, como correspondía a un samurai.

—¡Oh! Perdóname, señor, lo siento. Me llamo Hana-ichi.

Él lanzó un gruñido por toda contestación. Primer Capullo era un bonito nombre. La costumbre quería que todas las doncellas se llamasen Damisela Cepillo, o Grulla, o Pescado, o Segunda Escoba, o Cuarta Luna, o Estrella, o Árbol, o Rama, etc.

Hana-ichi era de edad madura y muy solícita. «Apuesto a que es una antigua sirvienta de la familia —se dijo—. Tal vez criada del difunto esposo de Fujiko. ¡El esposo! Me había olvidado de él y de su hijo asesinado, como lo fue también el esposo por el malvado Toranaga, que ahora ya no es malvado, sino que es un daimío y tal vez un gran caudillo. Sí. Tal vez el marido tenía merecido su castigo, si supiésemos toda la verdad, ¿neh? Pero no el niño. Esto no tiene excusa.»

Fujiko se despojó de su quimono verde y lo dejó caer a un lado. Hana-ichi se arrodilló y desató los cordones de la enagua, que llegaba desde la cintura hasta el suelo, para que su ama pudiese desprenderse de ella.

Iyé —ordenó Blackthorne, que avanzó y levantó el borde de la enagua.

Las quemaduras empezaban en las pantorrillas.

Gomen nasai —dijo.

Ella permaneció inmóvil. Una gota de sudor resbaló por su mejilla, estropeando el maquillaje. Él levantó más la falda. La piel se había quemado en toda la parte posterior de las piernas, aunque parecía cicatrizar perfectamente.

Él aflojó la cinturilla de la enagua. Las quemaduras cesaban en la parte alta de las piernas, respetando las nalgas, sobre las que había caído la viga que la había sujetado al suelo y protegido al mismo tiempo, y volvían a empezar en la parte inferior de la espalda. Su aspecto era feo, pero cicatrizaban bien.

—Médico muy bueno. Nunca ver ninguno mejor. —La cubrió de nuevo—. El más bueno, Fujiko-san. ¿Qué importan cicatrices? ¿neh? Nada. Yo veo muchas heridas de fuego, ¿comprendes? Por esto quise ver, para saber si bien o mal. Médico muy bueno. Buda protege a Fujiko-san. —Apoyó las manos sobre sus hombros y la miró a los ojos—. Ahora no te preocupes. Shigata ga nai, ¿neh? ¿Comprendes?

Ella vertió más lágrimas.

—Perdóname, Anjín-san. Estoy afligida. Perdona mi estupidez por dejarme atrapar allí como una eta tonta. Debería haber estado contigo, cuidándote, no recluida con los criados en la casa…

Él la dejaba hablar, aunque no entendía casi nada de lo que decía, y la sostenía compasivamente. «Tengo que averiguar lo que empleó el médico —pensó, excitado—. Es la cicatrización mejor y más rápida que he visto en mi vida. Todos los capitanes de los buques de Su Majestad deberían conocer este secreto, sí, y todos los capitanes de todos los barcos de Europa.»

—Vamos, no llores. ¡Es una orden!

Envió a la doncella en busca de más cha y saké y de muchos cojines para que Fujiko pudiese reclinarse en ellos, tantos, que ella se resistió al principio a obedecer.

—¿Cómo podré darte las gracias? —dijo.

—No gracias. Yo devuelvo —Blackthorne pensó un momento, pero no pudo recordar las palabras japonesas que significan «favor» y «recuerdo». Por ello, sacó el diccionario y las buscó. «Favor: o-negai. Recuerdo: omoi dasu»—. Hai, ¡mondoso o-negai! ¿Omi desu ka? (Devuelvo favor, ¿recuerdas?) —Levantó las manos, haciendo ademán de apuntar con unas pistolas—. Omi-san, ¿recuerdas?

—¡Oh, claro! —exclamó ella.

Después, muy sorprendida, pidió que le dejase ver el libro. Era la primera vez que veía escritura romana, y la columna de palabras japonesas traducidas al latín y al portugués no significaba nada para ella. Pero pronto captó su objeto.

—Es un libro de todas nuestras… Perdona. Un libro de palabras, ¿neh?

Hai.

¿Hombun? —preguntó ella.

Él le mostró cómo había que buscar la palabra en latín y en portugués.

Hombun: deber. —Y añadió, en japonés—: Comprendo: deber. Deber de samurai, ¿neh?

