El viaje a Mishima duró nueve días, y ellos pasaron juntos parte de las noches. En secreto. Yoshinaka les ayudaba sin saberlo. En cada posada escogía, como era natural, habitaciones contiguas para todos.
—Espero que no te parezca mal, señora, pero así estamos más seguros —decía cada vez, y Mariko se mostraba de acuerdo y elegía la habitación central, con Kikú y Gyoko a un lado, y Blackthorne al otro. Después, en la oscuridad de la noche, se separaba de su doncella, Chimmoko, e iba a reunirse con él. Sólo Chimmoko estaba en el secreto.
Mariko comprendía que Gyoko, Kikú y todas las mujeres del grupo acabarían por saberlo. Pero esto no la inquietaba. Ella era samurai, y las otras, no. Su palabra pesaría más que la de ellas, salvo que la sorprendiesen in fraganti. Por otra parte, ningún samurai, ni siquiera Yoshinaka, se atrevería normalmente a abrir la puerta por la noche, sin ser invitado a hacerlo. Aparentemente, Blackthorne compartía su lecho con Chimmoko o con alguna de las doncellas de la posada. Además, las mujeres sabían que, si ella quería, podía hacerlas matar a todas antes de llegar a Mishima o a Yedo, por la menor falta, real o imaginaria. Y estaba segura de que Toranaga la aplaudiría en lo tocante a Gyoko, e incluso, en lo más profundo de su corazón, en lo tocante a Kikú. Con dos mil quinientos kokús podían comprarse muchas cortesanas de Primera Clase.
Se sentía, pues, a salvo de las mujeres. Pero no de Blackthorne. Éste no era japonés. Su cara, sus modales o su orgullo, podían delatarlo. Mariko no temía por ella. Sólo por él.
—Al fin sé lo que significa el amor —murmuró ella la primera noche. Y, como ya no luchaba contra las arremetidas del amor, sino que cedía a ellas, el miedo por la seguridad de él la consumía—. Te amo, y por esto temo por ti —murmuró apretándose a él y empleando el latín, que era el lenguaje de los amantes.
A pesar de esto, sus noches eran alegres. Estaban enamorados y se sentían mejores que antes. Los días eran fáciles para ella y difíciles para él. Blackthorne estaba constantemente alerta, resuelto, por el bien de ella, a no cometer el menor error.
—No lo cometerás —dijo ella, mientras cabalgaban juntos, apartados de los demás, fingiendo una absoluta confianza después de sus temores de la primera noche—. Eres fuerte, eres samurai, y no te equivocarás.
—¿Y cuando lleguemos a Yedo?
—Deja en paz a Yedo. Te amo.
—Sí. Y yo a ti.
—Entonces, ¿por qué estás triste?
—No lo estoy, señora. Pero me pesa el silencio. Quisiera gritar mi amor desde las cimas de los montes.
Estaban gozosos de su intimidad y de la certeza de que se hallaban a salvo de miradas indiscretas.
—¿Qué les ocurrirá, Gyoko-san? —preguntó en voz baja Kikú, en su palanquín, el primer día del viaje.
—Un desastre, Kikú-san. No hay esperanza para su futuro. Él lo disimula bien, pero ¡ella…! La pasión se refleja en su cara. ¡Mírala! ¡Como una niña! ¡Oh, qué loca es!
—¿Qué hará Yoshinaka cuando lo descubra? —preguntó Kikú.
—Tal vez no lo descubra. ¡Ojalá sea así! ¡Los hombres son tan tontos y tan estúpidos! No ven las cosas más simples, cuando se trata de una mujer. Recemos para que no los descubran antes de que terminemos este negocio de Yedo, y para que, si los descubren, no nos hagan responsables a nosotras.
—Hacen muy buena pareja, ¿neh? Ella se ve ahora como una flor.
—Sí, pero se marchitará como una camelia rota cuando sea acusada ante Buntaro-san. Su karma es su karma, y nada podemos hacer por ellos. Ni por el señor Toranaga, ni siquiera por Omi-san. Vamos, ¡no llores, pequeña!
—¡Pobre Omi-san!
Omi las alcanzó al tercer día. Se alojó en su posada y, después de la cena, habló en privado con Kikú, pidiéndole formalmente que se uniese a él por toda la eternidad.
—De buen grado lo haría, Omi-san —le había contestado ella, llorando, porque lo quería mucho—. Pero lo impide mi deber para con el señor Toranaga, que me ha favorecido, y para con Gyoko-san, que me formó.
—El señor Toranaga ha perdido sus derechos sobre ti. Se ha rendido. Está acabado.
