—Los bárbaros viven ahí, Anjín-san —dijo el samurai, señalando al frente.
Blackthorne atisbo, nervioso, en la oscuridad. El aire era bochornoso, sofocante.
—¿Dónde? ¿En aquella casa? ¿Allí?
—Sí. Exacto. ¿La ves?
Más allá de aquel pedazo de tierra desnuda y fangosa se veía otro amasijo de chozas y callejones, y, dominándolo todo, una casa grande recortaba vagamente su silueta contra el cielo de azabache.
Blackthorne miró un momento a su alrededor para orientarse, empleando el abanico para espantar los pegajosos insectos. Después de dejar atrás el Primer Puente, no tardó en perderse en aquel laberinto.
Habían recorrido innumerables calles y callejones, primero en dirección al mar, después hacia el Este, cruzando puentes grandes y pequeños, y luego, de nuevo, hacia el Norte, siguiendo las orillas de otro riachuelo que serpenteaba a través de los arrabales, donde la tierra era baja y húmeda. Cuanto más se alejaban del castillo, más sucias eran las calles y más pobres las viviendas. La gente era más obsequiosa, y eran cada vez menos las luces que brillaban detrás de los shojis.
Aquí, en el borde sudoriental de la ciudad, el terreno era completamente pantanoso, y la carretera rezumaba un líquido putrefacto. Hacía ya rato que el hedor había aumentado sensiblemente: un miasma de algas y heces fecales y, dominándolo todo, un olor acre a sudor que no podía identificar, pero que le parecía conocido.
—Esto apesta como Billingsgate en marea baja —murmuró, matando otro mosquito que se había posado en su mejilla.
Tenía todo el cuerpo pegajoso de sudor.
Al acercarse más, vio que la casa, de un solo piso, era medio japonesa y medio europea. Estaba construida sobre pilotes y rodeada de una alta y desvencijada valla de bambú, y era mucho más nueva que las chozas arracimadas cerca de ella. No había puerta en la valla, sino sólo un agujero. El techo era de barda, la puerta de entrada, recia, las paredes, toscas, y las ventanas, con postigos de estilo holandés. Acá y allá se filtraba luz por las rendijas. Se oían canciones y gritos, pero, de momento, no pudo reconocer las voces. Unas losas llevaban directamente a la escalera de la galería, a través de un descuidado jardín. Una corta asta de bandera estaba atada al portal. Blackthorne se detuvo y levantó la cabeza. De ella pendía descuidadamente una lacia bandera holandesa de confección casera, y su pulso se aceleró al contemplarla.
Alguien abrió la puerta de entrada. Un rayo de luz se derramó sobre la galería. Baccus van Nekk se tambaleó ebriamente, y se acercó al borde y se puso a orinar, formando un alto y curvo surtidor.
—¡Ahhhh! —murmuró, extasiado—. No hay nada como una buena meada.
—¡Eh! —gritó Blackthorne en holandés, desde el portal—. ¿Por qué no empleas un cubo?
—¿Eh? —Van Nekk pestañeó cegato, mirando la oscuridad y Blackthorne, que estaba con el samurai bajo las luces—. ¡Santo Dios! ¡Unos samurais! —Se dobló torpemente por la cintura—. Gomen nasai, samurai-sama. Ichibon gomen nasai a todos los monos-samas. —Se irguió, esbozó una forzada sonrisa y murmuró, medio para sí—: Estoy más borracho de lo que me figuraba. ¡Me pareció que ese bastardo hijo de perra hablaba en holandés! Gomen nasai, ¿neh? —dijo de nuevo, volviéndose hacia la casa.
—¡Eh, Baccus! ¿Sólo se te ocurre insultar a los tuyos?
—¿Qué? —Van Nekk giró en redondo y miró, como a tientas, hacia las luces, tratando desesperadamente de ver con claridad—. ¡Capitán! —dijo, con voz ahogada—. ¿Sois vos, capitán? ¡Malditos sean mis ojos, que no me dejan ver! ¡Por el amor de Dios, capitán!, ¿sois vos?
