CAPÍTULO XLVI

El general Toda Hiro-matsu cogió el mensaje privado que le ofreció Mariko. Rompió los sellos de Toranaga. El escrito refería brevemente lo ocurrido en Yokosé, confirmaba la decisión de Toranaga de someterse, ordenaba a Hiro-matsu que defendiese la frontera y los accesos al Kwanto contra cualquier intruso hasta su llegada —pero que diese facilidades a cualquier mensajero de Ishido o del Este—, y daba instrucciones sobre el renegado cristiano y sobre Anjín-san. El viejo soldado releyó cansadamente el mensaje.

—Ahora dime todo lo que viste y oíste en Yokosé, con referencia al señor Toranaga.

Mariko obedeció.

—Ahora dime lo que crees que pasó.

Ella obedeció de nuevo.

—¿Qué ocurrió en el cha-no-yu entre tú y mi hijo?

Ella se lo contó todo, con exactitud.

—¿Dijo mi hijo que nuestro señor perdería? ¿Fue antes de la segunda reunión con el señor Zataki?

—Sí, señor.

—¿Estás segura?

—¡Oh, sí, señor!

Hubo un largo silencio en la habitación del torreón del castillo, que dominaba la ciudad. Hiro-matsu se puso en pie y se acercó a la aspillera del grueso muro de piedra, le dolían la espalda y las articulaciones, y sus manos sujetaban flojamente el sable.

—¡No lo entiendo! —exclamó.

—¿Señor?

—Ni a mi hijo, ni a nuestro señor. Podemos abrirnos paso contra todos los ejércitos que lance Ishido al campo de batalla. Y en cuanto a la decisión de someterse…

Ella jugaba con su abanico, observando el cielo nocturno, tachonado de estrellas. Hiro-matsu la miró.

—Tienes buen aspecto, Mariko-san, más joven que nunca. ¿Cuál es tu secreto?

—No tengo ninguno, señor —respondió, sintiendo que se secaba su garganta.

Pensó que el mundo se hundiría, pero pasó el momento y el viejo desvió sus ojos astutos y volvió a mirar la ciudad.

—Ahora cuéntame lo que pasó desde que salisteis de Osaka. Todo lo que viste y oíste e hiciste —dijo.

Era ya muy entrada la noche cuando terminó. Lo contó todo claramente, menos su gran intimidad con Anjín-san. Pero en esto cuidó muy bien de no ocultar la simpatía que sentía por él, ni el respeto a su inteligencia y su bravura.

—¿Lo viste salvar a nuestro señor?

—Sí, de no haber sido por él, el señor Toranaga estaría muerto a estas horas. Estoy segura. Lo salvó en tres ocasiones: al escapar del castillo de Osaka, a bordo de la galera en el puerto de Osaka y durante el terremoto. Yo vi los sables que recuperó Omi-san. Estaban retorcidos como si hubiesen sido de pasta y completamente inservibles.

—¿Crees que Anjín-san pensaba realmente hacerse el harakiri?

—Sí. Por el Señor Dios de los cristianos, creo que estaba resuelto a hacerlo. Sólo Omi-san lo impidió. Y también creo, señor, que es digno de ser samurai y hatamoto.

—No te he pedido esa opinión.

—Perdóname, señor, es cierto que no lo has hecho. Pero sé que la pregunta estaba en tu mente.

—¿Te has convertido en adivina del pensamiento, además de educadora de bárbaros?

—¡Oh, no! Por favor, discúlpame, señor, ¡claro que no! —protestó ella, con su voz más delicada—. Me limito a contestar lo mejor que puedo al jefe de mi clan. Los intereses de mi señor ocupan el primer lugar en mi mente, y después, los tuyos.

—¿De veras?

—Perdóname, señor, pero no hace falta que me preguntes esto. Manda, ¡y obedeceré!

—¿Por qué tan orgullosa, Mariko-san?

—Discúlpame, señor. He sido ruda. No merezco…

—¡Lo sé! ¡Ninguna mujer merece nada! —Hiro-matsu se echó a reír—. Pero, aun así, hay veces en que necesitamos de la sabiduría fría, cruel, maligna, astuta y práctica de la mujer. Son mucho más listas que nosotros, ¿neh?

—¡Oh, no, señor! —exclamó Mariko, preguntándose qué estaría realmente pensando él.

—Me alegro de que estemos solos. Si esto se repitiese en público, dirían que el viejo Puño de Hierro está pasando de maduro, que ya es hora de que deje el sable, se afeite la cabeza y empiece a rezar a Buda por las almas de los hombres que envió al Vacío. Y tendrían razón.

—No, señor. Así lo manifestó el señor, tu hijo. Hasta que se cumpla el destino de tu señor, no debes retirarte. Ni tú, ni mi señor esposo, ni yo.

—Sí. Pero, de todos modos, me gustaría dejar el sable y buscar la paz de Buda para mí y para aquellos a quienes maté.

Contempló fijamente la noche un rato y, después, la miró a ella. Era agradable de ver, más que todas las mujeres a quienes había conocido.

—¿Señor?

—Nada, Mariko-san. Estaba recordando en este momento la primera vez que te vi.

Era cuando Hiro-matsu había vendido su alma a Goroda a fin de conseguir aquella niña para su hijo, el hijo que había asesinado a su propia madre, la única mujer a quien Hiro-matsu había realmente adorado. «¿Por qué pedí a Mariko para él? Porque quería irritar al Taiko, que también la deseaba.

»¿Fue realmente infiel mi consorte? —se preguntó el viejo, hurgando en la antigua llaga—. ¡Quiero saber la verdad! ¡Sí, o no! Creo que es mentira, pero Buntaro dijo que estaba sola con un hombre en la habitación, revueltos los cabellos y suelto el quimono, y pasaron meses hasta que yo regresé. Pudo ser una mentira, ¿neh? O la verdad, ¿neh? Debió de ser verdad… Ningún hijo decapitaría a su propia madre sin estar seguro.»

«¿En qué piensas? —se preguntaba Mariko, que lo apreciaba—. ¿Lo has descubierto ya? ¿Sabes ya lo mío y de Anjín-san? ¿Sabes que me estremezco de amor por él, que cuando tenga que elegir entre él y tú y el señor Toranaga, lo elegiré a él?»

Hiro-matsu estaba junto a la aspillera, contemplando la ciudad a sus pies, jugando con la empuñadura y la vaina de su sable, olvidado de Mariko. Rumiaba sobre Toranaga y lo que había dicho Zataki hacía unos días, con amargo disgusto, un disgusto compartido por él.