—Pero no su contrato, Omi-san, por mucho que yo desee que lo esté. El contrato es legal y obligatorio.
—No me contestes ahora, Kikú-san. Piénsalo. Por favor. Dame mañana tu respuesta —dijo, y se marchó.
Pero al día siguiente, su triste respuesta fue la misma. Él discutió. Se vertieron más lágrimas. Los dos se juraron eterna adoración, y entonces, ella lo despidió con una promesa:
—Si el contrato se rescinde o el señor Toranaga muere y quedo en libertad, haré todo lo que tú quieras. Obedeceré todo lo que ordenes.
Y él salió de la posada y se adelantó a caballo en la marcha hacia Mishima, lleno de negros presentimientos, y ella secó sus lágrimas y arregló su maquillaje. Gyoko la felicitó:
—Eres prudente, pequeña. ¡Ojalá tuviese dama Toda la mitad de tu prudencia!
Yoshinaka conducía tranquilamente la comitiva de posada en posada, siguiendo el curso del río Kano, sin preocuparse del tiempo. Toranaga le había dicho en privado que no hacía falta darse prisa, con tal de que llegasen sanos y salvos a Yedo antes de la Luna nueva.
—Prefiero que lleguen con retraso, a que lo hagan anticipadamente, Yoshinaka-san. ¿Comprendes?
—Sí, señor —respondió él, y ahora bendecía a su kami guardián por darle este respiro.
En Mishima, con el señor Hiro-matsu, o en Yedo, con el señor Toranaga, tendría que presentar el preceptivo informe, verbalmente y por escrito. Entonces tendría que decidir si decía lo que pensaba, aunque deliberadamente no lo había visto.
«¡Oh! —se decía, espantado— seguro que estoy equivocado. ¿Dama Toda con un hombre y, por añadidura, bárbaro?»
«¿No tienes el deber de observar? —se preguntaba—. ¿De conseguir pruebas? ¿De sorprenderlos juntos en un lugar, cerrado, en la cama? Te harás reo de encubrimiento si no lo haces, ¿neh?»
«Sí, pero sólo un loco propagaría estas noticias —pensaba también—. ¿No es mejor hacerse el tonto y esperar que nadie los delate y te delate? Abandónales a su karma. ¿Qué importa esto?»
Pero, en su interior, el samurai sabía que importaba mucho.
—Buenos días, Mariko-san. Hoy tenemos un tiempo magnífico —dijo el padre Alvito, acercándose a ellos. Estaban frente a la posada, dispuestos a iniciar la jornada—. Buenos días, capitán. ¿Cómo estáis?
—Bien, gracias. ¿Y vos?
Su grupo y el de los jesuitas se habían encontrado algunas veces durante la marcha. En ocasiones se habían alojado en la misma posada. A veces, habían viajado juntos.
—¿Queréis que cabalgue con vos esta mañana, capitán? Si lo deseáis, podríamos continuar las lecciones de japonés.
—Gracias. Sí, me gustaría.
El primer día, Alvito se había ofrecido a enseñar japonés a Blackthorne.
—¿A cambio de qué? —le había preguntado éste.
—De nada. Me ayudará a pasar el tiempo, y tal vez me servirá de disculpa por mis duras palabras.
—Gracias, pero no me fío de vos.
—Entonces, si queréis, podéis contarme, a cambio, algo de vuestro mundo, lo que habéis visto y dónde habéis estado. Me encantaría y sería un trato justo. Yo vine al Japón cuando tenía trece o catorce años, y no he visto nada del mundo. Incluso podríamos, si queréis, concertar una tregua durante el viaje.
—Pero nada de religión, ni de política, ni de doctrinas papistas, ¿eh?
—Yo soy lo que soy, capitán, pero lo intentaré.
Y así empezaron, cautelosamente, su intercambio de conocimientos. Blackthorne pensaba que el trato era injusto. Alvito tenía una enorme erudición y era un magnífico maestro, mientras que él relataba cosas que podía saber cualquier capitán de barco. Pero Alvito le había dicho:
—No es verdad. Sois un capitán único y habéis hecho cosas increíbles.
Gradualmente se había ido estableciendo la tregua, y esto había complacido a Mariko.
—Esto es amistad, Anjín-san, o el comienzo de una amistad —había dicho ella.
—No. No es amistad. Desconfío más que nunca de él, y también él desconfía de mí. Somos enemigos perpetuos. Es una tregua temporal, debido, sin duda, a algún propósito que él no me diría si se lo preguntase. Lo comprendo y no veo peligro alguno en ello, con tal de que no me descuide.