Blackthorne soltó una carcajada.
—Sí, ¡soy yo! —Y, volviéndose al samurai, que observaba con mal disimulado disgusto—: Matte kurasai. (Espérame, por favor.) Hai, Anjín-san.
Blackthorne avanzó, y ahora, bajo el rayo de luz, pudo ver la basura que se amontonaba en el jardín. Con cierta repugnancia, salió de aquel muladar y subió la escalera.
—Hola, Baccus, estás más gordo que cuando salimos de Rotterdam, ¿neh? —dijo, golpeándole afectuosamente la espalda.
—¡Dios Santo! ¿Sois realmente vos?
—Sí. Claro que soy yo.
—Hace tiempo que os dimos por muerto. —Van Nekk alargó una mano y tocó a Blackthorne, para asegurarse de que no estaba soñando—. ¡Señor Jesús, mis plegarias fueron escuchadas! ¿Qué ha sido de vos, capitán, y de dónde venís? ¡Es un milagro! Creía que los diablos de la ginebra me gastaban otra treta… Entremos, pero dejad que os anuncie primero, ¿eh?
Se echó a andar, haciendo algunas eses, aunque su embriaguez se había aliviado un tanto a causa de la alegría. Blackthorne le siguió. Van Nekk abrió la puerta y gritó, dominando los roncos cantos:
—¡Muchachos! ¡Mirad qué regalo de Navidad os traigo!
Y cerró la puerta de golpe detrás de Blackthorne, para mayor efecto.
Se hizo un silencio instantáneo.
Blackthorne tardó un momento en adaptar sus ojos a la luz. El aire fétido casi lo asfixiaba. Los vio a todos boquiabiertos, mirándole como si fuese un alma en pena. Después se rompió el hechizo y hubo gritos de bienvenida, abrazos y palmadas en la espalda, y todos hablaban al mismo tiempo. «¿De dónde venís, capitán?», «Echad un trago», «¡Jesús!, ¿es posible?», «¡Es estupendo que hayáis vuelto!», «Os dábamos por muerto», «No, todos estamos bien, bueno, casi bien», «Sal de esa silla, ramera. El capitán-sama debe tener el mejor asiento», «¡Eh! Grog, ¿neh? ¡De prisa! ¡De prisa!», «Mis malditos ojos se me salen de las órbitas. Quiero estrechar su mano…».
Por último, Vinck gritó:
—¡Por turno, muchachos! ¡Dadle una oportunidad! ¡Dad la silla y un trago al capitán, por el amor de Dios! Sí, también yo pensé que era un samurai…
Alguien puso un vaso de madera en la mano de Blackthorne. Éste se sentó en la desvencijada silla, y todos levantaron sus copas, y empezó de nuevo el alud de preguntas.
Blackthorne miró a su alrededor. La habitación estaba amueblada con bancos y unas cuantas sillas y mesas muy toscas, e iluminada con velas y lámparas de aceite. Un barrilito grande de saké estaba en el sucio suelo. En una de las mesas había platos sucios y una tajada de carne medio asada y cubierta de moscas.
Junto a la pared había seis mujeres astrosas que se habían puesto de rodillas y le hacían reverencias.
Sus hombres, radiantes, esperaban que empezase: Sonk, el cocinero, Johann Vinck, el primer artillero, Salamon el Mudo, Croocq, el grumete, Ginsel, el confeccionador de velas, Baccus van Nekk, jefe de los mercaderes y tesorero y, por último, Jan Roper, el otro mercader, que permanecía apartado como siempre, con su agria sonrisa en el flaco y adusto semblante.
—¿Dónde está el capitán general? —preguntó Blackthorne.