—Sí, desde luego —le había dicho Zataki—, quiero conquistar el Kwanto, plantar mi bandera en las murallas del castillo de Yedo y apoderarme de él. Nunca lo había pretendido, ahora, sí. Pero, ¿de esta manera? ¿Sin honor? Porque no hay honor para él, ni para ti, ni para mí. ¡Para nadie! Salvo para Ishido, que no sabe lo que es.

—Entonces, apoya al señor Toranaga, con tu ayuda…

—¿Para qué? ¿Para que mi hermano pueda ser shogun y expulsar al Heredero?

—Ha dicho mil veces que apoya al heredero. Yo lo creo. Y tendríamos un Minowara como caudillo, no un campesino advenedizo y ese gato del infierno que es Ochiba, ¿neh? Si Toranaga muere, esos incompetentes gobernarán durante ocho años, hasta que Yaemón sea mayor de edad. ¿Por qué no dar estos años a Toranaga, ¡que es un Minowara!?

Discutieron, se insultaron y, como estaban solos, casi llegaron a las manos.

—Vamos —había incitado él a Zataki—, desenvaina el sable, ¡traidor! Eres traidor a tu hermano, ¡que es el jefe de tu clan!

—Soy el jefe de mi propio clan. Tuvimos la misma madre, pero no el mismo padre. El padre de Toranaga repudió a mi madre. No ayudaré a Toranaga, pero si abdica y se abre el vientre, apoyaré a Sudara…

«No hará falta —se dijo Hiro-matsu, todavía furioso—. No hará falta esto, ni someterse mansamente, mientras yo viva. Soy general en jefe. Mi deber es proteger el honor y la casa de mi señor, incluso contra su voluntad. Ahora, yo decido.

»Escucha, señor, y perdóname, pero esta vez te desobedeceré. Con orgullo. Esta vez te traicionaré. Convenceré a tu hijo y heredero, el señor Sudara, y a su esposa, dama Genjiko, y juntos ordenaremos “Cielo Carmesí” cuando cesen las lluvias. Empezará la guerra, y, hasta que haya muerto el último hombre del Kwanto, haciendo frente al enemigo, te retendré sano y salvo en el castillo de Yedo, digas lo que digas y cueste lo que cueste.»

Gyoko estaba encantada de volver a encontrarse en su casa de Mishima, entre sus chicas, sus legajos, sus facturas y reconocimientos de deudas e hipotecas y pagarés.

—Lo has hecho muy bien —dijo a su jefe de contabilidad.

El ajado hombrecillo murmuró las gracias y se fue renqueando. Ella se volvió al jefe de cocina y le dijo, con voz lastimera:

—¿Trece chojin de plata, doscientos monne de cobre, por la comida de una semana?

—¡Oh! Perdóname, mi ama, pero los rumores de guerra han hecho que los precios se eleven hasta el cielo —replicó aquel hombre gordo, en tono truculento—. Todo ha subido. El pescado, el arroz, las verduras e incluso la salsa de soja, han doblado su precio desde el mes pasado, y con el saké ha sido aún peor. ¡Dices que es caro! ¡Ay! En una semana he servido a ciento setenta y dos invitados y he alimentado a diez cortesanas, a once hambrientas aprendizas, a cuatro cocineros, a dieciséis doncellas y a catorce criados. Discúlpame, mi ama, lo siento, pero mi abuela está muy enferma y debo pedirte diez días de licencia para…

Gyoko lo despidió diciendo que estaba arruinada, que tendría que cerrar la más famosa casa de té de Mishima si se iba el más perfecto de los jefes de cocina, y que todo sería por su culpa. Sí, por su culpa tendría que despedir a sus abnegadas pupilas y a sus fieles pero desdichados criados.

—No olvides que se acerca el invierno —gimió, como última advertencia.

Después, sola y satisfecha, sumó los ingresos y los gastos, y vio que las ganancias eran el doble de lo que había esperado. El saké le supo mejor que nunca, si los precios de la comida habían subido, también había subido el del saké. Inmediatamente escribió a su hijo a Odawara, sede de su fábrica de saké, diciéndole que duplicase la producción. Después, juzgó las inevitables disputas entre las doncellas, despidió a tres, contrató a cuatro, envió a buscar a su corredora de cortesanas y le encargó que contratase a siete a las que admiraba.

—¿Cuándo quieres que vengan las honorables damas, Gyoko-san? —preguntó la vieja, sonriendo, pues su comisión era considerable.

—En seguida. Ve corriendo.

Luego, envió a buscar al carpintero y trazaron planes para la ampliación de la casa de té, pues necesitaría más habitaciones para las nuevas damas.

—Por fin, aquel inmueble de la calle Sexta está en venta, señora. ¿Quieres que me entere de las condiciones?

Ella había estado esperando aquella ocasión durante meses. Pero ahora negó con la cabeza y le dio instrucciones para una opción de compra de cuatro hectáreas de tierra yerma en el monte, al norte de la ciudad.

—Pero no lo hagas tú solo. Sírvete de intermediarios. No lo quieras todo para ti. Y que nadie sepa que actúas en mi nombre.

—Pero, ¿has dicho cuatro hectáreas? Es…

—Al menos cuatro, tal vez cinco, en los cinco meses próximos. Pero sólo quiero opciones, ¿comprendes? Y hay que ponerlas a nombre de estas personas.

Le entregó la lista de hombres de paja de confianza y lo despidió, viendo ya, en su imaginación, la ciudad amurallada dentro de una ciudad ya floreciente. Entonces le anunciaron a Omi-san.

—Lo siento, pero Kikú-san no se encuentra bien —le dijo—. Nada grave. Sólo el cambio de tiempo, ¡pobre niña!

—Insisto en verla.

—Lo lamento, Omi-san, pero no debes insistir. Kikú-san pertenece a tu señor, ¿neh?

—¡Sé a quién pertenece! —gritó Omi—. Sólo quiero verla.

—¡Oh! Lo siento, tienes derecho a gritar y a maldecir, pero debes perdonarme. Te digo que no se encuentra bien. Tal vez esta noche… o mañana… ¿Qué puedo hacer? Si mejora lo bastante y me dices dónde te alojas, podría avisarte…

Se lo dijo, sabiendo que nada podía hacer, y se marchó furioso.

Gyoko envió a buscar a Kikú y le explicó el programa que había organizado para sus dos noches en Mishima.