Hai —respondió ella, aplaudiendo, como ante un juguete mágico.

Él buscó una palabra.

Majutsu desu, ¿neh? (Es mágico, ¿no?)

—Sí, Anjín-san. El libro es mágico. —Sorbió el cha—. Ahora podré hablar contigo. Hablar de veras.

—Pero despacio, ¿comprendes?

—Sí. Por favor, ten paciencia conmigo. Discúlpame.

La enorme campana del torreón tocó la Hora de la Cabra, y todos los templos de Yedo le hicieron eco.

—Me voy. Voy a ver al señor Toranaga —dijo él, metiéndose el libro en la manga del quimono.

—Te esperaré aquí, si me lo permites.

Fujiko iba a levantarse, pero él se lo impidió con un ademán y salió al patio. El cielo estaba nublado, y el aire era sofocante. Unos guardias lo esperaban. Pronto estuvieron delante del torreón. Mariko estaba allí, más esbelta y etérea que nunca. Llevaba un sombrero castaño, ribeteado de verde.

Ohayo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka? —preguntó, inclinándose ceremoniosamente.

Él le dijo que estaba bien, siguiendo la costumbre de hablar en japonés el mayor tiempo posible y empleando el portugués sólo cuando él se cansaba o ambos querían ser más reservados.

—Tú… —dijo él, en latín, mientras subían la escalera del torreón.

—Tú… —repitió Mariko, pero pasó en seguida al portugués, con la misma gravedad que la noche anterior—. Lo siento, pero dejemos el latín por hoy, Anjín-san. Hoy, el latín no sería adecuado, no serviría al objeto para el que fue concebido, ¿neh? ¿Cuándo podré hablar contigo?

—Es muy difícil, lo siento. Tengo deberes…

—¿Pasa algo malo?

—¡Oh, no! —respondió ella—. ¿Qué puede pasar de malo? Todo está bien.

Subieron otro tramo en silencio. En el rellano siguiente, los guardias volvieron a examinar sus salvoconductos, como siempre, y los acompañaron. Empezó a llover con fuerza, y esto redujo la humedad del aire.

—Lloverá durante horas —dijo él.

—Sí. Pero sin lluvia no hay arroz. Pronto las lluvias cesarán del todo, dentro de dos o tres semanas, y habrá calor y humedad hasta el otoño. —Miró las nubes a través de una ventana—. Te gustará el otoño, Anjín-san.

—Sí. —Él divisó el Erasmus, a lo lejos, junto al muelle. Entonces, la lluvia ocultó el barco, y él siguió subiendo—. Cuando hayamos hablado con el señor Toranaga, tendremos que esperar a que pase el chaparrón. Tal vez entonces podremos hablar, ¿neh?

—Quizá sea difícil —replicó ella, vagamente, y él se extrañó. Mariko solía ser resuelta, y accedía a sus corteses «sugerencias» como si fuesen órdenes—. Discúlpame, Anjín-san, pero mi situación es difícil en este momento, y tengo muchas cosas que hacer. —Se detuvo un momento, pasándose la sombrilla a la otra mano y recogiéndose la falda—. ¿Qué tal, anoche? ¿Cómo encontraste a tus amigos, a tu tripulación?

—Bien. Todo bien —respondió él.

—¿De veras? —preguntó ella.

—Bien…, pero muy extraño —añadió él, y la miró—: Te das cuenta de todo, ¿no?

—No, Anjín-san. Pero no los mencionaste, después de haber estado toda la semana pensando en cuándo los verías. No es magia. Lo siento.

—¿De veras no te ocurre nada? —preguntó él, después de una pausa—. ¿No hay ningún problema con Buntaro-san?

No había hablado de Buntaro con ella, ni mencionado su nombre, desde Yokosé. Por tácito acuerdo, su espectro no era nunca conjurado por ninguno de los dos. La primera noche, ella le había dicho:

—Sólo te pido una cosa, Anjín-san. Pase lo que pase durante nuestro viaje a Mishima o, si Dios quiere, hasta Yedo, esto debe quedar entre nosotros, ¿neh? No hemos de mencionar nada de lo que es en realidad, ¿neh? Nada. Por favor.

—De acuerdo. Lo juro.

—Yo haré lo mismo. Por último: nuestro viaje terminará en el Primer Puente de Yedo.

—No.