—Murió, capitán —respondió Baccus—. No llegó a salir del pozo. ¿Recordáis que estaba enfermo? Pues bien, cuando os llevaron de allí, lo oí jadear en la oscuridad. Yo estaba sentado a su lado, capitán. Pedía agua, pero no había, y él gemía y se ahogaba. No sé cuánto duró, pues todos estábamos aterrorizados, pero fue horrible, capitán.
—Fue horrible, sí —afirmó Jan Roper—. Pero fue un castigo de Dios.
Blackthorne los miró uno a uno.
—¿Le golpeó alguien? ¿Para hacerle callar?
—No, no… ¡Oh, no! —respondió Van Nekk—. La palmó él sólito. Quedó en el pozo con el otro, con el japonés… ¿Os acordáis de él? Fue el que trató de ahogarse en el barreño de orines. Entonces el señor Omi hizo que sacasen el cadáver de Spillbergen, y lo quemaron. Pero al otro infeliz lo dejaron abajo. El señor Omi le dio un cuchillo, él se abrió la barriga, y después llenaron el pozo. ¿Lo recordáis, capitán?
—Sí. ¿Y qué ha sido de Maetsukker?
—Se le gangrenó el brazo —explicó Vinck—. Le hirieron en la refriega, en aquella lucha en que a vos os pusieron fuera de combate, ¿lo recordáis? ¡Dios mío, parece que hace un siglo! Lo cierto es que se le infectó el brazo. Yo le hice una sangría, y otra, al día siguiente, pero él no quiso. El quinto día, la herida apestaba. Entonces lo sujetamos, y yo le corté la mayor parte de la carne podrida, pero no sirvió de nada. El médico amarillo vino varias veces, pero nada pudo hacer. Cara de Ratón duró un par de días, y deliró mucho. Al final tuvimos que atarlo.
—¿Qué hicieron con el cadáver? —preguntó Blackthorne.
Lo llevaron al monte y también lo quemaron. Nosotros queríamos darle sepultura cristiana, lo mismo que al capitán general, pero no lo permitieron.
Se hizo un silencio.
—¡No habéis probado la bebida, capitán!
Blackthorne se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo. Estuvo a punto de vomitar, porque la taza estaba muy sucia. El fuerte licor le quemó la garganta.
—¿Qué os parece, capitán? —preguntó Van Nekk.
—Cuéntaselo Baccus, ¡vamos!
—¡Oh! Hice un alambique, capitán. —Van Nekk estaba orgulloso de su hazaña, y los otros compartían su entusiasmo—. Ahora destilamos barriles enteros. Arroz, frutas y agua, se deja fermentar, se espera cosa de una semana y, con un poco de magia… —El hombre rió y se rascó, satisfecho—. Claro que sería mejor dejarlo madurar un año, pero bebemos demasiado de prisa…
Jan Roper dijo, en tono desafiante:
—¿Y vos, capitán? Tenéis buen aspecto, ¿eh? ¿Qué nos contáis de vos?
Otro alud de preguntas, que cesó al gritar Vinck:
—¡Dejadlo hablar! —Y añadió, muy divertido—: ¡Bueno, cuando os vi plantado en la puerta, me imaginé que erais uno de esos monos…!, ¡palabra!
—Supongo que querréis vuestra ropa, capitán —dijo Van Nekk—. La tenemos aquí. Vinimos a Yedo en el Erasmus. Nos remolcaron hasta aquí y nos permitieron traer a tierra nuestra ropa y nada más. Trajimos también la vuestra, para lo cual nos dieron permiso, como también para guardarla. Todo un saco lleno con vuestras prendas de marino. Ve a buscarlo, Sonk.
—Iré, pero más tarde, ¿eh, Baccus? No quiero perderme nada.
—Está bien.
—Sables y quimonos…, ¡como un verdadero pagano! ¿Preferís ahora las costumbres paganas, capitán?