—Tal vez podamos convencer a dama Toda para que se quede cuatro o cinco noches, pequeña. Conozco a media docena de personas que pagarían cualquier cosa para que las distraigas en fiestas privadas. ¡Ah! Ahora que el gran daimío te ha comprado, nadie puede ya tocarte. Por consiguiente, puedes cantar, bailar y representar, ¡y ser nuestra primera gei-sha!

—¿Y que será de Omi-san, señora? Nunca lo había visto tan furioso, ni gritar de esa manera.

—¡Bah! ¡Qué importan unos cuantos gritos, si nos las habemos con daimíos y con los más ricos mercaderes de arroz y de sedas! Claro que aún no estamos seguros de Toranaga, ¿neh? Todavía no ha hecho el primer pago, por no hablar del precio total.

Gyoko despidió a Kikú y, una vez más, se dedicó a tomar las disposiciones inherentes a la casa. Después, cuando todo estuvo en regla —incluso una invitación para el día siguiente a las ocho Mama-sans más influyentes de Mishima, para discutir un asunto de gran importancia—, se sumergió, satisfecha, en la bañera.

—¡Aaaahhhh!

Pero su pensamiento estaba lejos de allí. Se acordaba de Mariko y de su amante, sopesando las alternativas. ¿Hasta qué punto podía presionar a Mariko? ¿A quién debía delatarlos o amenazar con delatarlos? ¿A Toranaga, a Buntaro? ¿Tal vez al sacerdote cristiano? Pero, ¿sacaría algún provecho de ello? Quizás al señor Kiyama. Desde luego, cualquier escándalo que relacionase a ama Toda con el bárbaro, echaría por tierra los proyectos de boda de su hijo con la nieta de Kiyama. Con esta amenaza, ¿podría doblegarla a su voluntad? ¿O era mejor no hacer nada? ¿Ganaría más así, no haciendo nada?

«¡Pobre Mariko! ¡Una dama tan adorable! Pero, ¡sería una cortesana sensacional! ¡Y pobre Anjín-san! Pero éste es muy listo, y yo podría hacer una fortuna con él. ¿Cómo sacar más provecho al secreto, antes de que deje de serlo y esos dos acaben mal?

»Ten cuidado, Gyoko —se dijo—. No queda mucho tiempo para decidir sobre esto y sobre los otros secretos: por ejemplo, los mosquetes y las armas escondidos por los lugareños de Anjiro, o el nuevo Regimiento de Mosquetes, sus tropas, oficiales, organización y número de armas de fuego. O sobre Toranaga, que, la última noche pasada en Yokosé, yació alegremente con Kikú y acabó durmiéndose como un niño. Algo impropio de un hombre abrumado por las preocupaciones, ¿neh?

»O sobre el segundo cocinero de Omi, el cual había confiado a una doncella —y ésta lo había murmurado a su amante, el cual lo había dicho a la cortesana Akiko— que aquél había oído a Omi y a su madre tramando la muerte de Kasigi Yabú, su señor feudal. Si esto se hiciese público, ¡menudo revuelo se armaría! Como si se murmurase al oído de Toranaga el ofrecimiento secreto que habían hecho Omi y Yabú a Zataki, o las palabras que Zataki había murmurado en sueños y que su compañera de lecho había grabado en su memoria y vendido a Gyoko por un chojin de plata, palabras que daban a entender que el general Ishido y dama Ochiba comían y dormían juntos. Unas personas tan encumbradas, ¡qué asco! ¿Neh?

»¿Cambiaría de bando el tránsfuga Zataki, si Toranaga le ofreciese a Ochiba como cebo?» Gyoko rió entre dientes, entusiasmada al poseer todos estos secretos tan valiosos, si eran murmurados a los oídos adecuados.

—¿Dónde está el inglés ahora, padre?

—No lo sé exactamente, Rodrigues. Todavía no. Puede estar en una de las posadas del sur de Mishima. Dejé a un acólito para que lo averigüe —respondió Alvito, recogiendo con una corteza de pan tierno la salsa.

—¿Cuándo lo sabréis?

—Mañana, sin falta.

—¡Vaya! Me gustaría verlo de nuevo. ¿Está bien? —preguntó Rodrigues, con sincero interés.

—Sí.

La campana del barco tocó seis veces. Las tres de la tarde.

—¿Os dijo lo que le pasó desde que salió de Osaka?

—Lo sé en parte. Por cosas que me dijeron él y otros. Es una larga historia y hay mucho que contar. Primero despacharé mis cosas, y después hablaremos.

Rodrigues se retrepó en su silla, en el pequeño camarote de popa.

—Bien. Me gustará. —Vio las duras facciones del jesuita, los duros ojos castaños, salpicados de amarillo. Ojos de gato—. Mirad, padre —dijo—, el inglés salvó mi barco y mi vida. Es un enemigo, es un hereje, pero es capitán de barco, y uno de los mejores de todos los tiempos. No es malo respetar a un enemigo, incluso simpatizar con él.

—El señor Jesús perdonó a sus enemigos, y éstos lo crucificaron. —Alvito devolvió tranquilamente la mirada del capitán—. Pero también a mí me resulta simpático. Al menos, lo comprendo mejor. Pero, de momento, no hablemos de él.

Rodrigues asintió con la cabeza. Advirtió que el plato del sacerdote estaba vacío y le acercó la fuente.

—Un poco más de capón, padre. ¿Pan?

—Sí, gracias. No me había dado cuenta del hambre que tenía —dijo agradecido el cura, arrancando otro muslo, tomando más salvia, cebolla y pan, y vertiendo sobre ello lo que quedaba en la salsera.

—¿Vino?

—Sí, gracias.

—¿Dónde está el resto de su gente, padre?

—Los dejé en una posada cerca del muelle.

Blackthorne miró por las ventanillas de popa, desde las que se veían Nimazu, los muelles, el puerto y, a estribor, la desembocadura del Kano, donde el agua era más oscura que en el resto del mar. Muchas barcas de pesca iban de un lado a otro.

—Ese acólito vuestro, padre, ¿es de confianza? ¿Estáis seguro de que se reunirá con nosotros?

—¡Oh, sí! No se pondrán en marcha, al menos, hasta dentro de dos días. —Alvito había decidido no decir nada de lo que él o, mejor dicho, de lo que el hermano Miguel, sospechaba, y se limitó a añadir—: No olvidéis que viajan con gran pompa. Con el rango de Toda Mariko y las enseñas de Toranaga, es un cortejo de gran categoría. Todo el mundo sabrá, en cuatro leguas a la redonda, quiénes son y dónde están.