A unas leguas al sur de Mishima, el río torcía hacia el Oeste, para correr plácidamente hacia la costa y el gran puerto de Namazu, y ellos dejaron el terreno quebrado y empezaron a cruzar las llanuras de arrozales por la amplia y poblada ruta que se dirigía al Norte. Tenían que cruzar muchos riachuelos y afluentes. Algunos eran poco profundos y podían vadearse, mientras que otros eran profundos y anchos y tenían que cruzarlos en barcazas.
Era el séptimo día desde su salida de Yokosé. Aquí, la carretera se bifurcaba, y el padre Alvito dijo que tenía que dejarlos. Seguiría el camino del Oeste para volver a su barco, donde estaría un par de días, pero los alcanzaría y volvería a reunirse con ellos en la carretera de Mishima a Yedo, si se lo permitían.
—Desde luego, podéis venir los dos conmigo, si lo deseáis.
—Gracias. Lo siento, pero tengo algo que hacer en Mishima —opuso Mariko.
—¿Y Anjín-san? Si dama Mariko va a estar ocupada, podríais venir vos. Tenemos un buen cocinero, y buen vino. Como Dios es mi juez, os puedo asegurar que estaréis completamente a salvo y seréis libre de hacer lo que os plazca. Rodrigues está a bordo.
Pero Blackthorne no aceptó, aunque habría deseado hacerlo. No se fiaba del sacerdote. Ni siquiera por Rodrigues habría metido la cabeza en la trampa. Dio las gracias a Alvito, y ambos le vieron alejarse montado a caballo.
—Detengámonos ahora, Anjín-san —propuso Mariko, aunque apenas era mediodía—. No tenemos prisa, ¿neh?
—Me parece muy bien.
—El padre es un buen hombre, pero me alegro de que se haya ido.
—También yo. Pero no es un buen hombre. Es un cura.
A ella le sorprendió su vehemencia.
—Perdona, Anjín-san, perdóname por decir…
—No tiene importancia, Mariko-san. Ya te dije que nada se ha olvidado. Él irá siempre detrás de mi pellejo.
Blackthorne fue en busca del capitán Yoshinaka. Mariko se quedó mirando la carretera occidental.
Los caballos del grupo del padre Alvito avanzaban pausadamente entre los otros viajeros. Algunos transeúntes se inclinaban ante el pequeño cortejo, y otros se arrodillaban humildemente, la mayoría mostraban curiosidad, cuando no ponían mala cara. Pero todos se apartaban cortésmente, cediéndoles el paso. Salvo los samurais, por bajo que fuese su rango. Cuando el padre Alvito se tropezaba con un samurai, se desviaba a la izquierda o a la derecha, seguido de sus acólitos.
Se alegraba de haberse separado de Mariko y de Blackthorne, de haber roto el contacto. Tenía que enviar mensajes urgentes al padre Visitador, y no había podido hacerlo porque sus palomas mensajeras habían sido destruidas en Yokosé. Y había muchos problemas por resolver. Toranaga, Uo el pescador, Mariko y el pirata. Y José, que le seguía los pasos.
—¿Qué está haciendo aquí, capitán Yoshinaka? —había preguntado el primer día, al ver a José entre los guardias, con quimono militar y llevando torpemente los dos sables.
—El señor Toranaga me ordenó que lo llevase a Mishima, Tsukku-san. Allí tengo que entregarlo al señor Hiro-matsu. Lo siento, pero, ¿te ofende su presencia?
—No, no —replicó Alvito, no muy convencido.
—¡Oh! ¿Estás mirando sus sables? No te inquietes. Están las empuñaduras, pero no las hojas. Así lo ordenó el señor Toranaga. Como el hombre ingresó tan joven en tu orden, no se sabe si puede llevar sables de verdad. En todo caso, no puede haber un samurai sin sables, y Uraga-noh-Tadamasa es, sin duda, un samurai, aunque haya sido sacerdote bárbaro durante veinte años. Nuestro señor lo decidió así.
—¿Qué será de él?
—Lo entregaré al señor Hiro-matsu. Tal vez será enviado a su tío, para que éste lo juzgue, o tal vez se quede con nosotros. Yo sólo obedezco órdenes, Tsukku-san.
El padre Alvito quiso hablar con José, pero Yoshinaka se lo impidió cortésmente.
—Lo siento, pero mi señor ordenó también que no hablase con nadie. En particular con los cristianos. «Hasta que decida el señor Harima», dijo mi señor. Uraga-san es vasallo del señor Harima, ¿neh? El señor Harima también es cristiano, ¿neh? El señor Toranaga dice que un daimío cristiano debe juzgar a un renegado cristiano, y más siendo tío suyo y jefe de la casa.