—Tiene que haber un fin, querido. En el Primer Puente termina nuestro viaje. Si no, me moriría de angustia por ti y por el peligro en que te pongo…

Ayer por la mañana, él se había parado en la entrada del Primer Puente, sintiendo un repentino peso en el alma, a pesar de su entusiasmo por el Erasmus.

—Crucemos el puente, Anjín-san —le había dicho ella.

Blackthorne recordó ahora que había rezado para que los fulminase un rayo.

—No hay problema con él, ¿verdad? —preguntó de nuevo, al llegar al último rellano.

Ella negó con la cabeza.

—¿Está listo el barco, Anjín-san? —preguntó Toranaga—. ¿No ha habido ningún error?

—Ningún error, señor. Está perfectamente.

Toranaga miró a Mariko.

—Ten la bondad de preguntarle cuántos tripulantes más necesitará para manejar debidamente el barco.

—Anjín-san dice que necesita, como mínimo, treinta marineros y veinte artilleros. La tripulación primitiva era de ciento setenta hombres, incluidos los cocineros y los mercaderes. Para navegar y combatir en estas aguas, bastaría un complemento de doscientos samurais.

—¿Y cree que podrá encontrar en Nagasaki a los demás hombres que necesita?

—Sí, señor.

Toranaga se levantó y miró por la ventana. Toda la ciudad estaba oscurecida por el aguacero. «Que llueva durante meses —pensó—. ¡Oh, dioses! Haced que la lluvia dure hasta el Año Nuevo. ¿Cuándo verá Buntaro-san a mi hermano?»

—Dile a Anjín-san que mañana tendrá sus vasallos. Hoy es un mal momento. La lluvia durará todo el día. De nada serviría pillar una mojadura.

—Sí, señor.

Él sonrió irónicamente para sus adentros. Nunca le había impedido el tiempo hacer lo que quería. «Esto convencería, sin duda, a Mariko, o a cualquiera, de que había cambiado para mal», pensó, sabiendo que no podía apartarse del camino elegido.

—Mañana o pasado mañana, ¿qué más da? Dile que, cuando lo considere oportuno, le enviaré a buscar. Mientras tanto, debe esperar en el castillo.

—Sí, señor Toranaga, comprendo —respondió Blackthorne—. Pero, ¿puedo preguntar respetuosamente si ir pronto Nagasaki? Creo importante. Perdona.

—Esto lo decidiré más tarde —respondió bruscamente Toranaga—. Adiós, Anjín-san. Mariko-san, dile a Anjín-san que no hace falta que te espere. Adiós, Anjín-san —repitió.

Mariko obedeció. Toranaga se volvió para contemplar la ciudad y la lluvia torrencial. Oyó el ruido del agua. La puerta se cerró detrás de Anjín-san.

—¿Por qué reñisteis? —preguntó Toranaga, sin mirarla.

—¿Señor?

Los agudos oídos de Toranaga captaron el ligero temblor de su voz.

—Buntaro y tú, naturalmente. ¿O es que has tenido otra pelea que me interese?

—No, señor. Empezó como siempre como la mayor parte de las peleas entre marido y mujer, señor. En realidad, por nada. Esto suele ocurrir cuando ambos están de mal humor.

—¿Y lo estabas tú?

—Sí. Te suplico que me perdones. Yo provoqué cruelmente a mi esposo. Fue todo por mi culpa. Lo siento, señor, pero estos días la gente dice cosas horribles.

—Vamos, habla, ¿qué cosas horribles?

Ella había palidecido. Sabía que algún espía le habría ya contado lo que se había gritado en el silencio de su casa. Le explicó todo lo que se habían dicho, según lo recordaba. Y añadió:

—Creo que mi marido habló loco de furor, provocado por mí. Él es leal, sé que lo es. Castígame a mí, señor. Yo provoqué su locura.

—¿Qué dijo dama Genjiko?

—No hablé con ella, señor.

—Pero intentaste hacerlo, ¿neh?

—No, señor. Con tu permiso, deseo salir cuanto antes para Osaka.

—Te marcharás cuando yo lo diga, no antes.

Él tocó la campanilla. Se abrió la puerta y apareció Naga.

—¿Qué, señor?

—¡Que vengan inmediatamente el señor Sudara y dama Genjiko!

—Sí, señor —respondió Naga, disponiéndose a salir.

—¡Espera! Después, convoca mi consejo, a Yabú y a todos los demás, y a todos los generales más antiguos. Que estén aquí a medianoche.