Rodrigues se echó a reír.

—¿El inglés en un cortejo oficial? ¡Quién lo habría pensado! ¡Como un maldito daimío!

—Y eso no es todo, capitán. Toranaga lo hizo samurai y hatamoto.

—¿Qué?

—Ahora el capitán Blackthorne lleva los dos sables. Además de sus pistolas. Y es confidente de Toranaga, hasta cierto punto, y su protegido.

—¿El inglés?

—Sí.

Alvito dejó que el silencio flotase en el camarote y siguió comiendo.

—¿Sabéis la razón de esto? —preguntó Rodrigues.

—En parte, sí. Pero todo a su tiempo, capitán.

—Decidme sólo por qué. En pocas palabras. Y dejemos los detalles para más tarde.

—Anjín-san salvó tres veces la vida de Toranaga. Dos, durante la fuga de Osaka, y la última, en Izú, durante un terremoto.

Alvito masticó un pedazo de muslo. Unas gotas de salsa resbalaron por su negra barba.

Rodrigues esperó, pero el cura guardó silencio. Después de una larga pausa, dijo aquél:

—No nos conviene que ese dichoso inglés esté demasiado cerca de Toranaga. No. Él menos que nadie, ¿eh?

—Estoy de acuerdo.

—A pesar de todo, me gustaría verle.

El sacerdote no dijo nada. Rodrigues dejó que rebañase su plato en silencio y, después, lo invitó a repetir, pero ya sin alegría. El cura aceptó el esqueleto y un ala que quedaba, y otro vaso de vino. Después, para terminar, el padre Alvito sacó coñac francés de un armario.

—¿Una copita, Rodrigues?

—Gracias.

El marino observó cómo vertía Alvito en las copas el licor color castaño. El vino y el coñac procedían del almacén particular del padre Visitador, como obsequio a su amigo jesuita al partir éste.

—Desde luego, Rodrigues, os invito a compartirlo con el padre —le había dicho Dell’Aqua—. Id con Dios, y que Él os lleve sano y salvo a puerto y de vuelta a casa.

—Gracias, Eminentísimo señor.

«Sí, gracias —se dijo amargamente Rodrigues—, pero no por haber hecho que mi capitán general me enviase a bordo de este maldito barco, al mando de este jesuita.»

Había zarpado de Nagasaki, lamentando tener que marcharse, maldiciendo a todos los curas y a todos los capitanes generales, deseando que pasasen el verano y el otoño para poder levar anclas con el Buque Negro, con sus bodegas cargadas de oro y plata, y volver, por fin, a casa, rico e independiente. Pero después, ¿qué? ¿Qué hacer con ella y con su retoño? «¡Virgen Santa, ayúdame a responder a esta pregunta con serenidad!»

—Una comida excelente, Rodrigues —admitió Alvito, jugueteando con una miga de pan sobre la mesa—. Gracias.

—Bien. —Rodrigues se había puesto serio—. ¿Cuál es vuestro plan, padre? Deberíamos…

Se interrumpió y miró por la ventanilla. Después, en modo satisfecho, se levantó de la mesa y se dirigió, cojeando, a un tragaluz de babor y miró por él.

—¿Qué pasa, Rodrigues?

—Me ha parecido que cambiaba la marea. Sólo quiero comprobar nuestra posición. —Abrió más el postigo y se asomó, pero no pudo ver el ancla de proa—. Disculpadme un momento, padre.

Subió a cubierta. El agua lamía la cadena del ancla, oblicuamente sumergida en el fangoso líquido. Nada se movía. Entonces apareció una pequeña estela y el barco se movió sin peligro, para tomar una nueva posición en el reflujo. Comprobó ésta y, luego, los puestos de vigilancia. Todo estaba en orden. No se veían más embarcaciones cerca de donde estaban. La tarde era magnífica y se había levantado la niebla hacía rato. Estaban a cosa de un cable de la orilla, o sea, lo bastante lejos para evitar un súbito abordaje.

Su barco era una lora, un casco japonés con velas y aparejo portugueses: veloz, de dos mástiles, equipado como una corbeta. Llevaba cuatro cañones en el centro, dos más pequeños a proa y otros dos a popa. Se llamaba Santa Filipa, y su tripulación era de treinta hombres.

Contempló la ciudad y los montes detrás de ella.

—¡Pesaro!

—¿Sí, señor?

—Prepara el bote. Iré a tierra antes de anochecer.

—Bien. Estará a punto. ¿Cuándo volveréis?

—Al amanecer.

—¡Magnífico! Yo iré al frente de los que vayan a tierra: diez hombres.

—No hay permiso para ir a tierra, Pesaro. ¡Está kinjiru! ¿Acaso has perdido la cabeza? —exclamó Rodrigues, pasando al alcázar y apoyándose en la barandilla.

—No está bien que todos sufran —dijo Pesaro, cerrando las callosas manos—. Yo mandaré el grupo, y os prometo que no habrá jaleo. Llevamos dos semanas encerrados.

—Las autoridades del puerto dijeron kinjiru, que lo sentían mucho, pero ¡kinjiru! Recuerda que esto no es Nagasaki.

—Sí, ¡y por Dios que lo siento! —gruñó el hombrón—. Al fin y al cabo, sólo hubo un muerto.

—Un muerto, dos con heridas graves de cuchillo y un montón de contusos, amén de una chica herida, antes de que los samurais pusiesen fin a la algarada. Os lo advertí antes de que fueseis a tierra: «Nimazu no es Nagasaki. ¡Portaos bien!» ¡Virgen Santa! Tuvimos suerte de que sólo uno de nuestros marineros resultase muerto. De acuerdo con la ley, os habrían podido matar a los cinco.

—Su ley, capitán, no la nuestra. ¡Malditos monos! Sólo fue una vulgar riña de burdel.

—Sí, pero tus hombres la empezaron, las autoridades han sometido mi barco a cuarentena, y todos estáis retenidos aquí. ¡Incluso tú! —Rodrigues movió la pierna para aliviar el dolor—. Ten paciencia, Pesaro. Ahora que el padre ha vuelto, zarparemos en seguida.

—¿Cuando suba la marea? ¿Al amanecer? ¿Es una orden?

—No, todavía no. Prepara el bote. Gómez irá conmigo.

—Dejad que vaya yo también. Per favor, capitán. Estoy asqueado de este maldito cascarón.

—No. No debéis ir a tierra esta noche. Ni tú ni nadie.