—Esta ropa es más fresca y mejor que la nuestra —respondió, incómodo, Blackthorne—. Había olvidado que vestía de un modo diferente. Han pasado muchas cosas…
—Los sables, ¿son de verdad?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—A nosotros no nos permiten tener armas. ¡De ninguna clase! —gruñó Jan Roper—. ¿Por qué dejan que vos las llevéis, como un samurai pagano?
—No has cambiado, Jan Roper, ¿verdad? —rió Blackthorne—. ¡Tan santurrón como siempre! Bueno, a su tiempo os hablaré de mis sables, pero antes quiero daros una gran noticia. Escuchad: dentro de un mes, aproximadamente, volveremos a estar en alta mar.
—¡Santo Dios! ¿Habláis en serio, capitán? —exclamó Vinck.
—Sí.
Hubo una gran aclamación y otro alud de preguntas y respuestas. Por fin, Blackthorne levantó una mano y señaló a las mujeres, que seguían arrodilladas e inmóviles.
—¿Quiénes son?
Sonk se echó a reír.
—Son nuestras rameras, capitán. Y muy baratas. Apenas un botón a la semana. Hay una casa llena en la puerta de al lado, y muchas más en el pueblo… ¿Queréis una, capitán? Aquí, cada cual tiene su litera, no somos como los monos, tenemos literas y habitaciones…
La voz de Jan Roper lo interrumpió:
—El capitán no necesita a nuestras rameras. Tiene las suyas, ¿no?
—Éstas son cosas privadas —dijo Blackthorne—. Cuantos menos oídos, tanto mejor, ¿neh? Despachad a esas mujeres, para que podamos hablar en privado.
Vinck les hizo una seña con el pulgar.
—Largaos de aquí, ¿hai?
Las mujeres saludaron, murmuraron gracias y disculpas y salieron, cerrando la puerta sin ruido.
—Ante todo, hablemos del barco. Es increíble. Quiero daros las gracias y felicitaros por el trabajo. Cuando volvamos a casa, pediré que os den una paga triple y un premio especial… —Vio que los hombres se miraban, confusos—. ¿Qué sucede?
—No fuimos nosotros, capitán. Fueron los hombres del señor Toranaga. Ellos lo hicieron. Vinck les dijo cómo tenían que hacerlo. Pero nosotros no hicimos nada —dijo Van Nekk—. Ninguno de nosotros ha vuelto a estar a bordo, salvo Vinck, que va una vez cada diez días.
—Es el único —dijo Sonk—. Él les enseñó.
—Pero, ¿cómo hablabas con ellos, Johann?
—Hay un samurai que habla portugués, y conversamos en esta lengua, lo bastante para entendernos. Este samurai se llama Sato-sama, y lo encargaron de nosotros. Sato-sama me preguntó qué le pasaba al barco, y yo le dije que tenía que ser carenado, rascado y reparado en su totalidad. Bueno, yo les dije lo que sabía, y ellos lo hicieron. Lo carenaron bien y limpiaron las bodegas, y las fregaron como la casa de un príncipe…, como mínimo. Los samurais eran los jefes, y los otros monos trabajaban como demonios, cientos de ellos. Bueno, capitán, ¡nunca he visto unos trabajadores como ellos!
—Es verdad —confirmó Sonk—. ¡Como demonios!
—Yo hice cuanto pude… ¡Jesús! ¿Creéis, capitán, que podremos salir de aquí?
—Desde luego, si tenemos paciencia y si…
—Si Dios lo quiere, capitán. Sólo si Dios lo quiere.
—Sí, tal vez sea verdad —dijo Blackthorne, y pensó «¿Qué más da que Jan Roper sea un fanático? Lo necesito, como a todos. Y también la ayuda de Dios»—. Sí. Necesitamos la ayuda de Dios —admitió, y se volvió a Vinck—. ¿Cómo está la quilla?
—Limpia y sólida, capitán.
—¿Y las velas?