—Sí, señor.

Toranaga salió, muy pálido, y cerró la puerta.

Toranaga oyó pasos de hombres bajando la escalera. Se dirigió a la puerta y la abrió. El rellano estaba desierto. Cerró la puerta y echó el cerrojo. Tocó otra campanilla. Se abrió una puerta interior, en el fondo de la estancia, una puerta astutamente disimulada con las molduras de la madera. Apareció una mujer madura y robusta. Llevaba el hábito con capuz de las monjas budistas.

—¿Qué, gran señor?

—Cha, por favor, Chano-chan —dijo él. La puerta se cerró. Toranaga miró a Mariko—. Así, ¿crees que él es leal?

—Lo sé, señor. Perdóname, por favor, fue culpa mía, no suya —manifestó, desesperada por complacerle—. Yo lo provoqué.

—Sí, lo hiciste. Algo repelente. Terrible. ¡Imperdonable! —Toranaga sacó un pañuelo de papel y se secó la frente—. Pero afortunado —dijo.

—¿Señor?

Si no lo hubieses provocado, tal vez no me habría enterado de ninguna traición. Y si él hubiese dicho todo lo que dijo sin provocación, sólo me habría quedado un camino. Tal como ocurrió —siguió diciendo—, me has dado una alternativa.

—¿Señor?

Él no respondió. «¡Ojalá estuviese aquí Hiro-matsu! —pensaba—. Al menos tendría un hombre en quien confiar completamente.»

—¿Y tú? ¿Qué me dices de tu lealtad?

—Sabes que cuentas con ella, señor.

Entonces se abrió la puerta interior y entró Chano, la monja, sin llamar y con una bandeja en las manos. Era la primera vez que Mariko veía a la madre de Naga. Conocía a la mayoría de las otras consortes oficiales de Toranaga, a las que había visto en ceremonias oficiales, pero sólo tenía buena amistad con Kiritsubo y con dama Sazuko.

—Chano-chan —dijo Toranaga—, te presento a dama Toda Mariko-noh-Buntaro.

¡Ah! So desu. Que Buda derrame sobre ti sus bendiciones, dama Toda.

—Gracias —respondió Mariko, y ofreció una taza a Toranaga, que éste aceptó, sorbiendo de ella.

—Sirve a Chano-chan y sírvete tú también —dijo él.

—Con tu permiso, gran señor, no para mí —dijo Chano—. Mis dientes de atrás están flotando de beber tanto cha. —La mujer volvió a prestar atención a Mariko—. Así, eres la hija del señor Akechi Jinsai, ¿eh?

La taza de Mariko tembló.

—Sí. Discúlpame…

—¡Oh! No tienes que disculparte de nada, hija mía. —Chano rió amablemente, y su barriga osciló arriba y abajo—. No te había identificado sin tu nombre, perdona, pero te vi el día de tu boda.

—¡Oh!

—Sí, te vi en tu boda, pero tú no me viste. Estaba espiando desde detrás de un biombo. —Y añadió—: Has cambiado muy poco desde aquellos tiempos, sigues siendo una de las elegidas de Buda.

—¡Ojalá fuese verdad, Oku-san! —exclamó Mariko, dándole el título religioso de Madre.

—Es verdad. ¿No sabías que eras una elegida de Buda?

—Es cristiana —apuntó Toranaga.

—¡Ah! Cristiana… Pero, cristiana o budista, ¿qué importa eso en una mujer, gran señor? A veces, muy poco, aunque toda mujer necesita tener algún dios. —Chano rió entre dientes, divertida—. Las mujeres necesitamos un dios, gran señor, que nos ayude a tratar a los hombres, ¿neh?

—Y nosotros necesitamos paciencia, mucha paciencia, para tratar con las mujeres ¿neh?

Las mujeres rieron, y la risa alegró la estancia y, por unos momentos, mitigaron un tanto los presentimientos de Mariko.

—Bueno, gran señor —dijo Chano—. Sólo quería sentarme un momento. Ahora debes disculparme.

—Tenemos tiempo. Quédate donde estás.

—Bueno, gran señor —dijo Chano, levantándose trabajosamente—. Te obedecería como siempre, pero la Naturaleza tiene sus exigencias. Por consiguiente, sé amable con esta vieja campesina. No quisiera molestarte, pero tengo que irme. Todo está dispuesto, hay comida y saké para cuando lo desees, gran señor.