—¿Y si no habéis vuelto al amanecer?

—Os pudriréis aquí hasta que lo haga. ¿Está claro?

Alvito dormía, pero se despertó al abrir el capitán la puerta del camarote.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí. Sólo era el comienzo de la marea baja —respondió Rodrigues, bebiendo un poco de vino para quitarse el mal sabor de boca—. ¿Qué plan tenéis, padre? ¿Zarpamos al amanecer?

—¿Cómo están las palomas mensajeras?

—Bien. Aún nos quedan seis: cuatro para Nagasaki y dos para Osaka.

El sacerdote observó la posición del sol. Faltaban cuatro o cinco horas para el ocaso. Tiempo sobrado para enviar las aves con el primer mensaje cifrado, pensado hacía ya tiempo: Toranaga acata la orden de los Regentes. Yo iré primero a Yedo y después a Osaka. Acompañaré a Toranaga a Osaka. Este dice que podemos construir la catedral en Yedo. Mandaré relación más detallada con Rodrigues.

—Por favor, decid al encargado que prepare inmediatamente dos palomas para Nagasaki y una para Osaka —dijo Alvito—. Después hablaremos. Yo no os acompañaré. Iré a Yedo por tierra. Necesitaré la mayor parte de la noche y de la mañana para redactar un informe detallado, que entregaréis al Padre Visitador en propia mano. ¿Zarparéis en cuanto haya terminado?

—Si es poco antes del crepúsculo, esperaré al amanecer. Hay escollos y bajíos en diez leguas.

Alvito asintió. Doce horas más o menos carecían de importancia. Sabía que habría sido mucho mejor enviar el mensaje desde Yokosé. ¡Pero aquel maldito pagano había destruido sus palomas! En fin, aquello no cambiaría el curso de la Historia. La suerte había sido echada en Yokosé.

—¿Viajaréis con el inglés? —preguntó Rodrigues—. ¿Como antes?

—Sí. Pero desde Yedo volveré a Osaka. Acompañaré a Toranaga. Quisiera que os detuvieseis en Osaka, con una copia de mi informe, por si el Padre Visitador estuviese allí o hubiese salido de Nagasaki y estuviera en camino. En este último supuesto, podéis entregarlo a su secretario, el padre Soldi, pero sólo a él.

—Yo mismo iré a buscar las palomas. Escribid el mensaje, y después hablaremos. Sobre el inglés.

Subió a cubierta y escogió las palomas de las cestas. Cuando volvió, el sacerdote había empleado ya su pluma y tinta especiales para escribir el mismo mensaje cifrado en los trocitos de papel. Alvito cargó las anillas, las selló y soltó las palomas. Las tres describieron un círculo en el cielo y, después, volaron en formación hacia el Oeste, bajo el sol de la tarde.

—¿Hablamos aquí, o abajo?

—Aquí. Se está más fresco —dijo Rodrigues, señalando el alcázar, donde nadie podría oírlos.

Alvito se sentó.

—Hablemos primero de Toranaga.

Explicó brevemente el capitán lo que había ocurrido en Yokosé, omitiendo el incidente con el hermano José y sus sospechas sobre Mariko y Blackthorne. Rodrigues se quedó pasmado ante la forma en que se había producido la rendición.

—¿No habrá guerra? ¡Es un milagro! Gracias sean dadas a Dios, a los santos y a la Virgen. Es la mejor noticia que podíais darme, padre. ¡Nos hemos salvado!

—Si Dios quiere. Pero me intrigó una cosa que dijo Toranaga: «Puedo soltar a mi cristiano, a Anjín-san. Con su barco y sus cañones.»

Se apagó el buen humor de Rodrigues.

—¿Está todavía el Erasmus en Yedo? ¿Se halla aún bajo el control de Toranaga?

—Sí. ¿Sería grave que soltase al inglés?

—¿Grave, decís? Ese barco podría mandarnos al infierno si atrapase a nuestro Buque Negro entre aquí y Macao, con él al mando y una tripulación regular. Nosotros sólo tenemos la pequeña fragata para salirle al paso, ¡y ésta nada podría contra el Erasmus! Ni nosotros. Podría estar bailando a nuestro alrededor hasta que arriásemos la bandera.

—¿Estáis seguro?

—Sí. Sería fatal. —Rodrigues cerró furiosamente el puño—. Pero, esperad un momento: el inglés dijo que había llegado aquí con sólo doce hombres, y no todos marineros, muchos de ellos eran mercaderes, y la mayoría estaban enfermos. No podrían gobernar el barco. El único lugar donde él podría conseguir una tripulación sería Nagasaki… o Macao. Podría solucionarlo en Nagasaki. Allí hay muchos que… Hay que mantenerlo alejado de allí y de Macao.

—¿Y si tuviese una tripulación indígena?

—¿Queréis decir algunos de los esbirros de Toranaga? ¿O wako? Crees que si Toranaga se ha rendido, todos sus hombres se convertirán en ronín, ¿neh? Si el inglés tuviese tiempo, podría adiestrarlos. Sería fácil. ¡Cristo Jesús…! Perdonadme, padre, pero si el inglés reuniese una tripulación de samurais o de wako… No podemos permitirlo, es demasiado peligroso. ¡Bien se vio en Osaka! Dejarlo suelto en su maldito barco, en Asia y con una tripulación de samurais…

Alvito veía que aumentaba su inquietud.

—Creo que lo mejor será enviar otro mensaje al padre Visitador. Si es tan urgente, hay que informarle. Él sabrá lo que se ha de hacer.

—¡Yo sé lo que hay que hacer! —exclamó Rodrigues, dando un puñetazo en la borda. Se puso en pie y se volvió de espaldas—. Escuchad, padre, oíd mi confesión: La primera noche, la primera vez que se plantó a mi lado en la galera, en alta mar, después de zarpar de Ánjiro…, mi corazón me dijo que tenía que matarlo, y después, volvió a decírmelo durante la tormenta. Que Dios me perdone, pero fue cuando le mandé que fuese a proa y, deliberadamente, viré sin avisarle, para matarlo, pero el inglés no saltó por la borda, como habría hecho otro cualquiera. Pensé que había sido la mano de Dios, y así lo confirmé cuando, más tarde, tomó el mando y salvó mi barco, y cuando mi barco estuvo a salvo y una ola me arrastró y empecé a ahogarme, mi último pensamiento fue el de que aquello era un castigo de Dios por mi asesinato frustrado. Esto no se hacía a un capitán…, ¡él no me lo habría hecho nunca a mí! Tenía bien merecido lo que me pasaba, y después cuando me encontré vivo y lo vi a él inclinado sobre mí, dándome de beber, me sentí terriblemente avergonzado, volví a pedir perdón a Dios y juré reparar mi falta. ¡Virgen santa! —exclamó, atormentado—. Aquel hombre me había salvado, aunque sabía que yo había tratado de matarlo. Lo vi en sus ojos. Me salvó y me ayudó a vivir, ¡y ahora tengo que matarlo!