Aunque estaba prohibido, Alvito había tratado de hablar con José por la noche, para pedirle que se arrepintiera de su sacrilegio y pidiese perdón al padre Visitador, pero el joven se alejó fríamente, sin escucharle.
«¡Dios mío! Tiene que haber algún medio de convertirlo de nuevo —pensó, con angustia, Alvito—. ¿Qué puedo hacer? Tal vez el padre Visitador sabrá cómo hay que manejar a José. Y también sabrá lo que hay que hacer ante la increíble decisión de Toranaga de someterse, actitud que ellos habían descartado en sus conferencias secretas.»
—No, esto es absolutamente incompatible con el carácter de Toranaga —había dicho Dell’Aqua—. Irá a la guerra. Cuando cesen las lluvias, o tal vez antes, si consigue que Zataki traicione a Ishido. Creo que esperará lo más posible, para obligar a Ishido a hacer el primer movimiento, es su sistema acostumbrado. Pero, pase lo que pase, mientras Kiyama y Onoshi apoyen a Ishido y a Osaka, el Kwanto será invadido, y Toranaga, destruido.
—¿Y Kiyama y Onoshi? ¿Enterrarán para siempre su enemistad, para el bien común?
—Sí. Están totalmente convencidos de que una victoria de Toranaga sería el toque de difuntos para la Santa Iglesia.
«Otra guerra civil —pensó Alvito—. Hermanos contra hermanos, padres contra hijos, pueblos contra pueblos. Anjiro, a punto de sublevarse con mosquetes robados, según la confidencia de Uo el pescador. Y otra noticia espantosa: un Regimiento de Mosquetes secreto, casi listo para actuar. Una unidad de caballería moderna, al estilo europeo, de más de dos mil mosquetes, adaptada a los métodos de guerra japoneses. ¡Oh, Virgen Santa, protege a los fieles y maldice a ese hereje…!»
«¡Lástima —se dijo— que Blackthorne se haya torcido y tenga la mente deformada! Podría ser un aliado valiosísimo. Nunca lo habría pensado, pero es verdad. Tiene un conocimiento increíble de las cosas del mar y del mundo. Es valiente y astuto, sincero en su herejía, recto y sencillo.»
A los tres días de salir de Yokosé, una observación del hermano Miguel lo había trastornado.
—¿Crees que son amantes? —preguntó él.
—¿Qué es Dios, sino amor? ¿No lo dijo así el Señor Jesús? —replicó Miguel—. Yo sólo dije que sus ojos se tocaban, y que era hermoso de ver. En cuanto a sus cuerpos, no lo sé, padre, y, en realidad, no me importa.
—¡Ella nunca haría una cosa así! Es buena cristiana. Sabe que el adulterio es un pecado horrible.
—Sí, esto es lo que enseñamos nosotros. Pero su matrimonio fue shinto, no consagrado ante el Señor nuestro Dios. Por consiguiente, ¿sería adulterio?
—¿Dudas de la Palabra? ¿Te has contagiado de la herejía de José?
—No, padre, nunca dudaré de la Palabra. Sólo sé lo que los hombres hicieron de ella.
A partir de entonces los observó más de cerca. Estaba claro que el hombre y la mujer se apreciaban mucho. Pero, ¿por qué no habían de hacerlo? No había ningún mal en ello.
Ella no había dicho nada al confesarse. Y él no la había apremiado. Sus ojos no le dijeron nada y se lo dijeron todo, pero ningún hecho real autorizaba su juicio.
Alvito detuvo su montura y se volvió un momento. La vio de pie en la pequeña elevación, mientras el capitán hablaba con Yoshinaka, y la vieja alcahueta y su pupila yacían en su palanquín. Sintió el tormento de un celo fanático en su interior. Por primera vez, se atrevió a preguntarse: «¿Te has prostituido con el capitán, Mariko-san? Ese hereje, ¿ha condenado tu alma por toda la eternidad? Tú, que estabas destinada a ser monja y, probablemente, nuestra primera abadesa indígena, ¿vives en pecado mortal, deshonrada, ocultando tu sacrilegio a tu confesor, maldita delante de Dios?»
Vio que ella lo saludaba con la mano. Y esta vez no correspondió a su saludo, sino que se volvió, espoleó a su caballo y se alejó rápidamente.
Aquella noche, su sueño fue agitado.
—¿Qué te pasa, mi amor?
—Nada, Mariko-san. Duerme.