—Gracias.

La puerta se cerró sin ruido detrás de ella. Mariko esperó a que Toranaga hubiese apurado su taza, y volvió a llenarla.

—¿En qué estás pensando?

—Esperaba, señor.

—¿A qué, Mariko-san?

—Señor, yo soy hatamoto. Jamás pedí un favor. Ahora quisiera pedírtelo como hata…

—No quiero que me pidas ningún favor como hatamoto —la atajó Toranaga.

—Entonces, un deseo de toda la vida.

—No soy tu marido para otorgártelo.

—A veces, un vasallo puede pedir a su señor feudal…

—A veces sí, ¡pero no ahora!

Un «deseo de toda la vida» era un favor que, según una antigua costumbre, podía pedir la mujer a su marido, a un hijo, a su padre —y, ocasionalmente, el marido a su mujer—, sin mengua de la dignidad, a condición de que, si el deseo era satisfecho, no se volvería a pedir otro favor en toda la vida. También, según la costumbre, no debían hacerse preguntas sobre el favor, ni éste debía volver a mencionarse.

Hubo una discreta llamada a la puerta.

—Descorre el cerrojo —dijo Toranaga.

Ella obedeció, y entró Sudara, seguido de su esposa, dama Genjiko, y de Naga.

—Naga-san, baja al segundo rellano y ordena que no suba nadie si yo no lo ordeno.

Naga salió.

—Mariko-san, cierra la puerta y siéntate ahí —dijo Toranaga, señalando un sitio un poco delante de él y frente a los otros—. Os he llamado a los dos, porque tenemos que discutir asuntos privados y urgentes de familia.

Sudara miró involuntariamente a Mariko y, después, a su padre. Genjiko permaneció inmóvil.

—Ella está aquí, hijo mío, por dos razones —expuso secamente Toranaga—. La primera, porque quiero, y la segunda, ¡porque quiero!

—Sí, padre —respondió Sudara, avergonzado de la descortesía de su padre para todos ellos—. ¿Puedo preguntarte en qué te he ofendido?

—¿Hay alguna razón para que me sienta ofendido?

—No, señor, a menos que sean causa de ofensa mi celo por tu seguridad y mi renuncia a verte abandonar este mundo.

—¿Y qué me dices de la traición? ¡Me he enterado de que te atreves a usurpar mi puesto como jefe de nuestro clan!

Sudara palideció. También dama Genjiko.

—Jamás lo he hecho, ni de pensamiento, ni de palabra, ni de obra. Y tampoco lo ha hecho ningún miembro de mi familia, ni nadie en mi presencia.

—Es verdad, señor —dijo dama Genjiko, con la misma energía.

Sudara era un hombre arrogante, flaco, de ojos fríos y sesgados, que nunca sonreía. Tenía veinticuatro años y era el segundo hijo viviente de Toranaga. Era un buen general. Adoraba a sus hijos, no tenía consortes y quería mucho a su esposa.

Genjiko era bajita, tres años mayor que su marido y regordeta, a causa de los cuatro hijos que le había dado. Pero caminaba erguida y, cuando se trataba de proteger a los suyos, era orgullosa e implacable como su hermana Ochiba y tenía la ferocidad heredada de su abuelo Goroda.

—¿Quién acusó de embustero a mi marido? —preguntó.

—Mariko-san —dijo Toranaga—, dile a dama Genjiko lo que tu marido te ordenó decir.

—Mi señor Buntaro me pidió, me ordenó, que te persuadiese de que ha llegado el momento de que el señor Sudara asuma el poder, añadió que otros del Consejo compartían su opinión, que, si el señor Toranaga no quería renunciar al poder…, debería serle arrancado por la fuerza.

—Ninguno de nosotros hemos pensado nunca esto, padre —manifestó Sudara—. Somos fieles, y nunca…

—¿Cómo podía pensar él una cosa así? —interrumpió Genjiko—. En cuanto a Buntaro-san, es evidente que un kami se apoderó de él.

—Buntaro dijo que otros compartían su opinión.

—¿Quiénes? —preguntó furiosamente Sudara—. Dime quiénes, y morirán en seguida.

—¡Dímelo tú!

—No conozco a ninguno, señor. Si lo hubiera sabido, te habría informado.

—¿No los habrías matado primero?