—¿Por qué?

—El capitán general tenía razón: ¡Que Dios nos ayude si el inglés se hace a la mar en el Erasmus, con una tripulación aceptable!

Blackthorne y Mariko dormían en la paz nocturna de su casita, una de las varias que formaban la «Posada de las Camelias», situada en la Calle 9 del Sur. Cada una de ellas tenía tres habitaciones. Mariko ocupaba una de ellas con Chimmoko, Blackthorne, otra, y la tercera —que daba a la entrada y a la galería—, desocupada, se destinaba a comer, charlar y pasar el rato.

—¿Crees que estaremos seguros? —había preguntado Blackthorne—. ¿Sin Yoshinaka, ni doncellas, ni guardias que duerman aquí?

—No, Anjín-san. Nada es realmente seguro. Pero será agradable estar solos. Se dice que esta posada es la más bonita y famosa de Izú. Es linda ¿neh?

Y lo era. Cada casita estaba montada sobre elegantes pilotes, con una galería alrededor y cuatro escalones de entrada, de las maderas más finas, pulidas y resplandecientes. Estaban separadas cincuenta pasos las unas de las otras y rodeadas de cuidados jardines, dentro del jardín más grande, cercado por una alta valla de bambú. Había arroyuelos y estanques de lirios, y cascadas, y muchos árboles floridos, que perfumaban de noche y de día, fragantes y frondosos. Preciosos senderos de piedra, delicadamente cubiertos, conducían a los baños centrales, fríos, templados y calientes, alimentados por manantiales naturales. Farolillos multicolores, amables criados y doncellas, y ni una palabra ruda que turbase el susurro de los árboles, el rumor del agua y el canto de las aves en sus pajareras.

—Desde luego, yo pedí dos casas, Anjín-san, una para ti y otra para mí. Por desgracia, sólo había una disponible, lo siento. En cambio, Yoshinaka está muy satisfecho, por no haber tenido que repartir sus fuerzas. Ha puesto centinelas en todos los senderos, de modo que estamos completamente a salvo y no pueden molestarnos como en otros sitios. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Qué hay de malo en dos habitaciones separadas, y compartiendo Chimmoko mi lecho?

—Nada. Nunca había visto un lugar tan hermoso. Eres muy inteligente… y muy hermosa.

—Eres muy amable conmigo, Anjín-san. Ahora, báñate, y después, cenaremos y tomaremos mucho saké.

—Bien. Muy bien.

—Deja tu diccionario, Anjín-san, por favor.

—Siempre me animas para que lo utilice.

—Si dejas el libro ahora… te diré un secreto.

—¿Cuál?

—He invitado a Yoshinaka-san a cenar con nosotros. Y a varias damas. Para distraernos.

—¡Ah!

—Sí. Y cuando yo me marche, elegirás una, ¿neh?

—Lo siento, pero podría turbar tu sueño.

—Te prometo dormir profundamente, mi amor. En serio, un cambio podría sentarte bien.

—El año próximo, no ahora.

—Habla en serio.

—Ya lo hago.

—¡Ah! En tal caso, si cambiases amablemente de idea y la despachases pronto… después de que Yoshinaka-san se haya marchado con su acompañante… bueno, ¿quién sabe lo que podría reservarte la noche?

Bueno, el caso era que ahora estaba durmiendo, y que, de pronto, un ruido de voces airadas —entre las que se oían palabras en portugués— se filtró a través del sopor de Blackthorne. De momento, pensó que estaba soñando, después, reconoció la voz.

—¡Rodrigues!

Mariko murmuró algo, sumida aún en su sueño.

Al oír pasos en el sendero, saltó del lecho y se arrodilló, dominando su pánico. Levantó a Mariko como si fuese una muñeca, se dirigió al shoji y se detuvo en el momento en que éste se abría desde fuera. Era Chimmoko. La doncella tenía la cabeza baja y los ojos discretamente cerrados. Él corrió con Mariko en brazos y la depositó suavemente en su propio lecho, todavía medio dormida, y volvió, sin ruido, a su propia habitación, sintiendo un sudor frío a pesar de que la noche era templada. Se puso un quimono y salió presurosamente a la galería. Yoshinaka había llegado al segundo peldaño.

—¿Nan desu ka, Yoshinaka-san?

Gomen nasai, Anjín-san —dijo Yoshinaka.

Señaló las luces de la última puerta de la posada y añadió muchas palabras, que Blackthorne no comprendió. Pero con ellas quería decirle que un hombre que estaba allí, un bárbaro, quería verlo, y que él le había dicho que esperase, y el otro no había querido esperar, portándose como un daimío, a pesar de no ser tal, y había tratado de abrirse paso por la fuerza, cosa que él había impedido. El hombre había dicho que era amigo suyo. ¿Lo era?

—¡Hola, inglés! ¡Soy yo, Vasco Rodrigues!

—¡Hola, Rodrigues! —le gritó alegremente Blackthorne—. Voy en seguida. Hai, Yoshinaka-san. Kare wa watashi no ichiyujin desu (Es mi amigo).

¡Ah so desu!

Hai. Domo.

Blackthorne bajó corriendo la escalera para dirigirse al portal. Oyó a su espalda la voz de Mariko.

—¿Nan ja, Chimmoko? —Y un murmullo de respuesta, y de nuevo su voz autoritaria—: ¡Yoshinaka-san!

Hai, Toda-sama.

Blackthorne miró a su alrededor. El samurai subía la escalera y se dirigía a la habitación de Mariko. La puerta estaba cerrada. Chimmoko estaba ante ella. Yoshinaka se inclinó ante la puerta y empezó a explicar a Mariko lo que pasaba. Blackthorne corrió por el sendero, con creciente animación, fijos los ojos en el portugués, con una amplia sonrisa de bienvenida, mientras la luz de los faroles arrancaba destellos de sus aretes y de la hebilla de su flamante sombrero.

—¡Hola, Rodrigues! ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Cómo está tu pierna? ¿Cómo me encontraste?