Pero ella no durmió. Tampoco él. Mucho antes de la hora acostumbrada, ella volvió a su habitación, y él se levantó y fue a sentarse en el patio, para estudiar el diccionario a la luz de las velas, hasta el amanecer. Cuando salió el sol, calentando el día, sus temores nocturnos se desvanecieron, y prosiguieron el viaje en paz y tranquilidad. Pronto llegaron a la gran carretera, al Tokaido, exactamente al este de Mishima, y los transeúntes se hicieron más numerosos. La inmensa mayoría de ellos iban, como siempre, a pie, con sus bártulos cargados a la espalda.
—Jamás había visto tanta gente en movimiento —dijo Blackthorne.
—¡Oh! Esto no es nada. Espera a que nos acerquemos a Yedo. Nos gusta viajar, Anjín-san, pero raras veces solos. Preferimos hacerlo en grupos.
Pero la multitud no entorpecía su marcha. La enseña de Toranaga en sus estandartes, el rango personal de Toda Mariko y la brusca eficacia de Akira Yoshinaka y de los mensajeros que éste enviaba en vanguardia para anunciar su presencia, les aseguraban las mejores habitaciones particulares en las mejores posadas, y una marcha ininterrumpida. Todos los demás viajeros y samurais se apartaban rápidamente a un lado y se inclinaban profundamente hasta que habían pasado.
—¿Tienen que detenerse y arrodillarse así ante todo el mundo?
—¡Oh, no, Anjín-san! Sólo ante los daimíos y las personas importantes. Y ante la mayoría de los samurais. Sí, es una práctica muy prudente para el vulgo. Es una medida cortés y necesaria, Anjín-san, ¿neh? Si el vulgo no respetase a los samurais y se respetase él mismo, ¿cómo se podría imponer la ley y gobernar el Reino? Además, la norma rige para todos. Nosotros nos detuvimos, saludamos y cedimos el paso al mensajero imperial, ¿no es cierto? Todo el mundo tiene que ser cortés, ¿neh? Los daimíos pequeños tienen que desmontar e inclinarse ante los más importantes. El ritual rige nuestras vidas, pero hay disciplina en el Reino.
—¿Y si se encuentran dos daimíos de igual categoría?
—Ambos se apean, se inclinan mutuamente y siguen su camino.
—Supongamos que se encontrasen el señor Toranaga y el señor Ishido.
Mariko pasó delicadamente al latín.
—¿Quiénes son, Anjín-san? No conozco estos hombres.
—Tienes razón. Perdóname.
—Escucha, amor mío, prometamos que, si la Virgen nos sonríe y escapamos de Mishima, sólo cuando lleguemos a Yedo, al Primer Puente, y no tengamos más remedio que hacerlo, abandonaremos nuestro mundo privado. Por favor.
—¿Qué peligro especial hay en Mishima?
—Allí, nuestro capitán debe presentar un informe al señor Hiro-matsu. Y yo tengo que verlo también. Es un hombre muy inteligente, muy observador. Sería fácil una delación.
—Hemos sido prudentes. Roguemos a Dios que tus temores sean infundados.
—Por mí, no temo nada, sólo por ti.
—Y yo por ti.
—Entonces, prometamos que permaneceremos en nuestro mundo privado.
—Sí. Imaginémonos que es el mundo real, nuestro único mundo.
—Allí está Mishima, Anjín-san —dijo Mariko, señalando al otro lado del último río.
La extensa ciudad-fortaleza —que albergaba a casi sesenta mil almas— estaba, en su mayor parte, oscurecida por la niebla baja de la mañana. Sólo se distinguían los tejados de algunas casas y el castillo de piedra. Más allá estaban las montañas que bajaban hacia el mar occidental. Muy lejos, al Noroeste, se erguía, esplendoroso, el monte Fuji. Al Norte y al Este, la cordillera arañaba el cielo.
—Y ahora, ¿qué?
—Yoshinaka buscará la mejor posada en veinte ri. Estaremos allí dos días. Es lo menos que necesito para resolver mi asunto. Entonces, Gyoko y Kikú-san se separarán de nosotros.
—¿Y después?
—Seguiremos adelante. ¿Qué te dice tu olfato de Mishima?
—Que es un lugar seguro —dijo él—. ¿Y después?
Ella señaló al Noroeste, no muy convencida.
—Iremos por allí. Hay un paso que cruza los montes en dirección a Hakoné. Es el tramo más agotador de toda la carretera de Tokaido. Después, ésta baja a la ciudad de Odawara, que es mucho más grande que Mishima, Anjín-san. Está en la costa. Desde allí hasta Yedo, sólo es cuestión de tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—No el suficiente.
—Te equivocas, amor mío —dijo él—. Tenemos todo el tiempo del mundo.