—Han confeccionado un velamen de seda, duro como si fuese de lona. Y otro de repuesto. Descolgaron nuestras velas y las copiaron exactamente, capitán. Los cañones están en las mejores condiciones posibles, todos de nuevo a bordo, con abundancia de municiones y de pólvora. En caso de necesidad podríamos zarpar esta misma noche, con la marea alta. Claro que, como no hemos salido al mar, no sabremos la resistencia de las velas hasta que nos encontremos con un huracán, pero apostaría a que sus costuras son tan fuertes como cuando fue botado en el Zuiderzee. —Vinck hizo una pausa para cobrar aliento—. ¿Cuándo zarparemos?
—Dentro de un mes, aproximadamente.
Los hombres empezaron a darse codazos, entusiasmados, y brindaron a gritos por el capitán y por el barco.
—¿Qué hay de los barcos enemigos? —preguntó Ginsel—. ¿Los hay por estos alrededores? ¿Habrá presas, capitán?
—Muchas. Más de lo que podáis soñar. Seremos ricos.
Otra ovación entusiasta.
—¡Ya era hora!
—Ricos, ¿eh? Yo me compraré un castillo.
—¡Dios todopoderoso! Cuando llegue a casa…
—¡Ricos! ¡Hurra por el capitán!
—¿Mataremos a muchos papistas? Bien —añadió suavemente Roper—. Muy bien.
—¿Cuál es el plan, capitán? —preguntó Van Nekk, y todos enmudecieron.
—Hablaremos de eso dentro de un momento. ¿Tenéis guardias? ¿Podéis moveros libremente, cuando queréis?
—Podemos ir a cualquier parte dentro del pueblo —dijo rápidamente Vinck—, quizás en un radio de media legua. Pero no nos permiten ir a Yedo ni…
—Ni cruzar el puente —lo interrumpió taimadamente Sonk—. ¡Cuéntale lo del puente, Johann!
—¡Oh, por el amor de Dios! Ahora iba a lo del puente, Sonk. No me interrumpas, por lo que más quieras. Hay un puente, capitán, a media milla al Sudoeste. Está lleno de señales. No podemos pasar de allí. No podemos cruzarlo. Kinjiru, dijo el samurai. ¿Sabéis lo que quiere decir kinjiru, capitán?
Blackthorne asintió, sin decir nada.
—Aparte eso, podemos ir adonde queramos. Pero sólo hasta las barreras a todo alrededor, a cosa de media legua.
—Dile lo del médico y…
—Los samurais envían un médico de vez en cuando, capitán, y tenemos que desnudarnos, y nos reconoce, y nos da unos polvos apestosos de hierbas para que los pongamos a macerar en agua caliente, pero nosotros los tiramos…
—Cuando estamos enfermos, el viejo Johann nos sangra, y nos ponemos bien.
—Es una suerte estar aquí, capitán. No como al principio.
—Es verdad. Al principio…
—¡Cuéntale lo de las inspecciones, Baccus!
—A eso iba, pero, ¡por el amor de Dios, tened paciencia y dejadme hablar! ¿Cómo puedo explicarle cosas con esta algarabía? ¡Dadme de beber! —gritó Van Nekk, sediento, y prosiguió—: Cada diez días vienen unos cuantos samurais, formamos en el exterior y ellos nos cuentan. Después, nos dan bolsas de arroz y monedas, monedas de cobre. Nos bastan para todo, capitán. Cambiamos el arroz por carne, fruta y otras cosas. Tenemos mucho de todo…
—Pero al principio no era así. Cuéntaselo, Baccus.
Van Nekk se sentó en el suelo.
—¡Dame fuerzas, señor!
—¿Te encuentras mal, viejo amigo? —preguntó Sonk, con solicitud—. Es mejor que no bebas más, o volverá a darte un ataque. Le da un ataque cada semana, capitán. Nos pasa a todos.