—¡Virgen santa! Has crecido, inglés, y has engordado. Sí, apuesto y gallardo como un maldito daimío —dijo Rodrigues, dándole un fuerte abrazo, al que él correspondió.

—¿Cómo está tu pierna?

—Me duele como una condenada, pero funciona, y te he encontrado preguntando dónde estaba el gran Anjín-san, el bastardo y bárbaro bandido de ojos azules.

Se echaron a reír y se intercambiaron bromas groseras, indiferentes a los samurais y a los servidores que les rodeaban. Después, Blackthorne envió a un criado a por saké e inició la vuelta a casa. Ambos caminaban con el balanceo propio de los marinos.

Yoshinaka esperaba en la galería.

Domo arigato, Yoshinaka-san —dijo Blackthorne, dando de nuevo las gracias al samurai e indicando un cojín a Rodrigues—. Hablaremos aquí.

Rodrigues puso un pie en la escalera, pero se detuvo al plantarse Yoshinaka ante él, señalando el cuchillo y la pistola y alargando la mano izquierda, con la palma hacia arriba.

¡Dozo!

El portugués frunció el ceño.

Iyé, samurai-sama, domo ari

¡Dozo!

Iyé, samurai-sama, ¡iyé! —repitió Rodrigues, más vivamente—. Watashi yujin Anjín-san, ¿neh?

Blackthorne avanzó un paso, todavía sorprendido por la brusquedad de aquel enfrentamiento.

—Yoshinaka-san, shigata ga nai, ¿neh? —dijo, sonriendo—. Rodrigues yujin, wata

Gomen nasai, Anjín-san. ¡Kinjiru! —Yoshinaka gritó una orden. Inmediatamente, avanzaron varios samurais, que rodearon, amenazadores, a Rodrigues, y aquél volvió a tender la mano—. ¡Dozo!

—Esos bastardos son muy quisquillosos, inglés —dijo Rodrigues, con una sonrisa, que exhibió su boca desdentada—. Diles que se estén quietos. Jamás me he desprendido de mis armas.

Blackthorne se interpuso rápidamente entre los dos.

—Escucha, Rodrigues, ¿qué importa? Dáselas. Esto no tiene nada que ver contigo ni conmigo. Es por la dama, por Toda Mariko-sama. Está ahí. Ya sabes lo quisquillosos que son en prohibir las armas cerca de los daimíos o de sus esposas. Estaríamos discutiendo toda la noche.

El portugués sonrió forzadamente.

—Desde luego. ¿Por qué no? Hai. Shigata ga nai, samurai-sama. ¡So desu!

Se inclinó como un cortesano, sin la menor sinceridad, desenvainó el cuchillo, sacó la pistola y los ofreció. Yoshinaka hizo una seña a un samurai, que tomó las armas y corrió al portal, donde las dejó en el suelo y permaneció de guardia. Rodrigues empezó a subir los peldaños, pero de nuevo le pidió Yoshinaka, cortés pero firmemente, que se detuviese. Otros samurais avanzaron para registrarlo. Rodrigues dio un paso atrás, furioso.

¡Iyé! Kinjiru. ¡Qué diablos…!

Los samurais cayeron sobre él, le sujetaron los brazos y lo registraron minuciosamente. Le encontraron dos cuchillos en las cañas de las botas, dos pequeñas pistolas —una, oculta en el forro de la chaqueta, y la otra, debajo de la camisa— y un frasquito de peltre en el bolsillo de la cadera.

Blackthorne examinó las pistolas. Ambas estaban cargadas.

—¿También estaba cargada la otra?

—Sí, naturalmente. Esta tierra es hostil, ¿no lo habías advertido, inglés? ¡Diles que me suelten!

—No es la manera más corriente de visitar a un amigo por la noche, ¿neh?

—Ya te he dicho que éste es un país hostil. Siempre voy armado hasta los dientes. ¿No lo haces tú? ¡Por Dios, di a esos bastardos que me suelten!

—¿No llevas más? ¿Esto es todo?

—Claro que sí. ¡Diles que me suelten, inglés!

Blackthorne entregó las pistolas a un samurai y avanzó un paso. Sus dedos palparon el interior del ancho cinturón de cuero de Rodrigues. Salió de su secreta vaina un estilete, muy fino, muy elástico, hecho del mejor acero de Damasco. Yoshinaka lanzó una maldición a los samurais que habían efectuado el cacheo. Éstos se disculparon, pero Blackthorne sólo observaba a Rodrigues.

—¿Algo más? —preguntó, jugando con el estilete.

Rodrigues lo miraba fríamente.

—Ya les enseñaré dónde y cómo tienen que buscar, Rodrigues. Dónde guardaría un tipo así…

El otro no respondió. Blackthorne avanzó, con el cuchillo.

Dozo, Yoshinaka-san. Watashi

—En la cinta del sombrero —dijo Rodrigues, con voz ronca, y Blackthorne se detuvo.

—Bien —dijo, y alargó la mano para asir el sombrero de ala ancha.

—¿No querías… enseñarles a ellos?

—¿Te gustaría que lo hiciese?

—Ten cuidado con la pluma, inglés, la aprecio mucho.

La cinta era ancha y rígida, y la pluma, airosa como el sombrero. Debajo de la cinta había un fino estilete, más pequeño que el otro y especialmente confeccionado para que el acero se adaptase con facilidad a la curva. Yoshinaka lanzó otra furiosa reprimenda a los samurais.

—Bueno. ¿Es esto todo, Rodrigues?

—Ya te lo he dicho.

—Júralo.

Rodrigues juró.

—Yoshinaka-san, ima ichi-ban. Domo —dijo Blackthorne—. (Ahora está bien. Gracias.)

Yoshinaka dio la orden. Sus hombres soltaron al portugués. Rodrigues se frotó los miembros, para aliviarse el dolor.

—¿Podemos sentarnos ya, inglés?

—Sí.

Rodrigues se secó el sudor con un pañuelo rojo, cogió el frasco de peltre y, con las piernas cruzadas, se sentó en uno de los cojines. Yoshinaka se quedó en la galería, sin alejarse mucho. Todos los samurais, menos cuatro, volvieron a sus puestos.

—Antes te pregunté si no llevabas más armas y mentiste.

—No te escuchaba. ¡Virgen santa! ¿Aguantarías tú que… te tratasen como a un vulgar criminal? —Y añadió, en tono agrio—: Nos han estropeado la velada… Pero, ¡espera, inglés! ¿Por qué hemos de dejar que la estropeen? Los perdono. Y te perdono, inglés. Tenías razón, y yo estaba equivocado. Pido disculpas. Me alegro de verte. —Destapó el frasco y se lo ofreció—. Toma, es un brandy muy bueno.