—Tu primera ley es tener paciencia, y la segunda, tener paciencia. Habría esperado y te habría informado. Si te he ofendido, señor, ordena que me haga el harakiri. No merezco tu enojo, señor, no he cometido ninguna traición.

—Señor —dijo Genjiko—, perdóname, pero confirmo humildemente lo que ha dicho mi esposo. Somos fieles, todo lo nuestro es tuyo, y haremos siempre lo que tú ordenes.

—¡Ya! Sois fieles vasallos, ¿eh? Y obedientes. ¿Obedeceréis siempre mis órdenes?

—Sí, señor —respondió Sudara.

—Bien. Entonces, ve y mata a tus hijos. ¡Ahora mismo!

Sudara desvió la mirada de su padre y miró a su esposa.

Ésta movió ligeramente la cabeza e hizo una señal de asentimiento.

Sudara se inclinó ante Toranaga. Apretó la empuñadura de su sable y se levantó. La puerta se cerró sin ruido a sus espaldas. Se hizo un gran silencio en la habitación.

Cuando las campanas tocaron la hora siguiente, llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Se abrió la puerta. Naga dijo:

—Perdóname, señor, pero mi hermano… el señor Sudara pide permiso para subir de nuevo.

—Que suba, y tú, vuelve a tu puesto.

Sudara entró, se arrodilló y se inclinó. Sus hombros temblaban ligeramente.

—Mis… mis hijos no están… Tú te los has llevado ya, señor.

Genjiko se tambaleó y estuvo a punto de derrumbarse. Pero dominó su flaqueza y miró a su marido.

—¿No… no los has matado?

Sudara negó con la cabeza, y Toranaga dijo, ásperamente:

—Vuestros hijos están en mis habitaciones, en el piso de abajo. Ordené a Chano-san que fuese a buscarlos cuando estuvieseis aquí. Necesitaba estar seguro de los dos. Los tiempos duros requieren pruebas duras.

Tocó la campanilla.

—¿Retiras… retiras tu orden, señor? —preguntó Genjiko, tratando desesperadamente de mantener una fría dignidad.

—Sí. Retiro mi orden. Esta vez. Necesitaba conocerte. Y conocer a mi heredero.

—Gracias. Gracias, señor —dijo Sudara, inclinando humildemente la cabeza.

Se abrió la puerta interior.

—Chano-san, trae a mis nietos —dijo Toranaga.

A medianoche, Yabú cruzó con arrogancia el iluminado patio del torreón. Miembros escogidos de la guardia personal de Toranaga bullían por todas partes. La luna aparecía vaga y cubierta de neblina, y apenas se veían las estrellas.

—¡Ah, Naga-san! ¿A qué viene todo esto?

—No lo sé, señor, pero todos habéis sido convocados al salón de conferencias. Disculpadme, pero debéis dejar los sables aquí.

Yabú enrojeció, ante aquella inaudita falta de cortesía.

—¿Por orden de quién, Naga-san?

—De mi padre, señor. Disculpadme, pero no puedo hacer nada.

Yabú vio un montón de sables en el pabellón de la guardia, junto a la enorme puerta principal. Sopesó el riesgo de una negativa y descubrió que era formidable. De mala gana, entregó sus armas.

Pronto estuvieron reunidos los cincuenta generales más antiguos, veintitrés consejeros y siete daimíos amigos, de pequeñas provincias del Norte. Todos estaban nerviosos y rebullían inquietos.

—¿A qué se debe todo esto? —preguntó agriamente Yabú, al ocupar su sitio.

Un general se encogió de hombros.

—Probablemente, algo relacionado con el viaje a Osaka.

Otro miró a su alrededor, esperanzado.

—Tal vez un cambio de plan, ¿neh? Va a ordenar Cielo…

—Perdona, pero estás en las nubes. Nuestro señor lo ha decidido ya: Osaka, y nada más. ¡Eh! ¿Cuándo llegaste, Yabú-sama?

—Ayer. He estado más de dos semanas atascado con mis tropas en un sucio pueblo de pescadores llamado Yokohama, al sur de aquí.

—¿Estás al corriente de todas las noticias?

—Querrás decir de las malas noticias, ¿neh? El traslado será dentro de seis días, ¿neh?

—Sí. Es terrible. ¡Vergonzoso!

—Sí, pero esta noche ha sido lo peor —dijo tristemente otro general—. Nunca había ido sin mis sables. ¡Nunca!

—¡Es un insulto! —exclamó Yabú, y todos los que estaban cerca le miraron.