—¿Callarás de una vez, para que pueda hablar con el capitán?
—¿Quién, yo? Yo no he dicho nada. No te he interrumpido. Bueno, ¡toma tu bebida!
—Gracias, Sonk. Bueno, capitán, al principio nos metieron en una casa, al oeste de la ciudad…
—Cerca del campo.
—¡Maldita sea! ¡Cuéntalo tú, Johann!
—Está bien. Bueno, capitán, aquello era horrible. Ni manducatoria, ni licor, y una de esas malditas casas de papel que son como estar al aire libre y donde uno no puede mear ni sonarse sin que alguien le espíe. Bueno, una noche, alguien volcó una vela, y los monos se pusieron como diablos contra nosotros. ¡Dios mío, tenías que haberlos oído! Llegaron todos en tropel, con cubos de agua, como locos de atar, chillando, haciendo reverencias y lanzando maldiciones… Y sólo se quemó una sucia pared… Pero cientos de ellos corrían por la casa como cucarachas. Tenías que…
—¡Continúa!
—¿Quieres contarlo tú?
—Vamos, Johann, no le hagas caso. Es sólo un sucio cocinero.
—¿Qué?
—¡Oh, callad, por el amor de Dios! —Van Nekk continuó el relato apresuradamente—: Al día siguiente, capitán, nos sacaron de allí y nos metieron en otra casa, en la zona del puerto. Era tan mala como la primera. Entonces, unas semanas después, Johann descubrió este lugar. Por aquellos días era el único de nosotros que podía salir, a causa del barco… Bueno, será mejor que continúes tú, Johann.
Blackthorne sintió picor en la pierna desnuda y se rascó sin pensarlo. El picor aumentó. Entonces vio el bulto moteado de una picadura de chinche, mientras Vinck seguía diciendo:
—Fue como dice Baccus, capitán. Pregunté a Sato-sama si podíamos trasladarnos, y me dijo que no había inconveniente. Fue mi olfato el que me guió hasta aquí, capitán. Mi viejo olfato, que me dijo: «¡sangre!»
—¡Un matadero! —exclamó Blackthorne—. ¡Un matadero y una curtiduría! Así, esto es… —se interrumpió, palideciendo.
—¿Qué pasa? ¿Qué es?
—¡Es un pueblo eta! ¡Dios mío! ¡Esa gente son eta!
—¿Y qué tienen de malo los «eters»? —preguntó Van Nekk—. Desde luego, son eters.
Blackthorne espantó los mosquitos que infestaban el aire y sintió un escalofrío.
—¡Malditos bichos! Son… son fastidiosos, ¿no? Hay una curtiduría cerca de aquí, ¿verdad?
—Sí, unas calles más arriba. ¿Por qué?
—Por nada. No reconocí el olor, esto es todo. Bueno, sigue con la historia, Vinck.
—Entonces, ellos dijeron…
—Un momento, Vinck —lo interrumpió Jan Roper—. ¿Qué pasa, capitán? ¿Qué tienen de malo los eters?
—Los japoneses los consideran como gente distinta. Son los verdugos, que curten pieles y entierran cadáveres.
—¿Y qué hay de malo en esto, capitán? Vos mismo habéis enterrado docenas de cadáveres, los habéis lavado, los habéis envuelto en sudarios… Todos lo hemos hecho, ¿no? Matamos nuestros animales. Y Ginsel ha sido verdugo… ¿Qué tiene esto de malo?
—Nada —replicó Blackthorne, sabiendo que era verdad, pero lamentando que lo fuese.
—Los eters —rió Vinck— son los mejores paganos que hemos encontrado aquí. Más parecidos a nosotros que los demás bastardos. Es una suerte estar aquí, capitán, la carne fresca no es problema, ni el sebo… No hay dificultades.