—Tú primero.

Rodrigues palideció.

—¡Dios santo! ¿Crees que está envenenado?

—No. Pero bebe tú primero.

Rodrigues bebió.

—¡Más!

El portugués obedeció y se secó los labios con el dorso de la mano. Blackthorne aceptó el frasco.

¡Salud! —Lo levantó y fingió beber, pero puso la lengua en la boca del gollete para evitar que el licor llegase a la suya, por mucho que le apeteciese la bebida—. ¡Ah! —dijo—. Está muy bueno. ¡Toma!

—Guárdalo, inglés. Es un obsequio.

—¿Del buen padre, o tuyo?

—Mío.

Blackthorne fingió beber de nuevo y dijo:

—Toma, echa otro trago.

Rodrigues sintió que el licor bajaba hasta la punta de sus pies y se alegró de haber vaciado el frasco que le había dado Alvito, llenándolo, después de lavado bien, con brandy de su propia botella. «Perdóname, Virgen santísima —dijo para sí—, por haber dudado del santo padre. ¡Oh, Madre mía, Señor Jesús, volved a la Tierra y transformad un mundo donde a veces no nos fiamos ni de los sacerdotes!»

—¿Qué te pasa?

—Nada, inglés. Sólo pensaba que este mundo está podrido, cuando ya no nos fiamos de nadie. Vine como amigo, y de nada ha servido.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Armado hasta los dientes?

—Siempre voy igual. Gracias a esto sigo viviendo, ¡Salud! —El hombrón levantó tristemente el frasco y bebió—. Me cago en el mundo y me cago en todo.

—¿Quieres decir, en mí?

—O en mí, Vasco Rodrigues, capitán de la Marina portuguesa, no un astroso samurai. Hemos intercambiado muchos insultos, todos amistosamente. Hoy vine a ver a mi amigo, y ya no lo tengo. Es triste.

—Sí.

—No debería estar triste, pero lo estoy. Mi amistad contigo me ha complicado extraordinariamente la vida. —Rodrigues se levantó, se estiró y se sentó de nuevo—. ¡Me fastidia sentarme en estos malditos cojines! Prefiero las sillas de a bordo. Bueno, salud, inglés.

—Cuando viraste aquella vez, y yo estaba en mitad del barco, lo hiciste para arrojarme por la borda, ¿no?

—Sí —contestó al punto Rodrigues, y se puso en pie—. Y me alegro de que lo hayas preguntado, pues me pesaba terriblemente en la conciencia. Me alegro de poder pedirte que me perdones, porque nunca habría podido confesártelo. Sí, me alegro de confesar mi vergüenza cara a cara.

—¿Crees que yo te habría hecho una cosa así?

—No. Pero si llegase el momento… Nada se sabe hasta que llega el momento de la prueba.

—¿Viniste aquí a matarme?

—No. Creo que no lo pretendía, aunque ambos sabemos que, para mi gente y para mi país, sería mejor que estuvieses muerto. Es triste, pero cierto. La vida es muy estúpida, ¿no, inglés?

—Yo no quiero tu muerte, capitán. Sólo quiero el Buque Negro.

—Escucha, inglés —repuso Rodrigues, sin rencor—. Si nos encontramos en el mar, tú en tu barco armado y yo en el mío, vigila por tu vida. Es lo que vine a prometerte, sólo esto. Pensé que podría decírtelo como amigo, y seguir siendo tu amigo. Salvo si nos encontramos en el mar. Estaré siempre en deuda contigo. ¡Salud!

—Confío en capturar tu Buque Negro en el mar. ¡Salud, capitán!

Rodrigues se alejó. Yoshinaka y los samurais lo siguieron. En el portal, el portugués recogió sus armas. Pronto se lo tragó la noche.

Yoshinaka esperó a que los centinelas se hubiesen colocado en sus puestos, y, cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden, se dirigió, cojeando, a su residencia. Blackthorne volvió a sentarse en uno de los cojines, y al cabo de un momento, llegó con la bandeja la doncella a quien había enviado a buscar saké. Le sirvió una taza, y se habría quedado para atenderlo, pero él la despidió. Ahora estaba solo. De nuevo lo envolvieron los sonidos nocturnos, el susurro del surtidor y el aleteo de los pájaros de noche. Todo volvía a ser como antes, pero todo había cambiado.

Tristemente, alargó una mano para llenar su taza, pero oyó un susurro de seda, y Mariko asió el frasco. Le sirvió, y llenó otra taza para ella.

Domo, Mariko-san.

Do ita shimashité, Anjín-san. —Se sentó en el otro cojín, y ambos sorbieron el vino caliente—. Iba a matarte, ¿neh?

—No lo sé, no estoy seguro.

—¿Qué quiere decir «registrar a fondo»?

—Pues desnudar a los prisioneros y buscar en sus partes más recónditas.

—¡Oh! Aquí hacen igual, Anjín-san. A veces. Por esto no hay que dejarse coger. Si te dejas capturar, te envileces tanto que el aprehensor puede hacer lo que quiera contigo… Más vale no dejarse capturar, ¿neh?

Él miró fijamente los farolillos movidos por la fresca y suave brisa.

—Yoshmaka tenía razón y yo estaba equivocado. El registro era necesario. Fue idea tuya, ¿neh?

—Discúlpame, Anjín-san. Espero no haberte ocasionado molestias. Pero temía por ti.

—Gracias —replicó él, volviendo al latín, aunque lamentaba lo del registro.

«Sin el registro, aún tendría un amigo. Quizá», se dijo.

Mariko llevaba un quimono de noche y una capa azul, y el cabello peinado en trenzas que le llegaban a la cintura. Se volvió a mirar el portal, visible entre los árboles.

—Fuiste muy listo en lo del licor, Anjín-san. Casi me pellizqué de rabia por olvidarme de advertírselo a Yoshinaka. Y fuiste muy astuto al hacerle beber primero. ¿Emplean mucho el veneno en vuestros países?

—A veces. Hay quien lo hace. Es un procedimiento vil.

—Sí, pero muy eficaz. Aquí lo emplean también a veces.

—Es terrible no poder confiar en nadie, ¿eh?

—¡Oh, no, Anjín-san! Lo siento —respondió—. Es una de las normas más importantes de la vida.