—Estoy de acuerdo —remachó el general Kiyoshio, rompiendo el silencio. Serata Kiyoshio era el viejo y rudo comandante del Séptimo Ejército—. Nunca me había presentado en público sin mis sables. Esto hace que me sienta como un sucio mercader. Creo… ¡hum!… creo que las órdenes son órdenes, pero que hay órdenes que no deberían darse.

—Tienes toda la razón —afirmó alguien—. ¿Qué habría hecho el viejo Puño de Hierro si hubiese estado aquí?

—¡Se habría rajado el vientre antes de entregar sus sables! —exclamó el joven Serata Tomo, hijo mayor del general, segundo en el mando del Cuarto Ejército.

—También yo he pensado en ello. —El general Kiyoshio carraspeó con fuerza—. Pero alguien tiene que asumir la responsabilidad…, ¡y cumplir con su deber! ¡Alguien tiene que poner en claro que el señorío feudal significa responsabilidad y deber!

—Perdona, pero contén la lengua —le aconsejó Yabú.

—¿De qué le sirve la lengua a un samurai, si le prohíben ser samurai?

—De nada —respondió Isamu, un viejo consejero—. Estoy de acuerdo. Es mejor morir.

—Perdona, Isamu-san, pero éste es, de todos modos, nuestro futuro inmediato —dijo Serata Tomo—. ¡Somos como palomas en las garras de un indigno halcón!

—¡Por favor, callad la boca! —exclamó Yabú, disimulando su satisfacción. Y añadió precavidamente—: Es nuestro señor feudal, y, mientras el señor Sudara o el Consejo no asuman la plena responsabilidad, sigue siendo nuestro señor y le debemos obediencia, ¿neh?

El general Kryoshio lo observó fijamente.

—¿Qué has oído, Yabú-sama?

—Nada.

—Buntaro-san dijo que… —empezó el consejero.

—Discúlpame, por favor, Isamu-san —lo interrumpió el general Kiyoshio—, pero lo que dijo o dejó de decir el general Buntaro carece de importancia. Lo que dice Yabú-sama es verdad. Un señor feudal es un señor feudal. Pero, aun así, un samurai tiene sus derechos y un vasallo tiene los suyos. Incluidos los daimíos, ¿neh?

Yabú lo miró, calculando la profundidad de la insinuación.

—Izú es una provincia del señor Toranaga —dijo—. Yo no soy daimío de Izú, sino que la gobierno en su nombre. —Miró a su alrededor—. Ha venido todo el mundo, ¿neh?

—Menos el señor Noburu —observó un general, mencionando al hijo mayor de Toranaga, que era odiado por todos.

—Es mejor así. En todo caso, general, la enfermedad china acabará pronto con él, y nos veremos libres de su mal humor —comentó alguien.

—Que Buda me libre de ella —dijo Yabú—. Ahora, sólo desearía que el señor Toranaga cambiase de idea sobre Osaka.

—Ahora mismo me abriría el vientre, si con ello pudiese convencerlo —manifestó el joven.

—No quiero ofenderte, hijo mío, pero estás en las nubes. Nunca cambiará.

—Sí, padre. Pero no lo comprendo…

—¿Iremos todos con él? ¿En el mismo contingente? —preguntó Yabú, al cabo de un momento.

—Sí —replicó Isamu, el viejo consejero—. Iremos como escolta. Con dos mil hombres vestidos de gala. Tardaremos treinta días en llegar allí. Ahora nos quedan seis.

—No es mucho tiempo, ¿verdad, Yabú-sama? —dijo el general Kiyoshio.

Yabú no respondió. No hacía falta.

Se abrió una puerta lateral y entró Toranaga. Sudara lo seguía. Todos se inclinaron rígidamente. Toranaga correspondió a su saludo y se sentó frente a ellos. Sudara, como presunto heredero, lo hizo un poco delante de él y frente a los otros. Naga entró por la puerta principal y la cerró.

Sólo Toranaga llevaba sus sables.

—Tengo noticias —dijo con voz glacial— de que algunos de vosotros habláis y pensáis traidoramente y tramáis una traición.

Nadie contestó ni se movió. Lenta e implacablemente, Toranaga escrutó sus semblantes. Por fin, habló el general Kiyoshio:

—¿Puedo preguntar respetuosamente, señor, qué entiendes por «traición»?