—Es verdad. Si hubieseis vivido con los eters, capitán…
—¡Jesús! ¡El capitán ha tenido que vivir siempre con los otros bastardos! No conoce nada mejor.
—¡Apuesto a que añora la verdadera comida! Sonk, córtale una buena tajada de carne.
—Y que beba más licor…
—¡Tres hurras por el capitán…!
Mientras todos rugían entusiasmados, Van Nekk dio unas palmadas en los hombros del capitán.
—Volvéis a estar en casa, viejo amigo. Nuestras preces han sido escuchadas, habéis vuelto y todo marcha bien. Estáis en casa, viejo amigo…
Blackthorne agitó animadamente la mano por última vez. Una aclamación le respondió desde la oscuridad, en el otro extremo del pequeño puente. Después se volvió desvanecida su forzada animación, y dobló la esquina, rodeado de su guardia de samurais.
Mientras regresaban al castillo, su mente estaba llena de confusión. Los eta no tenían nada de malo, y lo tenían todo. Aquellos hombres eran su tripulación, su propia gente, y éstos eran paganos, extranjeros y enemigos.
Las calles y los callejones se sucedían en imágenes borrosas. Entonces advirtió que había introducido una mano debajo del quimono y se estaba rascando. Se detuvo en seco.
—Esos malditos puercos…
Se desató el cinto, se quitó el empapado quimono y lo arrojó a un charco, como si fuese un harapo.
—Dozo, ¿nan desu ka, Anjín-san? —preguntó uno de los samurais.
—¡Nani mo! (¡Nada, por Dios!) —exclamó Blackthorne, y reemprendió la marcha, con los sables en la mano.
—¡Ah! ¡Eta! ¡Wakarimasu! ¡Gomen nasai!
«Así está mejor», pensaba él, muy aliviado, sin advertir que estaba casi desnudo.
—¡Jesús! ¡Cuánto daría ahora por un baño!
Había contado sus aventuras a la tripulación, pero no les había dicho que era samurai, hatamoto y uno de los protegidos de Toranaga. Tampoco les había hablado de Fujiko, ni de Mariko, ni les había dicho que iban a entrar en Nagasaki en son de guerra y tomar por asalto el Buque Negro, ni que él mandaría una tropa de samurais. «Esto vendría más tarde —se dijo, cansadamente—. Esto, y todo lo demás.»
¿Se atrevería alguna vez a hablarles de Mariko-san?
En la puerta principal del sur del castillo lo esperaba otro guía. Éste lo condujo a su alojamiento, en el recinto interior. Le habían destinado una habitación en una de las casas fortificadas, pero agradables, reservadas para los invitados, pero él se negó cortésmente a entrar allí en seguida.
—Primero, baño, por favor —dijo al samurai.
—¡Ah! Comprendo. Muy considerado por su parte. La casa de baños está por aquí, Anjín-san. Sí, la noche es cálida, ¿neh? Y tengo entendido que has ido a ver a los Sucios. Los otros invitados de la casa apreciarán tu atención. Te doy las gracias en su nombre.
Blackthorne no entendió todas las palabras, pero captó el significado. «Los Sucios son mis hombres y yo —se dijo—, no ellos, ¡pobrecitos!»
—Buenas noches, Anjín-san —dijo el primer servidor de la casa de baños.
Era un hombrón de edad madura, panzudo y de enormes bíceps. Llamó y acudieron varias doncellas. Blackthorne las siguió al lavabo, donde le enjabonaron y restregaron, y él les pidió que repitiesen la operación. Luego, pasó al cuarto de baño y se sumergió en el agua caliente.
Al cabo de un rato, unas manos vigorosas le ayudaron a salir, le untaron la piel con aceite aromático y le desentumecieron los músculos y el cuello. Después pasó al salón de descanso, donde le dieron un quimono de algodón limpio y suave. Lanzando un profundo suspiro de satisfacción, se puso a descansar.
—Dozo gomen nasai… ¿Cha, Anjín-san?
—Hai.
Llegó el cha. Dijo a la doncella que pasaría allí la noche, en vez de ir a sus habitaciones. Entonces, solo y en paz, sorbió el cha y se sintió como purificado… «Sucio polvo de hierbas…», pensó con asco.
—Ten paciencia, no dejes que nada turbe tu armonía —dijo en voz alta—. Sólo son pobres tontos ignorantes, que no conocen nada mejor. Hubo un tiempo en que tú eras como ellos. No importa, ahora podrán enseñarlos, ¿neh?
Los borró de su mente y cogió su diccionario. Pero esta noche, por vez primera desde que tenía el libro, lo dejó cuidadosamente a un lado y apagó la vela. «Estoy demasiado cansado», se dijo.
«Pero no demasiado cansado para responder a una sencilla pregunta: ¿Son realmente unos tontos ignorantes, o es que tú te engañas a ti mismo?
»Más tarde la contestaré, en su momento oportuno. Ahora, la respuesta carece de importancia. Ahora sólo sé que no los quiero cerca de mí.»
Se volvió, encerró el problema en un compartimiento y se durmió.
Se despertó refrescado. Le habían preparado un quimono, un taparrabo y un tabi limpios. Las vainas de sus sables aparecían pulidas. Se vistió rápidamente. Fuera de la casa lo estaban esperando unos samurais. Se levantaron y saludaron.
—Hoy somos tu guardia, Anjín-san.
—Gracias. ¿Vamos al barco?
—Sí. Aquí está tu salvoconducto.
—Bien. Gracias. ¿Puedo preguntar tu nombre, por favor?
—Musashi Mitsutoki.
—Gracias, Musashi-san. ¿Vamos?
Bajaron a los muelles. El Erasmus estaba fuertemente anclado a tres brazas sobre el arenoso fondo. Las bodegas estaban perfectamente. Blackthorne se zambulló desde la borda y nadó por debajo de la quilla. Las algas eran mínimas y sólo había unas pocas lapas. El timón estaba en perfecto estado. En la santabárbara, que estaba seca y limpia, encontró un pedernal y provocó una chispa sobre un montoncito de pólvora. Ésta ardió instantáneamente, en perfectas condiciones.
Subió a lo alto del trinquete, en busca de alguna grieta. No vio ninguna, como tampoco al subir, ni en ninguna de las vergas. Muchas cuerdas, drizas y obenques estaban mal atados, pero esto podía arreglarse en poco rato.
Luego bajó a su camarote, y se sintió en él como un extraño. Y muy solo. Sus sables estaban sobre la litera. Los tocó y sacó Aceitera de la vaina. El trabajo era maravilloso, y el filo, perfecto. Le complacía observarlo, porque era una verdadera obra de arte. «Pero mortífera», pensó, moviéndola bajo la luz.
«¿Cuántas muertes has causado en tus doscientos años de vida? ¿Cuántas más causarás antes de morir a tu vez? ¿Tienen algunos sables vida propia, como dice Mariko? Mariko. ¿Qué será de ella…?»
Entonces vio su cofre reflejado en el acero, y esto alejó de él su repentina melancolía. Sonrió.
«¿Estás seguro de que Toranaga te dejará zarpar?»
«Sí —se respondió, con absoluta confianza—. Tanto si va a Osaka como si no, tendré lo que quiero. Y también tendré a Mariko.»
Satisfecho, se metió los sables en el cinto, subió a cubierta y esperó a que volviesen a sellar las puertas.
Cuando llegó al castillo, aún no era mediodía, por consiguiente, se fue a su residencia a comer. Comió arroz y dos trozos de pescado, asados con soja por su cocinero, tal como él le había enseñado. Un frasquito de saké, y después, cha.
—¿Anjín-san?
—¿Hai?
Se abrió el shoji. Fujiko sonrió tímidamente e hizo una profunda reverencia.