—Es traición cualquier objeción a una orden, a una decisión o a una actitud de un señor feudal, en cualquier momento —contestó rotundamente Toranaga.

El general se irguió.

—Entonces, soy culpable de traición.

—Si es así, sal y hazte inmediatamente el harakiri.

—Lo haré, señor —respondió orgullosamente el soldado—, pero antes exijo el derecho a hablar libremente ante tus fieles vasallos, oficiales y con…

—¡Has perdido todos los derechos!

—Muy bien. Entonces lo exijo como mi última voluntad, como hatamoto, y en pago de veintiocho años de servicios.

—Sé breve.

—Lo seré, señor —respondió el general Kiyoshio, con voz glacial—. Deseo decir, primero: Ir a Osaka y rendir pleitesía al campesino Ishido, es traición contra tu honor, contra el honor de tu clan, contra el honor de tus fieles vasallos, que son tu herencia especial, y va totalmente en contra del bushido. Segundo: Te acuso de esta traición y digo que has perdido todo derecho a ser nuestro señor feudal. Tercero: Pido que abdiques inmediatamente en el señor Sudara y abandones dignamente este mundo, o, si lo prefieres, te afeites la cabeza y te retires a un monasterio.

El general se inclinó rígidamente y se sentó. Todos esperaron, sin atreverse a respirar, ante la increíble realidad. Bruscamente, silbó Toranaga:

—¿A qué esperas?

El general Kiyoshio le devolvió la mirada.

—Nada, señor. Por favor, te ruego que me excuses. —Su hijo iba a levantarse—. ¡No! ¡Te ordeno que te quedes aquí! —gritó.

El general hizo una última inclinación, se levantó y salió con gran dignidad. Algunos se rebulleron nerviosos y hubo una gran tensión en toda la estancia, pero la dureza de Toranaga volvió a dominar la situación.

—¿Hay alguien más que se confiese traidor? ¿Hay alguien más que se atreva a quebrantar el bushido, que se atreva a acusar de traición a su señor?

—Discúlpame, señor —dijo tranquilamente Ishumi, el viejo consejero—, pero lamento decir que, si vas a Osaka, será una traición contra tu linaje.

—El día en que yo vaya a Osaka, tú partirás de este mundo.

El hombre de cabellos grises se inclinó cortésmente.

—Sí, señor.

Toranaga los miró a todos. Implacablemente. Alguien se agitó inquieto, y los otros lo miraron. El samurai —un guerrero que hacía años había perdido su afición a la lucha, se había afeitado la cabeza y convertido en monje budista y ahora era miembro de la administración civil de Toranaga— no dijo nada, presa de un miedo incoercible, que trataba desesperadamente de disimular.

—¿De qué tienes miedo, Numata-san?

—De nada, señor —respondió el hombre, con los ojos bajos.

—Bien. Entonces, ve y hazte el harakiri, porque eres un embustero y tu miedo es contagioso.

El hombre se estremeció y salió tambaleándose.

El aire se hizo irrespirable, los débiles chasquidos de las antorchas parecían extrañamente fuertes. Entonces, comprendiendo que era su deber y su responsabilidad, Sudara se volvió e hizo una reverencia.

—Por favor, señor, ¿puedo hacer respetuosamente una declaración?

—¿Qué declaración?

—Señor, creo que no hay más traición aquí, y que no habrá más trai…

—No comparto tu opinión.

—Discúlpame, señor, pero sabes que yo te obedeceré. Todos te obedeceremos. Sólo buscamos lo mejor para tu…

—Lo mejor es mi decisión. Lo que yo decida.

Sudara, impotente, se inclinó y guardó silencio. Toranaga no apartó su mirada de él. Una mirada implacable.

—Ya no eres mi heredero.

Sudara palideció. Entonces, Toranaga hizo estallar la tensión de la estancia:

¡Yo soy aquí el señor feudal!

Esperó un momento. Después, en el profundo silencio, se levantó y salió con suprema arrogancia. Un gran suspiro recorrió el salón. Las manos buscaron inútilmente las empuñaduras de los sables. Pero nadie se movió.

—Esta… esta mañana… tuve noticias de nuestro general en jefe —dijo, al fin, Sudara—. El señor Hiro-matsu estará aquí dentro de pocos días. Yo… le hablaré. Callad, tened paciencia, sed fieles a nuestro señor. Y ahora, vayamos a presentar nuestros respetos al general Serata Kiyoshio…